Última hora: se reporta la muerte trágica de otra conversación con futuro.
La causa oficial: abandono espontáneo del interlocutor, precedido por una mirada vagamente interesada y una fuga silenciosa hacia ninguna parte.
La víctima: (yo, por supuesto) quedó en la escena, junto a una taza de café tibio, una silla giratoria y el eco de sus propias palabras flotando como globos sin dueño.
La escena es tan común que ya debería enseñarse en las escuelas: alguien habla con entusiasmo, hilando ideas, contando algo con intención... y tu interlocutor, con la habilidad de un ninja distraído, desaparece. A veces sin siquiera intentar disimular. Simplemente se desconecta, o se va como si pulsara el botón de “salir de la reunión” en su mente.
Y seamos sinceros: todos hemos estado en ambos lados. Pero hay una verdad que no se puede ignorar: prestar atención no es un lujo ni una concesión, es una forma básica de respeto. No importa si la persona está contando una anécdota, compartiendo un problema o diciendo algo aparentemente trivial. En ese momento, ha depositado en ti su voz, su tiempo, sus ideas. Y tú estás ahí. Tienes oídos. Úsalos.
Ahora bien, si por alguna razón necesitas irte, está bien. Todos hemos sentido ese tirón existencial hacia el baño, una llamada urgente, o la necesidad vital de seguir una mosca hasta el fin del mundo. Pero al menos haz el gesto: un “te escucho en un momento”, un “ahora regreso”, o incluso un “no quiero parecer grosero, pero...”.
Algo. Lo que sea. Porque marcharse sin aviso es como cerrar la puerta en medio de un abrazo: duele, confunde y te deja con los brazos colgando.
Y esto, por alguna razón, a mi me pasa con demasiada frecuencia. No importa si hablo de algo personal, profesional, o simplemente cuento una historia con chispa. Basta que por ejemplo, una pelusa o cualquier otra cosa que no sea yo, flote entre nosotros para que active el protocolo de escape silencioso y desaparezca de mi vista sin ninguna explicación.
Y creo que no se trata de charlas aburridas las que hago. Me esfuerzo. Les pongo ritmo, gracia, estructura. A veces me siento como un guionista improvisando una escena épica. Pero da igual. Una notificación, un perro bostezando, una hormiga caminando… y la importancia de mis palabras se desvanecen como el vapor que escapa de mi taza de café, cada vez más fría.
Y sí, me enfurece. Porque una cosa es que no conectes con lo que digo, y otra muy distinta es que me borres en tiempo real. Sentir que lo que uno dice vale menos que el sonido del hielo en un vaso... eso duele. Es una falta de respeto disfrazada de distracción.
Recuerdo una vez en particular. Estaba explicando a alguien algo importante del trabajo: tiempos, presupuesto, recursos. Nada emocional, nada abstracto.
Mi taza de café humeaba frente a mí, como intentando seguirme el paso. Ella parecía atenta… hasta que su mirada se desvió hacia la ventana. Me quedé en silencio, con la frase a medio camino, sintiendo cómo mi entusiasmo se deshacía como arena entre los dedos.
Y entonces, sí, noté que miraba algo. Quizá una mosca, o algo igual de absurdo. Pero en ese momento, para mí, fue como una maldita mosca. Y la frustración fue la misma: no era solo la interrupción, sino la sensación de que lo que soy, lo que pienso, no importa lo suficiente para retener una mirada, un instante.
Y no termina ahí. Más calmado, uno intenta retomar la conversación. Mandas un mensaje. Haces una broma. Lanzas otra idea. Pero revivir una charla caída es como intentar reanimar un cactus: no importa cuánto lo riegues, si ya está seco, se acabó. Y te queda esa sensación amarga, como un sorbo de café frío. Como si hablar fuera un riesgo. Como si cada palabra saliera con su propio seguro de abandono.
Con el tiempo, uno se vuelve más cuidadoso. Empieza a guardarse las buenas ideas como si fueran dulces caros. Ya no por miedo, sino por puro cansancio. Porque cuando te dejan hablando solo una y otra vez, aprendes que tus palabras no merecen el vacío como respuesta.
Pero, sin embargo, sigo intentado. Aunque sea con cuidado. Porque soy terco. O quizá un optimista sin remedio. Porque hablar, aunque no siempre funcione, es mi forma de estar en el mundo.
Eso sí, ojalá que la próxima vez que alguien me deje hablando solo, que al menos tenga la decencia de dejarme un café pagado, una nota de disculpas… y un ponquecito al menos. Sin pasas. Eso ya sería sadismo.
Y si leyendo esto piensas: “Vaya, qué historia más tonta…”, Mejor no te cuento lo de WhatsApp. Ahí lo de dejarme hablando solo entra en el terreno de los zombies mutantes. Ahí me dejan con el diabólico visto. Esas terroríficas marquitas azules que dicen mas que mil mensajes de audio. Que se muestran arrogantes como alguien les hubiera nombrado cura para el aburrimiento (Cosa por lo demás segura). En silencio. Con frialdad.
Con ese iconico color azul que se me antoja lápida.
¿Saben?. A veces imagino que existe en alguna parte un sector cósmico donde van a parar todas las palabras no escuchadas. Una sala de espera galáctica, con pantallas flotantes que parpadean en tonos azulados.
Un lugar con luces tenues que titilan como estrellas lejanas y donde impera un silencio denso, como si el universo mismo contuviera el aliento. Ahí están mis ideas, archivadas como expedientes olvidados:
“Proyecto de mejora”, guardado sin abrir.
“Confesión tímida”, pendiente de entrega.
“Chiste con remate brillante”, flotando a media carcajada.
Pero en esa sala, mis palabras no se rinden. Siguen esperando, tercas, a que alguien, algún día, presione “reproducir”. Y si no, no importa. Yo seguiré aquí, con una taza de café en la mano, lanzando palabras al vacío como quien lanza botellas al mar de un universo distraído. Algún día, alguien (ojalá quien ahora importa) abrirá una.
Y si no, al menos sabrán que existí, que intenté.
Sabrán que hablé.
y otros temas?
No hay comentarios:
Publicar un comentario