Y caminamos.
A veces con pasos firmes, otras con temblores en las rodillas, pero siempre hacia adelante. Sembramos con manos limpias, con intención clara. Y aunque la lluvia tarde o el sol se esconda, confiamos en que la cosecha llegará: no por azar, sino por justicia.
Los cambios se ciernen como tormentas que parecen quebrarnos; los vientos contrarios nos retienen y nos hacen dudar de la estabilidad del terreno. Sin embargo, prevalecemos. No por fuerza propia, sino por la luz que nos habita. Somos guerreros del espíritu, los que enarbolan las banderas del Padre, los que avanzan no por lo que ven, sino por lo que creen.
El Padre nos inspira, nos impulsa, nos fortalece. Nos da la resiliencia para transformar las circunstancias y surgir victoriosos desde los escombros de viejos contextos, con una fe que no se rinde y una esperanza que no se apaga.
Nuestra esperanza no nace del optimismo vacío, sino de una certeza profunda: el Padre nos sostiene. Él ve más allá de lo que entendemos, no se confunde con apariencias ni se limita por calendarios. Es la fuente de todo bienestar, el refugio que no falla, el origen de cada promesa que florece en su tiempo.
Por eso no dependemos de títulos ni de puestos, ni de lo que una situación específica nos provoque. Nuestro éxito no se mide en ascensos ni en aplausos, sino en la paz que sentimos al hacer lo correcto, en la quietud que nos envuelve cuando hemos sido fieles a lo que Él nos pidió.
Los cambios no nos quiebran: nos enseñan, nos afinan, nos revelan más de lo que somos.
Y si alguna vez dudamos, que sea solo para recordar que la esperanza no es ingenua: es valiente. Que la fe no es ciega: es sabia, como quien avanza en la noche guiado por la forma invisible del amanecer. Que la resiliencia no es dureza: es ternura que se niega a rendirse.Todo saldrá bien. Porque el Padre es fiel. Porque su voluntad es buena. Y nosotros permanecemos: con fe, con certeza, con una esperanza que no se apaga.