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miércoles, 11 de junio de 2025

Desde la orilla

Hay amores que no hacen ruido, pero iluminan. No estallan, no arden; simplemente, permanecen encendidos. Son afectos discretos, como un eco suave que no se va del todo, como la brisa de una palabra que quedó flotando en la memoria.

No buscan promesas ni puertas, solo un rincón desde donde ver al otro florecer. No tienen forma de carta ni de casa, ni necesidad de ser nombrados. Son presencias sutiles, constantes, que no esperan nada a cambio. Para comprenderlos, basta imaginar una escena cotidiana, sencilla y luminosa, donde los gestos más mínimos revelan una profundidad callada.

Un chico, con un cuaderno de tapas dobladas bajo el brazo, observa desde lejos a una joven que ríe entre sus amigos en el parque. No se acerca, no habla. La ama desde el margen, donde las palabras no llegan, pero su mirada basta para nombrar el mundo.

Cada tarde, la ve rodeada de risas. Ella aparta un mechón de cabello del rostro, como si quisiera ver el mundo sin obstáculos. Camina con una soltura tranquila. Tan natural, que el sol parece seguirla como un reflejo. Y cuando se sienta en su banco de siempre —ese que parece haber sido puesto allí solo para esperarla—, él permanece a la sombra, ofreciéndole lo único que tiene: una presencia que nadie reclama, una ternura sin destinatario, tejida en silencio.

A veces, el pecho le aprieta, como si el silencio pesara más que todas las palabras que nunca dirá. Pero no se mueve. No se delata. Está ahí, simplemente. Y eso, para él, basta.

Ella lo ha notado. No se puede ignorar una constancia tan callada. Lo ha visto en la plaza, a la misma hora, con los hombros envueltos en una quietud que parece hecha de preguntas sin respuesta. Lo ha sentido detener el paso al verla cruzar, su mirada colgando de su hombro como un suspiro que no se atreve a ser palabra.

Y, aunque no lo diga, a veces lo busca entre la multitud. Como si en medio del bullicio su figura fuera un ancla que la conecta con algo más verdadero. Pero sus mundos no se rozan con naturalidad. Ella habita un entorno donde las conversaciones fluyen, los nombres se pronuncian por costumbre y los gestos parecen coreografiados por la pertenencia. Él es otra forma de estar: más silencio que palabra, más pregunta que certeza.

Ella sigue su curso, pleno, radiante, como un río que no necesita nuevas corrientes para completarse. Y él lo sabe. Él es apenas una brisa que roza su superficie: presente, pero sin alterar su cauce.

Su amor no será nombrado. No cambiará nada. Pero permanece. Porque le gusta verla reír, aunque no sea con él. Porque hay belleza en su forma de estar en el mundo, y él cree —con la fe intacta del que no espera nada a cambio— que esa belleza merece multiplicarse, ser feliz, incluso si él nunca habita su jardín.

Cada día está ahí. No espera milagros. Solo sostiene un faro encendido al borde del camino, sabiendo que nunca lo recorrerán juntos. Ella no notará las sombras que él despeja a su paso, ni sabrá cuántas veces su luz la ha tocado sin anunciarse.

Él no necesita que lo recuerde. Solo quiere que ella siga, que sea. La mira como se contempla un río desde la orilla, sin alterar su corriente. Y en esa orilla construye su refugio. No de resignación, sino de devoción. Una fe secreta que no exige destino.

Porque no todos los amores terminan en abrazo. Algunos solo quieren existir sin dañar, sin interrumpir la belleza que admiran.

La ama. Ella lo sabe,  aunque no lo nombra. Y eso, de algún modo, basta.

Tal vez eso sea lo más puro del amor: no la cercanía, ni el gesto evidente, sino esa entrega que no pide nada. Un amor que camina en silencio, que cuida sin ser visto. Que no necesita ser lámpara, solo faro. Solo fe.









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