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viernes, 20 de junio de 2025

El Solsticio (Cuento Corto)

El crepúsculo se deslizaba por la ventana, tiñendo de ceniza la habitación de Lía. Elías, hundido en una silla, acariciaba el lomo de un libro gastado, sus dedos siguiendo con precisión viejas grietas en la encuadernación, como si leyera un mapa invisible. Era un tomo de cuentos que ella adoraba, sus páginas marcadas por sus deditos torpes.

La penumbra difuminaba las manecillas del reloj: 6:52 PM. Faltaban pocas horas. Era el solsticio, el día más largo... y, para él, el más sombrío.

Ese reloj no solo contaba las horas hasta el solsticio; cada tic-tac era una punzada que le recordaba el año preciso transcurrido desde que Lía le fue arrancada. Su estúpida ignorancia y la avaricia que lo impulsaron a negociar con poderes desconocidos, antiguos y malévolos, la habían despojado de su lado.

Ahora, con un arrepentimiento quizás tardío, Elías sabía que en noches como esta, los velos que separan los mundos se vuelven casi transparentes, y las sombras acechan, siempre en busca de espíritus débiles. Él se había negado a creerlo... hasta que perdió a su niña.

Lía era su faro. Sus ojos color de noche brillaban con curiosidad pura. Vivía por el roce de sus trenzas negras deslizándose entre sus dedos, por la risa cristalina que llenaba la casa como un conjuro. Aún veía su dibujo en la mesita: una niña y un hombre bajo un sol brillante. “Somos nosotros, papá,” decía. Pero, aquella noche, él había abierto la puerta maldita, y eso vino y se la llevó.

Hoy, la casa era como un mausoleo. Cada foto, cada objeto de Lía, era un latigazo para su alma. Elías apenas comía, apenas dormía; para él, el mundo exterior no era más que cenizas. Jamás salía. Cada noche, sus dedos recorrían las puertas, buscando astillas invisibles, una costumbre que nadie entendía. Además, había desarrollado una extraña afición: recoger rocas en el bosque. Como aquella, redonda y lisa, que ahora descansaba en su mesita de noche. Solo él sabía que Lía la había encontrado junto a otra idéntica, la que reposaba bajo su cama. Gemelas. Una para ella. Una para él.

Había esperado en el infierno 365 días y, esta noche, todo terminaría. A las 10:42 PM, cuando el solsticio alcanzara su pico, aquello volvería. Debía estar listo.

De pie, en medio de la habitación de Lía, apretó el peluche favorito de su hija contra su pecho, la mirada perdida. La casa temblaba, supurando mal en cada rincón. Sombras afiladas danzaban en las esquinas, y un crujido agudo rasgaba las vigas cada tanto. Una corriente fría bordeaba las paredes, donde la pintura se había agrietado en formas circulares. El aire pesaba, un lamento atrapado. Temblando, aferró el peluche, convencido de que algo lo acechaba.

Faltaba poco. Su respiración se endureció y, los dedos crispados. El reloj marcó las 10:42 PM. Un zumbido bajo creció en el aire, como un latido lejano. Las sombras se alargaron, retorciéndose. El suelo vibró, apenas perceptible, y un destello pálido cruzó la habitación, como un relámpago mudo. Entonces, el aire se quebró en un silencio luminoso, como si un espejo se hubiera roto desde el otro lado. Una grieta destellante rasgó la habitación, con un brillo puro, casi doloroso.

De ella emergió con calculada paciencia aquel ser terrorífico, la Fae de la Sombra, envuelta en un resplandor que hería la vista. Sus astros titilaban, hambrientos. Mirando a Elíias, con su tétrico rostro casi pegado al de él, su voz reptó, burlona y venenosa.

Has vuelto — susurró —. Tan frágil, tan roto. Tu dolor… un banquete.

No atacó al hombre indefenso ante ella. Quería alimentarse de su duelo, cebarse en su dolor. Con un gesto hacia la grieta que permitió su regreso, invocó a la hermosa Lía: la imagen diáfana de la niña apareció flotando en la grieta, sus trenzas danzando, sus ojos color de noche brillando con inocente alegría. Inalcanzable.

— Aquí está tu amorTan cerca... a tu alcance — musitó la Fae, su aliento como escarcha —. Solo debes pagar un pequeño precio, uno muy pequeño... tal vez... tu recuerdo de ella, por ejemplo. ¿Es justo?

Roto, al borde, Elías tembló.

No… —murmuró.

La Fae sonrió. Pero entonces, vaciló. Algo no estaba bien. Inquieta miró a su alrededor, con su aliento quebrándose en silencio. El hombre no se movió. Solo bajó la mirada, como si escuchara algo, esperando.

De pronto, bajo la alfombra, la piedra de Lía comenzó a brillar. En las paredes, las grietas redondas vibraron como si alguien golpeara desde dentro. Y la casa toda... pareció despertar.

Del suelo, un resplandor pálido se elevó, revelando la sal escondida entre las tablas. El hierro disfrazado en la pintura de los muros tembló como si fuera una cadena que se tensara. Un aroma acre, como hierbas quemadas, sofocó el aire.

La Fae retrocedió. —¡Imposible! — aulló - ¿Que has hecho?

Elías alzó el cuchillo. Su voz era otra, templada por el dolor y el fuego lento de la espera. Su encantamiento, la trampa gestada en 300 noches de insomnio, había funcionado. Había encerrado al monstruo y ahora no tendría opción.

Estás en mi casa. Y esta vez, yo escribí el cuento. ¡Negociemos! 

La criatura se irguió. Los pegostes de su cabello giraban con violencia, como serpientes buscando una salida. Sus ojos sin pupilas parpadearon, intentando descomponer el círculo que la atrapaba. 

No puedes... — comenzó. Pero luego comprendió, se supo prisionera y su tono cambió, más suave, envenenado. 

— Has hecho esto por ella... Pero mírala bien. Es un eco, un reflejo que ya no encaja en tu mundo. Si la traes de nuevo, sangrará entre las costuras de lo real. ¿Vale la pena?

Elías no respondió. No la miraba a ella, sino a Lía, flotando aún en la grieta, inocente, sin entender el tiempo que se le había robado.

Cada minuto que ella estuvo contigo, lo viví en ruinas — dijo —. Cada día aprendí el nombre de un nuevo silencio. Tú me enseñaste el vacío. Ahora te enseñaré la pérdida.

La Fae lo observó, desconcertada. Sus dedos largos y traslúcidos trazaban signos en el aire, buscando un resquicio, un punto débil en su cárcel.

¿Y qué ofreces? — Dijo al fin, su voz lamiendo los bordes del círculo como una serpiente—. No puedes reclamarla sin pagar. Toda magia tiene precio.

Lo sé — respondió Elías.

Del bolsillo interior de su camisa, extrajo una pequeña caja de madera. La abrió lentamente. Dentro, un mechón de cabello negro, cuidadosamente atado con hilo rojo.

Los ojos de la Fae se encendieron con un brillo insano.

Eso... es memoria viva.

Su primer corte. Lo guardé. Dijiste que querías mi recuerdo de ella. Pues toma esto. Con cada hebra, un instante: su primer paso, su primera risa, su olor después del baño, su voz llamándome desde la escalera.

La Fae se relamió, enloquecida. Dio un paso hacia el borde del círculo, pero se detuvo justo antes del hierro. Y entonces… dudó.

Se quedó inmóvil.

En su interior, la bestia oía el eco de los nombres que le habían dado en mil lenguas olvidadas, de lo que fue antes de ser sombra. Recordaba otros pactos, otros padres, otros precios. Pero esta vez, algo no encajaba. El dolor de aquel humano no era puro, no era primordial  como el de los demás. No era caos. Había simetría en él. Un ritmo. Una forma.

Este humano había cultivado su duelo. No como una herida, sino como un arma.

Podía irse. Podía negarse. Pero el mechón... el mechón cantaba, le atraía. Una infancia entera en miniatura. Pura. Íntegra. Un manjar difícil de rechazar... Con los ojos cerrados, saboreó el imaginario banquete que significaba el alma contenida en aquellos rizos.

Acepto —dijo al fin, con voz tensa.

Elías dejó caer la caja dentro del círculo que atrapaba al monstruo. Esta se encendió en un fuego verde. Un viento seco recorrió la habitación y la grieta palpitó.

Sin aparente intervención de la Fae, la niña descendió, suave, liviana, como una pluma sobre el pecho del mundo. Como un muñeco inerte, cayó directamente en los brazos de su padre.

Papá —susurró.

Él lloró. No sabía si por lo que había recuperado… o por lo que acababa de perder.

Pero la Fae no se desvaneció del todo inmediatamente. Mientras su silueta se disolvía en jirones, extendió una mano retorcida hacia su vencedor y, con una expresión de odio reprimido, realizó un extraño gesto. Un súbito ardor estalló en el brazo de Elías.

Venas negras brotaron palpitando bajo su piel, un entramado de enfermedad, de podredumbre heredada... dolor vivo.

Recuerda esto, humano — dijo la Fae, con una sonrisa torcida —. Aunque olvides su infancia… yo les recordaré cada noche larga, y me aseguraré que tu no me olvides.

Y se fue, dejando la casa temblando. La sal se apagó. El hierro dejó de vibrar.

Cada solsticio, aquella marca ardería, un eco de la Fae que nunca lo soltaría. El amante padre salvó a su hija, pero pagó con una vida de dolor en su castigado cuerpo, con una mente que sangraba sombras, y unos ojos invisibles acechando desde la oscuridad, buscando grietas en su alma.

La grieta se cerró con un chasquido sordo, por lo menos hasta el próximo equinoccio. La casa, aún palpitante, exhaló un último suspiro, como si hubiera contenido el aliento demasiado tiempo.

Elías permaneció de rodillas, el cuerpo temblando. Con Lía abrazada a su pecho. El peluche yacía caído junto a ellos, con una oreja rota y una costura suelta, como si también hubiera luchado. Afuera, el viento arrastraba hojas secas, y la luna, en lo alto, no se atrevía a entrar.

Papá… —susurró ella, con los ojos aún empañados de confusión —. ¿Estás bien?

Él no pudo responder de inmediato. El ardor del brazo se intensificaba, y sus ojos, al cerrarse por un instante, vieron figuras danzando detrás de sus párpados. No eran recuerdos. Eran presencias.

Abrió los ojos con esfuerzo y acarició su cabello.

Ahora sí — murmuró —. Ahora estamos juntos.

Pero lo supo: cada año, en esa misma hora, el umbral volvería a latir. La marca no era solo castigo; era vínculo. Él había ganado tiempo, no paz. La casa, antes mausoleo, era ahora frontera. Y él, su guardián.

Lía dormía ahora, acurrucada contra su pecho, tibia y real.

Él le acarició el cabello con dedos temblorosos. Las trenzas eran suaves, familiares… pero vacías de contexto. Sabía que era suya. Lo sabía en los huesos, en algo más profundo que el recuerdo. Pero su mente… buscaba escenas que ya no estaban.

Miró aquel hermoso rostro enmarcado por una cabellera oscura y rebelde. Intentó reconstruir su risa, pero encontró huecos en su mente. Sabía que la había amado desde mucho tiempo antes… pero no podía decir cuándo había sido la primera vez que la escuchó reír. Ni cómo sonaba su voz cuando aprendió su nombre. Era como abrazar a una melodía sin letras.

La amaba. De eso no había duda. Pero no sabía por qué.

La miró dormir. Era suya, lo sabía. Y aunque sentía que la historia de ella le había sido arrancada, algo en su cuerpo recordaba. Un reflejo visceral, una certeza muda.

Elías dejó que una sonrisa, pequeña, herida, verdadera, cruzara su rostro. Protegería a aquella niña aun con su vida. Aunque ya no recordara del todo el porqué de esa convicción. No importaba, crearía nuevos recuerdos.

Respiró profundo y, por primera vez, se permitió un descanso. Porque aunque las sombras regresaran… esa noche, habían perdido.








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lunes, 17 de mayo de 2021

Relato: Sombras

Vencido por la momentánea incapacidad de sus pulmones para oxigenar su sangre, el muchacho calló de rodillas sobre las rocas del camino. Desesperado, inhaló todo el aire que su boca fue capaz de atrapar en un intento por recuperar el aliento después del extraordinario esfuerzo por correr hasta allí a través del bosque.

¡Ya viene, corre! –  La voz en su oído lo sacó bruscamente de sus pensamientos obligándolo a levantarse y a tratar de seguir avanzando sin saber hacia donde se dirigía. Apremiado por aquella voz, y por la sensación opresora de que algo lo seguía, solo se concentró en obligar a sus pies a moverse entre las hojas y las ramas que alfombraban el suelo.

¡Más rápido, ya viene! – la voz delante de él parecía llamarle, guiarle en una huida que por alguna razón parecía ser cosa de vida o muerte. 

En la mañana de ese día, la idea de hacer un tik tok en la entrada de la abandonada mansión de la tía Emilia parecía divertida. Máxime cuando la belleza del barrio puso en duda su valor para llevar a cabo el reto. No creía en los cuentos de viejas locas y niños asesinados que se decían en la ciudad y los enormes ojos de la chica eran una promesa de mucho lujo como para pasar por un cobarde. Así que, no muy convencido, recogió el reto y se preparó para la hazaña.

¡Para!.. ¡Para! – la voz le obligó a detenerse nuevamente en la oscuridad. La orden llegó justo a tiempo, delante de él se extendía el borde de una barranca que se escondía entre las sombras como la boca del lobo que espera oculto su presa. En su carrera desenfrenada, el muchacho había olvidado que solo había un camino para regresar a la carretera principal y pasaba por un viejo puente peatonal que, desde donde estaba, no podía ver.

Ella está aquí, ¡Corre! – dijo la voz, esta vez desde su izquierda, pero el agotamiento había afectado sus reflejos y esta vez solo acató a mirar atrás hacia el camino recorrido. Solo alcanzó a percibir las mismas sombras que, amenazadoras, parecían rodearlo jugando con su imaginación. 

Sin atreverse a reaccionar, su atención se dirigió hacia una de aquellas sombras que, de repente, pareció destacarse entre las otras. Aquella sombra, que vagamente recordaba una figura humana, se desplazó por el bosque aumentando de tamaño como si fuese una proyección que usara árboles y arbustos como pantalla. 

¡Te quiere, como a nosotros!... ¡CORRE!.. - La presurosa voz en su oído  funcionó como una descarga eléctrica que le puso en movimiento bordeando la barranca. Podía sentir en la piel de su nuca la sombra maligna tras del él. Y, esta vez estaba seguro de que no lo imaginaba, podía ver huyendo delante de él a la otra pequeña sombra que le guiaba. 

La primera vez que la sintió fue al llegar a la vieja casona un poco antes. Parado en la entrada de la casa, sobre los viejos tablones de madera, comenzó a grabar el mensaje que pensaba le aseguraría los favores de su amiga. De súbito, sintió como unas pequeñas manos lo empujaban por la espalda con tanta fuerza que perdió el equilibrio y cayó al piso fuera de la casa. Inmediatamente un trozo de viga del techo pareció rodar y caer justo en el sitio donde estaba parado antes de su caída. El peso de la viga y la fuerza del golpe fueron tales que abrieron un enorme hoyo en el piso de madera. Hubiera muerto sin duda alguna de no haber sido… ¿empujado?

En aquel momento, desde el piso, la sorpresa se transformó en pánico ante la figura aparecida en la puerta de la vieja casona. Como en una película de terror, una espantosa mujer le miraba con ojos inyectados en sangre. De traje y sombrero como en esas viejas fotografías de la abuela, la mujer levantó un palo, tal vez un bastón, haciendo gestos amenazadores hacia él en una espantosa mímica que mínimo presagiaba una paliza.

¡Corre tonto, va a atraparte! – Dijo aquella voz, dejándose oír por primera vez. Y fue tanto el apremio que, sin pensarlo dos veces, se levantó y salió a escape buscando el camino por el que había llegado.

Una vez más sin respiración, tuvo que detenerse para recuperar el aliento. – No tienes tiempo, está aquí – le urgió la voz, pero no tenía fuerzas para atender la urgencia con la que le apremiaba. 

Con gran esfuerzo dio un paso hacia adelante intentando seguir el camino. Pero en ese momento, algo pesado le golpeo en mitad de la espada con tanta fuerza que tuvo que arquear los hombros hacia atrás para soportar el dolor. Sea lo que fuera, mujer o sombra, lo que le perseguía le había alcanzado en aquel momento de debilidad y le había demostrado sus intenciones con ese único golpe poderoso.

Un súbito empujón de adrenalina le hizo tomar una gran bocanada de aire y sus pies se movieron con una energía impensable un segundo antes. La luz de la luna logró colarse por entren las ramas y un camino parecía extenderse delante de él permitiéndole ver, a escasos metros, como su sombra guía escapaba rauda por allí. 

¡El puente, allí está el puente, si llegas a la carretera no podrá seguirte! – le urgió aquella voz.


En efecto un brillo blanco, más brillante que el que la luna le regalaba, revelaba la presencia de las luminarias de la carretera principal. Unos pasos antes, pudo diferenciar la estructura del destartalado puente de madera ya a unos pocos metros de distancia. No quiso mirar atrás, pero cada milímetro de su piel sentía la presencia maligna que le seguía, y que sabía no descansaría hasta alcanzarlo. 

En un último esfuerzo, y sin ver nada más que aquella luminaria, cruzó raudo el puente salvador sintiendo como las viejas tablas crujían quejándose bajo sus pies. Agotado hasta casi el desmayo, cayó al otro lado en la carretera de asfalto, sintiendo como su pecho parecía abrirse en dos por el titánico esfuerzo para respirar.

Tuvieron que pasar unos minutos antes de poder levantar la cabeza y atreverse a mirar el camino andado. Entre las sombras vio claramente a un niño mirándolo sonriente al otro lado del puente, como si le divirtiese alguna picardía. 

Mirando hacia un lado de la barranca, impulsado por algo que vio, el niño corrió hacia el lado contrario desapareciendo en el bosque. Tras él, de entre la maleza, surgió otra figura esta vez perfectamente reconocible a la luz de la luna. Era aquella mujer, bastante mayor, con un recatado vestido de falda ancha hasta el tobillo,  un amplio sombrero y un peculiar bastón en la mano.  

Dando una última mirada al muchacho al otro lado del puente, la mujer extendió su bastón hacia él de una forma amenazadora y partió tras el niño en la profundidad del bosque. 

Mirando el brillo en el horizonte que revelaba la llegada del nuevo día, el muchacho comprendió de pronto que había sido testigo y victima colateral de un encuentro entre dos almas en pena que le habían tomado como premio. Un encuentro que vaya usted a saber desde hace cuánto se libraría y que aparentemente, gracias a Dios, el niño había ganado en esta oportunidad.

Ya recuperado, se levantó del suelo y tomo el caminó principal hacia la ciudad. Una sonrisa apareció de repente en su rostro, acababa de darse cuenta de que había perdido el móvil con la prueba de su visita a la vieja casona. Después de todo, aquellos grandes ojos tendrían que esperar, no pensaba ni en un millón de años volver a reclamar su teléfono. En realidad, dudaba tener que hacerse de uno en algún tiempo.


Nota: Esta historia de ficción está basada en la leyenda de la CASA DE LA TÍA TOÑA. Esta casona, ubicada en pleno bosque Chapultepec de la ciudad de México, es protagonista de una leyenda urbana plagada de locura y crímenes. Alimentada por las historias populares, la casa se ha convertido en un atractivo casi turístico que ha provocado varias muertes por el deseo de las personas de comprobar el mito. 


Puedes escuchar el relato Aquí (10:29 min)

 
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miércoles, 6 de enero de 2021

La Mansión Lalaurie. Casas Embrujadas

Han pasado 241 años desde que la familia McCarthy, en la ciudad de Nueva Orleans, recibió una hermosa bebé a la que llamaron “Delphine” y la que, de inmediato, pasó a ser el centro de atención de la familia y una joya de la clase acomodada en la región. Corría el año 1780, en una Luisiana que, para entonces, aún era territorio español.

Comercio de Esclavos
La venida al mundo de Delphine coincidió con una época dorada para el gran número de inmigrantes españoles y franceses, provenientes de Canadá, que llegaron a la región atraídos por su éxito económico. En una época en la que la esclavitud aún era la base de la economía, la gran necesidad de mano de obra requerida por las enormes plantaciones de tabaco y azúcar, fue cubierta por cientos de esclavos traídos directamente de África. De hecho, Luisiana llegó a convertirse en el principal centro de trata de esclavos de toda Norteamérica. En sus principales poblados, la población esclava superaba con creces toda la población libre.

Delphine Lalaurie
Fue en este ambiente acomodado y de riqueza en el que la familia McCarthy crió a la joven Delphine. Hermosa y con todas las ventajas de la alta sociedad, la joven se convirtió rápidamente en la joya más preciada de Nueva Orleans.
 
Con solo 20 años, la hermosa Delphine se casó con el noble Español Don Ramón de López quien era el cónsul general de España en nueva Orleans. Al poco tiempo de casados, la pareja de esposos se embarcó hacia España, pero solo uno de ellos llegó a su destino. Por razones hoy desconocidas, Don Ramón falleció a su paso por La Habana y la Joven viuda llegó a España sola, con una bebé que nació en el barco durante el viaje.

Delphine regresó a Nueva Orleans y en 1808 contrajo segundas nupcias con el banquero Jean Blanque con el cual tuvo cuatro hijos y el que también murió 8 años después. Aun con cierta edad, Delphine seguía siendo hermosa, y sus dos matrimonios le habían dado cierta posición económica y social, por lo que no le faltaron pretendientes. En 1825 contrajo nupcias con su último esposo Leonard Louis Nicolas Lalaurie, mucho más joven que ella y de cuyo matrimonio la sociedad conjeturó que era solo un contrato por interés. Una vez casados, la pareja Adquirió una terreno en pleno centro de Nueva Orleans donde en apenas dos años construyeron una hermosa mansión en la que vivirían de ahí en adelante.

Fue después de mudarse a su mansión, que comenzaron los rumores y cometarios en el que se achacaba cierto sadismo y tendencia al maltrato de Delphine Lalaurie para con sus esclavos. Los Lalaurie se separaron legalmente luego de una demanda introducida por Delphine, pero aparentemente Leonard seguía visitando la casa seguido. 

La gente comenzó a notar que los esclavos de la Mansión Lalaurie se mostraban demacrados y a todas luces, infelices. Sin embargo, Delphine demostraba públicamente aprecio y preocupación por sus esclavos y llegó en algún momento a otorgar la libertad plena a dos de ellos. Inclusive, provocadas por los rumores, se realizaron un par de inspecciones oficiales a su residencia sin encontrar nada raro. Por esto, las cosas no pasaron inicialmente de ser solo rumores y cuentos en reuniones de sociedad.


Sin embargo, poco tiempo después de las inspecciones oficiales, una esclava de los Lalaurie falleció al caer de la parte más alta de la casa.  Testigos indicaron que la esclava, una niña de 14 años, corría por el techo de la casa huyendo de Delphine quien la perseguía con un látigo para castigarla. Esto provocó una nueva investigación donde, esta vez, se determinó que Delphine Lalaurie era responsable de malos tratos con sus esclavos. La ley, en castigo, le obligó a vender nueve de sus esclavos. Esclavos que, utilizando sus influencias, Delphine logró recomprar rápidamente.

Desde ese momento, los rumores comenzaron a multiplicarse y la alta sociedad de Nueva Orleans comenzó a evitar a la Mansión Lalaurie y sus habitantes. Además del caso de la niña, se rumoreaba que la cocinera de la mansión permanecía encadenada a la cocina y que las hijas de Delphine eran fuertemente castigadas si se atrevían a hablar con sus esclavos, alimentarlos o defenderlos de alguna forma.

Pero no fue sino hasta 1834 que un hecho fortuito sacó a la luz el verdadero horror de la Mansión Lalaurie.

El 10 de abril, comenzó un incendio en la cocina de la Mansión, que rápidamente amenazó con extenderse por el resto de la casa. Al momento, los vecinos acudieron a tratar de apagar el fuego y encontraron en la cocina a una esclava encadenada al horno. La esclava confesó haber iniciado el fuego intentando suicidarse para evitar un castigo de Madame Lalaurie. La Esclava indicó que hubiera sido llevada a una habitación en el tercer piso de la casa “de la que nadie regresaba”.

Tratando de controlar el incendio, los vecinos procuraron entrar a las dependencias de los esclavos a un lado de la casa, pero la encontraron cerrada. Ante la negativa de Delphine de entregar las llaves, destruyeron las puertas y entraron a la fuerza. Nada los había preparado para el horror que encontraron.
 
La prensa de la época indica textualmente que: 

"Al entrar en uno de los apartamentos, el espectáculo más espantoso se presentó ante sus ojos. Siete esclavos horriblemente mutilados fueron vistos colgados del cuello, con los miembros aparentemente estirados y desgarrados de un extremo al otro... Estos esclavos eran propiedad del demonio en forma de mujer... Habían sido confinados por ella durante varios meses, en la situación de la que así providencialmente habían sido rescatados, y simplemente mantenidos en existencia para prolongar su sufrimiento y hacerles saborear todo lo que la más refinada crueldad podía infligir


Prensa y publicaciones de todo el país describirían durante doscientos años, Las mutilaciones a las que fueron sometidos los esclavos reseñando cosas tan terribles como labios cosidos, vaciado de los ojos, arrancado de pedazos enteros de carne, cortes profundos en sus orejas y profundos hoyos en el cráneo. Incluso llegó a escribirse sobre grandes heridas en el estómago con exposición mecánica de las vísceras.

El hecho es que los esclavos se encontraron inmovilizados en posturas restrictivas, con un muy evidente estado de desnutrición extremadamente avanzada y mostraban señales de tortura aplicada con extremo sadismo. También usaban collares de hierro que inmovilizaban sus cabezas. Se llegó a comentar que se habían encontrado cadáveres desollados a punta de látigo en el tercer piso del ático, pero esto no se había confirmado. El estado de los esclavos rescatados era tan crítico, que dos de ellos murieron después de haber sido encontrados.
 
Al hacerse público el descubrimiento, la reacción de los pobladores de nueva Orleans no se hizo esperar... Una turba penetró en la Mansión y destruyó todo lo que pudo antes de que las autoridades lograran controlar la situación. Al final, solo las paredes parecían quedar en pie de lo que fuera el lujoso edificio.

Luego del incendio, Los Lalaurie desaparecieron sin dejar rastro aunque se dice que aprovecharon la conmoción durante los disturbios para escapar a Alabama y de allí a Paris donde terminaron sus días.
 
No hay forma de saber cuántos esclavos pudieran haber fallecido en la mansión Lalaurie. Durante las investigaciones posteriores, el patio fue excavado y se desenterraron al menos dos cuerpos más incluyendo el de un niño. En los registros oficiales, entre 1830 y 1834 aparece reportada la muerte de al menos 12 esclavos en la mansión de Royal Street incluyendo a una cocinera y una lavandera llamada Bonne y sus cuatro hijos. Aunque en los registros no se menciona las causas de muerte, esto no era extraño cuando se trataba de esclavos. Hoy dia, no hay manera de saber si las muertes fueron causadas por torturas o malos tratos.

La Mansión Lalaurie, o lo que quedó de ella después de los disturbios, fue vendida y restaurada dos años después en un estricto “Estilo Imperio” el cual mantuvo por más de 100 años.

Durante los siguientes doscientos años, el edificio se utilizó para diferentes propósitos, incluyendo una escuela pública, un conservatorio, un edificio de apartamentos, un refugio para jóvenes delincuentes, un bar y una tienda de muebles. Durante todo ese período, la herencia oscura del edificio ha ido acumulando una aureola de maldad que poco a poco le ha creado la fama de ser la casa embrujada más famosa de nueva Orleans. Ciudad que ya tiene su propio renombre por ser catalogada como la ciudad con más edificios con este dudoso honor.

Las historias de la mansión comenzaron inmediatamente después de la huida de los Lalaurie, ya que la gente aseguraba escuchar los gritos fantasmales de sus víctimas saliendo por las noches de la ruinosa casa. Nadie parece haber tenido ninguna experiencia con el espíritu de Delphine Lalaurie pero se ha dicho que vaga por el cementerio cercano.

Desde 1834, los registros notariales muestran que nadie ha vivido en el 1140 de Royal Street durante más de cinco años seguidos, y muchos de los que lo han hecho han sufrido de formas extrañas después de mudarse. Se sabe que la muerte, la bancarrota e incluso la locura han afectado a algunos de sus antiguos habitantes.

Se ha dicho que, en su tiempo de edificio de apartamentos, un inquilino murió violentamente asesinado después de revelar que le atormentaban demonios en la casa. Así mismo, cuando fue usada como escuela para niñas, se dijo que las estudiantes sufrían de frecuentes e inexplicables ataques de ira.

Ni siquiera los famosos parecen estar a salvo de la mala influencia de la casa. En el 2007, el actor Nicolas Cage compró la casa por 3,45 millones de dólares. En ese mismo período, el actor sufrió dificultades financieras que llevaron a que el banco ejecutara la hipoteca dos años después, vendiéndose el edificio por mucho menos de su valor real.

Desde el 2013, La mansión es propiedad privada de un magnate petrolero de Texas. Y actualmente, el dueño NO PERMITE VISITAS. Y parece que tiende a no tomar muy amablemente los tours que llevan diariamente a cientos de personas a la acera de enfrente.
 
En su tercera temporada, la Serie de terror norteamericana American Horror Story: Coven, otorgó una parte de la trama a una versión de Delphine Lalaurie y a su Mansión. Sin embargo, los set correspondientes a la mansión fueron filmados en otros edificios turísticos de Nueva Orleans ante la imposibilidad de realizar las filmaciones en los ambientes originales. 

Así que si quieres conocer en persona la que se ha dado por llamar “la casa más embrujada de los Estados Unidos” tendrás que conformarte con verla de lejitos… o conocerla en este CUENTO DE FOGATA.



 
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