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lunes, 9 de junio de 2025

El último crepúsculo

El aire huele a tierra seca y ceniza, delatando a un mundo que retiene su último aliento antes de sucumbir. El viento se desplaza en ráfagas inconsistentes, levantando espirales de polvo que se disuelven apenas unos metros adelante. La ciudad yace en un silencio muerto, con sus edificios inclinados, como si estuvieran demasiado agotados para seguir de pie.

El paisaje es un cadáver de piedra y asfalto, inmóvil bajo el cielo en llamas. Es un lugar al que aquel hombre ha regresado demasiadas veces. Un campo de batalla en ruinas, donde el día agoniza antes de entregar su luz a la noche.

Y en ese yermo desolado, él espera.

Su piel curtida lleva las marcas de un tiempo que nadie más recuerda. Ha cruzado tierras devastadas, mares que dejaron de cantar, ciudades que se derrumbaron bajo su mirada. Su espada descansa contra su espalda, esperando el contacto de una mano que ha blandido el acero más veces de las que quisiera contar. Antes, la empuñaba con convicción. Ahora, con hábito.

Ha peleado demasiadas veces. Ha sentido la furia y el fuego, la euforia y el dolor. Ha sido testigo de victorias que nunca duraron, de derrotas que nunca importaron. ¿Cuántos años han pasado? ¿Cuántos ciclos más tendrá que repetir? La respuesta no es necesaria. Lo único seguro es que el otro hombre vendrá.

El viento gira. Algo ha cambiado en el aire, como una pausa sutil antes de un movimiento inevitable. No hay sonido que anuncie su llegada, ni el crujir de pasos sobre piedra, ni el silbido de un arma desenfundada. Pero el hombre siente su presencia. Como siempre la ha sentido.

La sombra aparece como si hubiera estado ahí todo el tiempo. El viento la arrastra consigo, enredándola entre las ruinas, dándole forma antes de materializarla por completo. Su andar es pausado, sin prisa, sin titubeo. Sus ropajes oscuros ondean a su alrededor como un eco de las sombras que lo rodean, como si la propia tierra reconociera su presencia y se apartara en reverencia. Hay algo serpentino en su movimiento, un ritmo que no pertenece al mundo de los hombres.

El hombre que espera no reacciona de inmediato. No porque no lo haya visto venir, sino porque cada vez es un recordatorio de lo inevitable. La batalla será como todas las demás, una repetición sin fin. Sin embargo, por un instante, en el umbral de la confrontación, hay algo ceremonial en aquel encuentro. Como si, más allá de la guerra, hubiera algo más profundo que los une. Algo anterior a la historia, al lenguaje o a la razón.

Un suspiro invisible recorre la tierra. El viento se detiene como si el tiempo mismo contuviera el aliento. El sol agoniza un poco más.

El recién llegado avanza.

Su andar es pausado, constante, sin urgencia. No porque desee retrasar el inevitable enfrentamiento, sino porque el tiempo ya no tiene significado para él.

La ciudad en ruinas no le dice nada. No siente nostalgia, ni pesar, ni siquiera reconocimiento. Podría haber sido otra ciudad, otro campo de batalla, otro mundo. Todo se ha desmoronado antes y volverá a hacerlo. Solo los escombros permanecen, solo el polvo gira con el viento, solo la sombra que arrastra consigo sigue siendo real.

No hay odio en su pecho, ni furia. Las emociones le abandonaron hace demasiado tiempo, consumidas por la repetición, por la certeza de lo inevitable. Y si alguna vez hubo algo más—un propósito, una razón, una voluntad—también quedó enterrado en alguna guerra que ya no recuerda.

Pero hay una certeza. Siempre hay una… El enemigo que le espera.

Cuando su mirada encuentra a la del otro hombre, la siente como una corriente helada atravesando su piel. No es sorpresa. No es temor. Es reconocimiento. Una chispa de memoria encendida en la eternidad.

Porque al final, cuando todos los mundos se han extinguido, cuando todas las victorias han sido devoradas por el vacío, cuando cada batalla ha terminado igual que la anterior, él sigue aquí. Y el otro también.

El viento se detiene. La sombra se extiende a su alrededor.

Los dos hombres se miran.

No hay sorpresa en sus rostros. No hay odio. Solo el reconocimiento de lo inevitable.

Uno de ellos inclina la cabeza levemente, un gesto apenas perceptible, pero suficiente. El otro responde del mismo modo. No es un saludo festivo, ni una señal de respeto convencional. Es el acuerdo tácito de dos guerreros que han recorrido este camino demasiadas veces.

Entonces, ambos avanzan.

No es un ataque ciego, ni un estallido de furia repentina. Es una danza ensayada, una coreografía escrita hace milenios. La tierra tiembla bajo sus pasos, el aire se parte con el primer golpe. Acero contra sombras, luz contra caos.

Un hombre se alza con la fuerza de la aurora. Su espada corta el aire con un resplandor ardiente, su movimiento firme, preciso. No lucha por victoria. Lucha porque debe hacerlo. Como lo ha hecho desde el primer amanecer.

El otro hombre se desliza entre los golpes como si el viento lo guiara. Su sombra crece, se retuerce, se adapta. No esquiva por miedo. Esquiva porque ha aprendido que la lucha no es para ganar, sino para continuar. Como lo ha hecho desde el primer susurro del caos.

Cada golpe se encuentra con su opuesto. Ninguno retrocede. Ninguno cede.

El sol se desangra sobre el cielo. Los dioses se abalanzan uno contra el otro. Y la batalla comienza otra vez. 

Así como ha sido durante milenios, Ra, el dios del sol, y Apofis, el dios del caos, siguen su inútil y eterna lucha por la supremacía en una tierra que ya no existe, donde las ciudades han olvidado sus nombres, y el polvo ha comenzado a olvidar también a los dioses que lo habitan.








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