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sábado, 30 de agosto de 2025

Sofia

El polvo danzaba en los haces de luz que atravesaban las persianas rotas. Alejandro, frente a un teléfono mudo y un escritorio agrietado, se sentía una cáscara vacía, con venas azules asomando bajo su piel translúcida. Sus dedos no respondían. Sus ojos, hundidos, no veían. Solo un eco sordo resonaba en su pecho.

No sabía cuánto tiempo llevaba allí. Días, semanas, tal vez meses. El tiempo había perdido forma. Solo persistía la sensación de haber sido vaciado.

La pantalla de su teléfono, encendida sin que recordara haberla tocado, parecía responder a ese vacío. En el centro, una imagen: el retrato de una mujer. Cabello oscuro, indócil, sonrisa tenue, mirada que atravesaba lo visible. El nombre del archivo: sofia.jpg.

Un escalofrío le recorrió la espalda.

No sabía quién era. No recordaba haber tomado esa foto. Pero algo en ella lo llamó. Una vibración sutil, como si su nombre resonara en su pecho. Sofía.

Al abrir la carpeta, encontró más: mensajes sin contestar, grabaciones de voz, fragmentos de texto. Todos de ella. Todos dirigidos a él. Con cada clic, algo se abría en su mente. No eran recuerdos exactos, sino imágenes, sensaciones, ecos.

La foto lo arrastró a la primera vez que la vio. Estaba en la cafetería de la universidad, solo, con un cuaderno abierto y una taza de café fría. Afuera llovía, y el agua golpeando los ventanales lo aislaba del mundo.

Entonces la notó.

No fue que entrara: de pronto estaba allí, sentada en una mesa contigua, con la cabeza inclinada y los ojos fijos en él. No en su rostro, sino en algo más hondo: su deseo de ser visto.

Sofía tenía una belleza que se imponía sin violencia: cabello rebelde cayendo en mechones desordenados, ojos oscuros que parecían guardar una luz propia. Cuando sonrió, Alejandro sintió que una puerta en su pecho se desbloqueaba.

Ella se acercó sin decir palabra. Se sentó frente a él, como si fuera lo más natural. Y habló:

Siento que la gente apasionada me da energía.

Él, ingenuo, respondió:

Te daré toda la que necesites.

En ese instante, algo cambió. No en el mundo, sino en él. Como si su voluntad hubiera quedado sellada.

Desde entonces, Sofía aparecía en sus días como una presencia inevitable. Cada conversación lo elevaba, bastaba una frase suya para que las palabras fluyeran como un río desbordado. Luego, venía el agotamiento. Al principio lo atribuyó al esfuerzo. Después, al amor. Ahora comprendía que era otra cosa.

Con el tiempo, aquel sentimiento, aquellas cosas que ella despertaba en él ya no eran  ternura ni deseo. Se convirtieron en un vaciamiento lento y persistente que drenaba su fuerza vital. Cada encuentro lo dejaba encendido por un instante y después exhausto, como si su fuerza se filtrara gota a gota hacia ella. No era solo cansancio: era desinterés por lo que antes le importaba, una disolución de sí mismo acompañada de una inexplicable pérdida de memoria que pudiera distraerlo de todo lo que no fuera ella. Poco a poco, casi sin darse cuenta, Alejandro vio su vida desvanecerse, inmolando ante aquellos ojos hermosos, voluntariamente, todo lo que lo hacía ser él mismo: sus palabras, su pasión, su voluntad.

Una noche, tras una charla intensa, Sofía se despidió con una sonrisa ambigua y dejó su teléfono sobre el escritorio. No dijo nada. Solo lo dejó allí.

Durante horas, el aparato permaneció encendido, silencioso, como si esperara. Alejandro lo miraba sin tocarlo, consciente de que abrirlo sería cruzar un umbral sin retorno.

Finalmente lo tomó. La pantalla se encendió sola. La galería estaba abierta.

La primera imagen lo detuvo: Sofía, de perfil, en una estación de autobús. Junto a ella, un hombre que no era Alejandro. Pero su expresión le resultaba demasiado familiar: admiración, entrega, agotamiento.

La galería estaba llena. Fotos de Sofía con distintas personas, en lugares y épocas imposibles de reunir en un solo teléfono. En todas, ella idéntica.

En una carpeta etiquetada “M. Ortega” halló mensajes, fragmentos de diarios. Todos hablaban de ella. De cómo los inspiraba. De cómo los hacía sentir únicos. De cómo, poco a poco, se quedaban vacíos. El último texto era una frase inconclusa: “Ella no me deja ir. Me...

Junto al teléfono había un libro sin título. Solo un símbolo dorado: un triángulo incompleto con un círculo en el centro. Allí se hablaba de seres que no consumían carne ni sangre, sino algo más profundo.

Desde que la verdad se instaló en su mente, el mundo comenzó a deshilacharse. Hilo por hilo.

Alejandro no recordaba cuándo Sofía recuperó su teléfono ni el libro. La verdad, ni siquiera recordaba cuándo la vio por última vez. Intentó dejar de buscarla. Nunca supo si lo logró. Cada día era una página en blanco. Olvidaba lo que había hecho, sentido, o decidido.

Lo más inquietante era que Sofía ya no necesitaba estar presente para afectarlo. Su influencia se volvió incorpórea, como una niebla que lo envolvía. Alejandro la sentía en los objetos, en los reflejos, en las palabras que escribía sin saber por qué.

Su cuerpo también cambiaba. No era solo cansancio. Era una liviandad extraña, como si algo se evaporara desde dentro. Al pasar frente al espejo, a veces no se veía. Otras, solo una silueta gris, sin contornos.

La casa reflejaba su estado. Las paredes se agrietaban sin razón. Las luces parpadeaban incluso apagadas. El aire olía a metal oxidado.

Y un dia, desde la ventana, la vio por ultima vez en la distancia.

Sofía. Radiante. Su cabello brillaba bajo una luz sin origen. Su sonrisa, que ya no era ternura: era hambre satisfecha.

Ella reía. No con crueldad, sino con plenitud. Su rostro resplandecía con una luz que él sabía que una vez fue suya.

Y Alejandro, por primera vez, no sintió miedo ni rabia ni tristeza. Solo una paz extraña, como si el vacío ya no doliera. Como si, al fin, pudiera descansar.

Se sentó frente al espejo, no para verse, sino para desaparecer con dignidad. Cerró los ojos y se dejó ir. No como quien se rinde, sino como quien comprende que ya no hay nada que sostener.

Epílogo: La promesa

En otra ciudad, bajo la lluvia, Sofía se sienta frente a un joven con sueños en los ojos. Su cabello rebelde brilla, su sonrisa irradia luz.

Ella inclina la cabeza, lo mira con dulzura y gravedad.

Siento que la gente apasionada me da energía.

Él sonríe, como si ya la conociera.

Te daré toda la que necesites.

sábado, 28 de junio de 2025

Siempre Anónimo

Camino por la vida con la sensación constante de que algo, o alguien, me espera al otro lado del tiempo. No sé por qué lo sentí siempre, como si mi alma supiera que existe una ecuación en curso, un cálculo invisible que el universo resuelve en silencio. Mis pasos han sido libres, sí… o al menos eso creía. Pero ahora comprendo que cada decisión, cada instante, cada lugar elegido al azar me empujaba hacia ella.

Nunca la conocí. No en el sentido común de la palabra. Vivimos en ciudades distintas, o tal vez en la misma. Nunca lo supe. Lo que sí sé es que estuve cerca tantas veces… tan absurdamente cerca. Doblé esquinas por donde ella ya había pasado. Me detuve en los lugares donde minutos antes su sombra todavía flotaba en el aire. Respiramos el mismo café, la misma tarde, pero en tiempos levemente desincronizados. Nuestras vidas fueron líneas paralelas separadas por segundos. Por nada. Por todo.

A veces pienso que el universo juega como un relojero ciego. Que sus engranajes se mueven con una lógica que no podemos entender. Tal vez por eso nunca fui capaz de ver los hilos que me arrastraban hacia ella. No los sentí. No supe que cada gesto pequeño, cada palabra lanzada sin peso, cada despedida banal formaba parte de una construcción mayor.

Hasta que ocurrió.

No sé cómo explicarlo. No hubo música. No hubo luz cayendo en cascada. Sólo estuvo ella. Allí. Frente a mí.

Y la vi.

No con los ojos, no solamente. La vi con algo más profundo. Su presencia fue una certeza. No un descubrimiento: un reconocimiento. Como si siempre la hubiera llevado dentro, como si todos mis caminos me hubieran estado preparando para ese preciso momento.

En sus ojos vi el fin del viaje. Todo lo que no entendí durante años encontró sentido en esa mirada. Algo en mí despertó: una luz silenciosa, una paz repentina. Supe, sin saber cómo, que la había estado buscando desde antes de saber que existía.

Mi cuerpo la reconoció antes que mi mente. Cuando nuestras manos se rozaron, sentí el pulso de mi vida cambiar de ritmo. Su piel me habló sin palabras, como si la historia que nunca vivimos se resumiera en un solo contacto. Era real. Ella era real. No una idea. No una promesa. Ella, ahí, mirándome.

Y sí, me miró.

Sus ojos se cruzaron con los míos. Fue un instante breve, pero lleno de eternidad. Me alcanzó con la mirada, alcancé a vislumbrar el universo oculto en sus ojos de noche… ¡PERO ELLA NO ME VIO!

No de la forma en que yo la vi a ella. No con el alma, no con la memoria que aún no vivíamos.

Para mí, ese momento fue epifanía. Para ella, fue solo un cruce de miradas más, uno entre tantos. Mientras en mi pecho estallaba la certeza de haber llegado al fin del camino, en el suyo no ocurrió nada. Ni eco. Ni huella. Solo el paso inevitable del tiempo.

Ella siguió caminando.

Y yo me quedé, ardiendo por dentro.

Ella no supo que era yo quien la había esperado desde siempre. Que yo era la sombra que la había seguido sin saberlo. Que cada día, cada paso, me había empujado hacia ese momento. Y que, llegado ese momento, todo se quebró.

Porque no hubo un “nosotros”.

Hubo un “yo la encontré” y un “ella nunca me reconoció”.

El universo, en su precisión milimétrica, cometió un error. O quizás no. Quizás solo quiso enseñarme que el amor, a veces, sólo florece en un pecho. Y que aun así, ese amor puede ser real. Puede ser eterno.

Ella siguió su vida. Siguió siendo luz en un mundo donde yo aún era sombra.

Pero yo ya no pude volver atrás. Porque, aunque nunca me reconoció, ella dejó de ser anónima. Se volvió nombre, rostro, historia. Para mí, ya no hay nadie más. Para ella, nunca fui.

Desde entonces, sigo esperando. No con esperanza, sino con presencia. Sigo aquí. En este instante congelado donde la luz tocó mi pecho y nunca se apagó.

Espero al universo. A que esta vez no falle. A que repita el encuentro. A que al menos, por una fracción de segundo, ella también me vea como yo la vi.

Y hasta que eso ocurra, si es que ocurre, seguiré aquí.

Siempre anónimo.









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viernes, 13 de junio de 2025

Carne Tibia

Al principio, sueñas. No con volar, ni con caer. Esta vez, no. Estás sentado frente a ella, Luna, hablándole. Pero tu voz se deshace en polvo. Ella te observa como si ya no estuvieras allí, como si tu silueta fuera un dibujo que alguien olvidó terminar. Sus ojos, todavía cálidos, buscan algo en ti que ya no encuentras. Como tantas veces antes, te aferras a su mirada, pero solo queda silencio.

Despiertas con la boca seca, el pecho hundido, como si hubieras dormido enterrado en arena, sin descanso. El sueño se disuelve, pero el silencio queda.

**

Un escalofrío te atraviesa. Es leve, una punzada equivocada en el centro del cuerpo, como si tu sangre hubiera olvidado cómo fluir con calor. Los fluorescentes de la oficina parpadean, como si intentaran decir algo en código. Nadie más lo nota.

Los pasillos se alargan. Los saludos se acortan, murmullos que resbalan por las paredes. Tus pasos suenan más lentos, aunque jures que caminas igual. Tus uñas, antes cortadas con cuidado, crecen disparejas, como si ya no les importara seguirte. Cada sonrisa te cuesta más músculo, pero nadie parece notarlo. Te preguntas si el ascenso que todos esperan será suficiente para devolverte el calor.

**

Una tarde, junto al microondas que zumba como un insecto moribundo, tus dedos tiemblan. No es nerviosismo, sino una quietud que se arrastra desde tus huesos, como si la sangre se hubiera detenido a escuchar. Te pellizcas. La piel apenas responde, cenicienta, como si te hubiera olvidado.

Esa noche no enciendes el televisor. El reflejo en la pantalla apagada te observa con ojos que no parpadean. Es casi tú, pero los contornos se difuminan, como si alguien hubiera intentado dibujarte de memoria.

**

Luego llega el ascenso. Antes, habrías temblado de emoción. Ahora, solo tiembla la mano. El aire de la oficina se siente más denso, como si absorbiera el eco de tu firma. Firmas con una mano que parece prestada, la tinta espesa como sangre coagulada. Sientes un hilo cortarse en tu interior, cayendo al vacío. Un colega te felicita, pero su mirada se detiene en tus manos.

— ¿Estás bien? Pareces… apagado.

Se ríe, nervioso, y se aleja. Desde entonces, dejas de tener olor. No sudas, no hueles. El cansancio es un eco de alguien que ya no eres. El espejo tarda más en reconocerte cada mañana, como si esperara que termines de armarte antes de devolverte una mirada que no es tuya.

**

Tus palabras se ahogan, como pronunciadas bajo agua. La piel se enfría, prestada, como si ya no te perteneciera. Alguien bromea:

Pareces un cadáver con corbata.

No respondes. Ni sonríes. Apenas estás.

Las voces a tu alrededor se distorsionan, palabras que se deshacen antes de llegar a ti. A veces parece que no dicen nada. Y aun así, todos siguen. Como tú. Autómatas disfrazados de lunes.

Una vez ves a la recepcionista caminar descalza por el pasillo. Deja huellas rojas que desaparecen al parpadear. Nadie más las nota. En la esquina, un susurro que no entiendes murmura tu nombre. Giras, pero no hay nadie. Las huellas se desvanecen. Pero desde entonces, cada paso tuyo suena más hueco.

**

Por las noches sueñas que eres tejido. No que lo tocas, no que lo comes. Que tú eres eso: tejido sin dirección, fibras sin propósito. Un cuerpo que ya no tiene quién lo habite.

Recuerdas a Luna. Te arrastró a bailar bajo un farol. Reía, la lluvia empapaba su cabello. Su calor te anclaba, te hacía sentir que todavía eras alguien. Pero ahora su voz llega por el teléfono, suave, todavía humana, temblando:

¿Estás ahí? Dime algo, por favor.

Buscas su nombre entre tus recuerdos, pero no lo encuentras en la garganta. Solo piedra. Intentas hablar, pero tu lengua pesa como plomo. Alcanzas a susurrar un “¿sí?” que se deshace en polvo antes de llegar al teléfono. Ella te mira largo rato a través del silencio, luego cuelga.

**

Tu lengua ya no articula. Tus ojos parpadean por memoria muscular, no por necesidad. Vuelves al café donde solías escribir. Cerrado. El reflejo en la vitrina no te sigue: te observa, inmóvil, desde el otro lado. Caminas de vuelta bajo farolas que titilan, como si intentaran advertirte. Un susurro que no entiendes murmura tu nombre desde la esquina de la calle.

**

Esa noche, al regresar a casa, sientes pasos que no son tuyos. Giras. Hay algo siguiéndote. No tiene rostro, solo una cavidad donde debería habitar la mirada. Te estudia con paciencia. Con certeza.

Ya no hay espera — susurra, con una voz que no viene de ninguna garganta.

Y tú, por fin, lo sabes.

**

Nadie nota la diferencia al día siguiente. Estás en tu lugar, el café humea en tus manos, pero no lo sientes. Das respuestas rápidas, perfectas, mientras el reloj de la oficina sigue tic-tac, indiferente. Ya no hay pulsos. Solo protocolos.

Tu reflejo en la ventana ya no te imita. Sonríe.

Luego, sin moverse

, camina.

Se da vuelta, toma tu maletín del escritorio, y se aleja.

En el cristal, quedas tú: atrapado en la superficie, sin cuerpo, sin voz.

Observando.








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domingo, 13 de octubre de 2024

La Cerca

Siempre me había sentido más conectado con la tierra que con las personas. A pesar de los esfuerzos de mi familia y de los demás granjeros por hacerme más sociable, mi única pasión siempre había sido la agricultura. Mis semillas, mis cultivos y mis animales eran mi mundo. Las interacciones sociales, aunque necesarias para sobrevivir en esta comunidad, eran para mí un mero trámite que toleraba lo justo y necesario
.

Por eso, durante mucho tiempo ignoré casi todo de los demás habitantes del valle del Carirá. Sus nombres, sus historias, sus familias eran para mí un misterio que no deseaba develar. Los veía cada semana pasar frente a mis tierras camino al mercado, rostros familiares que se perdían en la multitud, fantasmas sin color ni forma que se desdibujaban esparcidos por la rutina. Mis relaciones sociales se limitaban a esas fugaces apariciones semanales. Aun ahora prefiero la soledad, el silencio que me brinda mi sombrero clavado en los ojos, evitando cualquier conato de saludo que favorezca alguna interacción que rompa mis pensamientos.

Esto no presentó ninguna dificultad mientras vivían la tía Carmen y su marido, Carlos. Ellos se encargaban de las negociaciones en el mercado y de sentarse en la cerca a perder el tiempo conversando con todos los que pasaban frente a nuestra granja. Yo solo clavaba mi sombrero sobre los ojos y me volvía una planta más, sin voz y sin entendimiento. Por suerte, todos lo sabían y, a pesar de algunos graciosos, pocos trataban de hablarme.

Pero la tía Carmen ya falleció y su marido pronto encontró con quien seguir compartiendo su vida  en otras tierras. Así que, pues, me quedé solo por fin encargándome de todas las labores de la granja… y todo lo que venía con ellas. 

Solo entonces pude darme cuenta y entender. Es que tanto tiempo ver a la gente caminar por aquel camino y nunca supuse que no todos los que pasaban eran lo que parecían. 

No sé si esta capacidad que tengo, me niego a llamarlo don, es algo familiar o tiene que ver algo con la tierra que trabajo… pero el hecho es que, pues… ¡Lo diré de una!.. ¡VEO FANTASMAS!

No esos fantasmas misteriosos, o terroríficos o vengativos de los que la tía Carmen hablaba cuando yo era un crío. Los míos son diferentes, la mayoría de las veces ni siquiera están interesados en mi o en lo que hago. Tienen un comportamiento, digamos, definido y generalmente relacionado con otras personas.

Les repito, soy un solitario. Y tal vez estoy mal de la cabeza, no lo sé. Antes de quedarme solo tras la muerte de mi tía Carmen, no tenía suficiente interacción social como para saber si mi forma de relacionarme era normal o no. 

Era tan desconectado de los demás que podría haber confundido a un maniquí con una persona real. De hecho, probablemente lo habría saludado para evitar los regaños de mi tía. Así que, perdónenme si les parece una locura que no me diera cuenta que veía gente… que no era gente.

Solo cuando me vi obligado a ir más seguido al caserío, y a conocer un poco más a los vecinos, las cosas comenzaron a ponerse raras para mí. 

Recuerdo que la primera señal de que algo no estaba bien la recibí un día de mercado, negociando unas semillas. Es que, mientras negociaba, la gente se acercaba al vendedor expresándoles su condolencia por el fallecimiento de su única hija. Al parecer, tratando de cruzar el río en su última creciente, el agua arrastró a la pequeña niña y aun no la encontraban. El hombre estaba allí vendiendo sus reservas de semillas para poder seguir con la búsqueda.

Les digo, piensen lo que quieran, pero lo que me llamó la atención aquella vez no fue el sufrimiento del vendedor. Es que, como ya les dije, las personas que van al caserío pasan necesariamente por el frente de mi granja y juraría que el día anterior, como todas las semanas, había visto llegar a aquel hombre… seguido por una hermosa niña vestida de fiesta que habría jurado era su hija.

No preste más atención al hecho aquel día. Me interesaban demasiado poco las demás personas como para que el haber confundido una viva con una fallecida me quitara el sueño. Solo que a la semana siguiente el vendedor, que había prometido traer algunas herramientas en buen estado, no apareció. Según parece, unos días antes, al encontrar por fin el cuerpo de su hija, el hombre no resistió el dolor y decidió acompañar a la niña por la eternidad usando un certero escopetazo. 

Cosa extraña en realidad. Estaba seguro de que, en mi visión de la semana anterior, la niña que vi parecía hacer señas negativas al hombre con el dedo, como instándolo a no ser algo como eso… raro, o al menos así me pareció entonces. 

Desde aquel día, comencé a prestar más atención a las personas en el exterior de la cerca. Eran más de los que recordaba y muchas veces llevaban consigo a su acompañante.  

Con el paso del tiempo, al familiarizarme con los viajeros de aquel camino, pude constatar la profunda tristeza con la que a menudo cargaban. 

Extrañamente, noté un patrón en ellos. Espíritus que seguían a seres queridos a punto de fallecer. Tal y como aquella niña que, como presagiando la partida de su padre, lo acompañaba paso a paso. Este desgarrador desfile se repitió en innumerables ocasiones frente a mi granja. 

Sin embargo, los deudos, sumidos en sus pensamientos, avanzaban indiferentes a la presencia de aquellos seres etéreos que los seguían a corta distancia. En sus rostros, a veces, se entreveían expresiones alegría, de resignación, de dolor o incluso de una extraña esperanza. Gestos sutiles, miradas furtivas, como si intentaran comunicarse a través de una barrera invisible.

La imagen recurrente de personas al final de sus días me conmovía profundamente. Reflexionaba sobre la fragilidad de la vida y la inevitabilidad de la muerte. Mis propios miedos y mi soledad se agudizaron ante esta realidad. Aislado y resentido, me preguntaba una y otra vez: ¿Quién vendría a buscarme cuando llegara mi hora? ¿Habría alguien que lamentara mi partida?. 

La imagen de aquella niña, desesperada por comunicarse con su padre, se me había grabado a fuego. Me imaginaba a los otros espíritus, igual de solitarios, anhelando reconectar con sus seres queridos. La angustia de no poder comunicarse debía consumirlos. Con el tiempo, comprendí que no podía ser ajeno a su sufrimiento. 

Así, con un nudo en la garganta y el corazón encogido, decidí convertirme en su voz. A un lado de aquella cerca, día tras día, aguardaba a aquellos que llevaban consigo la presencia de sus acompañantes espirituales. No podían hablar, pero yo sí. Y así, por el resto de mi vida, me dediqué a tender puentes entre ambos mundos.

Durante medio siglo, he sido testigo de un sinfín de emociones humanas: desde las más profundas alegrías hasta las más hondas penas. En ese tiempo, casi no hubo semana en la que no me parara en esa cerca a conversar con alguien nuevo, a escuchar sus historias y compartir mis propias experiencias. Es como si esa cerca fuera un puente que conectaba a las personas, un lugar donde los corazones se abrían. Y sí, sé que suena extraño, pero les aseguro que cada conversación era única y especial. Ustedes pensaran que eso es casi un milagro pero ¿Qué quieren que les diga?, veo fantasmas.. ¿Tan raro les parece lo demás?

Esa constante interacción, ese privilegio de ser confidente, cambió mi corazón y mi alma llevándome por un camino de transformación profunda. He evolucionado hacia un oyente empático, un alma que ha aprendido a abrazar la diversidad de las experiencias humanas. Cada historia compartida ha sido una lección, un regalo que ha enriquecido mi vida de una manera inimaginable.

Sin embargo, hasta hoy, la misma preocupación me acompaño durante años. Invariablemente, los caminantes y sus acompañantes espirituales que he conocido siempre compartían un amor profundo, tanto en vida como en la muerte. 

A diferencia de ellos, yo nunca he experimentado ese amor. No recuerdo a mis padres, y mi tía, pues cumplió con alimentarme y vestirme dándome siempre lo que necesitaba, pero eso del amor, no era en realidad lo suyo. Por eso, mi mayor temor es partir solo, sin nadie que me acompañe en el camino y, la verdad, de esa manera no se adonde me llevará ese camino… ese es mi más grande temor.

Y, ese temor no ha hecho más que crecer. Siento que el fin se acerca, y es por eso que dejo por escrito estas palabras. Para que, en algún momento, el que pase por aquí sepa por qué esta casa está abandonada y qué fue de la vida de “El loco de la cerca”. Del cual ya habrá algún tiempo que no saben nada y seguramente estará esparcido por su campo sin que nadie se haya enterado. 

Dejaré este papel donde lo encuentren fácilmente, junto con las demás cosas de mi propiedad, para que el que las necesite pueda aprovecharlas.  Ya no tengo fuerzas para pararme en la cerca, así que me sentaré a la orilla de mi campo y esperaré… esperaré hasta que llegue el momento y luego, supongo que tendré fuerzas para seguir el camino.

El anciano, con la fatiga grabada en sus facciones, estampó su firma al final de la carta y la guardó en su sobre con esmero. Lo dejó sobre la cama y se dirigió a la puerta, donde la luz del sol, recién despierta, le invitaba a salir.

¡Un día radiante nos espera! – exclamó con una sonrisa.

Descendió los escalones de su hogar y se encaminó hacia el campo. Allí, junto a la cerca, lo aguardaba su rincón favorito: un sillón de madera bajo una sombrilla. Se acomodó y, con la mirada perdida en el horizonte, dejó que los recuerdos lo envolvieran.

Con los ojos entrecerrados, revivió cada encuentro tras la cerca, sumergiéndose en la misma emoción intensa de siempre. Su mente remontó el vuelo hasta aquella primera visión, el instante en que todo cobró sentido. Recordó al espíritu de la niña que le llevó a entender y, de pronto, se sintió invadido por un profundo pesar al entender que no la había ayudado. No solo por su ignorancia de aquel entonces, sino porque tuvo la certeza de que, aun conociendo la verdad, quizás no habría actuado de manera diferente. Era otro hombre entonces.

Sus ojos se llenaron de lágrimas por aquella niña y su padre. Con el corazón agobiado por la pena, intensamente pidió perdón al universo por aquel primer gran error, el cual parecía ahora venir a torturarle al final de su vida.

Un movimiento brusco lo sacudió de sus cavilaciones. Una sombra cruzó frente a él. Destellos de luz lo cegaron momentáneamente al abrir los ojos y tardó unos instantes en enfocar la vista. Allí, recostada en la cerca, estaba ella. La niña de los ojos grises, la misma que había necesitado su ayuda en el pasado. Su corazón se aceleró con fuerza al reconocerla. Le sonreía, y en esa sonrisa, él vio la luz del sol reflejada en un alma pura

Movido por la pena, el hombre solo pudo recordar lo que consideraba su deuda y con apenas un suspiro solo pudo exclamar.

¡Perdóname!.. No pude ayudarte. Y ya se terminó mi tiempo. – Dijo, mientras La sonrisa de la niña parecía hacerse más hermosa.

– Es hora de seguir el camino, y nadie me acompañará. No supe hacer que me amaran.

La niña parecía divertirse con lo que escuchaba. Extendió una mano al anciano mientras su rostro se suavizaba en una amorosa mirada que, de alguna manera, alivió las dudas y calmó las penas. Con una mano extendida hacia él, con la otra señaló a cada lado de la cerca llamando la atención del anciano.

De pronto, una multitud se materializó a lo largo de la cerca, sorprendiendo al hombre. Cada individuo, sin excepción, lo miraba con afecto y extendía una mano hacia él. En ese instante, el anciano reconoció en aquellos rostros a las personas que había conocido a lo largo de su vida y a las que había facilitado la comunicación con sus acompañantes. Todos ellos formaban parte de lo que él llamaba "la gente de la cerca".

Entonces comprendió. Los acompañantes no eran solo quienes lo amaban, sino aquellos a quienes amó con tal intensidad que forjó un lazo indisoluble. Eran las personas por las cuales se entregó desinteresadamente, buscando siempre su bienestar. Al amarlos profundamente, liberó su propia alma y creó una conexión tan íntima que los hizo uno consigo mismo.

Mira tu, como son las cosas. Pensé que nadie me quería –. Dijo el anciano, feliz, sonriendo como un chico. 

Y tomando la mano que le extendía la niña, salió al camino uniéndose a aquella multitud que le recibió en luces y armonías. 

Jamás en el mundo, les garantizo, hubo en un solo lugar mayor muestra de amor.

lunes, 17 de mayo de 2021

Relato: Sombras

Vencido por la momentánea incapacidad de sus pulmones para oxigenar su sangre, el muchacho calló de rodillas sobre las rocas del camino. Desesperado, inhaló todo el aire que su boca fue capaz de atrapar en un intento por recuperar el aliento después del extraordinario esfuerzo por correr hasta allí a través del bosque.

¡Ya viene, corre! –  La voz en su oído lo sacó bruscamente de sus pensamientos obligándolo a levantarse y a tratar de seguir avanzando sin saber hacia donde se dirigía. Apremiado por aquella voz, y por la sensación opresora de que algo lo seguía, solo se concentró en obligar a sus pies a moverse entre las hojas y las ramas que alfombraban el suelo.

¡Más rápido, ya viene! – la voz delante de él parecía llamarle, guiarle en una huida que por alguna razón parecía ser cosa de vida o muerte. 

En la mañana de ese día, la idea de hacer un tik tok en la entrada de la abandonada mansión de la tía Emilia parecía divertida. Máxime cuando la belleza del barrio puso en duda su valor para llevar a cabo el reto. No creía en los cuentos de viejas locas y niños asesinados que se decían en la ciudad y los enormes ojos de la chica eran una promesa de mucho lujo como para pasar por un cobarde. Así que, no muy convencido, recogió el reto y se preparó para la hazaña.

¡Para!.. ¡Para! – la voz le obligó a detenerse nuevamente en la oscuridad. La orden llegó justo a tiempo, delante de él se extendía el borde de una barranca que se escondía entre las sombras como la boca del lobo que espera oculto su presa. En su carrera desenfrenada, el muchacho había olvidado que solo había un camino para regresar a la carretera principal y pasaba por un viejo puente peatonal que, desde donde estaba, no podía ver.

Ella está aquí, ¡Corre! – dijo la voz, esta vez desde su izquierda, pero el agotamiento había afectado sus reflejos y esta vez solo acató a mirar atrás hacia el camino recorrido. Solo alcanzó a percibir las mismas sombras que, amenazadoras, parecían rodearlo jugando con su imaginación. 

Sin atreverse a reaccionar, su atención se dirigió hacia una de aquellas sombras que, de repente, pareció destacarse entre las otras. Aquella sombra, que vagamente recordaba una figura humana, se desplazó por el bosque aumentando de tamaño como si fuese una proyección que usara árboles y arbustos como pantalla. 

¡Te quiere, como a nosotros!... ¡CORRE!.. - La presurosa voz en su oído  funcionó como una descarga eléctrica que le puso en movimiento bordeando la barranca. Podía sentir en la piel de su nuca la sombra maligna tras del él. Y, esta vez estaba seguro de que no lo imaginaba, podía ver huyendo delante de él a la otra pequeña sombra que le guiaba. 

La primera vez que la sintió fue al llegar a la vieja casona un poco antes. Parado en la entrada de la casa, sobre los viejos tablones de madera, comenzó a grabar el mensaje que pensaba le aseguraría los favores de su amiga. De súbito, sintió como unas pequeñas manos lo empujaban por la espalda con tanta fuerza que perdió el equilibrio y cayó al piso fuera de la casa. Inmediatamente un trozo de viga del techo pareció rodar y caer justo en el sitio donde estaba parado antes de su caída. El peso de la viga y la fuerza del golpe fueron tales que abrieron un enorme hoyo en el piso de madera. Hubiera muerto sin duda alguna de no haber sido… ¿empujado?

En aquel momento, desde el piso, la sorpresa se transformó en pánico ante la figura aparecida en la puerta de la vieja casona. Como en una película de terror, una espantosa mujer le miraba con ojos inyectados en sangre. De traje y sombrero como en esas viejas fotografías de la abuela, la mujer levantó un palo, tal vez un bastón, haciendo gestos amenazadores hacia él en una espantosa mímica que mínimo presagiaba una paliza.

¡Corre tonto, va a atraparte! – Dijo aquella voz, dejándose oír por primera vez. Y fue tanto el apremio que, sin pensarlo dos veces, se levantó y salió a escape buscando el camino por el que había llegado.

Una vez más sin respiración, tuvo que detenerse para recuperar el aliento. – No tienes tiempo, está aquí – le urgió la voz, pero no tenía fuerzas para atender la urgencia con la que le apremiaba. 

Con gran esfuerzo dio un paso hacia adelante intentando seguir el camino. Pero en ese momento, algo pesado le golpeo en mitad de la espada con tanta fuerza que tuvo que arquear los hombros hacia atrás para soportar el dolor. Sea lo que fuera, mujer o sombra, lo que le perseguía le había alcanzado en aquel momento de debilidad y le había demostrado sus intenciones con ese único golpe poderoso.

Un súbito empujón de adrenalina le hizo tomar una gran bocanada de aire y sus pies se movieron con una energía impensable un segundo antes. La luz de la luna logró colarse por entren las ramas y un camino parecía extenderse delante de él permitiéndole ver, a escasos metros, como su sombra guía escapaba rauda por allí. 

¡El puente, allí está el puente, si llegas a la carretera no podrá seguirte! – le urgió aquella voz.


En efecto un brillo blanco, más brillante que el que la luna le regalaba, revelaba la presencia de las luminarias de la carretera principal. Unos pasos antes, pudo diferenciar la estructura del destartalado puente de madera ya a unos pocos metros de distancia. No quiso mirar atrás, pero cada milímetro de su piel sentía la presencia maligna que le seguía, y que sabía no descansaría hasta alcanzarlo. 

En un último esfuerzo, y sin ver nada más que aquella luminaria, cruzó raudo el puente salvador sintiendo como las viejas tablas crujían quejándose bajo sus pies. Agotado hasta casi el desmayo, cayó al otro lado en la carretera de asfalto, sintiendo como su pecho parecía abrirse en dos por el titánico esfuerzo para respirar.

Tuvieron que pasar unos minutos antes de poder levantar la cabeza y atreverse a mirar el camino andado. Entre las sombras vio claramente a un niño mirándolo sonriente al otro lado del puente, como si le divirtiese alguna picardía. 

Mirando hacia un lado de la barranca, impulsado por algo que vio, el niño corrió hacia el lado contrario desapareciendo en el bosque. Tras él, de entre la maleza, surgió otra figura esta vez perfectamente reconocible a la luz de la luna. Era aquella mujer, bastante mayor, con un recatado vestido de falda ancha hasta el tobillo,  un amplio sombrero y un peculiar bastón en la mano.  

Dando una última mirada al muchacho al otro lado del puente, la mujer extendió su bastón hacia él de una forma amenazadora y partió tras el niño en la profundidad del bosque. 

Mirando el brillo en el horizonte que revelaba la llegada del nuevo día, el muchacho comprendió de pronto que había sido testigo y victima colateral de un encuentro entre dos almas en pena que le habían tomado como premio. Un encuentro que vaya usted a saber desde hace cuánto se libraría y que aparentemente, gracias a Dios, el niño había ganado en esta oportunidad.

Ya recuperado, se levantó del suelo y tomo el caminó principal hacia la ciudad. Una sonrisa apareció de repente en su rostro, acababa de darse cuenta de que había perdido el móvil con la prueba de su visita a la vieja casona. Después de todo, aquellos grandes ojos tendrían que esperar, no pensaba ni en un millón de años volver a reclamar su teléfono. En realidad, dudaba tener que hacerse de uno en algún tiempo.


Nota: Esta historia de ficción está basada en la leyenda de la CASA DE LA TÍA TOÑA. Esta casona, ubicada en pleno bosque Chapultepec de la ciudad de México, es protagonista de una leyenda urbana plagada de locura y crímenes. Alimentada por las historias populares, la casa se ha convertido en un atractivo casi turístico que ha provocado varias muertes por el deseo de las personas de comprobar el mito. 


Puedes escuchar el relato Aquí (10:29 min)

 
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viernes, 9 de abril de 2021

Relato: Fantasmas de una vida sin miedos

Acostada en la semioscuridad de su habitación, iluminada solo por una pequeña lámpara de pared, la mujer esbozó una sonrisa auspiciada aparentemente por algún pensamiento que pasó por su mente. Es que, ahora que lo pensaba, más que curiosas le parecían divertidas todas esas historias sobre la extraña locura que parecía ser la maldición de las mujeres de su familia.

Una locura “simple”, diría su padre o “sin consecuencias” como diría el tío Arturo. La cosa es que esa manía de hablar sola durante horas, que puso de moda la bisabuela Jacinta, se repitió sin falta en cada generación siempre con alguna de sus descendientes dedicada a tan curiosa afición. 

Esta afición extraña de hablar con “nadie”, y que el abuelo Antonio achaca a una “estupidez genética de las hembras”, a entender de la chica pensadora parecía más un escape a otra situación más difícil de manejar que una rara extravagancia.

Es que, además de hablar solas, esas mujeres también cargaron con la cruz de un matrimonio que más parecía una penitencia que cualquier otra cosa. De hecho, según el abuelo Manuel, las primeras historias de la bisabuela y su interlocutor imaginario comenzaron luego de una soberana golpiza que su marido le propinó en una noche de borrachera.

Aunque nadie hablaba mucho de eso, el abuelo Manuel heredó todas las malas mañas de su Padre y ninguna de las buenas de su madre. Sin embargo, de alguna manera, el abuelo encontró una mujer con el mismo carácter sumiso de la bisabuela con la que formar una familia propia, a su gusto y medida.

Pobre abuela – Dijo la mujer en voz alta, recordando la cruz de su propia abuela viviendo con el terrible hombre que era su abuelo.

Su madre hablaba poco de la vida con el abuelo, pero el inmediato cambio de humor cuando se le recordaba revelaba lo difícil que había sido su vida y la de la tía Carmen, su hermana mayor, bajo el represivo régimen impuesto en su hogar por el viejo Manuel.

Aun recordaba la cara de la tía Carmen, con esa gran cicatriz en la sien derecha causada por una “fuerte reprimenda” de esas que el viejo solía aplicar a sus hijas. Su madre, una de esas pocas veces que habló de su niñez, contaba como poco después del castigo su hermana comenzó a pasar noches enteras jugando con su “amiguita” Penélope que, por supuesto, solo ella y su incipiente locura veían.

Aquejada por una difícil enfermedad, la tía Carmen había partido varios años atrás. En sus últimos días, ya no hablaba más que con su amiga Penélope la que, al parecer, jamás la había abandonado convirtiéndose en su única compañía. 

Tú, madre, tuviste suerte… encontraste a mi padre – las palabras surgieron de lo más profundo de su ser y un pequeño quiebre en la voz reveló la emoción que sentía -

Con su padre, su madre pareció romper la tradición de tres generaciones con hogares infelices. Cumplido, amoroso y dedicado a su familia. La vida con su padre fue el sueño de toda niña y la ilusión de toda mujer. Solo que la maldición familiar, poco dada a hacer excepciones, actuó bastante pronto… y el padre murió. Murió, y ahí comenzó todo.

Es que la noche luego de su entierro, él regresó. Sin luces, sin cambios en el ambiente, sin avisos de ningún tipo. Simplemente, una noche, él estaba allí parado al lado de su cama… sonriéndole.

Y, como la amiguita de la tía Carmen, su padre nunca se fue. Permaneció con ella tendiendo su mano en momentos difíciles, aconsejándola, confortándola o celebrando con ella según fuera necesario.

Su padre vino, y con él el entendimiento. Las mujeres de su familia con la manía de hablar solas, simplemente no habían enloquecido. Solo tenían la facultad de hablar con seres que habían pasado a otro plano y que habían formado parte importante de su vida. Era un don, no una carga.

¿Con quién hablas nena?... Con nadie mami, estoy cantando – Las palabras surgieron de la boca de la mujer pero venían de un pasado en el que había aprendido a ocultar a los demás las visitas de su padre. Nadie debía saberlo, era su secreto y no debía compartirlo so pena de locura.

Nunca dejó de venir, cada noche o a cada momento en que su soledad lo reclamaba… él venia, y la seguridad de su regazo eran símbolo de un mundo de paz y sosiego que, como en el principio, solo él le aseguraba.  

Han pasado ya cincuenta años desde la primera vez que vino y aún sigue allí a su lado, sonriéndole. Acompañando su soledad, suavizando su vida. Esa vida que ahora siente se le escapa y que ya no tiene fuerzas para retener. 

Vencida por un cáncer terminal que cobraba su premio, la mujer levantó su cara hasta su padre y le sonrió agradecida. Sabía que siempre estarían juntos, que su padre estaba allí para acompañarla a donde se va después y que durante toda su vida no había hecho más que esperarla.

¿Con quién hablas nena?... Con nadie mami, estoy cantando – repitió como una especie de mantra. Luego se levantó de su cama, dejando allí el cascaron maltrecho en el que había viajado toda su vida, y partió al infinito… de la mano de su padre.



Puedes escuchar el relato Aquí (6:58 min)

 
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lunes, 25 de enero de 2021

Los Niños de la Vía del tren en San Antonio

Si andas por el estado de Texas en Estados Unidos, y pasas por la ciudad de San Antonio, puedes someter a prueba tu valentía visitando el cruce de trenes ubicado en la intersección de Villamain y Shane. Cualquiera de los habitantes de la ciudad te dirá que cosas extrañas pasan allí, si te acercas demasiado a las vías del tren.
 
Desde muy pequeños los vecinos de San Antonio conocen la historia del supuesto grave accidente ocurrido hace más de ochenta años, allí en el cruce de Villamain y Shaine, en el que diez niños perdieron la vida cuando el autobús escolar que los transportaba trató de cruzar las vías del tren.
 
Según las historias de la gente, por allá en los años treinta, un autobús escolar tuvo un desperfecto mecánico justo al momento de cruzar las vías quedando varado sobre ellas. Probablemente la niebla y la oscuridad evitaron que el conductor pudiera detectar a tiempo la llegada del tren por lo que los chicos no pudieron evacuar totalmente el autobús antes de que ocurriera el choque. La violencia del impacto arrojó restos del vehículo y cadáveres destrozados a varios cientos de metros del cruce. Según dicen, al menos 10 niños fallecieron en el accidente.

Cuentan los lugareños que el conductor, una monja en algunas versiones de la historia, con una fuerte depresión y con la culpa atormentándole, intentó acabar con su vida parando su auto en las vías del tren, exactamente en el mismo sitio donde años antes había ocurrido el grave accidente. Dentro de su auto, esperando el golpe fatal, el conductor sintió de repente como algo empujaba el vehículo con tanta fuerza que, a pesar de tener el freno puesto, lo movió hacia adelante sacándolo de la vía justo cuando el tren pasaba. De esta manera, el providencial ayudante evitó lo que de seguro habria sido un mortal choque.

Pensando que alguien había adivinado lo que pretendía hacer y decidió evitar su suicidio, el conductor se bajó furioso del auto dispuesto a enfrentar a los entrometidos. Para su sorpresa no había nadie y no logró distinguir un alma en lo que le alcanzaba la vista. En la humedad sobre el maletero, en la parte posterior del auto, logró sin embargo distinguir claramente la marca de múltiples huellas de pequeñas manos que no tardaron en desaparecer. De repente, el mensaje le llegó claro. Por alguna razón, los pequeños aun rondaban el sitio del choque, y no estaban dispuestos a permitir que el accidente se repitiera, por lo que movieron su auto a un sitio seguro.
 
A partir del accidente, los vecinos de San Antonio dicen tener conocimiento de muchos casos en el que vehículos son apartados del peligro por manos misteriosas que mueven los autos a un sitio seguro cuando se aproximan peligrosamente a las vías del tren. Esto aparentemente ocurre en todos los casos, inclusive cuando la gente se coloca a sí misma en peligro para comprobar la leyenda. La leyenda dice que, si se coloca talco para bebes sobre el maletero, las huellas de las manos de los niños se revelan con mayor definición y permanencia.

En algunos casos, la gente dice haber tenido incluso contacto directo con alguno de los niños. En efecto, se cuentan historias de como un niño o niña sube al auto de las personas y les pide que le lleven a algún lugar, siempre lejano a la peligrosa intersección. Invariablemente, al llegar al sitio indicado, el niño ya no se encuentra dentro del auto. Hasta existen supuestas evidencias fotográficas de formas fácilmente identificables como niños, en imágenes casuales tomadas por turistas.

Con el correr de los años, la historia fue contada una y otra vez hasta convertirse en una de las leyendas urbanas más conocidas en los Estados Unidos. Desde los años 80 del siglo pasado, cientos de turistas de todo el país acuden anualmente al famoso cruce, hoy en desuso, tratando de poner a prueba la historia. La mayor parte de ellos, cuentan posteriormente haber vivido algún tipo de experiencia que les convence de que la leyenda es algo real.
 
Algunos de los visitantes cuentan haber comprobado como su vehículo fue empujado fuera de las vías. Otras personas juran haber sentido súbitamente el frio del invierno entrar por las ventanillas. Algunos escuchan las risas de los niños y otros han visto como un grupo de niños los observan desde lejos haciéndoles señas para que se pongan a salvo. Lo cierto es que, todos los que han pasado por el cruce de Villamain y Shane se han convencido de que algo paranormal ocurre allí, tratando de evitar que ocurra un accidente como el que la leyenda dice ocurrió hace ochenta años.

Los ejecutivos de la Union Pacific, la compañía ferroviaria responsable de la vía, han intentado de todas las formas posibles desmentir la leyenda. La masificación de la historia por todo el país, y el interminable flujo de turistas tratando de corroborarla, ha causado un problema de seguridad difícil de manejar. Por lo tanto han establecido un sin número de acciones para tratar de minimizar la afluencia de gente al área. Estas acciones emprendidas por la empresa incluyen el corregir el desnivel existente en el famoso cruce y que, según sus evaluaciones, es el causante de que los vehículos se muevan solos fuera de las vías. Así mismo han colocado señalizaciones y protecciones que tratan de evitar las posibles interferencias de las personas con los trenes. Todo esto aparentemente sin mucho éxito. La gente sigue tratando de vivir su propia experiencia paranormal con los fantasmas de los niños de San Antonio.

Aunque no existen registros de que un accidente real de esa magnitud haya ocurrido en ese cruce, la historia parece estar basada en un hecho que ocurrió realmente por esas fechas, solo que a más de 2.000 kilómetros de distancia en la ciudad de Salt Lake City en el estado de Utah.

La prensa local del año 1938, reseña lo que aun hoy es considerado el más grave accidente vial que involucra a un autobús escolar y un tren. El 2 de diciembre de ese año, durante la primera gran nevada del invierno, un autobús escolar se movilizaba en medio de la neblina. Con escaza visibilidad y las ventanas cerradas por el temporal, el conductor llevó el vehículo por las vías sin percatarse de que un tren de carga con más de 80 vagones se aproximaba por la vía a más de 80 kilómetros por hora.
 
El impacto fue alucinante. Al menos 30 personas, entre ocupantes del autobús y operadores del tren, murieron al instante. Se reportaron 15 sobrevivientes que llevaron toda su vida la carga de graves daños físicos y emocionales
.
A raíz de este grave accidente, se emitieron órdenes y reglamentos que tratan de reducir al mínimo las posibilidades de que vuelva a ocurrir. Es a partir de aquí que se hizo obligatorio el uso de brazos mecánicos cruzados en los cruces de vías. Así mismo, es obligatorio para los choferes de autobús el detenerse en los cruces de ferrocarril y abrir la puerta y ventana del lado del conductor para ver y escuchar los trenes que se aproximan.

¿Cómo fue que un grave accidente ocurrido a tanta distancia pudo fijarse en la memoria colectiva de los vecinos de san Antonio, Texas? Es un misterio imposible de explicar. El hecho es que las evidencias y el testimonio de decenas de personas parece indicar que efectivamente algo ocurre allí en ese cruce. Algo que parece demostrar la existencia de fuerzas desconocidas que no tienen necesariamente que ser malignas sino que están allí para proteger, para ayudar a los que aún permanecen en el plano que han abandonado.

Si te asaltan las dudas y piensas que esta es solo una historia, un cuento que se relata a los turistas para atraerlos a ellos y su dinero, puedes viajar allá a San Antonio, Texas. Colocar tu auto en punto muerto sobre la vía del tren en el cruce de Villamain y Shane y esperar que manos fantasmales te aparten del peligro… Ocurra o no el milagro, tendrás tu propia historia para contar... tendrás tu propio cuento de fogata.



 
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