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jueves, 12 de junio de 2025

Un Asunto Trágicamente Cómico

Informe para el Comité de Asuntos Trágicamente Cómicos: Caso 743B (Versión Definitiva)

Nombre del sujeto: Yo

Profesión: ayudador espontáneo, soñador sin licencia, redactor de ensayos ajenos y propios olvidables.

Estado mental al inicio: moderadamente ilusionado, sobrio, con un exceso de empatía que no pedí y no supe devolver.

Hay días que empiezan como una broma mal contada. Ese jueves fue uno de ellos.

Olor a café recalentado. Ambiciones que no cabían en mi cuaderno. El aula era un ecosistema de ansiedad productiva: teclados golpeando como corazones nerviosos, mochilas mal cerradas desbordando existencias.

Entonces, ella, protagonista involuntaria de mis microesperanzas, entró como una canción triste en modo aleatorio. Dejó caer la mochila con un suspiro que parecía arrastrar tres semestres de insomnio. Tenía esa forma de parpadear que parecía una disculpa al mundo. Su delineador vencido, sus gestos cansados. Su forma de abrazar el caos me recordaron a mí mismo en los días que intentaba flotar con los bolsillos llenos de piedras.

No puedo entregar el trabajo final — dijo, mirando el suelo como quien espera que la tierra lo absorba —. Mi cactus emocional está en cuidados intensivos… y la realidad me pasa factura.

Dudé. Solo un segundo. Podría haber dicho “ánimo”, o “lo siento”, o simplemente haber seguido escribiendo sobre Rousseau.

Pero activé el protocolo del tonto romántico.

Déjamelo a mí — respondí, con la absurda certeza de que estaba entrando en una historia donde yo sería el héroe. Spoiler: no lo era. Firmaba, sin saberlo, el contrato de extra académico en una comedia ajena.

Durante tres días me transformé en monje laico del sacrificio académico.

Las ojeras crecieron con cada cita en APA. Dormí poco, comí menos, dudé mucho. El teclado ardía como confesionario, y cada fuente citada era un gramo de dignidad que me dejaba atrás.

Pero el ensayo quedó impecable: treinta y seis páginas con tesis elegante, desarrollo sólido y conclusiones que podrían hacer llorar a Kant si tuviera acceso a Google Scholar.

Se lo envié con un GIF de un zorro escribiendo y un emoji de estrella fugaz. No sé por qué. Supongo que uno quiere que algo de lo que hizo brille, aunque sea en un chat.

Esperé su respuesta. Un "Gracias" bastaría, me decía. Algo mínimo que validara las noches sin sueño.

Entonces llegó. Lo abrí con orgullo contenido, como quien al fin cobra sentido.

“¡Gracias mil! Justo me diste tiempo de salir con Elías 😅”

Elías.

El nombre cayó con la gracia de una taza rota en una cocina silenciosa.

Había oído hablar de él. Poeta de pasillo, experto en metáforas de lluvia y caminatas lentas.

Yo no lo conocía, pero ya podía imaginarlo citando a Neruda mientras le abría la puerta de un Uber con destino a alguna puesta de sol que también habría leído en voz alta.

¿Me dolió?

No.

Me reí.

Primero en silencio, como quien entiende el chiste demasiado tarde. Luego con una carcajada honesta, resignada, liberadora.

No era el protagonista trágico. Ni el villano redimido.

Era el técnico que arma el escenario para que los besos ajenos se den bajo buena luz, con normas APA impecables.

Tomé mi taza vacía. El cursor parpadeaba como un testigo impasible.

Y anoté en mi libreta: 

Soy el escritor del prólogo en la historia de amor de otros. El artesano invisible del pie de página. Pero lo hago con estilo. Porque incluso los secundarios merecen su propia épica.

Días después, la vi en el pasillo. Ella reía con Elías. Él le hablaba con las manos, como quien escribe en el aire.

No me miró. Pero no importó.

En mi cabeza ya empezaba algo nuevo. No un ensayo para otro, sino una historia para mí. Pequeña. Incierta. Con olor a café recién hecho.

Y esta vez, el protagonista no era Elías.

Era yo. Con pluma temblorosa. Pero firme.








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