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sábado, 30 de agosto de 2025

Sofia

El polvo danzaba en los haces de luz que atravesaban las persianas rotas. Alejandro, frente a un teléfono mudo y un escritorio agrietado, se sentía una cáscara vacía, con venas azules asomando bajo su piel translúcida. Sus dedos no respondían. Sus ojos, hundidos, no veían. Solo un eco sordo resonaba en su pecho.

No sabía cuánto tiempo llevaba allí. Días, semanas, tal vez meses. El tiempo había perdido forma. Solo persistía la sensación de haber sido vaciado.

La pantalla de su teléfono, encendida sin que recordara haberla tocado, parecía responder a ese vacío. En el centro, una imagen: el retrato de una mujer. Cabello oscuro, indócil, sonrisa tenue, mirada que atravesaba lo visible. El nombre del archivo: sofia.jpg.

Un escalofrío le recorrió la espalda.

No sabía quién era. No recordaba haber tomado esa foto. Pero algo en ella lo llamó. Una vibración sutil, como si su nombre resonara en su pecho. Sofía.

Al abrir la carpeta, encontró más: mensajes sin contestar, grabaciones de voz, fragmentos de texto. Todos de ella. Todos dirigidos a él. Con cada clic, algo se abría en su mente. No eran recuerdos exactos, sino imágenes, sensaciones, ecos.

La foto lo arrastró a la primera vez que la vio. Estaba en la cafetería de la universidad, solo, con un cuaderno abierto y una taza de café fría. Afuera llovía, y el agua golpeando los ventanales lo aislaba del mundo.

Entonces la notó.

No fue que entrara: de pronto estaba allí, sentada en una mesa contigua, con la cabeza inclinada y los ojos fijos en él. No en su rostro, sino en algo más hondo: su deseo de ser visto.

Sofía tenía una belleza que se imponía sin violencia: cabello rebelde cayendo en mechones desordenados, ojos oscuros que parecían guardar una luz propia. Cuando sonrió, Alejandro sintió que una puerta en su pecho se desbloqueaba.

Ella se acercó sin decir palabra. Se sentó frente a él, como si fuera lo más natural. Y habló:

Siento que la gente apasionada me da energía.

Él, ingenuo, respondió:

Te daré toda la que necesites.

En ese instante, algo cambió. No en el mundo, sino en él. Como si su voluntad hubiera quedado sellada.

Desde entonces, Sofía aparecía en sus días como una presencia inevitable. Cada conversación lo elevaba, bastaba una frase suya para que las palabras fluyeran como un río desbordado. Luego, venía el agotamiento. Al principio lo atribuyó al esfuerzo. Después, al amor. Ahora comprendía que era otra cosa.

Con el tiempo, aquel sentimiento, aquellas cosas que ella despertaba en él ya no eran  ternura ni deseo. Se convirtieron en un vaciamiento lento y persistente que drenaba su fuerza vital. Cada encuentro lo dejaba encendido por un instante y después exhausto, como si su fuerza se filtrara gota a gota hacia ella. No era solo cansancio: era desinterés por lo que antes le importaba, una disolución de sí mismo acompañada de una inexplicable pérdida de memoria que pudiera distraerlo de todo lo que no fuera ella. Poco a poco, casi sin darse cuenta, Alejandro vio su vida desvanecerse, inmolando ante aquellos ojos hermosos, voluntariamente, todo lo que lo hacía ser él mismo: sus palabras, su pasión, su voluntad.

Una noche, tras una charla intensa, Sofía se despidió con una sonrisa ambigua y dejó su teléfono sobre el escritorio. No dijo nada. Solo lo dejó allí.

Durante horas, el aparato permaneció encendido, silencioso, como si esperara. Alejandro lo miraba sin tocarlo, consciente de que abrirlo sería cruzar un umbral sin retorno.

Finalmente lo tomó. La pantalla se encendió sola. La galería estaba abierta.

La primera imagen lo detuvo: Sofía, de perfil, en una estación de autobús. Junto a ella, un hombre que no era Alejandro. Pero su expresión le resultaba demasiado familiar: admiración, entrega, agotamiento.

La galería estaba llena. Fotos de Sofía con distintas personas, en lugares y épocas imposibles de reunir en un solo teléfono. En todas, ella idéntica.

En una carpeta etiquetada “M. Ortega” halló mensajes, fragmentos de diarios. Todos hablaban de ella. De cómo los inspiraba. De cómo los hacía sentir únicos. De cómo, poco a poco, se quedaban vacíos. El último texto era una frase inconclusa: “Ella no me deja ir. Me...

Junto al teléfono había un libro sin título. Solo un símbolo dorado: un triángulo incompleto con un círculo en el centro. Allí se hablaba de seres que no consumían carne ni sangre, sino algo más profundo.

Desde que la verdad se instaló en su mente, el mundo comenzó a deshilacharse. Hilo por hilo.

Alejandro no recordaba cuándo Sofía recuperó su teléfono ni el libro. La verdad, ni siquiera recordaba cuándo la vio por última vez. Intentó dejar de buscarla. Nunca supo si lo logró. Cada día era una página en blanco. Olvidaba lo que había hecho, sentido, o decidido.

Lo más inquietante era que Sofía ya no necesitaba estar presente para afectarlo. Su influencia se volvió incorpórea, como una niebla que lo envolvía. Alejandro la sentía en los objetos, en los reflejos, en las palabras que escribía sin saber por qué.

Su cuerpo también cambiaba. No era solo cansancio. Era una liviandad extraña, como si algo se evaporara desde dentro. Al pasar frente al espejo, a veces no se veía. Otras, solo una silueta gris, sin contornos.

La casa reflejaba su estado. Las paredes se agrietaban sin razón. Las luces parpadeaban incluso apagadas. El aire olía a metal oxidado.

Y un dia, desde la ventana, la vio por ultima vez en la distancia.

Sofía. Radiante. Su cabello brillaba bajo una luz sin origen. Su sonrisa, que ya no era ternura: era hambre satisfecha.

Ella reía. No con crueldad, sino con plenitud. Su rostro resplandecía con una luz que él sabía que una vez fue suya.

Y Alejandro, por primera vez, no sintió miedo ni rabia ni tristeza. Solo una paz extraña, como si el vacío ya no doliera. Como si, al fin, pudiera descansar.

Se sentó frente al espejo, no para verse, sino para desaparecer con dignidad. Cerró los ojos y se dejó ir. No como quien se rinde, sino como quien comprende que ya no hay nada que sostener.

Epílogo: La promesa

En otra ciudad, bajo la lluvia, Sofía se sienta frente a un joven con sueños en los ojos. Su cabello rebelde brilla, su sonrisa irradia luz.

Ella inclina la cabeza, lo mira con dulzura y gravedad.

Siento que la gente apasionada me da energía.

Él sonríe, como si ya la conociera.

Te daré toda la que necesites.

martes, 29 de julio de 2025

Amor Sin receta (o cuando el amor se cocina sin miedo)

Ernesto, Napoleón y el arte de pasear con dignidad

Ernesto Ramírez  lucía una barriga respetable, un corazón inquieto, y un chihuahua llamado Napoleón que sufría de complejo de rottweiler. El pequeño perro ladraba con furia a camiones, motocicletas y hojas secas que se movían sospechosamente. Caminaba con la dignidad de un emperador exiliado, y Ernesto lo seguía como si fuera su guardaespaldas personal.

Jubilado del banco, Ernesto vivía en una casa decorada con tapetes que parecían mapas de países imaginarios y cuadros torcidos que él juraba que estaban "en estilo diagonal expresionista", fuera lo que fuera eso. Su rutina era simple: despertar tarde, leer el periódico como si fuera una novela de suspenso, y pasear a Napoleón por el barrio.

Pero cada mañana, había una parada obligatoria: la biblioteca. No por los libros, claro, sino por Carmen.

Carmen era la bibliotecaria. Pelo plateado recogido en un moño impecable, gafas de marco rojo, y una voz que hacía que hasta los manuales de impuestos sonaran poéticos. Ernesto la miraba como quien contempla una obra de arte que no se atreve a tocar. Ella, por su parte, lo saludaba con cortesía... y cero interés romántico.

Ernesto había intentado impresionarla con frases como:

¿Sabías que los libros también suspiran cuando los cierras?

Napoleón y yo creemos que la poesía está subestimada.

¿Te gustan los hombres que saben distinguir entre Borges y el menú del día?

Nada funcionaba. Carmen sonreía, pero seguía siendo un misterio.

Un martes cualquiera, Ernesto entró a la biblioteca con Napoleón en brazos, porque el perro había decidido que ese día no caminaría si no era sobre mármol. Mientras fingía leer la contratapa de un libro sobre jardinería japonesa, escuchó a Carmen conversando con una amiga entre los estantes.

A mí me fascinan los hombres que saben cocinar —decía Carmen con esa voz que hacía que hasta los diccionarios sonaran como poesía.

¿Cocinar? —respondía la amiga.

Sí. Hay algo en el aroma de una buena salsa que me derrite. Me parece íntimo, generoso... y muy sexy.

Ernesto sintió que el universo lo empujaba por la espalda. Su corazón latía como si estuviera en una carrera de relevos sin equipo. Se escondió detrás de una estantería, fingiendo buscar libros de horticultura, mientras su mente se llenaba de pensamientos contradictorios: ¿Cocinar? ¿Yo? ¿Sexy? ¿Dónde queda la salsa en el supermercado?

Napoleón lo miraba con esa expresión que solo los chihuahuas con complejo de rottweiler pueden tener: una mezcla de juicio, incredulidad y “no lo hagas, humano”.

Pero Ernesto ya estaba en trance. Se acercó a Carmen con una sonrisa nerviosa y una valentía que parecía prestada.

Carmen — empezó, con voz temblorosa — he estado pensando... bueno, no pensando exactamente, más bien sintiendo... y me preguntaba si... este sábado... te gustaría venir a cenar a mi casa. Yo... cocinaré para ti.

Carmen lo miró con sorpresa. No se rió. No se burló. Lo observó como quien encuentra una nota escrita a mano en medio de un libro olvidado.

— ¿Tú cocinas? — preguntó, con una mezcla de curiosidad y cautela.

— Sí... bueno, no profesionalmente. Pero tengo mis momentos. Algunos involucran fuego. Otros, vino. Pero todos con intención.

Carmen sonrió, no por la propuesta, sino por la forma en que Ernesto la decía. Había algo en su torpeza que le resultaba entrañable. Algo que no había visto en los hombres que hablaban de recetas como si fueran tratados de guerra.

Está bien — dijo finalmente —. Acepto. Pero solo si Napoleón aprueba el menú.

Ernesto se rió, aliviado. Napoleón estornudó.

Eso cuenta como aprobación, ¿no?

Salieron de la biblioteca. Ernesto flotaba. Napoleón lo seguía con cara de “¿Qué hiciste, humano?”. Ernesto murmuraba:

¿Qué he hecho? ¿Qué he hecho?

Supervivencia romántica y queso en cantidades sospechosas

Desde que Carmen dijo “acepto”, Ernesto entró en modo supervivencia romántica. Sabía que no podía improvisar con pan y queso. Esta vez, tenía que cocinar de verdad. O al menos fingirlo con convicción.

Su primera parada fue YouTube. Buscó “cómo cocinar para impresionar sin morir en el intento”. Los resultados eran variados:

  • Un chef argentino que gritaba más de lo que cocinaba.
  • Una señora mexicana rodeada de cinco hijos y dos gallinas.
  • Un joven italiano que hablaba de pasta como si se tratara de filosofía existencial.

Ernesto intentó hacer lasaña. Confundió el horno con el microondas y terminó con queso fundido en la lámpara. Napoleón ladró como si hubiese presenciado un crimen.

Intentó arroz. El video decía “fácil y rápido”, pero Ernesto logró una pasta gris de consistencia cerámica. Lo usó para tapar una grieta en la pared.

Compró tres libros de cocina: uno francés, uno vegetariano, y otro que parecía escrito por un poeta en ayuno. Subrayó frases como “sofrito con carácter” y “textura emocional del puré”, sin entender nada. Napoleón se comió una esquina del libro vegetariano como protesta.

Desesperado, comenzó a visitar los puestos de comida del barrio. Don Lucho, el arepero de la esquina, le enseñó a voltear una arepa sin perder la dignidad. Maritza, la reina del pastelito, le dijo:  

Mijo, si no sabes cocinar, hazlo con cariño. Y si no tienes cariño, échale queso.

Ernesto tomó nota. Compró queso. Mucho queso.

El pollo existencial y la cena que casi fue incendio

El sábado amaneció soleado, como si el universo quisiera darle a Ernesto una falsa sensación de esperanza. Se levantó temprano, se afeitó con esmero, se puso su mejor camisa (la que no tenía manchas de café) y su delantal favorito: el que decía “Chef por accidente”.

Napoleón lo observaba desde su cojín, con esa mirada de rottweiler filosófico que decía: “Hoy es el día. Hoy se quema la casa”.

Ernesto intentaría preparar Coq au vin. Sonaba sofisticado. Los ingredientes estaban listos:

  • Pollo (entero y confuso).
  • Vino tinto (una botella para la receta, otra para los nervios).
  • Champiñones, cebolla, ajo, zanahorias.
  • Hierbas aromáticas que olían a jardín recién regado.

La receta decía “marinar el pollo en vino durante dos horas”. Ernesto pensó: “¿Y si lo marino en cariño y me tomo el vino?

A la tercera copa, hablaba con el pollo:

Tú y yo, amigo, tenemos una misión. Tal vez no salgas crujiente, pero saldrás con dignidad.

La cocina olía a vino, humo y desesperación. Ernesto cantaba boleros con una cuchara de madera. El sartén protestaba. El horno emitía sonidos sospechosos.

El pollo terminó en la licuadora. Las zanahorias aparecieron en el baño. Nadie sabe cómo.

Faltaban veinte minutos para que Carmen llegara. Ernesto miró el desastre:

  • El pollo parecía una escultura abstracta.
  • La salsa tenía la consistencia de una novela experimental.
  • El vino… se había ido.
  • Él… estaba ligeramente mareado, pero emocionalmente comprometido.

Sopa emocional, vino sobreviviente y un perro que sabía más que todos

Carmen entró con una sonrisa que no era cortesía, sino curiosidad genuina. Llevaba un vestido azul con estampado de libros abiertos. Napoleón, que normalmente ladraba a todo lo que respiraba, la olfateó, se acostó a su lado y pareció decir: “Esta sí. Esta es buena gente”.

Ernesto, nervioso pero decidido, la condujo al comedor. Había puesto la mesa con esmero: mantel sin manchas, copas que no combinaban pero brillaban, y una vela que olía raro, pero lucía romántica.

¿Qué preparaste? — preguntó Carmen.  

Una reinterpretación libre de Coq au vin — dijo Ernesto —. Muy libre. Tan libre que podría ser otra cosa.

La sopa (porque todo se convirtió en sopa) tenía pollo, zanahorias rebeldes y una salsa con emociones propias. Carmen la probó, cerró los ojos y sonrió.

Está… inesperada.  

¿Eso es bueno?  

Es como leer un poema que no rima, pero te hace sentir cosas.

El vino sobreviviente fue servido. Napoleón se sentó entre ellos, como mediador diplomático. Hablaron de libros, de viajes no hechos, de canciones que dolían sin saber por qué.

Carmen habló de su juventud en Mérida, de un amor que se fue sin despedirse, de cómo los libros la salvaron. Ernesto confesó que lloraba con comerciales de café y que escribió una carta de amor a una planta que murió en invierno.

¿Y qué decía la carta? — preguntó Carmen.  

— “Querida Hortensia: si alguna vez decides volver, prometo regarte con poesía y no con agua del grifo.

Carmen rió con esa risa que no se finge. Ernesto no necesitaba impresionar. Solo estar.

El postre inesperado y la confesión que no estaba en el menú

Ernesto, con el sudor de quien ha enfrentado batallas con sartenes y recetas contradictorias, presentó el postre: una gelatina que parecía haber sobrevivido a una guerra de frutas. Algunas rodajas de kiwi flotaban como náufragos. Las fresas, dramáticas, miraban al horizonte.

Carmen arqueó una ceja.  

¿Esto también es reinterpretación libre?  

Es una metáfora de mi vida: dulce, confusa y con trozos que no sé cómo llegaron ahí.

Ella probó la gelatina. Hizo una pausa. Lo miró con una sonrisa traviesa.  

Ernesto… dime la verdad.  

¿Sí?  

No sabes cocinar, ¿verdad?

Justo entonces, Napoleón, que hasta ese momento había estado tumbado, se incorporó. Lo miró fijamente, solidario pero inquisitivo. Parecía decir: “Y ahora, humano... ¿qué harás?”

Ernesto sintió que el alma se le encogía como espagueti mal cocido. El silencio se volvió espeso. Carmen lo observaba con una mezcla de ternura y picardía que desarma cualquier defensa. Napoleón, firme, parecía el jurado emocional de la escena.

¿Qué te hace pensar eso? —intentó Ernesto.  

La sopa tenía emociones. El pollo parecía haber pasado por terapia. Y esta gelatina… esta gelatina está en crisis existencial.

Ernesto bajó la mirada. Napoleón se acercó lentamente, se sentó junto a él y apoyó la cabeza en su pierna. Como diciendo: “Confiesa. No estás solo.

No sé cocinar — dijo al fin —. Lo más elaborado que he hecho antes de esto fue calentar arepas en la tostadora. Y una vez… quemé el cereal.

Napoleón parpadeó. No juzgó. Solo lo miró como quien ha visto cosas peores en el parque.  

¿Quemaste el cereal? —preguntó Carmen.  

Sí. No preguntes cómo. Fue un momento muy oscuro.

Silencio. Ernesto sentía que hasta los cubiertos lo juzgaban. Pero entonces, Carmen se rió. No una risa burlona, sino una carcajada luminosa, como abrir una ventana en medio de una tormenta.

¿Y entonces por qué hiciste todo esto?  

Porque quería que esta noche fuera especial. Porque tú me gustas. Porque pensé que si lograba que el pollo no se rebelara, tal vez tú verías que lo intenté.

Napoleón lo miró con respeto renovado. Caminó hacia Carmen y le lamió la mano. Como si dijera: “Este humano es torpe, pero tiene buen corazón.

¿Sabes qué es lo más especial de esta cena? — dijo Carmen —. Que es la primera vez que alguien cocina para mí sin saber hacerlo, solo para complacerme, a pesar del temor. Eso… eso vale más que cualquier receta francesa.

Ernesto sintió cómo el pánico se derretía como queso sobre arepa caliente. No había sido perfecto. Pero había sido real.

Napoleón se acomodó entre ellos, como quien sabe que el amor, aunque torpe, ha triunfado.  

¿Entonces… me das otra oportunidad? —preguntó Ernesto.  

Claro. Pero la próxima vez, cocinamos juntos.  

¿Y si quemamos el cereal?  

Nos comemos el vino.

Rieron. Ernesto respiró. Carmen lo miró con complicidad. Y Napoleón, satisfecho, se tumbó a sus pies, como quien sabe que el caos emocional también puede tener final feliz.

Epílogo: El arte de limpiar el desastre y dejar huellas

La cena había terminado, pero la cocina parecía el escenario de una batalla entre ingredientes con voluntad propia. Restos de cebolla llorada, cucharones abandonados como soldados caídos, y una sartén que claramente había visto cosas que prefería no recordar.

Ernesto contemplaba el caos con la expresión de quien ha sobrevivido a una guerra sin saber si ganó. Carmen, a su lado, observaba todo con una mezcla de asombro y risa contenida.

¿Esto lo hiciste tú solo? —preguntó, levantando una cuchara que parecía un pincel de arte abstracto.  

Sí. Y parte de mí no sabe cómo sigo vivo.

Napoleón se asomó desde el pasillo, olfateó el aire y retrocedió con dignidad. “Esto no es para mí”, parecía decir.

Bueno — dijo Carmen, arremangándose —. Dijimos que cocinaríamos juntos. Pero creo que hoy toca sobrevivir juntos.

Y así comenzó la segunda parte de la velada: la limpieza. Entre risas, bromas sobre utensilios con traumas y una esponja que parecía rendirse cada cinco minutos, restauraron el orden.

Ernesto lavaba mientras Carmen secaba. Cada plato era una excusa para una nueva anécdota. La cocina, poco a poco, dejó de parecer un campo de batalla y se convirtió en un espacio compartido. Un lugar donde el desastre no era vergüenza, sino historia.

¿Sabes? — dijo Carmen mientras guardaba los vasos—. Esta ha sido una de las noches más especiales que he tenido en mucho tiempo.  

Ernesto se detuvo, con las manos aún mojadas.  

¿Por la gelatina existencial?  

Por ti. Por lo que hiciste. Por cómo lo hiciste. Por no esconderte detrás de nada.

Napoleón, desde su rincón, levantó la cabeza. Atento. Silencioso.

Hace mucho que un hombre no me impresiona — continuó Carmen —. Y tú lo hiciste. No por lo que cocinaste, sino por atreverte a hacerlo.

Se acercó a Ernesto, lo miró con ternura y le dio un beso en la frente.  

Buen principio —susurró.

Ernesto no respondió. Tenía el corazón lleno y las palabras ocupadas en no estorbar.

Carmen tomó su bolso, acarició a Napoleón, que la miró con respeto, y salió por la puerta con una sonrisa que se quedó flotando en el aire.

El silencio volvió. Ernesto miró la cocina limpia como si fuera un símbolo de algo más profundo.

Entonces, Napoleón se acercó. Lo miró fijamente y ladró. Una sola vez. Firme. Claro. Como diciendo: “Bravo, humano. Lo lograste.

Ernesto sonrió.  

Gracias, compañero.

Napoleón se tumbó a sus pies. Y en ese instante, Ernesto supo que no había terminado nada. Apenas comenzaba.

Porque a veces, el amor no entra por la puerta con flores ni frases perfectas. A veces llega disfrazado de desastre, de sopa emocional y de gelatina en crisis. Y si uno se atreve a mostrarse torpe, honesto y dispuesto a aprender, entonces algo cambia.

No todo se arregla en una noche. Pero hay noches que abren ventanas. Que limpian rincones. Que enseñan que el valor no está en saber hacerlo todo bien, sino en atreverse a hacerlo con el corazón en la mano.

Y esa noche, entre platos lavados y un perro sabio, Ernesto descubrió que el principio más valioso… es el que se construye con esperanza.


martes, 22 de julio de 2025

Ruido de fondo (3:17 a.m.)

Siempre he necesitado dormir con el televisor encendido. No por entretenimiento. Ni por insomnio. Es el murmullo. Ese zumbido constante, apenas perceptible, que llenaba el vacío de la noche. Aquel ruido de fondo alejaba el silencio que me obligaba a pensar demasiado, como si algo acechara en su quietud, esperando que bajara la guardia.

Cada noche, antes de cerrar los ojos, elegía un canal al azar: una película gastada, un noticiero monótono, incluso un infomercial de cuchillos que nadie compraría. No importaba. Lo único esencial era que la pantalla siguiera encendida, poblando la habitación con voces que no eran mías.

Durante años, eso bastó. Hasta que algo cambió. Comencé a despertar en medio de la noche. Siempre a la misma hora: 3:17 a.m.

Al principio, lo atribuí al azar. Pero noche tras noche, sin excepción, mis ojos se abrían con una punzada, como si un susurro me arrancara del sueño. El aire se volvía denso, cargado, como si la habitación contuviera el aliento.

Y cada vez que despertaba, el televisor seguía encendido. Pero no en el canal que había dejado.

Siempre en el mismo: El canal 88.

El canal 88 no existía. Según la guía, no estaba asignado a ninguna señal. No tenía programación. Pero allí estaba en el televisor. Solo mostraba una imagen fija, en blanco y negro, de una sala que parecía un reflejo torcido de la mía: paredes desnudas, una silla que no encajaba, una ventana que daba a un vacío negro. Sin sonido. Sin movimiento. Como si una cámara olvidada transmitiera desde un lugar que no debía ser visto.

Pensé en interferencias. En una señal pirata. Algo técnico.

Me obsesioné.

Busqué en foros. Hablé con técnicos. Escaneé frecuencias. Incluso abrí el televisor, un modelo antiguo que no recordaba haber comprado, buscando algo. Cualquier cosa.

Nada. El canal 88 no tenía fuente. No tenía explicación. No debía existir.

Y luego la vi.

Al principio, era solo un borrón en la esquina de la pantalla. Una silueta difusa, apenas humana, inmóvil, con la cabeza ladeada como si intentara descifrarme. No tenía rostro. Solo una oscuridad densa donde deberían estar los ojos. Pero yo sabía que, desde aquella oscuridad, me observaba.

Noche tras noche, la entidad fue definiéndose más. Primero, un leve giro de la cabeza, como si notara mi presencia. Luego, un paso lento hacia el centro de la imagen. Cada vez más cerca. Cada vez más consciente.

Y, con ella, mi habitación, la real, también empezó a cambiar.

Las paredes parecían más estrechas, como si se inclinaran hacia mí. Los objetos, un vaso, un libro, una lámpara, aparecían fuera de lugar al despertar, como si alguien los hubiera movido mientras dormía. El aire se volvía más pesado, casi líquido. Y un zumbido bajo, apenas audible, se instaló en mis oídos incluso durante el día.

Mi reflejo ya no era del todo mío. Los bordes de mi rostro se difuminaban, como si algo lo estuviera erosionando desde dentro.

Una noche, incapaz de soportarlo más, intenté detenerlo. Desenchufé el televisor. Lo arrastré hasta el contenedor de basura en la calle, bajo la lluvia. Me dije que había terminado.

Pero al volver a mi apartamento, ahí estaba. En su lugar. Encendido. En el Canal 88.

La entidad estaba más cerca que nunca. Su contorno temblaba, retorciéndose como si la carne hubiera olvidado su forma.

El miedo ya no era solo miedo. Era una humedad que se filtraba en mi mente, lenta, invasiva. Mi cuerpo se tensaba antes de abrir los ojos, sabiendo que ella estaría allí.

Y una noche, vencido por la obsesión, me acerqué a la pantalla. Quería tocar el cristal. Comprobar que era solo una imagen. Que no había nada más allá.

Estiré la mano. Y ella también.

Con un terror que me arrancó el aliento, vi cómo su contorno se alargaba, tembloroso, como un eco de carne ausente, extendiéndose hacia mí desde el otro lado. El cristal estaba helado. Pero no era un frío superficial: era un helor que trepaba por los huesos, que entumecía la sangre, como si algo antiguo y muerto intentara reclamarme.

Retrocedí. Tropecé con la alfombra. Caí de espaldas. Mi respiración era un jadeo imposible. Como si el aire se hubiera vuelto piedra.

La entidad había vuelto a su posición inicial. Pero yo sabía que me había sentido. Que me había tocado. Que me había reconocido.

Desde entonces, su presencia cambió. Ya no era una sombra distante. Era algo que me buscaba. Que me había marcado.

Ya no duermo. No realmente. No porque no quiera, sino porque no puedo. Cada vez que cierro los ojos, siento que ella se mueve. Que se acerca. Que cruza el umbral entre la pantalla y mi mundo.

El sueño se ha vuelto territorio enemigo. Un lugar donde ella tiene poder. Donde puede alcanzarme. El televisor es lo único que la contiene. Si lo apago… si me atrevo a dormir sin su zumbido… algo terrible ocurrirá.

Lo intenté una vez. Solo una. Apagué el televisor. Me obligué a cerrar los ojos. Desperté gritando. Con marcas en los brazos que no estaban allí antes... Y el televisor estaba encendido. En el canal 88. Con ella en el centro de la pantalla, más cerca que nunca.

Desde entonces, vivo en un estado intermedio. Entre la vigilia y el delirio. La habitación se ha vuelto un lugar extraño. Las paredes susurran. Los muebles están siempre fuera de lugar. Y el zumbido en mis oídos no cesa.

A veces, me miro al espejo… y juro que ella está detrás de mí, aunque la pantalla esté a mi espalda.

No sé si esto terminará alguna vez.

Cada noche, a las 3:17, la sala aparece de nuevo. Una sala que es mía, pero no lo es. Una sala donde ella espera.

Y a veces, solo a veces, cuando el televisor parpadea, me pregunto si ya está aquí. En esta habitación. Esperando que apague la luz.

Si alguna noche despiertas a esa hora, con el televisor encendido en un canal que no debería existir, con una sala que parece la tuya pero está rota... no mires demasiado.

No te acerques.

Podrías sentir que algo, al otro lado, ya te ha visto.

sábado, 28 de junio de 2025

Presencias...

Nada. Hoy no hay nada.

No me asusta. No del todo. Porque sé que estas sequías creativas son parte del oficio, nubes que cruzan y ocultan el cielo. Pero desconcierta. El día transcurrió sin aristas: sin frases que se enredaran en el pensamiento, sin gestos que rogaran convertirse en escena. Todo fue manso, lineal. Como un tren sin pasajeros.

 ¿Dónde se escondieron las grietas, las casualidades del día?

Ayer, las palabras fluían como un río tras la lluvia; hoy, el lecho está seco, y me pregunto si alguna vez volverán. Porque siempre encuentro algo con que construir una historia: una fractura en lo cotidiano por donde se cuela algun relato. Una contradicción vestida de cortesía, una mirada que se demora en el ruido, una torpeza que, por absurda, se vuelve entrañable. 

El mundo suele regalar instantes imperfectos que germinan en cuentos: una bolsa rota en manos de una señora, una carcajada que irrumpe en la calle, un niño que corrige a su padre con la seriedad de un anciano. Cualquier minucia que quiebre el guion del día lleva en sí la semilla de una historia.

Pero hoy, el mundo guardó silencio. 

Todo encajó con una precisión estéril: las conversaciones fluyeron sin tropiezos, los saludos fueron breves, las emociones medidas. Nadie improvisó, nadie dejó caer un secreto sin querer. Hasta el clima se mantuvo neutral: un cielo gris, sin sol que deslumbre y con la misma lluvia sin variaciones que la dramaticen, como un telón que espera una obra que no arranca. Fue como si la vida, en un pacto tácito, se esforzara por no interrumpirme. 

Pero la perfección, cuando no se agrieta, se desvanece. Sin desorden, sin una fisura emocional o estética, las palabras no hallan por dónde entrar.

Me senté frente al teclado, fiel al ritual: la lámpara parpadea, como si dudara conmigo. La taza de café a medio terminar. Y esa fe tenue de que, al hacer acto de presencia, las palabras llegarían. Pero no vinieron. El cursor latía en la hoja vacía, paciente, como un corazón que no promete nada.

Y entonces, traté de refugiarme en ella. Mi musa. La de los ojos color de noche, que a veces me miran como si supieran más de mí que yo mismo. Ella, que suele colarse en mis días más grises, vestida de ironía, de dulzura sin intención, de un caos que redime. Pero hoy. Hoy no me trajo su chispa. No al principio.

Y, extrañamente, si estuvo presente. Arrolladora como siempre. Compartimos la rutina: hablamos, nos cruzamos, dejamos que la mañana se deslizara sobre nosotros. Su perfume, surgido del mágico encantamiento de trenzar la noche con jazmines, llegó a mi, flotando, impregnando mis sentidos sutil pero inevitablemente. Sentí sus dedos rozar los míos, reales, como si trazaran un mensaje que aún no descifraba. 

Y aun así... nada. Había tanto en ella que decir. Hay tantos gestos suyos que me roban el aliento, que las frases se rindieron antes de nacer. Su presencia, abrumadora, impuso un silencio que no supe romper.

A veces me pregunto si es ella quien me observa, o si solo proyecto en sus ojos mi urgencia por escribir.

Es que ,inconscientemente, al recordarla mi mundo físico siempre se diluye en el universo que resguardan aquellos ojos. 

Escenas de la mañana fueron llegando, tenues al principio: sus dedos rozando el borde de una taza de café, tejiendo ideas sin saberlo. Luego, el gesto con que recoge su cabello, dejando al descubierto esa curva donde su perfume se vuelve íntimo. Había algo más en ese movimiento: una energía contenida, una belleza sin esfuerzo que brotaba entre la concentración y la prisa.

La rescaté de mis recuerdos del día, preparándose con una fuerza callada, como quien se alista no sólo con herramientas, sino con propósito. Cada acción suya: ordenar sus cosas, revisar sus papeles, ajustar detalles, era la expresión de una convicción serena. Y en esa certeza silenciosa, me pareció más luminosa que nunca. Si, luminosa es la palabra, un adjetivo que se adhiere al pensamiento como polen. Otro recuerdo se suma: el eco de una frase dicha, un regaño risueño, la parodia de un reclamo leve que dejó el alma más franca, más desnuda.

El cuerpo también recuerda. Su risa, que se desvaneció por el aire como un eco sin prisa, dejandola suspendida en su momentánea ausencia, flotando como un hilo suelto que espera ser tejido. Su silencio, al salir, era de esos que gravitan como el terciopelo; me cubrió con una densidad suave, casi imperceptible. Una presencia gentil que no se impone, pero cuya huella se niega a desvanecer. Al volver, el roce de su mano, fugaz, mínimo e inevitable,  trajo consigo el universo, o al menos, ese universo que sólo se revela en un instante compartido. 

Todo eso que en un principio pareció deslizarse sin dejar huella, comienza ahora a formar una corriente subterránea, lenta pero firme. Una marea tibia que despierta bajo la piel.

Y entonces, en la noche, un mensaje. Una línea breve, sin pretensiones, flotando entre charlas triviales. Pero que, sin duda, fue suficiente. Al leerlo, al hacerla real, su imagen se me enciende en el alma, nítida, entera, como si nunca se hubiera ido. Como si hubiera estado esperándome en un rincón secreto del alma.

Escribo una línea. La borro. El cursor espera, paciente. Pero una palabra se queda, y otra la sigue, como pasos que cruzan un puente frágil. El tren, que antes pasó sin detenerse, ahora aminora la marcha. Y en su traqueteo escucho el pulso de una frase que despierta.

Todo creador conoce estos días en que el mundo se calla, como si conspirara para enseñarnos que las historias no se buscan: se esperan. Y la historia llega a mi en alas de un perfume que aún flota en mis sentidos, tendiendo un puente entre el silencio y la palabra. 

La lámpara, que antes titilaba, ahora brilla firme, como si supiera que el relato ha vuelto. Una escena, una metáfora, un inicio.

La historia nace sin forzarla, porque debía ser dicha.

Porque siempre vuelve. Incluso cuando ya estaba aquí.

Siempre Anónimo

Camino por la vida con la sensación constante de que algo, o alguien, me espera al otro lado del tiempo. No sé por qué lo sentí siempre, como si mi alma supiera que existe una ecuación en curso, un cálculo invisible que el universo resuelve en silencio. Mis pasos han sido libres, sí… o al menos eso creía. Pero ahora comprendo que cada decisión, cada instante, cada lugar elegido al azar me empujaba hacia ella.

Nunca la conocí. No en el sentido común de la palabra. Vivimos en ciudades distintas, o tal vez en la misma. Nunca lo supe. Lo que sí sé es que estuve cerca tantas veces… tan absurdamente cerca. Doblé esquinas por donde ella ya había pasado. Me detuve en los lugares donde minutos antes su sombra todavía flotaba en el aire. Respiramos el mismo café, la misma tarde, pero en tiempos levemente desincronizados. Nuestras vidas fueron líneas paralelas separadas por segundos. Por nada. Por todo.

A veces pienso que el universo juega como un relojero ciego. Que sus engranajes se mueven con una lógica que no podemos entender. Tal vez por eso nunca fui capaz de ver los hilos que me arrastraban hacia ella. No los sentí. No supe que cada gesto pequeño, cada palabra lanzada sin peso, cada despedida banal formaba parte de una construcción mayor.

Hasta que ocurrió.

No sé cómo explicarlo. No hubo música. No hubo luz cayendo en cascada. Sólo estuvo ella. Allí. Frente a mí.

Y la vi.

No con los ojos, no solamente. La vi con algo más profundo. Su presencia fue una certeza. No un descubrimiento: un reconocimiento. Como si siempre la hubiera llevado dentro, como si todos mis caminos me hubieran estado preparando para ese preciso momento.

En sus ojos vi el fin del viaje. Todo lo que no entendí durante años encontró sentido en esa mirada. Algo en mí despertó: una luz silenciosa, una paz repentina. Supe, sin saber cómo, que la había estado buscando desde antes de saber que existía.

Mi cuerpo la reconoció antes que mi mente. Cuando nuestras manos se rozaron, sentí el pulso de mi vida cambiar de ritmo. Su piel me habló sin palabras, como si la historia que nunca vivimos se resumiera en un solo contacto. Era real. Ella era real. No una idea. No una promesa. Ella, ahí, mirándome.

Y sí, me miró.

Sus ojos se cruzaron con los míos. Fue un instante breve, pero lleno de eternidad. Me alcanzó con la mirada, alcancé a vislumbrar el universo oculto en sus ojos de noche… ¡PERO ELLA NO ME VIO!

No de la forma en que yo la vi a ella. No con el alma, no con la memoria que aún no vivíamos.

Para mí, ese momento fue epifanía. Para ella, fue solo un cruce de miradas más, uno entre tantos. Mientras en mi pecho estallaba la certeza de haber llegado al fin del camino, en el suyo no ocurrió nada. Ni eco. Ni huella. Solo el paso inevitable del tiempo.

Ella siguió caminando.

Y yo me quedé, ardiendo por dentro.

Ella no supo que era yo quien la había esperado desde siempre. Que yo era la sombra que la había seguido sin saberlo. Que cada día, cada paso, me había empujado hacia ese momento. Y que, llegado ese momento, todo se quebró.

Porque no hubo un “nosotros”.

Hubo un “yo la encontré” y un “ella nunca me reconoció”.

El universo, en su precisión milimétrica, cometió un error. O quizás no. Quizás solo quiso enseñarme que el amor, a veces, sólo florece en un pecho. Y que aun así, ese amor puede ser real. Puede ser eterno.

Ella siguió su vida. Siguió siendo luz en un mundo donde yo aún era sombra.

Pero yo ya no pude volver atrás. Porque, aunque nunca me reconoció, ella dejó de ser anónima. Se volvió nombre, rostro, historia. Para mí, ya no hay nadie más. Para ella, nunca fui.

Desde entonces, sigo esperando. No con esperanza, sino con presencia. Sigo aquí. En este instante congelado donde la luz tocó mi pecho y nunca se apagó.

Espero al universo. A que esta vez no falle. A que repita el encuentro. A que al menos, por una fracción de segundo, ella también me vea como yo la vi.

Y hasta que eso ocurra, si es que ocurre, seguiré aquí.

Siempre anónimo.









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lunes, 9 de junio de 2025

El último crepúsculo

El aire huele a tierra seca y ceniza, delatando a un mundo que retiene su último aliento antes de sucumbir. El viento se desplaza en ráfagas inconsistentes, levantando espirales de polvo que se disuelven apenas unos metros adelante. La ciudad yace en un silencio muerto, con sus edificios inclinados, como si estuvieran demasiado agotados para seguir de pie.

El paisaje es un cadáver de piedra y asfalto, inmóvil bajo el cielo en llamas. Es un lugar al que aquel hombre ha regresado demasiadas veces. Un campo de batalla en ruinas, donde el día agoniza antes de entregar su luz a la noche.

Y en ese yermo desolado, él espera.

Su piel curtida lleva las marcas de un tiempo que nadie más recuerda. Ha cruzado tierras devastadas, mares que dejaron de cantar, ciudades que se derrumbaron bajo su mirada. Su espada descansa contra su espalda, esperando el contacto de una mano que ha blandido el acero más veces de las que quisiera contar. Antes, la empuñaba con convicción. Ahora, con hábito.

Ha peleado demasiadas veces. Ha sentido la furia y el fuego, la euforia y el dolor. Ha sido testigo de victorias que nunca duraron, de derrotas que nunca importaron. ¿Cuántos años han pasado? ¿Cuántos ciclos más tendrá que repetir? La respuesta no es necesaria. Lo único seguro es que el otro hombre vendrá.

El viento gira. Algo ha cambiado en el aire, como una pausa sutil antes de un movimiento inevitable. No hay sonido que anuncie su llegada, ni el crujir de pasos sobre piedra, ni el silbido de un arma desenfundada. Pero el hombre siente su presencia. Como siempre la ha sentido.

La sombra aparece como si hubiera estado ahí todo el tiempo. El viento la arrastra consigo, enredándola entre las ruinas, dándole forma antes de materializarla por completo. Su andar es pausado, sin prisa, sin titubeo. Sus ropajes oscuros ondean a su alrededor como un eco de las sombras que lo rodean, como si la propia tierra reconociera su presencia y se apartara en reverencia. Hay algo serpentino en su movimiento, un ritmo que no pertenece al mundo de los hombres.

El hombre que espera no reacciona de inmediato. No porque no lo haya visto venir, sino porque cada vez es un recordatorio de lo inevitable. La batalla será como todas las demás, una repetición sin fin. Sin embargo, por un instante, en el umbral de la confrontación, hay algo ceremonial en aquel encuentro. Como si, más allá de la guerra, hubiera algo más profundo que los une. Algo anterior a la historia, al lenguaje o a la razón.

Un suspiro invisible recorre la tierra. El viento se detiene como si el tiempo mismo contuviera el aliento. El sol agoniza un poco más.

El recién llegado avanza.

Su andar es pausado, constante, sin urgencia. No porque desee retrasar el inevitable enfrentamiento, sino porque el tiempo ya no tiene significado para él.

La ciudad en ruinas no le dice nada. No siente nostalgia, ni pesar, ni siquiera reconocimiento. Podría haber sido otra ciudad, otro campo de batalla, otro mundo. Todo se ha desmoronado antes y volverá a hacerlo. Solo los escombros permanecen, solo el polvo gira con el viento, solo la sombra que arrastra consigo sigue siendo real.

No hay odio en su pecho, ni furia. Las emociones le abandonaron hace demasiado tiempo, consumidas por la repetición, por la certeza de lo inevitable. Y si alguna vez hubo algo más—un propósito, una razón, una voluntad—también quedó enterrado en alguna guerra que ya no recuerda.

Pero hay una certeza. Siempre hay una… El enemigo que le espera.

Cuando su mirada encuentra a la del otro hombre, la siente como una corriente helada atravesando su piel. No es sorpresa. No es temor. Es reconocimiento. Una chispa de memoria encendida en la eternidad.

Porque al final, cuando todos los mundos se han extinguido, cuando todas las victorias han sido devoradas por el vacío, cuando cada batalla ha terminado igual que la anterior, él sigue aquí. Y el otro también.

El viento se detiene. La sombra se extiende a su alrededor.

Los dos hombres se miran.

No hay sorpresa en sus rostros. No hay odio. Solo el reconocimiento de lo inevitable.

Uno de ellos inclina la cabeza levemente, un gesto apenas perceptible, pero suficiente. El otro responde del mismo modo. No es un saludo festivo, ni una señal de respeto convencional. Es el acuerdo tácito de dos guerreros que han recorrido este camino demasiadas veces.

Entonces, ambos avanzan.

No es un ataque ciego, ni un estallido de furia repentina. Es una danza ensayada, una coreografía escrita hace milenios. La tierra tiembla bajo sus pasos, el aire se parte con el primer golpe. Acero contra sombras, luz contra caos.

Un hombre se alza con la fuerza de la aurora. Su espada corta el aire con un resplandor ardiente, su movimiento firme, preciso. No lucha por victoria. Lucha porque debe hacerlo. Como lo ha hecho desde el primer amanecer.

El otro hombre se desliza entre los golpes como si el viento lo guiara. Su sombra crece, se retuerce, se adapta. No esquiva por miedo. Esquiva porque ha aprendido que la lucha no es para ganar, sino para continuar. Como lo ha hecho desde el primer susurro del caos.

Cada golpe se encuentra con su opuesto. Ninguno retrocede. Ninguno cede.

El sol se desangra sobre el cielo. Los dioses se abalanzan uno contra el otro. Y la batalla comienza otra vez. 

Así como ha sido durante milenios, Ra, el dios del sol, y Apofis, el dios del caos, siguen su inútil y eterna lucha por la supremacía en una tierra que ya no existe, donde las ciudades han olvidado sus nombres, y el polvo ha comenzado a olvidar también a los dioses que lo habitan.








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domingo, 8 de junio de 2025

Desastre Galante

Sofía no tenía idea de lo que acababa de ocurrir. Ella solo tomaba su café, sin saber que su presencia había activado un terremoto en mi cabeza.

Pero yo, en mi intento por ser encantador, solté la frase con una confianza completamente desubicada:

Debes estar cansada de haber paseado toda la tarde por mis pensamientos.

Error. Error catastrófico. Un accidente de creatividad en plena vía pública.

Porque claro, no solo había lanzado una frase trillada, sino que lo había hecho yo, que me jacto de mi sensibilidad literaria. Alguien que busca la originalidad. Que cree en la fuerza de las metáforas bien construidas.

Y allí estaba: usando una línea que probablemente había sido pronunciada en incontables telenovelas y mensajes de WhatsApp desde 2009.

Sofía frunció el ceño con algo entre confusión y cautela.

¿Qué?

Allí debí haber retrocedido. Fingido que hablaba con otra persona, que citaba una película, cualquier cosa. Pero no. Doblé la apuesta.

Bueno... lo que quiero decir es que has estado en mi cabeza todo el día.

Ella apoyó la taza en la mesa y fingió pensarlo.

Interesante. No recuerdo haber comprado boleto para este viaje. ¿Incluye recorrido guiado o simplemente fui lanzada sin instrucciones?

Y claro, como si no fuera suficiente, mi cerebro optó por agravar el desastre: lanzó una explicación innecesaria.

Bueno, imagina que mi mente es como... como una expedición arqueológica. Llegaste sin previo aviso y, de pronto, te ves rodeada de ruinas de pensamientos inconclusos, trampas de frases mal estructuradas y algún que otro jeroglífico que yo mismo olvidé traducir.

Sofía bebió un sorbo, sin dejar de mirarme con esa mezcla de diversión e intriga.

¿O sea que entré a un templo misterioso?

Exacto.

— ¿Y dónde está la salida?

Eh... eso es lo complicado. No suelo pensar en eso.

Suspiró. Y como quien decide que ya está demasiado metida en el asunto, apoyó un codo en la mesa y dijo:

Bueno. Como guía turística improvisada de tu mente, dime: ¿qué atracciones hay por aquí?

Ahí fue cuando mi cerebro se rindió completamente.

— Bueno, tenemos la sección de "cosas que debí haber dicho pero no dije", la de "planes que nunca ejecuté", y un pequeño rincón donde trato de recordar si me gustan más los perros o los gatos.

Sofía arqueó una ceja.

Dime que al menos hay señalización.

Eh... no exactamente, pero puedes encontrar pistas en las cosas que digo sin contexto.

Soltó una carcajada.

Muy bien, explorador mental. Si ya pasé toda la tarde ahí, al menos dime qué piensas hacer ahora que me tienes en frente.

Y claro, en el momento de brillar, lo único que logué decir fue:

Ehh... 

Ajá.

Sofía se rió abiertamente.

Tu sistema necesita mantenimiento.

Se levantó con su taza, tomó una servilleta, escribió algo y me la dejó en la mesa.

— Aquí tienes un mapa mental. Para la próxima, organízalo mejor.

Cuando la leí, solo decía:

"Primera parada: ordenar otro café y decir algo que no incluya 'ajá'."

Definitivamente, no había impresionado a Sofía... pero al menos había logrado que la conversación terminara en risa, y no en desastre absoluto.

Lo que no esperaba era lo que pasó segundos después.

Cuando fui a recoger mi café, el barista, un tipo con expresión solemne y la actitud de alguien que ha visto demasiado en esa cafetería, me miró fijamente y suspiró.

Hermano... — dijo, con el tono de quien está a punto de anunciar que el barco se hunde —. Lo vi todo.

Sentí un escalofrío.

¿Todo?

Asintió, bajando la mirada como quien ha sido testigo de una tragedia.

Toda la metáfora arqueológica. El templo. La señalización inexistente. La caída libre.

Respiró hondo, como si el dolor ajeno lo afectara personalmente.

No debió ser así.

Yo, aún procesando la situación, intenté salvar lo poco que quedaba de mi dignidad.

Bueno, no fue tan malo. Se rió conmigo y no de mí, así que...

El barista ladeó la cabeza con pesar.

La risa es buena. Pero hermano... un hombre no debería vivir este tipo de humillación en horario de café.

Se acercó un poco, como si fuera a decirme un secreto importante.

Por eso, te regalo este café.

Me entregó un café extra, gratis, pero con la delicadeza de quien ofrece una manta a un náufrago.

Recíbelo con honor.

Yo lo tomé sin saber muy bien qué hacer.

Gracias... supongo.

El barista suspiró otra vez y puso una mano en mi hombro.

Solo sigue adelante.

Y se alejó, probablemente para seguir presenciando otras desgracias sociales de clientes en apuros.

Me quedé parado, sosteniendo dos cafés, una servilleta con instrucciones de Sofía y la certeza absoluta de que mi cerebro necesitaba una remodelación completa.

Tal vez era momento de diseñar mejor mis metáforas.

O tal vez, solo tal vez, era momento de aprender a decir algo que no incluyera "ajá".

O por lo menos, pedir un café que no venga con juicio incluido.







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