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miércoles, 13 de agosto de 2025

De Molinos y Quimeras: La Verdadera Desgracia de Don Quijote

"La desgracia de Don Quijote no fue su fantasía, sino Sancho Panza"
(Franz Kafka)

En la llanura polvorienta, bajo el sol implacable de La Mancha, un hombre cabalgaba. Don Quijote, lanza en ristre y armadura oxidada, perseguía gigantes que solo él podía ver. Su mente, laberinto de libros de caballería, era un reino propio donde lo ordinario se volvía épico: cada molino, un gigante de brazos amenazantes; cada venta, una fortaleza; cada humilde campesina, la princesa del Toboso. En esa locura ardía su libertad, una llama tan intensa que el mundo real palidecía ante su brillo.

Pero su tragedia no fue soñar, sino escuchar siempre el eco áspero de la realidad, un peso de carne y hueso que lo anclaba a la tierra. Ese eco tenía nombre: Sancho Panza, compañero inseparable, pragmático y hambriento, que veía posadas donde su señor veía castillos, fatiga donde él encontraba aventuras, y labradoras donde él soñaba doncellas.

Sin embargo, Sancho no era solo la cadena: era el testigo. Reflejaba la verdad que Quijote intentaba ignorar y, sin darse cuenta, se contagiaba de su locura, elevándose por encima de su hambre para convertirse en cronista de lo imposible. Gracias a él, la fantasía se inscribió en el mundo y dejó huella.

Es que toda leyenda necesita un narrador. Necesita a alguien que, aun sin comprender del todo, camine a su lado. Así, la fantasía de Don Quijote no fue solitaria: fue una aventura compartida, cuyo eco persiste en quienes, alguna vez, han sabido ver gigantes donde otros solo vieron molinos.

La desgracia de Quijote fue Sancho, sí… pero también su mayor fortuna.

miércoles, 23 de julio de 2025

Bonitos son los gatitos..

Escribimos.
No por entretenimiento.
No por halagos.

Escribimos porque hay algo dentro que no nos deja dormir.

Porque las palabras laten bajo la piel.
Y sacarlas es la única forma de respirar.

Porque hay personas que nos desordenan el alma,
que nos rompen la mirada,
que nos obligan a ver el mundo con otros ojos.
Y escribir es la única forma de sostener ese caos sin rompernos.

Escribimos porque hay memorias que arañan la espalda,
emociones que no caben en el cuerpo,
silencios que gritan.

Porque a veces, lo que sentimos no tiene forma
hasta que lo convertimos en texto.

Y entonces, lo compartimos.
Lo ofrecemos como quien se abre el pecho.
Con miedo.
Con esperanza.
Con el alma al descubierto.

Y llega alguien.
Lee.
Y con una palabra,
“bonito”,
desarma el pedazo de alma que ofrecimos.

Bonito.
Como un garabato en la esquina de una libreta.
Como si no hubiera sangre entre las líneas.
Como si escribir no nos arrancara el aliento.

Bonito.
La palabra que se usa cuando no se quiere mirar más allá.
Cuando lo incómodo se maquilla.
Cuando lo profundo se reduce a una superficie amable.

Pero lo que escribimos no es bonito.
Es crudo.
Es urgente.
Es real.

Es el eco de una noche que no quiso dormirse.
El temblor de una emoción que gotea entre las costillas.
El intento desesperado de entender lo que nos quiebra.
Es el regalo de un mundo que solo existe
porque alguien nos hizo sentirlo.

Y si todo eso se reduce a un
“está bonito”,
no entendiste nada.

Duele más que cualquier crítica.
Porque no es indiferencia:
es convertir lo visceral en un adorno.

Bonitos son los gatitos.
Pero esto que sangra en palabras no es ternura.
Es un grito.
Un abismo.
Una verdad que quema.

Y si no puedes verla,
al menos no la disfraces.

domingo, 29 de junio de 2025

Mariana. (O cuando el Molino despertó)

Mariana no recordaba otra vida.

Nació en medio de la niebla, cuando el sol era un rumor lejano. Aprendió a caminar entre grietas, a leer entre consignas, a callar entre murmullos. Su madre hablaba de otros tiempos como quien cuenta leyendas, de días en que las palabras no pesaban como cadenas. Su padre tallaba leña en silencio, pero una noche, mientras las astillas caían, murmuró:
No siempre fue así, Mariana.
Sus manos temblaron, buscando algo más que madera.

Le decían que antes se podía hablar sin ser apuntado. Que las risas no temían. Que la dignidad era una elección, no un uniforme. Pero eso eran ruinas sin mapa. Para Mariana, la vida era esperar sin saber qué.

Y sin embargo, a veces, en la penumbra, Mariana escuchaba risas.
No eran muchas, ni fuertes, pero estaban ahí: breves destellos de algo que se negaba a morir. Venían de una casa, de un rincón, de dos voces que se atrevían a compartir una historia, una memoria, una tontería. No eran celebraciones. Eran supervivencias.
Como pan partido a escondidas.
Como un eco que, pese a todo, no desaparecía.

Desde la colina donde pasaba sus tardes, lo veía todo: el pueblo quieto, los campos agrietados como piel olvidada, los techos inclinados bajo un cielo que nunca lloraba. Allí, el silencio pesaba más que las columnas de sal.

Las columnas.
Eran dos. Estaban desde siempre, o eso decían. Algunos contaban que nacieron tras una disputa, cuando las palabras se petrificaron. Otros, que fueron alzadas por manos que ya no recordaban por qué. Hechas de un blanco calcáreo que el tiempo no corroía, eran más que piedra: eran reglas sin dueño. Nadie las tocaba. Nadie las nombraba. Pero todos vivían conforme a su sombra.

Una, erigida por los que mandaban, proclamaba:

 “El dolor nos hace libres.
La otra, como réplica, respondía:
El rechazo nos hace dignos.

Eran advertencias o plegarias mal entendidas. Estaban en los estómagos vacíos, en las decisiones no tomadas, en las palabras no dichas.

La aldea se dividió.
Los de la primera columna creían que el sufrimiento purgaba culpas antiguas. Los de la segunda veían en el rechazo un escudo contra la humillación.
Cada cual llamaba “dignidad” a lo que el otro nombraba “sumisión”.

En el horizonte, el molino vigilaba en silencio.
Sus aspas, inmóviles, parecían un reproche que nadie quería escuchar. Era fuerte, pero no giraba. No por falta de viento, sino por una quietud cultivada.
Una aspa apuntaba a los que daban lo suyo como ofrenda impuesta. La otra, a los que rechazaban todo, como si recibir fuera traición.

Ambos lados se creían custodios de la dignidad.
Pero el molino solo sostenía el silencio.
Su eje crujía, oxidado por el peso de dos verdades enfrentadas.

No era un molino.
Era una frontera entre dos dogmas:
obligar a tomar, obligar a rechazar.

Así pasaban los días.
Así pasaba la vida.

Mariana trazaba nombres en la tierra.
El de su madre, que aún susurraba esperanzas mientras tejía pañuelos con frases bordadas: “algún día será distinto”.
El suyo, para no olvidar imaginar.

De niña, un anciano dibujó un pájaro en el polvo.
Para que no olvides volar —dijo, antes de que se lo llevaran.
Cada nombre que Mariana escribía era un pájaro que no se rendía.
Soplaba el polvo, no para borrar, sino para darles aire.

Pero esa tarde, dudó.
Se quedó mirando el molino sin moverse. El viento soplaba, pero nada cambiaba.
Tal vez el molino nunca giraría.
Tal vez los nombres no bastaban.

¿Por qué no giran las aspas? —preguntó un niño, a su lado.

Mariana no supo por qué respondió, pero lo hizo: —Porque aún no sabemos empujar juntos en la misma dirección.

Y algo en su voz, en su tono sereno, desgarró el aire.
Un eco resonó en los rostros que llevaban demasiado tiempo en silencio.

Alguien partió su pan y lo ofreció sin mirar colores.  Otro cedió su lugar a quien apenas caminaba. Dos que discutían por las columnas se miraron, asintieron… y caminaron juntos.
No todos se unieron. Algunos, aferrados a las sombras de las columnas, murmuraban: —¿Y si nos equivocamos?

Pero el eco de unos pasos los llamó.

Hombro con hombro, dejaron atrás las columnas y se dirigieron al molino.

Empujaron las aspas. Aflojaron el eje.
Los jóvenes alzaron a los viejos para alcanzar el mecanismo.

Mariana rozó el corazón del gigante inmóvil con la palma abierta. No lo empujó. Lo despertó.

Y el molino giró. Como un corazón que recuerda su latido. Las manos de los aldeanos lo sostuvieron, y el aire cantó un himno grave.

Entonces, llovió.

No desde el cielo, sino desde los ojos que se miraron sin temor.
Desde las voces que hablaron sin permiso.
El agua lamía sus rostros, tibia.
El olor de la tierra viva se alzó.

Las columnas, al sentir la humedad, no se quebraron. Se disolvieron.
Como si entendieran que su tiempo no era el de las manos abiertas. Que la dignidad no se grita, sino que se cultiva en el barro.

El molino giraba. El agua corrió por los canales olvidados. Los campos bebieron el silencio disuelto.

Brotó el verde. Creció el trigo.
El grano llenó graneros que solo guardaban polvo.

Esa noche, bajo el molino, los aldeanos contaron historias. De risas sin miedo. De amores sin permiso. De silencios rotos con pan.

Mariana escuchó, sabiendo que cada palabra era una semilla para el mañana.

La aldea celebró con trabajo:
manos que recuperaron su sentido,
oficios reencontrados,
pan compartido sin vergüenza.

Y comprendieron:
la vida valía no por sufrirla, ni por negarla, sino por construirla con el otro.

Cuando las columnas fueron solo un recuerdo, Mariana se agachó. Tocó la tierra tibia y escribió un susurro que valía por sí mismo:

Dignidad.

Simple, verdadera, sin comillas

Los aldeanos, al verla, sonrieron en silencio. Pero todos sabían que el molino seguiría necesitando manos. Que la lluvia, aunque cayera, no bastaría sola.

Pero no importaba... habían aprendido. Lo harían juntos.








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sábado, 28 de junio de 2025

Presencias...

Nada. Hoy no hay nada.

No me asusta. No del todo. Porque sé que estas sequías creativas son parte del oficio, nubes que cruzan y ocultan el cielo. Pero desconcierta. El día transcurrió sin aristas: sin frases que se enredaran en el pensamiento, sin gestos que rogaran convertirse en escena. Todo fue manso, lineal. Como un tren sin pasajeros.

 ¿Dónde se escondieron las grietas, las casualidades del día?

Ayer, las palabras fluían como un río tras la lluvia; hoy, el lecho está seco, y me pregunto si alguna vez volverán. Porque siempre encuentro algo con que construir una historia: una fractura en lo cotidiano por donde se cuela algun relato. Una contradicción vestida de cortesía, una mirada que se demora en el ruido, una torpeza que, por absurda, se vuelve entrañable. 

El mundo suele regalar instantes imperfectos que germinan en cuentos: una bolsa rota en manos de una señora, una carcajada que irrumpe en la calle, un niño que corrige a su padre con la seriedad de un anciano. Cualquier minucia que quiebre el guion del día lleva en sí la semilla de una historia.

Pero hoy, el mundo guardó silencio. 

Todo encajó con una precisión estéril: las conversaciones fluyeron sin tropiezos, los saludos fueron breves, las emociones medidas. Nadie improvisó, nadie dejó caer un secreto sin querer. Hasta el clima se mantuvo neutral: un cielo gris, sin sol que deslumbre y con la misma lluvia sin variaciones que la dramaticen, como un telón que espera una obra que no arranca. Fue como si la vida, en un pacto tácito, se esforzara por no interrumpirme. 

Pero la perfección, cuando no se agrieta, se desvanece. Sin desorden, sin una fisura emocional o estética, las palabras no hallan por dónde entrar.

Me senté frente al teclado, fiel al ritual: la lámpara parpadea, como si dudara conmigo. La taza de café a medio terminar. Y esa fe tenue de que, al hacer acto de presencia, las palabras llegarían. Pero no vinieron. El cursor latía en la hoja vacía, paciente, como un corazón que no promete nada.

Y entonces, traté de refugiarme en ella. Mi musa. La de los ojos color de noche, que a veces me miran como si supieran más de mí que yo mismo. Ella, que suele colarse en mis días más grises, vestida de ironía, de dulzura sin intención, de un caos que redime. Pero hoy. Hoy no me trajo su chispa. No al principio.

Y, extrañamente, si estuvo presente. Arrolladora como siempre. Compartimos la rutina: hablamos, nos cruzamos, dejamos que la mañana se deslizara sobre nosotros. Su perfume, surgido del mágico encantamiento de trenzar la noche con jazmines, llegó a mi, flotando, impregnando mis sentidos sutil pero inevitablemente. Sentí sus dedos rozar los míos, reales, como si trazaran un mensaje que aún no descifraba. 

Y aun así... nada. Había tanto en ella que decir. Hay tantos gestos suyos que me roban el aliento, que las frases se rindieron antes de nacer. Su presencia, abrumadora, impuso un silencio que no supe romper.

A veces me pregunto si es ella quien me observa, o si solo proyecto en sus ojos mi urgencia por escribir.

Es que ,inconscientemente, al recordarla mi mundo físico siempre se diluye en el universo que resguardan aquellos ojos. 

Escenas de la mañana fueron llegando, tenues al principio: sus dedos rozando el borde de una taza de café, tejiendo ideas sin saberlo. Luego, el gesto con que recoge su cabello, dejando al descubierto esa curva donde su perfume se vuelve íntimo. Había algo más en ese movimiento: una energía contenida, una belleza sin esfuerzo que brotaba entre la concentración y la prisa.

La rescaté de mis recuerdos del día, preparándose con una fuerza callada, como quien se alista no sólo con herramientas, sino con propósito. Cada acción suya: ordenar sus cosas, revisar sus papeles, ajustar detalles, era la expresión de una convicción serena. Y en esa certeza silenciosa, me pareció más luminosa que nunca. Si, luminosa es la palabra, un adjetivo que se adhiere al pensamiento como polen. Otro recuerdo se suma: el eco de una frase dicha, un regaño risueño, la parodia de un reclamo leve que dejó el alma más franca, más desnuda.

El cuerpo también recuerda. Su risa, que se desvaneció por el aire como un eco sin prisa, dejandola suspendida en su momentánea ausencia, flotando como un hilo suelto que espera ser tejido. Su silencio, al salir, era de esos que gravitan como el terciopelo; me cubrió con una densidad suave, casi imperceptible. Una presencia gentil que no se impone, pero cuya huella se niega a desvanecer. Al volver, el roce de su mano, fugaz, mínimo e inevitable,  trajo consigo el universo, o al menos, ese universo que sólo se revela en un instante compartido. 

Todo eso que en un principio pareció deslizarse sin dejar huella, comienza ahora a formar una corriente subterránea, lenta pero firme. Una marea tibia que despierta bajo la piel.

Y entonces, en la noche, un mensaje. Una línea breve, sin pretensiones, flotando entre charlas triviales. Pero que, sin duda, fue suficiente. Al leerlo, al hacerla real, su imagen se me enciende en el alma, nítida, entera, como si nunca se hubiera ido. Como si hubiera estado esperándome en un rincón secreto del alma.

Escribo una línea. La borro. El cursor espera, paciente. Pero una palabra se queda, y otra la sigue, como pasos que cruzan un puente frágil. El tren, que antes pasó sin detenerse, ahora aminora la marcha. Y en su traqueteo escucho el pulso de una frase que despierta.

Todo creador conoce estos días en que el mundo se calla, como si conspirara para enseñarnos que las historias no se buscan: se esperan. Y la historia llega a mi en alas de un perfume que aún flota en mis sentidos, tendiendo un puente entre el silencio y la palabra. 

La lámpara, que antes titilaba, ahora brilla firme, como si supiera que el relato ha vuelto. Una escena, una metáfora, un inicio.

La historia nace sin forzarla, porque debía ser dicha.

Porque siempre vuelve. Incluso cuando ya estaba aquí.

domingo, 15 de junio de 2025

Desde los escombros

Querido yo,

Es hora de dejar atrás esa pared: la ilusión que escalaste con el sudor de tus días, convencido de que al otro lado alguien —o algo— te aguardaba. Cada ladrillo fue un gesto de fe, cada grieta en tus manos, el eco de una esperanza que te empujaba hacia arriba. Pensabas que, al alcanzar la cima, verías florecer un mundo nuevo.

Pero la cima trajo silencio. No había voces ni paisajes soñados. Solo un aire inmóvil donde tus anhelos, tejidos con tanto cuidado, no encontraron reflejo. Comprendiste entonces que aquella pared no era un límite, sino un espejismo. Una promesa sin raíces. Una historia que tú solo contabas.

Y en ese silencio, viste con claridad. No hay cadenas que aten tu sombra. No hay un destino trazado más allá del muro. Solo está lo que eres. Deja que el viento arrastre los escombros de lo que soñaste. No intentes reconstruir con piedras que no sostienen. Porque al otro lado no había otra vida. Solo una imagen proyectada por tus propios anhelos, desvaneciéndose en el aire.

El camino está abierto. Sin muros. Sin ecos. Solo tú. Tú, libre de ilusiones.

No te detengas entre los restos. Reconoce la verdad: el dolor no nació de lo que faltó, sino de lo que tú construiste esperando que otro lo habitara. Sí, duele. Duele ver que eras el único que alimentaba esa llama. Siente esa herida, que también es tuya. No la niegues. Porque en ella late tu fuerza.

Diste sin medida, incluso cuando el eco fue el silencio. Esa entrega, sin máscaras ni condiciones, es un tesoro que nadie puede arrebatarte. No guardes rencor por lo que no fue. Ya ofreciste todo; no ofrezcas más, ni siquiera tu tristeza. Suelta el peso como se suelta un sueño que ya no quiere volver.

Por un instante, quisiste abrazar los restos, dar forma al “pudo ser”. Pero una chispa en ti se negó a apagarse. Ser vulnerable es tu coraje, no tu fragilidad. Si hoy caminas con cautela, que sea por sabiduría, no por miedo. Que el recuerdo no opaque tu luz ni te robe el deseo de confiar otra vez.

Sacúdete el polvo. Alza la mirada. El sendero está limpio. Ya no hay promesas que te cieguen, ni muros que te retengan. Solo instantes que te esperan, paisajes que no prometen nada, pero sanarán tus grietas. Y amaneceres que no deben explicarse, solo vivirse.

No eres un mártir. Eres un viajero que ha aprendido a andar con el corazón despierto. Cada paso que des, sin cargas, será una elección. Y ese horizonte, por fin real, no te exige nada. Solo te espera para que lo llenes con lo que eres.













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jueves, 29 de mayo de 2025

Guía de supervivencia etimológica: entre paraguas, botes y decisiones críticas

Pensemos en las palabras como disfraces que se ponen los fenómenos. Pluvial, con su aire melodramático, nos llega directamente del latín "pluvia", ¡la lluvia! Es ese aguacero que decide caerte encima sin invitación previa, como un actor secundario que roba escena en el peor momento de tu peinado. Tiene ese toque de "¡oh, cielos, se abre el grifo celestial!", y si no llevas paraguas, felicidades: estás protagonizando un drama pluvial.  

Luego está Fluvial, el agua con agenda propia. Derivado de fluvius, el río, no cae sobre tu cabeza por sorpresa (bueno, salvo desbordamientos), sino que avanza con determinación, como un viajero que sigue su ruta sin desviarse. Es el agua con un destino definido, muy distinto al caótico e impulsivo espíritu pluvial.  

Ahora, si lo "Pluvial" es ese invitado sorpresa que llega del cielo sin avisar y te empapa los planes (y el pelo), y lo "Fluvial" es ese vecino con ínfulas de grandeza, el río, que a veces se cree dueño de más jardín del que tiene… entonces la "Inundación" es, sencillamente, ¡la fiesta descontrolada donde ambos se pasan de copas y deciden que tu casa es la pista de baile!  

Es ese momento glorioso en que lo pluvial y lo fluvial dicen: "¿Sabes qué? ¡Vamos a juntarnos y a hacer un verdadero estropicio!". Ya no es la lluvia con su drama individual ni el río con su expansión territorial paulatina; es el "vale todo" acuático. El agua se toma una libertad creativa que ni el artista más vanguardista se atrevería a soñar, rediseñando tu sala de estar con un toque muy... húmedo.  

Así que si ves agua cayendo sobre tu cabeza, corre por el paraguas antes de terminar como un pato, porque la naturaleza ha decidido ponerte en un episodio pluvial. Pero si el agua te alcanza por los tobillos y empiezas a ver peces nadando a tu alrededor, eso es fluvial, y quizá sea momento de practicar la brazada mariposa.  

Y si ves pasar flotando el vehículo de tu vecino... sin tu vecino. Si las vacas deciden abrevar desde el techo de las casas. Amigo, Amiga... ya no hay dudas: es una inundación, y mejor inflas tu bote y te pones a salvo.  

La decisión es tuya, pero, entre nosotros, mejor tener un bote inflable a mano... nunca se sabe cuándo la naturaleza decidirá organizar su próxima reunión etimologíca improvisada.  














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domingo, 2 de marzo de 2025

La papelera (Microrrelato)

La papelera, abarrotada, negó refugio al papel arrugado que voló hacia ella, dejándolo caer al suelo junto a media docena más de hojas maltratadas. Las hojas caídas, junto a las que colmaban aquel depósito de fracasos, daban mudo testimonio de la sequía creativa que consumía al hombre sentado frente al escritorio.

El desastroso estado de su cabello y barba, así como la camisa desabotonada y arrugada, combinaban con los vasos de café vacíos y los platos sucios que lo rodeaban. Juntos, componían un cuadro que proclamaba con elocuencia las largas horas que había consagrado a aquel arduo menester. 

Con la cabeza entre las manos, el hombre escrutaba su cerebro buscando entre sus recuerdos un destello de la musa que le devolviera las palabras perdidas. Pero solo encontró el vacío. 

Había ofrendado cada ápice de su ser, alma y corazón, construyendo un universo de devoción para aquella mujer que había sido su todo. Y aquel universo, aquel mundo mágico, se desmoronaba por la falta de atención, ignorado por aquellos hermosos ojos del color de la noche que lo alimentaban. 

Con el dolor en los ojos, leyó la única línea en el papel sobre la mesa: 

Yo la amaba

Con desesperación arrugó el papel y lo arrojó al cementerio de tristezas en la papelera al fondo… y escribió en una nueva hoja

Ella eligió. Yo no supe hacer que me amara

y colocando nuevamente la cabeza entre sus manos, escrutó su cerebro, tratando de encontrar la musa que había perdido…










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