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sábado, 28 de junio de 2025

Presencias...

Nada. Hoy no hay nada.

No me asusta. No del todo. Porque sé que estas sequías creativas son parte del oficio, nubes que cruzan y ocultan el cielo. Pero desconcierta. El día transcurrió sin aristas: sin frases que se enredaran en el pensamiento, sin gestos que rogaran convertirse en escena. Todo fue manso, lineal. Como un tren sin pasajeros.

 ¿Dónde se escondieron las grietas, las casualidades del día?

Ayer, las palabras fluían como un río tras la lluvia; hoy, el lecho está seco, y me pregunto si alguna vez volverán. Porque siempre encuentro algo con que construir una historia: una fractura en lo cotidiano por donde se cuela algun relato. Una contradicción vestida de cortesía, una mirada que se demora en el ruido, una torpeza que, por absurda, se vuelve entrañable. 

El mundo suele regalar instantes imperfectos que germinan en cuentos: una bolsa rota en manos de una señora, una carcajada que irrumpe en la calle, un niño que corrige a su padre con la seriedad de un anciano. Cualquier minucia que quiebre el guion del día lleva en sí la semilla de una historia.

Pero hoy, el mundo guardó silencio. 

Todo encajó con una precisión estéril: las conversaciones fluyeron sin tropiezos, los saludos fueron breves, las emociones medidas. Nadie improvisó, nadie dejó caer un secreto sin querer. Hasta el clima se mantuvo neutral: un cielo gris, sin sol que deslumbre y con la misma lluvia sin variaciones que la dramaticen, como un telón que espera una obra que no arranca. Fue como si la vida, en un pacto tácito, se esforzara por no interrumpirme. 

Pero la perfección, cuando no se agrieta, se desvanece. Sin desorden, sin una fisura emocional o estética, las palabras no hallan por dónde entrar.

Me senté frente al teclado, fiel al ritual: la lámpara parpadea, como si dudara conmigo. La taza de café a medio terminar. Y esa fe tenue de que, al hacer acto de presencia, las palabras llegarían. Pero no vinieron. El cursor latía en la hoja vacía, paciente, como un corazón que no promete nada.

Y entonces, traté de refugiarme en ella. Mi musa. La de los ojos color de noche, que a veces me miran como si supieran más de mí que yo mismo. Ella, que suele colarse en mis días más grises, vestida de ironía, de dulzura sin intención, de un caos que redime. Pero hoy. Hoy no me trajo su chispa. No al principio.

Y, extrañamente, si estuvo presente. Arrolladora como siempre. Compartimos la rutina: hablamos, nos cruzamos, dejamos que la mañana se deslizara sobre nosotros. Su perfume, surgido del mágico encantamiento de trenzar la noche con jazmines, llegó a mi, flotando, impregnando mis sentidos sutil pero inevitablemente. Sentí sus dedos rozar los míos, reales, como si trazaran un mensaje que aún no descifraba. 

Y aun así... nada. Había tanto en ella que decir. Hay tantos gestos suyos que me roban el aliento, que las frases se rindieron antes de nacer. Su presencia, abrumadora, impuso un silencio que no supe romper.

A veces me pregunto si es ella quien me observa, o si solo proyecto en sus ojos mi urgencia por escribir.

Es que ,inconscientemente, al recordarla mi mundo físico siempre se diluye en el universo que resguardan aquellos ojos. 

Escenas de la mañana fueron llegando, tenues al principio: sus dedos rozando el borde de una taza de café, tejiendo ideas sin saberlo. Luego, el gesto con que recoge su cabello, dejando al descubierto esa curva donde su perfume se vuelve íntimo. Había algo más en ese movimiento: una energía contenida, una belleza sin esfuerzo que brotaba entre la concentración y la prisa.

La rescaté de mis recuerdos del día, preparándose con una fuerza callada, como quien se alista no sólo con herramientas, sino con propósito. Cada acción suya: ordenar sus cosas, revisar sus papeles, ajustar detalles, era la expresión de una convicción serena. Y en esa certeza silenciosa, me pareció más luminosa que nunca. Si, luminosa es la palabra, un adjetivo que se adhiere al pensamiento como polen. Otro recuerdo se suma: el eco de una frase dicha, un regaño risueño, la parodia de un reclamo leve que dejó el alma más franca, más desnuda.

El cuerpo también recuerda. Su risa, que se desvaneció por el aire como un eco sin prisa, dejandola suspendida en su momentánea ausencia, flotando como un hilo suelto que espera ser tejido. Su silencio, al salir, era de esos que gravitan como el terciopelo; me cubrió con una densidad suave, casi imperceptible. Una presencia gentil que no se impone, pero cuya huella se niega a desvanecer. Al volver, el roce de su mano, fugaz, mínimo e inevitable,  trajo consigo el universo, o al menos, ese universo que sólo se revela en un instante compartido. 

Todo eso que en un principio pareció deslizarse sin dejar huella, comienza ahora a formar una corriente subterránea, lenta pero firme. Una marea tibia que despierta bajo la piel.

Y entonces, en la noche, un mensaje. Una línea breve, sin pretensiones, flotando entre charlas triviales. Pero que, sin duda, fue suficiente. Al leerlo, al hacerla real, su imagen se me enciende en el alma, nítida, entera, como si nunca se hubiera ido. Como si hubiera estado esperándome en un rincón secreto del alma.

Escribo una línea. La borro. El cursor espera, paciente. Pero una palabra se queda, y otra la sigue, como pasos que cruzan un puente frágil. El tren, que antes pasó sin detenerse, ahora aminora la marcha. Y en su traqueteo escucho el pulso de una frase que despierta.

Todo creador conoce estos días en que el mundo se calla, como si conspirara para enseñarnos que las historias no se buscan: se esperan. Y la historia llega a mi en alas de un perfume que aún flota en mis sentidos, tendiendo un puente entre el silencio y la palabra. 

La lámpara, que antes titilaba, ahora brilla firme, como si supiera que el relato ha vuelto. Una escena, una metáfora, un inicio.

La historia nace sin forzarla, porque debía ser dicha.

Porque siempre vuelve. Incluso cuando ya estaba aquí.

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