Nada. Hoy no hay nada.
No me asusta. No del todo. Porque sé que estas sequías creativas son parte del oficio, nubes que cruzan y ocultan el cielo. Pero desconcierta. El día transcurrió sin aristas: sin frases que se enredaran en el pensamiento, sin gestos que rogaran convertirse en escena. Todo fue manso, lineal. Como un tren sin pasajeros.
¿Dónde se escondieron las grietas, las casualidades del día?
Ayer, las palabras fluían como un río tras la lluvia; hoy, el lecho está seco, y me pregunto si alguna vez volverán. Porque siempre encuentro algo con que construir una historia: una fractura en lo cotidiano por donde se cuela algun relato. Una contradicción vestida de cortesía, una mirada que se demora en el ruido, una torpeza que, por absurda, se vuelve entrañable.
El mundo suele regalar instantes imperfectos que germinan en cuentos: una bolsa rota en manos de una señora, una carcajada que irrumpe en la calle, un niño que corrige a su padre con la seriedad de un anciano. Cualquier minucia que quiebre el guion del día lleva en sí la semilla de una historia.
Pero hoy, el mundo guardó silencio.
Todo encajó con una precisión estéril: las conversaciones fluyeron sin tropiezos, los saludos fueron breves, las emociones medidas. Nadie improvisó, nadie dejó caer un secreto sin querer. Hasta el clima se mantuvo neutral: un cielo gris, sin sol que deslumbre y con la misma lluvia sin variaciones que la dramaticen, como un telón que espera una obra que no arranca. Fue como si la vida, en un pacto tácito, se esforzara por no interrumpirme.
Pero la perfección, cuando no se agrieta, se desvanece. Sin desorden, sin una fisura emocional o estética, las palabras no hallan por dónde entrar.
Me senté frente al teclado, fiel al ritual: la lámpara parpadea, como si dudara conmigo. La taza de café a medio terminar. Y esa fe tenue de que, al hacer acto de presencia, las palabras llegarían. Pero no vinieron. El cursor latía en la hoja vacía, paciente, como un corazón que no promete nada.
Y entonces, traté de refugiarme en ella. Mi musa. La de los ojos color de noche, que a veces me miran como si supieran más de mí que yo mismo. Ella, que suele colarse en mis días más grises, vestida de ironía, de dulzura sin intención, de un caos que redime. Pero hoy. Hoy no me trajo su chispa. No al principio.
A veces me pregunto si es ella quien me observa, o si solo proyecto en sus ojos mi urgencia por escribir.
Y entonces, en la noche, un mensaje. Una línea breve, sin pretensiones, flotando entre charlas triviales. Pero que, sin duda, fue suficiente. Al leerlo, al hacerla real, su imagen se me enciende en el alma, nítida, entera, como si nunca se hubiera ido. Como si hubiera estado esperándome en un rincón secreto del alma.
Escribo una línea. La borro. El cursor espera, paciente. Pero una palabra se queda, y otra la sigue, como pasos que cruzan un puente frágil. El tren, que antes pasó sin detenerse, ahora aminora la marcha. Y en su traqueteo escucho el pulso de una frase que despierta.
Todo creador conoce estos días en que el mundo se calla, como si conspirara para enseñarnos que las historias no se buscan: se esperan. Y la historia llega a mi en alas de un perfume que aún flota en mis sentidos, tendiendo un puente entre el silencio y la palabra.
La historia nace sin forzarla, porque debía ser dicha.
Porque siempre vuelve. Incluso cuando ya estaba aquí.
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