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sábado, 30 de agosto de 2025

Sofia

El polvo danzaba en los haces de luz que atravesaban las persianas rotas. Alejandro, frente a un teléfono mudo y un escritorio agrietado, se sentía una cáscara vacía, con venas azules asomando bajo su piel translúcida. Sus dedos no respondían. Sus ojos, hundidos, no veían. Solo un eco sordo resonaba en su pecho.

No sabía cuánto tiempo llevaba allí. Días, semanas, tal vez meses. El tiempo había perdido forma. Solo persistía la sensación de haber sido vaciado.

La pantalla de su teléfono, encendida sin que recordara haberla tocado, parecía responder a ese vacío. En el centro, una imagen: el retrato de una mujer. Cabello oscuro, indócil, sonrisa tenue, mirada que atravesaba lo visible. El nombre del archivo: sofia.jpg.

Un escalofrío le recorrió la espalda.

No sabía quién era. No recordaba haber tomado esa foto. Pero algo en ella lo llamó. Una vibración sutil, como si su nombre resonara en su pecho. Sofía.

Al abrir la carpeta, encontró más: mensajes sin contestar, grabaciones de voz, fragmentos de texto. Todos de ella. Todos dirigidos a él. Con cada clic, algo se abría en su mente. No eran recuerdos exactos, sino imágenes, sensaciones, ecos.

La foto lo arrastró a la primera vez que la vio. Estaba en la cafetería de la universidad, solo, con un cuaderno abierto y una taza de café fría. Afuera llovía, y el agua golpeando los ventanales lo aislaba del mundo.

Entonces la notó.

No fue que entrara: de pronto estaba allí, sentada en una mesa contigua, con la cabeza inclinada y los ojos fijos en él. No en su rostro, sino en algo más hondo: su deseo de ser visto.

Sofía tenía una belleza que se imponía sin violencia: cabello rebelde cayendo en mechones desordenados, ojos oscuros que parecían guardar una luz propia. Cuando sonrió, Alejandro sintió que una puerta en su pecho se desbloqueaba.

Ella se acercó sin decir palabra. Se sentó frente a él, como si fuera lo más natural. Y habló:

Siento que la gente apasionada me da energía.

Él, ingenuo, respondió:

Te daré toda la que necesites.

En ese instante, algo cambió. No en el mundo, sino en él. Como si su voluntad hubiera quedado sellada.

Desde entonces, Sofía aparecía en sus días como una presencia inevitable. Cada conversación lo elevaba, bastaba una frase suya para que las palabras fluyeran como un río desbordado. Luego, venía el agotamiento. Al principio lo atribuyó al esfuerzo. Después, al amor. Ahora comprendía que era otra cosa.

Con el tiempo, aquel sentimiento, aquellas cosas que ella despertaba en él ya no eran  ternura ni deseo. Se convirtieron en un vaciamiento lento y persistente que drenaba su fuerza vital. Cada encuentro lo dejaba encendido por un instante y después exhausto, como si su fuerza se filtrara gota a gota hacia ella. No era solo cansancio: era desinterés por lo que antes le importaba, una disolución de sí mismo acompañada de una inexplicable pérdida de memoria que pudiera distraerlo de todo lo que no fuera ella. Poco a poco, casi sin darse cuenta, Alejandro vio su vida desvanecerse, inmolando ante aquellos ojos hermosos, voluntariamente, todo lo que lo hacía ser él mismo: sus palabras, su pasión, su voluntad.

Una noche, tras una charla intensa, Sofía se despidió con una sonrisa ambigua y dejó su teléfono sobre el escritorio. No dijo nada. Solo lo dejó allí.

Durante horas, el aparato permaneció encendido, silencioso, como si esperara. Alejandro lo miraba sin tocarlo, consciente de que abrirlo sería cruzar un umbral sin retorno.

Finalmente lo tomó. La pantalla se encendió sola. La galería estaba abierta.

La primera imagen lo detuvo: Sofía, de perfil, en una estación de autobús. Junto a ella, un hombre que no era Alejandro. Pero su expresión le resultaba demasiado familiar: admiración, entrega, agotamiento.

La galería estaba llena. Fotos de Sofía con distintas personas, en lugares y épocas imposibles de reunir en un solo teléfono. En todas, ella idéntica.

En una carpeta etiquetada “M. Ortega” halló mensajes, fragmentos de diarios. Todos hablaban de ella. De cómo los inspiraba. De cómo los hacía sentir únicos. De cómo, poco a poco, se quedaban vacíos. El último texto era una frase inconclusa: “Ella no me deja ir. Me...

Junto al teléfono había un libro sin título. Solo un símbolo dorado: un triángulo incompleto con un círculo en el centro. Allí se hablaba de seres que no consumían carne ni sangre, sino algo más profundo.

Desde que la verdad se instaló en su mente, el mundo comenzó a deshilacharse. Hilo por hilo.

Alejandro no recordaba cuándo Sofía recuperó su teléfono ni el libro. La verdad, ni siquiera recordaba cuándo la vio por última vez. Intentó dejar de buscarla. Nunca supo si lo logró. Cada día era una página en blanco. Olvidaba lo que había hecho, sentido, o decidido.

Lo más inquietante era que Sofía ya no necesitaba estar presente para afectarlo. Su influencia se volvió incorpórea, como una niebla que lo envolvía. Alejandro la sentía en los objetos, en los reflejos, en las palabras que escribía sin saber por qué.

Su cuerpo también cambiaba. No era solo cansancio. Era una liviandad extraña, como si algo se evaporara desde dentro. Al pasar frente al espejo, a veces no se veía. Otras, solo una silueta gris, sin contornos.

La casa reflejaba su estado. Las paredes se agrietaban sin razón. Las luces parpadeaban incluso apagadas. El aire olía a metal oxidado.

Y un dia, desde la ventana, la vio por ultima vez en la distancia.

Sofía. Radiante. Su cabello brillaba bajo una luz sin origen. Su sonrisa, que ya no era ternura: era hambre satisfecha.

Ella reía. No con crueldad, sino con plenitud. Su rostro resplandecía con una luz que él sabía que una vez fue suya.

Y Alejandro, por primera vez, no sintió miedo ni rabia ni tristeza. Solo una paz extraña, como si el vacío ya no doliera. Como si, al fin, pudiera descansar.

Se sentó frente al espejo, no para verse, sino para desaparecer con dignidad. Cerró los ojos y se dejó ir. No como quien se rinde, sino como quien comprende que ya no hay nada que sostener.

Epílogo: La promesa

En otra ciudad, bajo la lluvia, Sofía se sienta frente a un joven con sueños en los ojos. Su cabello rebelde brilla, su sonrisa irradia luz.

Ella inclina la cabeza, lo mira con dulzura y gravedad.

Siento que la gente apasionada me da energía.

Él sonríe, como si ya la conociera.

Te daré toda la que necesites.

miércoles, 20 de agosto de 2025

Caminar sin Mapas

Hoy he visto la oscuridad.
No era sombra ni amenaza, sino el rostro del día
que se detiene frente a una puerta que no sé si se abrirá.

Me miró sin disfraz y habló en silencio:
con gestos que no prometen,
con palabras que no llegan,
con la sensación de estar en un lugar
que podría dejar de ser mío.

Me ha mostrado el temblor del futuro,
la fragilidad de lo que parecía firme,
la ausencia de certezas
en un espacio que hasta ayer llamaba refugio,
y me sentí por un instante desconectado de todo.

Al enfrentar esa oscuridad, por momentos me sentí solo.
Levanté la cara y no vi compañía;
miré mi mano y la encontré vacía,
como si todo lo cercano hubiera retrocedido un paso.

Y he sentido también la posibilidad de no ser reflejo,
de no ser parte del paisaje que hasta ahora me sostenía.

Y allí, en la hondura del silencio,
vinieron a mí aquellos dos puntos luminosos,
tan oscuros como la noche,
que hacían de la sombra un umbral,
que enlazaban mi alma con el universo.
Y la certeza de que prevalecerían
fortaleció mi espíritu
ante la amenaza de perderlo todo.

Y esa certeza, a pesar de lo duro del encuentro,
ha impedido que la sombra se lleve todo.
Algo en mí permanece:
no como resistencia ni como escudo,
sino como llama que no exige arder,
pero insiste en no apagarse.

Permanece la fe,
no en lo que es,
sino en lo que aún puede ser.
Permanece la ternura de seguir,
aunque el camino se vuelva niebla.
Permanece la dignidad de no soltar mi abrazo,
aunque el lugar tiemble bajo mis pies.

Tal vez mi misión ha concluido,
o tal vez aún queda un tramo por recorrer.
Si un nuevo destino me espera,
lo asumiré con esperanza.
No por certeza,
sino por fidelidad a aquellos dos puntos luminosos 
que me enseñaron a caminar
sin mapas.

jueves, 17 de julio de 2025

Desde este lado

Hay fronteras que no llegan de golpe. Nacen despacio, como líneas que se dibujan en tu presencia sin que lo notes al principio. No las construye uno, pero ahí están: firmes, silenciosas, como una costura de sombra en la niebla, trazadas sin consulta, sin voz propia.

Uno no elige enfrentarlas, pero un día se da cuenta de que ya vive dentro de ellas.

Y entonces toca aprender a quedarse. No por elección, sino por esa forma de obediencia que brota del respeto, o del miedo, o de algo más profundo y que ninguna de esas palabras alcanza a nombrar.

Lo difícil no es el muro. Es el esfuerzo que te exige sostenerte del lado que no se cruza. Porque cruzar sería un gesto breve, una llama que no pregunta. Pero quedarse… quedarse es otra cosa.

Quedarse es apagar el fuego sin perder el calor, contener el cuerpo cuando todo en él arde, resistir sin testigos ni aplausos.

Y cuando se tiene una naturaleza que arde, que reacciona, que lucha, permanecer se vuelve una batalla silenciosa. Decirse “quédate” cuando cada célula grita “salta” es nadar contra un río que nace en tu propia sangre. No es quietud, es guerra interna. Cada día, cada instante, el cuerpo suplica: moverse, romper, decir su verdad.

Pero tú te sostienes. No por debilidad, sino por una fuerza que se parece demasiado al sacrificio.

Hay días en que el deseo se vuelve físico. No una idea, no una nostalgia, sino una urgencia que recorre la piel, que se instala en el pecho como un animal que late y empuja desde dentro. Entonces recuerdas el muro. 

Y no, no duele. Lo que hiere es fingir que no lo ves, que no lo sientes, que no lo sueñas. Porque cada fibra quiere saltarlo. No para huir, sino para tocar, para sumar, para estar.

Y sin embargo, uno se obliga a permanecer. A sostenerse en la quietud, a respetar el límite que no pidió. Y esa obligación no es noble, ni heroica. Es pesada. Es amarga. Es una forma de fidelidad que parece encubrir una vulgar renuncia.

Desde aquí, a veces, veo caer la lluvia del otro lado. No es tormenta, pero arrastra esa tristeza que se reconoce sin tocarla. Y sé , con esa certeza que no necesita pruebas, que podría sumar sin desbordar, enriquecer sin alterar, ser sin invadir, proteger sin agobiar.

Pero permanezco. No por calma. No por conformidad. Sino porque hay límites que, aunque ajenos, se vuelven mandato. Y aun cuando las sombras breves del otro lado también ensombrecen mi corazón, sigo aquí. Sosteniéndome donde no se me llama, frente a lo que no elegí, como quien guarda el fuego para no incendiar la quietud.

Y así permanezco, en la penumbra del deseo, esperando, quizás, que un día caigan algunos ladrillos, y pueda cruzar sin herir, y lograr que la lluvia, al fin, se detenga.

domingo, 29 de junio de 2025

Mariana. (O cuando el Molino despertó)

Mariana no recordaba otra vida.

Nació en medio de la niebla, cuando el sol era un rumor lejano. Aprendió a caminar entre grietas, a leer entre consignas, a callar entre murmullos. Su madre hablaba de otros tiempos como quien cuenta leyendas, de días en que las palabras no pesaban como cadenas. Su padre tallaba leña en silencio, pero una noche, mientras las astillas caían, murmuró:
No siempre fue así, Mariana.
Sus manos temblaron, buscando algo más que madera.

Le decían que antes se podía hablar sin ser apuntado. Que las risas no temían. Que la dignidad era una elección, no un uniforme. Pero eso eran ruinas sin mapa. Para Mariana, la vida era esperar sin saber qué.

Y sin embargo, a veces, en la penumbra, Mariana escuchaba risas.
No eran muchas, ni fuertes, pero estaban ahí: breves destellos de algo que se negaba a morir. Venían de una casa, de un rincón, de dos voces que se atrevían a compartir una historia, una memoria, una tontería. No eran celebraciones. Eran supervivencias.
Como pan partido a escondidas.
Como un eco que, pese a todo, no desaparecía.

Desde la colina donde pasaba sus tardes, lo veía todo: el pueblo quieto, los campos agrietados como piel olvidada, los techos inclinados bajo un cielo que nunca lloraba. Allí, el silencio pesaba más que las columnas de sal.

Las columnas.
Eran dos. Estaban desde siempre, o eso decían. Algunos contaban que nacieron tras una disputa, cuando las palabras se petrificaron. Otros, que fueron alzadas por manos que ya no recordaban por qué. Hechas de un blanco calcáreo que el tiempo no corroía, eran más que piedra: eran reglas sin dueño. Nadie las tocaba. Nadie las nombraba. Pero todos vivían conforme a su sombra.

Una, erigida por los que mandaban, proclamaba:

 “El dolor nos hace libres.
La otra, como réplica, respondía:
El rechazo nos hace dignos.

Eran advertencias o plegarias mal entendidas. Estaban en los estómagos vacíos, en las decisiones no tomadas, en las palabras no dichas.

La aldea se dividió.
Los de la primera columna creían que el sufrimiento purgaba culpas antiguas. Los de la segunda veían en el rechazo un escudo contra la humillación.
Cada cual llamaba “dignidad” a lo que el otro nombraba “sumisión”.

En el horizonte, el molino vigilaba en silencio.
Sus aspas, inmóviles, parecían un reproche que nadie quería escuchar. Era fuerte, pero no giraba. No por falta de viento, sino por una quietud cultivada.
Una aspa apuntaba a los que daban lo suyo como ofrenda impuesta. La otra, a los que rechazaban todo, como si recibir fuera traición.

Ambos lados se creían custodios de la dignidad.
Pero el molino solo sostenía el silencio.
Su eje crujía, oxidado por el peso de dos verdades enfrentadas.

No era un molino.
Era una frontera entre dos dogmas:
obligar a tomar, obligar a rechazar.

Así pasaban los días.
Así pasaba la vida.

Mariana trazaba nombres en la tierra.
El de su madre, que aún susurraba esperanzas mientras tejía pañuelos con frases bordadas: “algún día será distinto”.
El suyo, para no olvidar imaginar.

De niña, un anciano dibujó un pájaro en el polvo.
Para que no olvides volar —dijo, antes de que se lo llevaran.
Cada nombre que Mariana escribía era un pájaro que no se rendía.
Soplaba el polvo, no para borrar, sino para darles aire.

Pero esa tarde, dudó.
Se quedó mirando el molino sin moverse. El viento soplaba, pero nada cambiaba.
Tal vez el molino nunca giraría.
Tal vez los nombres no bastaban.

¿Por qué no giran las aspas? —preguntó un niño, a su lado.

Mariana no supo por qué respondió, pero lo hizo: —Porque aún no sabemos empujar juntos en la misma dirección.

Y algo en su voz, en su tono sereno, desgarró el aire.
Un eco resonó en los rostros que llevaban demasiado tiempo en silencio.

Alguien partió su pan y lo ofreció sin mirar colores.  Otro cedió su lugar a quien apenas caminaba. Dos que discutían por las columnas se miraron, asintieron… y caminaron juntos.
No todos se unieron. Algunos, aferrados a las sombras de las columnas, murmuraban: —¿Y si nos equivocamos?

Pero el eco de unos pasos los llamó.

Hombro con hombro, dejaron atrás las columnas y se dirigieron al molino.

Empujaron las aspas. Aflojaron el eje.
Los jóvenes alzaron a los viejos para alcanzar el mecanismo.

Mariana rozó el corazón del gigante inmóvil con la palma abierta. No lo empujó. Lo despertó.

Y el molino giró. Como un corazón que recuerda su latido. Las manos de los aldeanos lo sostuvieron, y el aire cantó un himno grave.

Entonces, llovió.

No desde el cielo, sino desde los ojos que se miraron sin temor.
Desde las voces que hablaron sin permiso.
El agua lamía sus rostros, tibia.
El olor de la tierra viva se alzó.

Las columnas, al sentir la humedad, no se quebraron. Se disolvieron.
Como si entendieran que su tiempo no era el de las manos abiertas. Que la dignidad no se grita, sino que se cultiva en el barro.

El molino giraba. El agua corrió por los canales olvidados. Los campos bebieron el silencio disuelto.

Brotó el verde. Creció el trigo.
El grano llenó graneros que solo guardaban polvo.

Esa noche, bajo el molino, los aldeanos contaron historias. De risas sin miedo. De amores sin permiso. De silencios rotos con pan.

Mariana escuchó, sabiendo que cada palabra era una semilla para el mañana.

La aldea celebró con trabajo:
manos que recuperaron su sentido,
oficios reencontrados,
pan compartido sin vergüenza.

Y comprendieron:
la vida valía no por sufrirla, ni por negarla, sino por construirla con el otro.

Cuando las columnas fueron solo un recuerdo, Mariana se agachó. Tocó la tierra tibia y escribió un susurro que valía por sí mismo:

Dignidad.

Simple, verdadera, sin comillas

Los aldeanos, al verla, sonrieron en silencio. Pero todos sabían que el molino seguiría necesitando manos. Que la lluvia, aunque cayera, no bastaría sola.

Pero no importaba... habían aprendido. Lo harían juntos.








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viernes, 20 de junio de 2025

El Solsticio (Cuento Corto)

El crepúsculo se deslizaba por la ventana, tiñendo de ceniza la habitación de Lía. Elías, hundido en una silla, acariciaba el lomo de un libro gastado, sus dedos siguiendo con precisión viejas grietas en la encuadernación, como si leyera un mapa invisible. Era un tomo de cuentos que ella adoraba, sus páginas marcadas por sus deditos torpes.

La penumbra difuminaba las manecillas del reloj: 6:52 PM. Faltaban pocas horas. Era el solsticio, el día más largo... y, para él, el más sombrío.

Ese reloj no solo contaba las horas hasta el solsticio; cada tic-tac era una punzada que le recordaba el año preciso transcurrido desde que Lía le fue arrancada. Su estúpida ignorancia y la avaricia que lo impulsaron a negociar con poderes desconocidos, antiguos y malévolos, la habían despojado de su lado.

Ahora, con un arrepentimiento quizás tardío, Elías sabía que en noches como esta, los velos que separan los mundos se vuelven casi transparentes, y las sombras acechan, siempre en busca de espíritus débiles. Él se había negado a creerlo... hasta que perdió a su niña.

Lía era su faro. Sus ojos color de noche brillaban con curiosidad pura. Vivía por el roce de sus trenzas negras deslizándose entre sus dedos, por la risa cristalina que llenaba la casa como un conjuro. Aún veía su dibujo en la mesita: una niña y un hombre bajo un sol brillante. “Somos nosotros, papá,” decía. Pero, aquella noche, él había abierto la puerta maldita, y eso vino y se la llevó.

Hoy, la casa era como un mausoleo. Cada foto, cada objeto de Lía, era un latigazo para su alma. Elías apenas comía, apenas dormía; para él, el mundo exterior no era más que cenizas. Jamás salía. Cada noche, sus dedos recorrían las puertas, buscando astillas invisibles, una costumbre que nadie entendía. Además, había desarrollado una extraña afición: recoger rocas en el bosque. Como aquella, redonda y lisa, que ahora descansaba en su mesita de noche. Solo él sabía que Lía la había encontrado junto a otra idéntica, la que reposaba bajo su cama. Gemelas. Una para ella. Una para él.

Había esperado en el infierno 365 días y, esta noche, todo terminaría. A las 10:42 PM, cuando el solsticio alcanzara su pico, aquello volvería. Debía estar listo.

De pie, en medio de la habitación de Lía, apretó el peluche favorito de su hija contra su pecho, la mirada perdida. La casa temblaba, supurando mal en cada rincón. Sombras afiladas danzaban en las esquinas, y un crujido agudo rasgaba las vigas cada tanto. Una corriente fría bordeaba las paredes, donde la pintura se había agrietado en formas circulares. El aire pesaba, un lamento atrapado. Temblando, aferró el peluche, convencido de que algo lo acechaba.

Faltaba poco. Su respiración se endureció y, los dedos crispados. El reloj marcó las 10:42 PM. Un zumbido bajo creció en el aire, como un latido lejano. Las sombras se alargaron, retorciéndose. El suelo vibró, apenas perceptible, y un destello pálido cruzó la habitación, como un relámpago mudo. Entonces, el aire se quebró en un silencio luminoso, como si un espejo se hubiera roto desde el otro lado. Una grieta destellante rasgó la habitación, con un brillo puro, casi doloroso.

De ella emergió con calculada paciencia aquel ser terrorífico, la Fae de la Sombra, envuelta en un resplandor que hería la vista. Sus astros titilaban, hambrientos. Mirando a Elíias, con su tétrico rostro casi pegado al de él, su voz reptó, burlona y venenosa.

Has vuelto — susurró —. Tan frágil, tan roto. Tu dolor… un banquete.

No atacó al hombre indefenso ante ella. Quería alimentarse de su duelo, cebarse en su dolor. Con un gesto hacia la grieta que permitió su regreso, invocó a la hermosa Lía: la imagen diáfana de la niña apareció flotando en la grieta, sus trenzas danzando, sus ojos color de noche brillando con inocente alegría. Inalcanzable.

— Aquí está tu amorTan cerca... a tu alcance — musitó la Fae, su aliento como escarcha —. Solo debes pagar un pequeño precio, uno muy pequeño... tal vez... tu recuerdo de ella, por ejemplo. ¿Es justo?

Roto, al borde, Elías tembló.

No… —murmuró.

La Fae sonrió. Pero entonces, vaciló. Algo no estaba bien. Inquieta miró a su alrededor, con su aliento quebrándose en silencio. El hombre no se movió. Solo bajó la mirada, como si escuchara algo, esperando.

De pronto, bajo la alfombra, la piedra de Lía comenzó a brillar. En las paredes, las grietas redondas vibraron como si alguien golpeara desde dentro. Y la casa toda... pareció despertar.

Del suelo, un resplandor pálido se elevó, revelando la sal escondida entre las tablas. El hierro disfrazado en la pintura de los muros tembló como si fuera una cadena que se tensara. Un aroma acre, como hierbas quemadas, sofocó el aire.

La Fae retrocedió. —¡Imposible! — aulló - ¿Que has hecho?

Elías alzó el cuchillo. Su voz era otra, templada por el dolor y el fuego lento de la espera. Su encantamiento, la trampa gestada en 300 noches de insomnio, había funcionado. Había encerrado al monstruo y ahora no tendría opción.

Estás en mi casa. Y esta vez, yo escribí el cuento. ¡Negociemos! 

La criatura se irguió. Los pegostes de su cabello giraban con violencia, como serpientes buscando una salida. Sus ojos sin pupilas parpadearon, intentando descomponer el círculo que la atrapaba. 

No puedes... — comenzó. Pero luego comprendió, se supo prisionera y su tono cambió, más suave, envenenado. 

— Has hecho esto por ella... Pero mírala bien. Es un eco, un reflejo que ya no encaja en tu mundo. Si la traes de nuevo, sangrará entre las costuras de lo real. ¿Vale la pena?

Elías no respondió. No la miraba a ella, sino a Lía, flotando aún en la grieta, inocente, sin entender el tiempo que se le había robado.

Cada minuto que ella estuvo contigo, lo viví en ruinas — dijo —. Cada día aprendí el nombre de un nuevo silencio. Tú me enseñaste el vacío. Ahora te enseñaré la pérdida.

La Fae lo observó, desconcertada. Sus dedos largos y traslúcidos trazaban signos en el aire, buscando un resquicio, un punto débil en su cárcel.

¿Y qué ofreces? — Dijo al fin, su voz lamiendo los bordes del círculo como una serpiente—. No puedes reclamarla sin pagar. Toda magia tiene precio.

Lo sé — respondió Elías.

Del bolsillo interior de su camisa, extrajo una pequeña caja de madera. La abrió lentamente. Dentro, un mechón de cabello negro, cuidadosamente atado con hilo rojo.

Los ojos de la Fae se encendieron con un brillo insano.

Eso... es memoria viva.

Su primer corte. Lo guardé. Dijiste que querías mi recuerdo de ella. Pues toma esto. Con cada hebra, un instante: su primer paso, su primera risa, su olor después del baño, su voz llamándome desde la escalera.

La Fae se relamió, enloquecida. Dio un paso hacia el borde del círculo, pero se detuvo justo antes del hierro. Y entonces… dudó.

Se quedó inmóvil.

En su interior, la bestia oía el eco de los nombres que le habían dado en mil lenguas olvidadas, de lo que fue antes de ser sombra. Recordaba otros pactos, otros padres, otros precios. Pero esta vez, algo no encajaba. El dolor de aquel humano no era puro, no era primordial  como el de los demás. No era caos. Había simetría en él. Un ritmo. Una forma.

Este humano había cultivado su duelo. No como una herida, sino como un arma.

Podía irse. Podía negarse. Pero el mechón... el mechón cantaba, le atraía. Una infancia entera en miniatura. Pura. Íntegra. Un manjar difícil de rechazar... Con los ojos cerrados, saboreó el imaginario banquete que significaba el alma contenida en aquellos rizos.

Acepto —dijo al fin, con voz tensa.

Elías dejó caer la caja dentro del círculo que atrapaba al monstruo. Esta se encendió en un fuego verde. Un viento seco recorrió la habitación y la grieta palpitó.

Sin aparente intervención de la Fae, la niña descendió, suave, liviana, como una pluma sobre el pecho del mundo. Como un muñeco inerte, cayó directamente en los brazos de su padre.

Papá —susurró.

Él lloró. No sabía si por lo que había recuperado… o por lo que acababa de perder.

Pero la Fae no se desvaneció del todo inmediatamente. Mientras su silueta se disolvía en jirones, extendió una mano retorcida hacia su vencedor y, con una expresión de odio reprimido, realizó un extraño gesto. Un súbito ardor estalló en el brazo de Elías.

Venas negras brotaron palpitando bajo su piel, un entramado de enfermedad, de podredumbre heredada... dolor vivo.

Recuerda esto, humano — dijo la Fae, con una sonrisa torcida —. Aunque olvides su infancia… yo les recordaré cada noche larga, y me aseguraré que tu no me olvides.

Y se fue, dejando la casa temblando. La sal se apagó. El hierro dejó de vibrar.

Cada solsticio, aquella marca ardería, un eco de la Fae que nunca lo soltaría. El amante padre salvó a su hija, pero pagó con una vida de dolor en su castigado cuerpo, con una mente que sangraba sombras, y unos ojos invisibles acechando desde la oscuridad, buscando grietas en su alma.

La grieta se cerró con un chasquido sordo, por lo menos hasta el próximo equinoccio. La casa, aún palpitante, exhaló un último suspiro, como si hubiera contenido el aliento demasiado tiempo.

Elías permaneció de rodillas, el cuerpo temblando. Con Lía abrazada a su pecho. El peluche yacía caído junto a ellos, con una oreja rota y una costura suelta, como si también hubiera luchado. Afuera, el viento arrastraba hojas secas, y la luna, en lo alto, no se atrevía a entrar.

Papá… —susurró ella, con los ojos aún empañados de confusión —. ¿Estás bien?

Él no pudo responder de inmediato. El ardor del brazo se intensificaba, y sus ojos, al cerrarse por un instante, vieron figuras danzando detrás de sus párpados. No eran recuerdos. Eran presencias.

Abrió los ojos con esfuerzo y acarició su cabello.

Ahora sí — murmuró —. Ahora estamos juntos.

Pero lo supo: cada año, en esa misma hora, el umbral volvería a latir. La marca no era solo castigo; era vínculo. Él había ganado tiempo, no paz. La casa, antes mausoleo, era ahora frontera. Y él, su guardián.

Lía dormía ahora, acurrucada contra su pecho, tibia y real.

Él le acarició el cabello con dedos temblorosos. Las trenzas eran suaves, familiares… pero vacías de contexto. Sabía que era suya. Lo sabía en los huesos, en algo más profundo que el recuerdo. Pero su mente… buscaba escenas que ya no estaban.

Miró aquel hermoso rostro enmarcado por una cabellera oscura y rebelde. Intentó reconstruir su risa, pero encontró huecos en su mente. Sabía que la había amado desde mucho tiempo antes… pero no podía decir cuándo había sido la primera vez que la escuchó reír. Ni cómo sonaba su voz cuando aprendió su nombre. Era como abrazar a una melodía sin letras.

La amaba. De eso no había duda. Pero no sabía por qué.

La miró dormir. Era suya, lo sabía. Y aunque sentía que la historia de ella le había sido arrancada, algo en su cuerpo recordaba. Un reflejo visceral, una certeza muda.

Elías dejó que una sonrisa, pequeña, herida, verdadera, cruzara su rostro. Protegería a aquella niña aun con su vida. Aunque ya no recordara del todo el porqué de esa convicción. No importaba, crearía nuevos recuerdos.

Respiró profundo y, por primera vez, se permitió un descanso. Porque aunque las sombras regresaran… esa noche, habían perdido.








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