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13 febrero, 2024

Los dos Juanes

Juan se encontraba en el centro del patio al aire libre, presa de la ansiedad. Sus dedos tamborileaban incesantemente sobre sus piernas en un vano intento por controlar su nerviosismo. Con movimientos rápidos y furtivos, sus ojos escaneaban a los demás miembros del grupo, buscando un ápice de apoyo en la similar incomodidad que intuía en ellos. Sin atreverse a mirar atrás, podía sentir en sus vecinos la misma angustia que le atenazaba la garganta y lo mantenía atado, como si estuviera encadenado, a aquella incómoda silla de alquiler.

Observó a los hombres uniformados frente y a los lados del grupo. Su actitud pasiva, casi somnolienta, le quitó toda esperanza de que la espera terminara pronto. Evitando las demás miradas, reflejo condicionado de años de mantener un bajo perfil, fijó su vista en las rodillas y se dejó llevar por los pensamientos y recuerdos.

Lejanos se antojaban sus años mozos en la lejana Suramérica, cuando el mundo entero parecía postrarse a sus pies. En aquella época, Juan era el orgullo de su familia y un personaje entrañable para vecinos y conocidos. Todos los que le trataban lo describían con un rosario de virtudes: trabajador, amoroso, responsable, solidario, respetuoso... Su madre, a quien Dios tenga en su Gloria, lo llamaba simplemente "El Bueno de Juan", el que "se comería el mundo".

Sonriendo, Juan pensó que aquella fama era más mediática que otra cosa. Consideraba que su mayor virtud era la simpleza de su actuar: hacer lo correcto y perseguir el éxito únicamente a través del trabajo duro y la dedicación. 

Un murmullo detrás de él le sacó momentáneamente de sus cavilaciones y le obligó a mirar hacia atrás. Agobiada por la angustia y el calor, una mujer algo mayor que él yacía tendida en el suelo, siendo atendida por dos uniformados. En cuestión de segundos, dos paramédicos irrumpieron con una camilla y se llevaron a la mujer, dejando al grupo con un nudo en la garganta.

Intentando olvidar el incidente, Juan se sumergió nuevamente  en sus pensamientos. A pesar de sus esfuerzos, la economía general de su país fue un obstáculo insuperable para alcanzar el éxito que anhelaba y que su madre vaticinaba. Uno a uno, amigos y familiares fueron tomando otros rumbos para continuar con sus vidas lejos del desastre, seco de oportunidades, en el que se había convertido su patria. 

Sus habilidades le permitieron al "bueno de Juan" sobrevivir un poco más tiempo y cuidar de su madre sin necesidad de abandonar su hogar. Sin embargo, con su muerte, ya no tuvo más anclas ni opciones y sus pies emprendieron el camino que muchos de sus compatriotas habían recorrido antes que él.

Deliberadamente, eligió no recordar la travesía. Los peligros de la selva, las interminables jornadas, los mosquitos y el hambre eran fantasmas que no deseaba revivir. Flaco de cuerpo y  ánimo, pisó tierra extranjera con más resignación que emoción, buscando dar vida a las profecías de su madre. Lo que jamás imaginó, ni le habían advertido, era que encontraría un lugar donde no era bienvenido.

El “Bueno de Juan” se vio convertido de la noche a la mañana en un inmigrante no invitado, blanco fácil del odio de unos pocos y objeto de desconfianza para los demás. Juan perdió de un solo golpe la individualidad que le había valido, en su Patria, aquel apodo cariñoso. Se vio forzado a compartir el estigma de "Malo" con el que algunos trataban de agrupar a quienes, como él, solo buscaban vivir su vida en paz.

El apodo de "El bueno", que Juan había ganado con esfuerzo, se convirtió en uno de los remoquetes de los dos Juanes en que el exilio había demediado su vida. Juan “El bueno”, vivía en los recuerdos e historias de quienes compartieron su vieja vida y Juan “El Malo”, era el protagonista de las historias imaginarias malintencionadas y desinformadas que se contaban en su nuevo hogar.

Un murmullo generalizado le hizo levantar la cabeza y fijarse en el pequeño grupo de personas que subía a la tarima donde un atrio y algunas sillas les esperaban. El corazón pareció querer salirse de su pecho al reconocer a quienes llegaban. Era por fin el momento tan esperado. 

Un recién llegado habló, pero sus palabras no llegaron al cerebro de Juan. Una oleada de nostalgia lo embargó. Con anhelo, recorrió el patio buscando algo. A lo lejos, detrás de una banda azul que oficiaba de cerca, reconoció a una mujer y una pareja de jóvenes adolescentes abrazados. Sosegado, Juan sonrió y la calma inundó su espíritu. Allí estaba su nueva vida. La vida de Juan… ni el “Bueno” ni el “Malo”, solo Juan. Un hombre que había realizado el extremo sacrificio para construir un hogar y forjarse una vida según los deseos de su madre.

A pesar de la distancia, esbozó una sonrisa hacia su familia, sin la certeza de que pudieran verlo. De inmediato, su atención regresó al escenario. Se había perdido el discurso, pero justo a tiempo, se unió al grupo colocando su mano derecha sobre el corazón y recitando el juramento que, con tanta esperanza, había memorizado años atrás:

“I pledge allegiance to the flag of the…”

Pronunció las palabras con fe, anhelando que obraran como el conjuro que unificaría sus mitades "buena" y "mala" para volver a ser simplemente "Juan"... o "Jhon", como le llamaban sus ahora, oficialmente, nuevos paisanos.









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