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sábado, 28 de junio de 2025

Siempre Anónimo

Camino por la vida con la sensación constante de que algo, o alguien, me espera al otro lado del tiempo. No sé por qué lo sentí siempre, como si mi alma supiera que existe una ecuación en curso, un cálculo invisible que el universo resuelve en silencio. Mis pasos han sido libres, sí… o al menos eso creía. Pero ahora comprendo que cada decisión, cada instante, cada lugar elegido al azar me empujaba hacia ella.

Nunca la conocí. No en el sentido común de la palabra. Vivimos en ciudades distintas, o tal vez en la misma. Nunca lo supe. Lo que sí sé es que estuve cerca tantas veces… tan absurdamente cerca. Doblé esquinas por donde ella ya había pasado. Me detuve en los lugares donde minutos antes su sombra todavía flotaba en el aire. Respiramos el mismo café, la misma tarde, pero en tiempos levemente desincronizados. Nuestras vidas fueron líneas paralelas separadas por segundos. Por nada. Por todo.

A veces pienso que el universo juega como un relojero ciego. Que sus engranajes se mueven con una lógica que no podemos entender. Tal vez por eso nunca fui capaz de ver los hilos que me arrastraban hacia ella. No los sentí. No supe que cada gesto pequeño, cada palabra lanzada sin peso, cada despedida banal formaba parte de una construcción mayor.

Hasta que ocurrió.

No sé cómo explicarlo. No hubo música. No hubo luz cayendo en cascada. Sólo estuvo ella. Allí. Frente a mí.

Y la vi.

No con los ojos, no solamente. La vi con algo más profundo. Su presencia fue una certeza. No un descubrimiento: un reconocimiento. Como si siempre la hubiera llevado dentro, como si todos mis caminos me hubieran estado preparando para ese preciso momento.

En sus ojos vi el fin del viaje. Todo lo que no entendí durante años encontró sentido en esa mirada. Algo en mí despertó: una luz silenciosa, una paz repentina. Supe, sin saber cómo, que la había estado buscando desde antes de saber que existía.

Mi cuerpo la reconoció antes que mi mente. Cuando nuestras manos se rozaron, sentí el pulso de mi vida cambiar de ritmo. Su piel me habló sin palabras, como si la historia que nunca vivimos se resumiera en un solo contacto. Era real. Ella era real. No una idea. No una promesa. Ella, ahí, mirándome.

Y sí, me miró.

Sus ojos se cruzaron con los míos. Fue un instante breve, pero lleno de eternidad. Me alcanzó con la mirada, alcancé a vislumbrar el universo oculto en sus ojos de noche… ¡PERO ELLA NO ME VIO!

No de la forma en que yo la vi a ella. No con el alma, no con la memoria que aún no vivíamos.

Para mí, ese momento fue epifanía. Para ella, fue solo un cruce de miradas más, uno entre tantos. Mientras en mi pecho estallaba la certeza de haber llegado al fin del camino, en el suyo no ocurrió nada. Ni eco. Ni huella. Solo el paso inevitable del tiempo.

Ella siguió caminando.

Y yo me quedé, ardiendo por dentro.

Ella no supo que era yo quien la había esperado desde siempre. Que yo era la sombra que la había seguido sin saberlo. Que cada día, cada paso, me había empujado hacia ese momento. Y que, llegado ese momento, todo se quebró.

Porque no hubo un “nosotros”.

Hubo un “yo la encontré” y un “ella nunca me reconoció”.

El universo, en su precisión milimétrica, cometió un error. O quizás no. Quizás solo quiso enseñarme que el amor, a veces, sólo florece en un pecho. Y que aun así, ese amor puede ser real. Puede ser eterno.

Ella siguió su vida. Siguió siendo luz en un mundo donde yo aún era sombra.

Pero yo ya no pude volver atrás. Porque, aunque nunca me reconoció, ella dejó de ser anónima. Se volvió nombre, rostro, historia. Para mí, ya no hay nadie más. Para ella, nunca fui.

Desde entonces, sigo esperando. No con esperanza, sino con presencia. Sigo aquí. En este instante congelado donde la luz tocó mi pecho y nunca se apagó.

Espero al universo. A que esta vez no falle. A que repita el encuentro. A que al menos, por una fracción de segundo, ella también me vea como yo la vi.

Y hasta que eso ocurra, si es que ocurre, seguiré aquí.

Siempre anónimo.









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miércoles, 11 de junio de 2025

Desde la orilla

Hay amores que no hacen ruido, pero iluminan. No estallan, no arden; simplemente, permanecen encendidos. Son afectos discretos, como un eco suave que no se va del todo, como la brisa de una palabra que quedó flotando en la memoria.

No buscan promesas ni puertas, solo un rincón desde donde ver al otro florecer. No tienen forma de carta ni de casa, ni necesidad de ser nombrados. Son presencias sutiles, constantes, que no esperan nada a cambio. Para comprenderlos, basta imaginar una escena cotidiana, sencilla y luminosa, donde los gestos más mínimos revelan una profundidad callada.

Un chico, con un cuaderno de tapas dobladas bajo el brazo, observa desde lejos a una joven que ríe entre sus amigos en el parque. No se acerca, no habla. La ama desde el margen, donde las palabras no llegan, pero su mirada basta para nombrar el mundo.

Cada tarde, la ve rodeada de risas. Ella aparta un mechón de cabello del rostro, como si quisiera ver el mundo sin obstáculos. Camina con una soltura tranquila. Tan natural, que el sol parece seguirla como un reflejo. Y cuando se sienta en su banco de siempre —ese que parece haber sido puesto allí solo para esperarla—, él permanece a la sombra, ofreciéndole lo único que tiene: una presencia que nadie reclama, una ternura sin destinatario, tejida en silencio.

A veces, el pecho le aprieta, como si el silencio pesara más que todas las palabras que nunca dirá. Pero no se mueve. No se delata. Está ahí, simplemente. Y eso, para él, basta.

Ella lo ha notado. No se puede ignorar una constancia tan callada. Lo ha visto en la plaza, a la misma hora, con los hombros envueltos en una quietud que parece hecha de preguntas sin respuesta. Lo ha sentido detener el paso al verla cruzar, su mirada colgando de su hombro como un suspiro que no se atreve a ser palabra.

Y, aunque no lo diga, a veces lo busca entre la multitud. Como si en medio del bullicio su figura fuera un ancla que la conecta con algo más verdadero. Pero sus mundos no se rozan con naturalidad. Ella habita un entorno donde las conversaciones fluyen, los nombres se pronuncian por costumbre y los gestos parecen coreografiados por la pertenencia. Él es otra forma de estar: más silencio que palabra, más pregunta que certeza.

Ella sigue su curso, pleno, radiante, como un río que no necesita nuevas corrientes para completarse. Y él lo sabe. Él es apenas una brisa que roza su superficie: presente, pero sin alterar su cauce.

Su amor no será nombrado. No cambiará nada. Pero permanece. Porque le gusta verla reír, aunque no sea con él. Porque hay belleza en su forma de estar en el mundo, y él cree —con la fe intacta del que no espera nada a cambio— que esa belleza merece multiplicarse, ser feliz, incluso si él nunca habita su jardín.

Cada día está ahí. No espera milagros. Solo sostiene un faro encendido al borde del camino, sabiendo que nunca lo recorrerán juntos. Ella no notará las sombras que él despeja a su paso, ni sabrá cuántas veces su luz la ha tocado sin anunciarse.

Él no necesita que lo recuerde. Solo quiere que ella siga, que sea. La mira como se contempla un río desde la orilla, sin alterar su corriente. Y en esa orilla construye su refugio. No de resignación, sino de devoción. Una fe secreta que no exige destino.

Porque no todos los amores terminan en abrazo. Algunos solo quieren existir sin dañar, sin interrumpir la belleza que admiran.

La ama. Ella lo sabe,  aunque no lo nombra. Y eso, de algún modo, basta.

Tal vez eso sea lo más puro del amor: no la cercanía, ni el gesto evidente, sino esa entrega que no pide nada. Un amor que camina en silencio, que cuida sin ser visto. Que no necesita ser lámpara, solo faro. Solo fe.









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martes, 10 de junio de 2025

¿Que haría sin ti?

¿Que qué haría sin ti?

La tierra perdería su firmeza bajo mis pies. Todo seguiría ahí, claro: el cielo abierto, las garzas cruzando la distancia, el murmullo del viento entre los pastos. Pero algo esencial se disolvería, como el agua que se pierde en el fango… sin dejar rastro. Sin ti, el mundo existiría, sí, pero como una escena vacía: hermosa y muda.

Al principio, ni lo notaría. Creería que es solo un día más. Que vas a hablar, a reír, a aparecer en cualquier momento. Me diría que tu voz va a llenarlo todo otra vez. Pero luego, en la quietud, me alcanzaría el peso de tu ausencia. La brisa ya no me tocaría igual. La luz, aunque dorada, no calentaría. Todo seguiría siendo lo mismo, menos yo.

Sin darme cuenta, ya estaría en el tremedal, ese lugar donde el suelo cede y nada sostiene. Buscaría tu risa, tu voz, tu sombra… pero cada paso me hundiría más. Tu recuerdo pesaría más que mi cuerpo. Más que mi voluntad.

Las garzas seguirían volando, ajenas. El viento soplaría como siempre, ciego a mi pena. El mundo seguiría su curso con una serenidad cruel, como si mi tristeza no mereciera ni una pausa. Y aun así, lucharía. Porque aún sin ti, tu sombra seguiría viva en mí, aferrada a los recuerdos que construimos.

Me debatiría contra el barro, tratando de sostener tu figura, aunque solo fuera una silueta en la niebla. Pero el tremedal no suelta fácil a los que temen perderlo todo. Solo espera, inmóvil, a que acepte lo inevitable.

Y puede que lo hiciera. Que bajara la cabeza y dejara que el silencio me envolviera. Puede que, por un instante, dejara de luchar. Porque sin ti, no sabría hacia dónde avanzar.

Pero entonces… algo pasaría. La luz titilaría, como si el mundo contuviera el aliento. Un roce de aire, leve, como tu aliento en mi mejilla. Y un murmullo, apenas un susurro como esos que dejas en mis pensamientos, encendería un fuego olvidado en mi pecho.

Volvería la vista, con el corazón detenido, suspendido. Me preguntaría si eres tú, o si mi deseo esta dibujándote con la desesperación de quien no quiere olvidar. Pero ahí estarás. No una sombra, no un recuerdo… tú. Real. Tangible.

El tremedal desaparecería, no porque nunca existiera, sino porque la ausencia que temía aún no había llegado. De pronto, la tierra firme volvería a sostener mis pasos. La luz, dorada, recobraría su calor. Y tu voz, viva y clara, volvería a llenar el espacio, borrando un vacío que, tal vez, nunca fue real del todo.

Entonces sonreiría, con el alma aligerada.

Porque tú estás.

Porque siempre has estado, aún desde antes de conocernos.











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domingo, 8 de junio de 2025

Desastre Galante

Sofía no tenía idea de lo que acababa de ocurrir. Ella solo tomaba su café, sin saber que su presencia había activado un terremoto en mi cabeza.

Pero yo, en mi intento por ser encantador, solté la frase con una confianza completamente desubicada:

Debes estar cansada de haber paseado toda la tarde por mis pensamientos.

Error. Error catastrófico. Un accidente de creatividad en plena vía pública.

Porque claro, no solo había lanzado una frase trillada, sino que lo había hecho yo, que me jacto de mi sensibilidad literaria. Alguien que busca la originalidad. Que cree en la fuerza de las metáforas bien construidas.

Y allí estaba: usando una línea que probablemente había sido pronunciada en incontables telenovelas y mensajes de WhatsApp desde 2009.

Sofía frunció el ceño con algo entre confusión y cautela.

¿Qué?

Allí debí haber retrocedido. Fingido que hablaba con otra persona, que citaba una película, cualquier cosa. Pero no. Doblé la apuesta.

Bueno... lo que quiero decir es que has estado en mi cabeza todo el día.

Ella apoyó la taza en la mesa y fingió pensarlo.

Interesante. No recuerdo haber comprado boleto para este viaje. ¿Incluye recorrido guiado o simplemente fui lanzada sin instrucciones?

Y claro, como si no fuera suficiente, mi cerebro optó por agravar el desastre: lanzó una explicación innecesaria.

Bueno, imagina que mi mente es como... como una expedición arqueológica. Llegaste sin previo aviso y, de pronto, te ves rodeada de ruinas de pensamientos inconclusos, trampas de frases mal estructuradas y algún que otro jeroglífico que yo mismo olvidé traducir.

Sofía bebió un sorbo, sin dejar de mirarme con esa mezcla de diversión e intriga.

¿O sea que entré a un templo misterioso?

Exacto.

— ¿Y dónde está la salida?

Eh... eso es lo complicado. No suelo pensar en eso.

Suspiró. Y como quien decide que ya está demasiado metida en el asunto, apoyó un codo en la mesa y dijo:

Bueno. Como guía turística improvisada de tu mente, dime: ¿qué atracciones hay por aquí?

Ahí fue cuando mi cerebro se rindió completamente.

— Bueno, tenemos la sección de "cosas que debí haber dicho pero no dije", la de "planes que nunca ejecuté", y un pequeño rincón donde trato de recordar si me gustan más los perros o los gatos.

Sofía arqueó una ceja.

Dime que al menos hay señalización.

Eh... no exactamente, pero puedes encontrar pistas en las cosas que digo sin contexto.

Soltó una carcajada.

Muy bien, explorador mental. Si ya pasé toda la tarde ahí, al menos dime qué piensas hacer ahora que me tienes en frente.

Y claro, en el momento de brillar, lo único que logué decir fue:

Ehh... 

Ajá.

Sofía se rió abiertamente.

Tu sistema necesita mantenimiento.

Se levantó con su taza, tomó una servilleta, escribió algo y me la dejó en la mesa.

— Aquí tienes un mapa mental. Para la próxima, organízalo mejor.

Cuando la leí, solo decía:

"Primera parada: ordenar otro café y decir algo que no incluya 'ajá'."

Definitivamente, no había impresionado a Sofía... pero al menos había logrado que la conversación terminara en risa, y no en desastre absoluto.

Lo que no esperaba era lo que pasó segundos después.

Cuando fui a recoger mi café, el barista, un tipo con expresión solemne y la actitud de alguien que ha visto demasiado en esa cafetería, me miró fijamente y suspiró.

Hermano... — dijo, con el tono de quien está a punto de anunciar que el barco se hunde —. Lo vi todo.

Sentí un escalofrío.

¿Todo?

Asintió, bajando la mirada como quien ha sido testigo de una tragedia.

Toda la metáfora arqueológica. El templo. La señalización inexistente. La caída libre.

Respiró hondo, como si el dolor ajeno lo afectara personalmente.

No debió ser así.

Yo, aún procesando la situación, intenté salvar lo poco que quedaba de mi dignidad.

Bueno, no fue tan malo. Se rió conmigo y no de mí, así que...

El barista ladeó la cabeza con pesar.

La risa es buena. Pero hermano... un hombre no debería vivir este tipo de humillación en horario de café.

Se acercó un poco, como si fuera a decirme un secreto importante.

Por eso, te regalo este café.

Me entregó un café extra, gratis, pero con la delicadeza de quien ofrece una manta a un náufrago.

Recíbelo con honor.

Yo lo tomé sin saber muy bien qué hacer.

Gracias... supongo.

El barista suspiró otra vez y puso una mano en mi hombro.

Solo sigue adelante.

Y se alejó, probablemente para seguir presenciando otras desgracias sociales de clientes en apuros.

Me quedé parado, sosteniendo dos cafés, una servilleta con instrucciones de Sofía y la certeza absoluta de que mi cerebro necesitaba una remodelación completa.

Tal vez era momento de diseñar mejor mis metáforas.

O tal vez, solo tal vez, era momento de aprender a decir algo que no incluyera "ajá".

O por lo menos, pedir un café que no venga con juicio incluido.







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jueves, 5 de junio de 2025

El mueble

El mueble era un viejo enemigo.

Pesado, testarudo, imposible de mover sola.

Como un centinela obstinado, llevaba años en el mismo rincón, acumulando libros, tazas de café y una inexplicable colección de cosas que nadie recordaba haber dejado allí.

Martha había decidido enfrentarlo. Era tiempo de cambio. Pero moverlo era una tarea titánica. Y para ello, necesitaba refuerzos.

¿Me ayudas mañana? — preguntó con la confianza de quien no duda de su ejército.

Óscar sonrió con la seguridad de un aliado inquebrantable.

¡Por supuesto!

A mediodía.

A mediodía.

El día llegó con promesa de batalla... Y el Mediodía pasó.

Pero el mueble seguía en su sitio.

Martha esperó con dignidad. En silencio. Repitiendose que jamás rogaría.

Las horas pasaron, y con ellas, su paciencia.

Cuando finalmente lo vio más tarde ese mismo día, cruzó los brazos y disparó la primera flecha:

Hola.

Óscar, ajeno al peligro, respondió con la inocencia de quien camina directo hacia una emboscada:

Hola.

Solo silencio. Ninguna Respuesta.

Miró alrededor, buscando pistas sobre la tensión en el aire.

¿Estás bien?

La sonrisa de Martha fue demasiado amable. Demasiado cándida.

Perfectamente.

Fue ahí cuando Óscar lo recordó.

Ups… el mueble.

Martha alzó las cejas. ¿En serio? ¿Recién ahora? ¿Tantas horas después?

¿Solo ahora te acuerdas?... ¡No puedo Contar contigo para nada!

¡Es que pensé que ya no me necesitabas! — se defendió, intentando sonar razonable —. Nunca te he abandonado. ¡Siempre estoy aquí!

¡Ah, sí, claro! Como cuando olvidaste mi cumpleaños.

¡Pero te di un regalo!

¡Dos días después!

¡Me confundí de fecha, fue un accidente!

¡No se confunde el cumpleaños de una amiga!

Óscar, sintiendo que la batalla se inclinaba en su contra, sacó su propia carta:

¡Ah, sí, porque tú nunca olvidas nada, ¿verdad?!

Martha frunció el ceño.

Exacto.

¿Te acuerdas cuando olvidaste que íbamos al cine?

Ella entrecerró los ojos, desconfiada.

¿Qué tiene que ver eso ahora?

¡Todo! — Óscar alzó las manos, teatral. — Ese día olvidaste que teníamos planes, no estabas lista cuando llegué, y encima me reclamaste a mí por no haberte llamado antes.

Eso fue distinto — murmuró, cruzando los brazos.

¿Distinto? — Él rió con incredulidad—. ¡Olvidaste el plan y la culpa terminó siendo mía!

¡Si me hubieras llamado antes, no lo habría olvidado!

Óscar la miró con ironía.

Claro, cuando tú olvidas algo, la solución es que yo lo recuerde por ti.

Martha chasqueó la lengua.

¡Eres mi amigo! ¡No se supone que tenga que estar recordándote tus promesas!

Él contraatacó sin dudarlo:

¡Eres mi amiga! ¡Y los amigos ayudan a que los amigos no olviden cosas importantes!

Las réplicas volaban como proyectiles de catapulta. Se trajeron a colación incidentes olvidados, situaciones enterradas en el pasado, y hasta la vez que Óscar le dijo “te avisé” sobre el aguacero justo cuando Martha ya estaba empapada.

¡Siempre te tengo que recordar todo! — ella se quejó —. ¡Pareces mi abuelita con la memoria intermitente!

¿Disculpa? — Óscar se indignó —. ¡Tengo memoria de elefante!

Un elefante con amnesia Bufó.

Si tanto te importaba el mueble, ¡¿por qué no me llamaste?!

¡Porque me lo prometiste!. No tengo porqué verificar nada.

¡Ah, sí, y cuando tú prometes algo y lo olvidas, ¿la culpa también es mía?

¡Por supuesto!

El volumen de la discusión aumentaba. Ya no era solo el mueble: era el principio moral de la confianza, la memoria y el deber de un amigo.

Pero entonces, ocurrió la tragedia definitiva. 

En medio del caos, Óscar resbaló. 

Tropezó con la alfombra. Su brazo buscó apoyo, y ese apoyo fue el mueble inmóvil. El armatoste, soberbio hasta ese instante, finalmente cedió.

El sonido de la caída fue estruendoso. Óscar terminó en el suelo, Martha en shock.

Y entonces, rieron.

Al principio, intentaron contenerse, como si la dignidad aún tuviera una mínima oportunidad de sobrevivir.

Pero no tardaron en fracasar.

Las carcajadas explotaron sin piedad. Rieron hasta quedarse sin aire, hasta que Martha tuvo que apoyarse en el mueble, ahora oficialmente movido, y Óscar, entre risas, se tapó la cara como si así pudiera recuperar algo de su compostura.

El orgullo, la indignación y la guerra quedaron en el olvido. Solo quedaba la risa, el mueble y el absurdo del momento.

Se miraron, agotados.

Óscar suspiró.

Bueno… ya está movido.

Martha lo pensó.

Sí… pero no está en el lugar correcto.

Se miraron con complicidad.

Lo acomodamos juntos.

Y así lo hicieron. Porque el problema nunca fue el mueble.

Fue el orgullo disfrazado con excusas. Y la certeza de que, después de todo, seguirían siendo necesarios el uno para el otro.









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miércoles, 4 de junio de 2025

La celda vacía

Estoy frente a la pantalla.

Una hoja de Excel abierta.

Una tabla en blanco.

Esperando.

La estructura está lista. Columnas silenciosas. Filas vacías. Fórmulas pendientes. Sé lo que debería hacer. He hecho esto tantas veces que los atajos deberían fluir solos desde mis dedos. Pero ahora están inmóviles, como si no me obedecieran. Como si recordaran algo que yo intento olvidar.

El cursor titila. Incesante.

No se cansa.

No duda.

No siente.

Yo sí.

Busco una entrada lógica: "Costo unitario", "proyección mensual", "total final". Lo repito mentalmente como una plegaria sin fe. Las palabras suenan correctas, pero me llegan huecas. Como si ya no tuvieran peso. Como si ya no me pertenecieran.

Y en ese espacio entre el pensamiento y la acción, aparece ella.

No con su nombre. No con su rostro.

Solo como una presencia difusa.

Una sombra detrás de los ojos.

Un eco donde antes había concentración.

No es que piense en ella. Es que ella se volvió mis pensamientos. Está dentro, instalada en rincones donde antes habitaba mi orden, mi claridad, mi foco.

Antes, trabajar era una forma de calmar el mundo. Las tablas eran tranquilas. Los datos obedecían. Las celdas, aunque frías, ofrecían una estructura donde nada se movía sin permiso. Yo decidía. Yo trazaba los límites.

Ahora, cada intento de concentración es una fractura. Cada fórmula es un hilo suelto que no sé cómo volver a anudar.

No entiendo cómo pasó. No hubo un instante claro. No hubo promesas. Ni siquiera intenciones. Solo fue ocurriendo. Abrí la computadora como cada día, y de a poco ella empezó a quedarse. Primero en los márgenes, en los pensamientos intermitentes. Luego más cerca. Luego más dentro.

Sin pedirlo, sin advertirme, fue tomando lugar.

Un gesto.

Una frase que no se fue.

Un silencio que se quedó.

Y luego, sin darme cuenta, no supe cómo seguir trabajando sin pensar en ella.

La pantalla sigue ahí. Impasible. Testigo fiel de este naufragio que solo yo veo.

Y sin embargo… sin embargo, también me lo refleja.

No juzga.

No consuela.

Solo observa. Como ella.

Me detengo. Vuelvo a mirar la tabla. Es sencilla. Podría completarla en minutos si no sintiera este vacío que me pesa en el pecho. Esta incapacidad de comenzar. Como si iniciar esa tabla significara dejar de pensar en ella. Como si trabajar fuera traicionarla.

Pero no hay promesa. No hay vínculo. Solo está esa sensación absurda de estar unido a una presencia que no me pidió nada. Que no me mira. Que probablemente ni siquiera sepa que habita aquí, entre mis teclas, entre mis silencios.

No es que no quiera trabajar. Es que no puedo sin sacarla de mí, y ya no sé cómo hacerlo.

Ya no sé qué parte de mi mente es mía.

Cuáles pensamientos me pertenecen.

Qué fragmentos de mí aún no le he dado.

La celda sigue vacía.

El cursor insiste. Yo estoy perdido.

Respiro hondo. Intento. Pero no hay forma. Solo esta tristeza espesa, esta melancolía sin dirección que lo cubre todo.

Y el pensamiento inevitable:

¿Cuándo fue que le di tanto poder?

¿Y por qué nunca me lo reclamó?

No sé si algún día podré volver a mirar esta pantalla sin pensar en ella.

Sin sentir su sombra cruzando mi frente como un recuerdo que no termina de irse.

O quizá no quiera que se vaya.

Quizá, de alguna manera, ya me acostumbré a perderme en ella.







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lunes, 2 de junio de 2025

Brillos en la sombra



Damos porque la luz nos llama,
porque en la sombra aún palpita
el latido de lo eterno,
el fuego que nunca duerme.

No buscamos retorno ni gloria,
solo el eco que confirme
que nuestro paso dejó huella,
que la brisa no fue muda,
que alguien, en la distancia,
sintió el fulgor crecer.

Pero a veces el eco no llega,
la señal se pierde en el aire,
y el silencio nos pregunta
si la entrega fue en vano.

Aun así, sostenemos lo que titubea,
protegemos lo que duda,
avivamos lo que, en secreto,
busca espacio para arder.

Porque el brillo no depende de testigos,
y la llama, aunque nadie la vea,
cumple su propósito al existir.

Toda luz merece ser recibida,
cuidada y protegida,
como un soplo que la resguarde,
como un abrazo que la sostenga.

Y si el viento cambia,
si nos empuja hacia otro tiempo,
sabremos que no fue en vano,
que cada entrega tejió un hilo
en el vasto lienzo del Padre,
donde toda luz merece florecer.

Porque Él, que dio forma a la belleza,
siempre reconocerá lo que hacemos
para que sus maravillas brillen más.

sábado, 31 de mayo de 2025

Bukowski Entiende

La vida es sencilla: si algo va mal, bebes; si algo va bien, bebes; si todo es un aburrimiento mortal, pues claro, bebes para darle algo de emoción a la existencia. Lo dijo Bukowski, y el hombre sabía de lo que hablaba. Aunque, siendo honestos, creo que también bebía porque la humanidad le daba más dolores de cabeza que la resaca.  

El vaso se alza como un trofeo de supervivencia. "Hoy celebro mi éxito", dices, aunque el éxito solo haya sido encontrar medias que combinan. "Hoy brindo por la gran historia que escribí", exclamas, aunque esa historia nunca encontró lectores, su mensaje se perdió en un mar de distracciones y su grandeza quedó atrapada entre páginas que nadie abrió. "Hoy ahogo mis penas", proclamas, aunque la única pena sea que tu celular te recordó que hace dos años prometiste aprender un idioma y todavía piensas que "bonjour" es una bebida francesa.  

Pero sobre todo, bebes porque nada significas para quien todo significa para ti. Porque si la vida fuera una fila en el banco, tú siempre elegirías la que no avanza. Porque si la suerte fuera un juego de mesa, tú serías ese jugador que lanza el dado y cae en "pierdes tu turno" en cada jugada.  

Bukowski probablemente habría brindado por eso con una mirada de "te lo dije". Porque al final, no es cuestión de beber por algo… es cuestión de beber para que algo pase. Y si lo que pasa es que terminas bailando con un poste mientras le confiesas tus penas, pues bueno, al menos algo pasó.  

Y si el día siguiente te despiertas en poses imposibles, abrazando un zapato como si fuera el amor que nunca tuviste… entonces Bukowski sonríe desde el más allá, aprobando tu dedicación a la causa.  

viernes, 30 de mayo de 2025

Aventura..

Siempre he dicho que estar en tu vida es toda una aventura. No una de esas que se leen en libros polvorientos o se trazan en mapas antiguos, sino una que respira, que late con su propio ritmo, indomable. No eres un lugar al que se llega: eres camino, selva, cordillera. No se trata de entenderte, sino de intuirte. Contigo no hay regreso al punto de partida, porque incluso el silencio, cuando lo compartes, deja marcas nuevas.

Y es que contigo, cada día es una expedición sin garantías. Nada está escrito. Eres brújula rota y, aun así, Norte. Trazas senderos invisibles con tus pasos, y en tus palabras nacen mapas secretos que solo se revelan si uno sabe mirar más allá de lo evidente. Tu voz no describe el paisaje: lo transforma. Y cada gesto tuyo es una señal, un indicio, un rastro a seguir justo antes de que desaparezca entre la niebla.

Y, por si fuera poco, luego están tus ojos… esos ojos color de noche, donde las estrellas parecen detenerse solo para reflejarse. No miras: abres portales. En cada mirada tuya hay una promesa de mundos extraordinarios, de realidades que no aparecen en ningún libro de texto. Cada vez que me encuentro en ellos, algo se abre, algo cambia. Es como si el universo entero se reordenara y me mostrara un destino que solo tú conoces, uno distinto cada vez.

Tal vez por eso, caminar a tu lado es andar por tierra viva, impredecible. No es inseguridad, es renovación constante. Tu sonrisa, esa sonrisa tan tuya, es un puente colgante entre lo que parece seguro y lo que de pronto se convierte en magia. Y en medio de esa dulzura tuya, de esa candidez que parece ligera como brisa, habita una fuerza profunda. No es debilidad tú candidez: es elección. Es que no necesitas levantar la voz para que se sepa que estás firme. Tienes esa serenidad que sólo tienen las mujeres que se conocen a si mismas, que han elegido su camino y no lo explican, simplemente lo caminan. Cada una de tus decisiones lleva el pulso de alguien que no se disculpa por ser.

Y aunque ya habitas tu fuerza con naturalidad, sigues creciendo. Más de lo que tú misma alcanzas a notar. Y cambias sin ruido, como las estaciones que entienden el tiempo. Cada día salta en ti una chispa nueva, algo inesperado que te vuelve hermosamente impredecible. Me obliga, sin tu pedirlo, a estar muy pendiente, a no perder ni un solo matiz de ese universo de luces que dejas escapar a ratos, como si abrieras el cielo por instantes para quien sepa mirar.

Tú no eres un destino, eres travesía. No se te conquista: se te descubre a diario. Y aun así, hay espacio en tu mundo. Espacio para quien se atreve a andar sin certezas, a leer tus señales, a entender que contigo la aventura no es una opción: es la única forma posible de existir.

Porque en ti, cada transformación es una clave, cada silencio, una historia aún no contada. Tu vida es un sendero en expansión, un mapa que se dibuja al andar. Y yo, que quise detener mi caminar, me encuentro viajero. No por querer entenderte por completo, eso sería ingenuo, sino por el puro gozo de seguir tus señales, sabiendo que cada paso a tu lado es la promesa de un mundo distinto. Un mundo que sólo existe mientras tú lo habitas, y que desaparece misteriosamente si uno deja de mirar con el corazón bien despierto.








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sábado, 24 de mayo de 2025

Encuentros

Como si, en su vastedad, el tiempo dejara migas de luz para guiar lo imposible. Como si en los pliegues del azar respirara un propósito oculto. Hay coincidencias que quiebran la lógica, desobedecen las reglas del cálculo y parecen gestos deliberados de un orden secreto, una conspiración silenciosa que, en su capricho más bello, nos acerca con una precisión imposible.  

A veces, la existencia nos ofrece destellos de ese diseño oculto, tejiendo caminos invisibles que conducen los sueños hasta la orilla de lo real. En esos instantes, el azar deja de ser un accidente y se inclina con elegancia hacia un propósito, plegando el caos en formas que nos conducen, sin aviso, al milagro del reconocimiento.  

Era improbable nuestro encuentro, casi absurdo en la vasta lógica del cosmos. Como dos astros condenados a trayectorias opuestas, como sombras que jamás deberían tocarse, como dos notas de una melodía que el tiempo nunca quiso hacer coincidir. Éramos líneas dibujadas en mapas distintos, costas separadas por océanos de distancia y azares que nunca se doblegan ante los deseos.  

Pero algo, en uno de sus raros gestos de belleza, pareció desafiarse a sí mismo. Algún engranaje invisible se alteró, algún cálculo imposible quebró su ecuación perfecta, y de pronto, en el pliegue más insospechado de la realidad, allí estaba ella, en el único cruce improbable que jamás debió existir, en la grieta exacta donde el azar permitió la maravilla de conocernos.  

Los astros titubearon en su marcha errante, inclinándose con un gesto imperceptible hacia la promesa de nuestro encuentro. Las mareas, en su danza antigua, tejieron un acuerdo silencioso con el viento, que en su aliento errático supo llevar los ecos de lo inevitable.  

Todo cedió un poco, el pulso del tiempo se desvió en su mínima fracción, la luz de una estrella agonizante iluminó justo el instante en que nuestros caminos debieron cruzarse. Entre la arquitectura secreta del caos, la casualidad doblegó sus propias leyes, torciendo la vastedad en un instante exacto, en el milagro preciso de hallarla.  

Planeado o casualidad, celebro la maravilla de nuestro encuentro, el instante donde todo cedió. Las órbitas, los vientos, los caminos que nunca debieron tocarse. Como si una fuerza antigua decidiera revelarnos la verdad que escondía.  

Como quien agradece la luz después de la sombra, honro el equilibrio secreto que nos permitió encontrarnos, la precisión oculta que torció el caos hasta dar forma a este milagro. No importa si fue destino o error, si fue cálculo o capricho; lo único que sé es que en este cruce, en esta coincidencia dorada, la inmensidad se dejó comprender por un instante... Y nos miramos. 

Todo debió alinearse. Las estrellas que callan, los senderos que doblan en esquinas invisibles, los pulsos secretos del azar que vibraron justo en el instante preciso. Fue como si el orden oculto del cosmos, en un arrebato de generosidad, ajustara cada variable para que nuestras miradas se cruzaran en el único momento posible.  

Y aquí estamos, con la certeza luminosa de que lo improbable no solo es posible, sino que, cuando ocurre, es la belleza más pura que la realidad puede ofrecer. Como si el destino mismo hubiese escrito su voluntad en las órbitas celestes, sería casi una afrenta ignorarla, sería casi un pecado no quererla.  

Después de todo, si el mundo entero se dispuso a traerla hasta mí, ¿qué otra opción podría quedarme sino rendirme ante su milagro?  







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