El tiempo sin ti es apenas un “empo”.
Y eso es un problema. Porque nadie sabe qué hacer con un “empo”. Es como un paquete sin remitente, envuelto en papel viejo y pegado con cinta emocional. Lo abres, corazón acelerado, manos torpes, y solo encuentras un manual arrugado. Una sola instrucción: “Buena suerte”.
Ni pistas. Ni respuestas. Solo un vacío con cara de mueble heredado: grande, inútil, y demasiado sentimental para botarlo.
Intentas domarlo. Lees un libro, pero las palabras se resbalan como si estuvieran enjabonadas. Sales a caminar para que el aire te sacuda algo, lo que sea, pero cada paso repite un eco gris, como un disco rayado tocando una canción que nadie pidió.
Miras el celular. Una vez. Otra. Lo bloqueas, lo desbloqueas, lo miras como si en algún momento fuera a vibrar por compasión. Nada. Solo el “empo”, sentado a tu lado, inútil, rascándose la barriga metafórica y bostezando con indiferencia.
Entonces piensas: quizá esto puede tener algún valor. Lo anuncias en un mercado negro de cosas inútiles.
“Vendo ‘empo’. Casi nuevo. Con garantía de ansiedad. Sin rumbo incluido.”
Nadie responde. Ni siquiera los coleccionistas de rarezas emocionales. Ni los bancos de tiempo, con sus vitrinas llenas de promesas vencidas. Uno te responde:
“Lo siento, mancha el prestigio del escaparate”.
Te ríes. Pero la risa suena hueca, como si alguien hubiera soltado una carcajada en una cueva sin eco. El “empo” bosteza otra vez. Le lanzas una galleta. No la atrapa.
Quizá no es un error, piensas. Quizá el “empo” es una semilla rarísima que necesita cuidado. Lo sacudes. Lo riegas. Le hablas. Lo pones al sol y esperas que florezca como una fruta extraña con forma de posibilidad. Pero nada. El silencio sigue ahí, demasiado puntual.
Intentas domesticarlo. Le das un nombre: “Cronos”, “Nihil”, “Voldetiempo”. Nada funciona. No ladra, no muerde, pero tampoco se va. Es como una planta de plástico: está ahí, pero no crece, ni muere, ni dice nada.
Tiene forma, pero no función. Es un paraguas agujereado. Un post-it sin mensaje pegado a la nevera. Un mapa sin destino. Es la sombra del tiempo cuando el tiempo se olvida de ti.
Y el “empo” empieza a colarse en todo. En el café que se enfría mientras lo miras sin tomarlo. En el silencio incómodo entre canciones. En el reflejo que te devuelve el espejo cuando te miras y no terminas de reconocerte.
Intentas ahogarlo con ruido: maratones de series que no te importan, charlas llenas de palabras huecas, música que retumba sin ritmo. Pero el “empo” es un ninja emocional. Siempre encuentra una grieta. Se esconde en el tic-tac del reloj. En la hoja que cae sin que nadie la mire. En las preguntas que no te atreves a formular: “¿Dónde estás? ¿Porqué no vienes?”
¿Qué se hace con un “empo”?. Puedes ignorarlo, como a ese mensaje que nunca abriste pero nunca borraste. Puedes esconderlo bajo la alfombra, junto a tus otras dudas enmohecidas. Puedes venderlo como artículo de diseño existencial:
“¡Exclusivo! Empo puro, ideal para amantes del vacío con estilo.”
O puedes sentarte con él. Observarlo. Escucharlo. Porque, aunque no lo creas, el “empo” murmura. Dice cosas que el ruido tapa. Cosas como:
“No todo se llena con cosas, ni con personas.”
“A veces, estás buscando tan concentrado, que no ves lo que ya está.”
Y un día cualquiera, sin ceremonia ni efectos especiales, algo cambia. No es un trueno. Es un suspiro. Un murmullo. Una risa que se cuela por la ventana, flotando como si te conociera. Y lo entiendes.
El “empo” no era un castigo. No era una falla. Era un lienzo esperando una mano. Un silencio pidiendo compañía. Una pausa que no exigía respuestas, solo presencia.
El “empo” no se va. Se transforma.
En un café que no se enfría porque alguien te toma de la mano. En una risa que se queda flotando como perfume. En una mirada que no necesita traducción. En promesas torpes pero compartidas.
Y entonces, por fin, el "empo" vuelve a ser tiempo. Respira. Fluye. Se equivoca contigo. Camina contigo. Ya no duele. Ya no pesa. Es.
Y el “empo”, ese bicho raro que te seguía a todas partes, se queda en un rincón. Tranquilo. Casi simpático.
Todavía está ahí. Pero ahora lo puedes cambiar. Por café. Por galletas. O por una historia que te recuerde que incluso este tiempo absurdo, este “empo” testarudo, solo estaba esperando a ser mirado con amor por esos ojos con los colores de la noche.
y otros temas?
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