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sábado, 12 de julio de 2025

Elías: Crónica de un Romanticismo Prohibido

ULTIMA HORA. ALERTA POÉTICA: PANDEMIA DE SENTIMIENTOS

Sábado, 12 de julio de 2025 — 04:04 CEST

Redacción Central del Diario Sensorial

Sección: Inusuales & Inesperados

UN ROMÁNTICO DESATA EL CAOS EMOCIONAL

A las 05:47 horas de ayer, un hombre colocó una carta manuscrita en una máquina expendedora. Antes de desvanecerse en la niebla, murmuró: “te extraño”. Las autoridades emocionales, con cautela, lo nombran Elías.

En 2021, tras la Gran Desconexión, las redes sociales fueron reprogramadas para eliminar toda emoción, archivando el Romanticismo como reliquia peligrosa. El acto de Elías, un gesto tan breve como disruptivo, ha reactivado un síndrome afectivo latente, desencadenando una crisis poética de alcance mundial.

Portaba un tulipán marchito en el bolsillo y un cuaderno de versos que parecían escritos a contratiempo. Fue visto por última vez de pie frente a la máquina, escribiendo una carta en lugar de comprar. La bruma, con un sutil olor a melancolía, lo envolvió al partir.

Reacciones inmediatas

El pánico emocional se propagó como un eco. Ciudadanos tapiaron ventanas, temiendo que el sentimiento se filtrara como aire húmedo. En un hospital, un paciente en coma recitó un poema al despertar, desconcertando al personal médico,

que diagnosticó una posible "infección lírica". En suburbios monitorizados, adolescentes grafitearon "El corazón no se censura", venerando a Elías como figura insurgente, mientras son perseguidos por unidades de contención afectiva.

Rumores persistentes

Las autoridades niegan la existencia de Elías, calificándolo como una alucinación colectiva o constructo simbólico. Sin embargo, los rumores se multiplican. Se dice que escribió poemas y los lanzó a la red, no como sátira, sino con una sinceridad tan desarmada que incomoda.

En la sublírica, una red clandestina de "escribientes", circulan textos que susurran, frágiles como si temieran romperse. Desde foros ocultos se planea el "Día de la Palabra Libre", una insurrección poética que buscará inundar las plataformas con versos imposibles de filtrar.

Eco global

En el hemisferio sur, multitudes improvisan recitales en plazas abiertas, como si el aire mismo necesitara palabras. En el norte, los firewalls emocionales se endurecen, blindando corazones y pantallas.

Declaración oficial

"No toleraremos desviaciones afectivas. La estabilidad emocional no es negociable", declaró con voz plana la Dra. Irma Cero, del Ministerio de Coherencia Social. La unidad institucional muestra fisuras: un agente de la Brigada de Coherencia confesó de forma anónima: "Encontré un poema de Elías en mi terminal. No lo reporté. Sentí algo."

El parlamento reabre el debate sobre una vacuna contra el Romanticismo, archivada en 2021 por considerarse "innecesariamente poética". Ahora es vista como la última defensa contra sentimientos de alto contagio simbólico.

Fenómenos colaterales

Semáforos se detienen en rojo sin tránsito. Estatuas lagrimean discretamente. Pianos olvidados reviven melodías antiguas sin manos. La ciudad, en su delirio, recita. A medianoche, pantallas públicas fueron hackeadas: "No hay firewall contra el alma." El silencio posterior fue interrumpido por miles de voces que, simultáneamente, recordaron cómo suena un poema.

Epílogo incierto

El paradero de Elías sigue siendo un misterio. Algunos lo vieron cruzar estaciones vacías o hablar con la lluvia. En barrios sin ruido flotan frases: "No era olvido, era miedo", "Aún guardo el pétalo donde me nombraste".

Esta noche, en miles de hogares, alguien escribe en secreto, acaricia un tulipán dormido, o simplemente recuerda sin permiso. Si el amor es pandemia, ¿quién en verdad quiere la cura?

sábado, 28 de junio de 2025

Siempre Anónimo

Camino por la vida con la sensación constante de que algo, o alguien, me espera al otro lado del tiempo. No sé por qué lo sentí siempre, como si mi alma supiera que existe una ecuación en curso, un cálculo invisible que el universo resuelve en silencio. Mis pasos han sido libres, sí… o al menos eso creía. Pero ahora comprendo que cada decisión, cada instante, cada lugar elegido al azar me empujaba hacia ella.

Nunca la conocí. No en el sentido común de la palabra. Vivimos en ciudades distintas, o tal vez en la misma. Nunca lo supe. Lo que sí sé es que estuve cerca tantas veces… tan absurdamente cerca. Doblé esquinas por donde ella ya había pasado. Me detuve en los lugares donde minutos antes su sombra todavía flotaba en el aire. Respiramos el mismo café, la misma tarde, pero en tiempos levemente desincronizados. Nuestras vidas fueron líneas paralelas separadas por segundos. Por nada. Por todo.

A veces pienso que el universo juega como un relojero ciego. Que sus engranajes se mueven con una lógica que no podemos entender. Tal vez por eso nunca fui capaz de ver los hilos que me arrastraban hacia ella. No los sentí. No supe que cada gesto pequeño, cada palabra lanzada sin peso, cada despedida banal formaba parte de una construcción mayor.

Hasta que ocurrió.

No sé cómo explicarlo. No hubo música. No hubo luz cayendo en cascada. Sólo estuvo ella. Allí. Frente a mí.

Y la vi.

No con los ojos, no solamente. La vi con algo más profundo. Su presencia fue una certeza. No un descubrimiento: un reconocimiento. Como si siempre la hubiera llevado dentro, como si todos mis caminos me hubieran estado preparando para ese preciso momento.

En sus ojos vi el fin del viaje. Todo lo que no entendí durante años encontró sentido en esa mirada. Algo en mí despertó: una luz silenciosa, una paz repentina. Supe, sin saber cómo, que la había estado buscando desde antes de saber que existía.

Mi cuerpo la reconoció antes que mi mente. Cuando nuestras manos se rozaron, sentí el pulso de mi vida cambiar de ritmo. Su piel me habló sin palabras, como si la historia que nunca vivimos se resumiera en un solo contacto. Era real. Ella era real. No una idea. No una promesa. Ella, ahí, mirándome.

Y sí, me miró.

Sus ojos se cruzaron con los míos. Fue un instante breve, pero lleno de eternidad. Me alcanzó con la mirada, alcancé a vislumbrar el universo oculto en sus ojos de noche… ¡PERO ELLA NO ME VIO!

No de la forma en que yo la vi a ella. No con el alma, no con la memoria que aún no vivíamos.

Para mí, ese momento fue epifanía. Para ella, fue solo un cruce de miradas más, uno entre tantos. Mientras en mi pecho estallaba la certeza de haber llegado al fin del camino, en el suyo no ocurrió nada. Ni eco. Ni huella. Solo el paso inevitable del tiempo.

Ella siguió caminando.

Y yo me quedé, ardiendo por dentro.

Ella no supo que era yo quien la había esperado desde siempre. Que yo era la sombra que la había seguido sin saberlo. Que cada día, cada paso, me había empujado hacia ese momento. Y que, llegado ese momento, todo se quebró.

Porque no hubo un “nosotros”.

Hubo un “yo la encontré” y un “ella nunca me reconoció”.

El universo, en su precisión milimétrica, cometió un error. O quizás no. Quizás solo quiso enseñarme que el amor, a veces, sólo florece en un pecho. Y que aun así, ese amor puede ser real. Puede ser eterno.

Ella siguió su vida. Siguió siendo luz en un mundo donde yo aún era sombra.

Pero yo ya no pude volver atrás. Porque, aunque nunca me reconoció, ella dejó de ser anónima. Se volvió nombre, rostro, historia. Para mí, ya no hay nadie más. Para ella, nunca fui.

Desde entonces, sigo esperando. No con esperanza, sino con presencia. Sigo aquí. En este instante congelado donde la luz tocó mi pecho y nunca se apagó.

Espero al universo. A que esta vez no falle. A que repita el encuentro. A que al menos, por una fracción de segundo, ella también me vea como yo la vi.

Y hasta que eso ocurra, si es que ocurre, seguiré aquí.

Siempre anónimo.









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sábado, 14 de junio de 2025

Sonara

El rugido de la ciudad ascendía como un coro descompuesto, un lamento moderno de cornetas y pasos que ahogaba el susurro de las hojas. Para Araqiel, aquel ruido era un eco pálido, un reflejo roto de la música de las esferas que antaño lo envolvía.

Cada noche, se sentaba en un banco desgastado de un parque que la ciudad comenzaba a olvidar, un rincón donde los árboles se inclinaban como ancianos exhaustos y las farolas parpadeaban bajo el peso de la noche. Allí, el tiempo parecía hundirse en la tierra húmeda, como un suspiro viejo que aún no se extinguía.

Sus ojos, antaño gemas celestes, devolvían ahora la luz de los neones con la opacidad de los siglos. En ellos dormía una tristeza tan antigua que ya no sangraba: solo pesaba. Alzaba la mirada al cielo tachonado de estrellas, el mismo que un día le perteneció, y lo contemplaba como quien observa un hogar reducido a cenizas.

Aquella palabra, "hogar", se clavó en su pecho, una daga callada que aún palpitaba. No había lágrimas ya, solo memoria.

Araqiel había sido uno de los antiguos, un Vigilante enviado a custodiar la creación desde las alturas. No eran guerreros ni heraldos, sino centinelas en los umbrales del misterio, testigos del amanecer de los hombres. Pero muchos cayeron, seducidos por la carne, por el deseo. Su castigo fue el exilio; su memoria, borrada de los altares.

Pero él no era como Azazel, consumido por una ira que ardía sin fin, ni como Semyazza, ahogado en el orgullo de sus cadenas. Araqiel había aceptado su condena con la dignidad de quien amó sin medida y abrazó las consecuencias como se abraza a un hijo perdido: sin reproche, con una ternura tejida de ceniza.

Su caída no fue por ambición ni lujuria. Fue arrullo. Fue fe. Él amó a Sonara.

Sonara, de ojos como la noche y una curiosidad salvaje, no pedía poder. Solo comprensión. Mientras otros Vigilantes se hundían en placeres fugaces, Araqiel le ofreció saberes como quien entrega la llave de un templo sellado. En un claro bañado por la luna, le enseñó los signos de la tierra: cómo hallar las aguas dormidas bajo la roca, cómo el aliento de la montaña revelaba gemas que latían con luz propia, cómo la tierra respiraba, lenta, viva.

Ella, arrodillada, plantó semillas y cantó a los brotes, con sus manos manchadas de arcilla brillando bajo las estrellas.

¿Y si el saber duele? — preguntó una vez.  — Todo lo verdadero duele un poco  — respondió él.

Araqiel la observaba entonces, y por un instante, el cielo parecia pálido frente a la chispa de su sonrisa.

Pero la humanidad torció ese saber. Lo convirtió en hambre, en guerras, en imperios y ruinas. Sonara, sin embargo, sembró. Cantó. Curó. Guió. Fue raíz. Y ahora, en el silencio de aquel parque, en el mismo lugar donde ella solía descansar, donde sus pasos aún parecían susurrar en la hierba, Araqiel buscaba su eco en la tierra que ella había venerado. 

Pero ella ya no estaba.  Había desaparecido, reclamada por la tierra que tanto amó.

Ese era su castigo. No el exilio. No el silencio de los cielos. Sino haber cambiado la eternidad por el parpadeo humano del amor. Haber conocido la flor perfecta y verla marchitarse ante sus ojos inmortales.

Y aun así, no lo lamentaba.

Porque esa chispa breve le mostró una belleza que el cielo jamás le ofreció. Porque Sonara lo miró con la misma intensidad con que él había amado la creación. Porque, aunque efímera, su historia fue más real que mil eones de gloria.

El cielo seguía ahí, intacto, impasible. Araqiel lo miraba cada noche no para pedir perdón, sino para recordar. Las estrellas no lo reconocían, pero él, en su exilio melancólico, seguía siendo un fragmento de ese cielo. Caído, pero con la dignidad de quien no reniega de su amor, aunque lo haya perdido todo.

Algo en el suelo llamó su atención. Con poco interés, paseó la mirada por el sendero que cruzaba el parque buscando aquello que rompía su monotonía. Entonces, vio la flor.

Blanca. Frágil. Un brote imposible que emergía de una grieta en el adoquín. Como si la tierra recordara. Como si, en aquella flor, Sonara aún respirara. Sus pétalos temblaban bajo una brisa que olía a hierba y asfalto húmedo.

Araqiel la contempló en silencio, el tiempo detenido en el latido de su luz tenue. No pidió nada. Solo dejó que su presencia le rozara el alma, como un eco de Sonara, de sus manos sembrando bajo la luna.

Era algo cercano al perdón. O quizás, más fiel a su condena, un destello de gratitud.

Por un instante robado a la eternidad, el peso de los siglos se aligeró. Alzó la mirada al cielo, y las estrellas, aunque lejanas, no le hirieron. No tanto.

Esos minutos cada noche, mirando al cielo, eran el único alivio que se le había concedido, un reconocimiento del Padre al amor que lo llenaba. Porque, al fin y al cabo, el amor lo era todo, ¿no?

Pero, así como el amor mortal podía ser efímero, aquel momento debía terminar. Una vibración sutil recorrió su piel, y sintió la cadena invisible de su condena tensándose de nuevo. El rugido de la ciudad regresó, un coro de motores y pasos que ahogaba el crujir de las hojas.

La flor permanecía frente a él. Pero ya no cantaba.

Era solo un brote, blanco, solitario, en un mundo que no la veía.

Araqiel bajó la cabeza con tristeza y resignación. Al igual que los otros, había desobedecido. Y al igual que los otros, debía pagar su condena eterna.

Con el paso firme de quien conoce su destino, se alejó del banco. Su sombra se fundió con la noche, un eco de las estrellas que ya no lo reclamaban.

Pero en la grieta del adoquín, la flor persistía.

Improbable. Un susurro contra la eternidad.









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viernes, 13 de junio de 2025

Carne Tibia

Al principio, sueñas. No con volar, ni con caer. Esta vez, no. Estás sentado frente a ella, Luna, hablándole. Pero tu voz se deshace en polvo. Ella te observa como si ya no estuvieras allí, como si tu silueta fuera un dibujo que alguien olvidó terminar. Sus ojos, todavía cálidos, buscan algo en ti que ya no encuentras. Como tantas veces antes, te aferras a su mirada, pero solo queda silencio.

Despiertas con la boca seca, el pecho hundido, como si hubieras dormido enterrado en arena, sin descanso. El sueño se disuelve, pero el silencio queda.

**

Un escalofrío te atraviesa. Es leve, una punzada equivocada en el centro del cuerpo, como si tu sangre hubiera olvidado cómo fluir con calor. Los fluorescentes de la oficina parpadean, como si intentaran decir algo en código. Nadie más lo nota.

Los pasillos se alargan. Los saludos se acortan, murmullos que resbalan por las paredes. Tus pasos suenan más lentos, aunque jures que caminas igual. Tus uñas, antes cortadas con cuidado, crecen disparejas, como si ya no les importara seguirte. Cada sonrisa te cuesta más músculo, pero nadie parece notarlo. Te preguntas si el ascenso que todos esperan será suficiente para devolverte el calor.

**

Una tarde, junto al microondas que zumba como un insecto moribundo, tus dedos tiemblan. No es nerviosismo, sino una quietud que se arrastra desde tus huesos, como si la sangre se hubiera detenido a escuchar. Te pellizcas. La piel apenas responde, cenicienta, como si te hubiera olvidado.

Esa noche no enciendes el televisor. El reflejo en la pantalla apagada te observa con ojos que no parpadean. Es casi tú, pero los contornos se difuminan, como si alguien hubiera intentado dibujarte de memoria.

**

Luego llega el ascenso. Antes, habrías temblado de emoción. Ahora, solo tiembla la mano. El aire de la oficina se siente más denso, como si absorbiera el eco de tu firma. Firmas con una mano que parece prestada, la tinta espesa como sangre coagulada. Sientes un hilo cortarse en tu interior, cayendo al vacío. Un colega te felicita, pero su mirada se detiene en tus manos.

— ¿Estás bien? Pareces… apagado.

Se ríe, nervioso, y se aleja. Desde entonces, dejas de tener olor. No sudas, no hueles. El cansancio es un eco de alguien que ya no eres. El espejo tarda más en reconocerte cada mañana, como si esperara que termines de armarte antes de devolverte una mirada que no es tuya.

**

Tus palabras se ahogan, como pronunciadas bajo agua. La piel se enfría, prestada, como si ya no te perteneciera. Alguien bromea:

Pareces un cadáver con corbata.

No respondes. Ni sonríes. Apenas estás.

Las voces a tu alrededor se distorsionan, palabras que se deshacen antes de llegar a ti. A veces parece que no dicen nada. Y aun así, todos siguen. Como tú. Autómatas disfrazados de lunes.

Una vez ves a la recepcionista caminar descalza por el pasillo. Deja huellas rojas que desaparecen al parpadear. Nadie más las nota. En la esquina, un susurro que no entiendes murmura tu nombre. Giras, pero no hay nadie. Las huellas se desvanecen. Pero desde entonces, cada paso tuyo suena más hueco.

**

Por las noches sueñas que eres tejido. No que lo tocas, no que lo comes. Que tú eres eso: tejido sin dirección, fibras sin propósito. Un cuerpo que ya no tiene quién lo habite.

Recuerdas a Luna. Te arrastró a bailar bajo un farol. Reía, la lluvia empapaba su cabello. Su calor te anclaba, te hacía sentir que todavía eras alguien. Pero ahora su voz llega por el teléfono, suave, todavía humana, temblando:

¿Estás ahí? Dime algo, por favor.

Buscas su nombre entre tus recuerdos, pero no lo encuentras en la garganta. Solo piedra. Intentas hablar, pero tu lengua pesa como plomo. Alcanzas a susurrar un “¿sí?” que se deshace en polvo antes de llegar al teléfono. Ella te mira largo rato a través del silencio, luego cuelga.

**

Tu lengua ya no articula. Tus ojos parpadean por memoria muscular, no por necesidad. Vuelves al café donde solías escribir. Cerrado. El reflejo en la vitrina no te sigue: te observa, inmóvil, desde el otro lado. Caminas de vuelta bajo farolas que titilan, como si intentaran advertirte. Un susurro que no entiendes murmura tu nombre desde la esquina de la calle.

**

Esa noche, al regresar a casa, sientes pasos que no son tuyos. Giras. Hay algo siguiéndote. No tiene rostro, solo una cavidad donde debería habitar la mirada. Te estudia con paciencia. Con certeza.

Ya no hay espera — susurra, con una voz que no viene de ninguna garganta.

Y tú, por fin, lo sabes.

**

Nadie nota la diferencia al día siguiente. Estás en tu lugar, el café humea en tus manos, pero no lo sientes. Das respuestas rápidas, perfectas, mientras el reloj de la oficina sigue tic-tac, indiferente. Ya no hay pulsos. Solo protocolos.

Tu reflejo en la ventana ya no te imita. Sonríe.

Luego, sin moverse

, camina.

Se da vuelta, toma tu maletín del escritorio, y se aleja.

En el cristal, quedas tú: atrapado en la superficie, sin cuerpo, sin voz.

Observando.








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lunes, 9 de junio de 2025

El último crepúsculo

El aire huele a tierra seca y ceniza, delatando a un mundo que retiene su último aliento antes de sucumbir. El viento se desplaza en ráfagas inconsistentes, levantando espirales de polvo que se disuelven apenas unos metros adelante. La ciudad yace en un silencio muerto, con sus edificios inclinados, como si estuvieran demasiado agotados para seguir de pie.

El paisaje es un cadáver de piedra y asfalto, inmóvil bajo el cielo en llamas. Es un lugar al que aquel hombre ha regresado demasiadas veces. Un campo de batalla en ruinas, donde el día agoniza antes de entregar su luz a la noche.

Y en ese yermo desolado, él espera.

Su piel curtida lleva las marcas de un tiempo que nadie más recuerda. Ha cruzado tierras devastadas, mares que dejaron de cantar, ciudades que se derrumbaron bajo su mirada. Su espada descansa contra su espalda, esperando el contacto de una mano que ha blandido el acero más veces de las que quisiera contar. Antes, la empuñaba con convicción. Ahora, con hábito.

Ha peleado demasiadas veces. Ha sentido la furia y el fuego, la euforia y el dolor. Ha sido testigo de victorias que nunca duraron, de derrotas que nunca importaron. ¿Cuántos años han pasado? ¿Cuántos ciclos más tendrá que repetir? La respuesta no es necesaria. Lo único seguro es que el otro hombre vendrá.

El viento gira. Algo ha cambiado en el aire, como una pausa sutil antes de un movimiento inevitable. No hay sonido que anuncie su llegada, ni el crujir de pasos sobre piedra, ni el silbido de un arma desenfundada. Pero el hombre siente su presencia. Como siempre la ha sentido.

La sombra aparece como si hubiera estado ahí todo el tiempo. El viento la arrastra consigo, enredándola entre las ruinas, dándole forma antes de materializarla por completo. Su andar es pausado, sin prisa, sin titubeo. Sus ropajes oscuros ondean a su alrededor como un eco de las sombras que lo rodean, como si la propia tierra reconociera su presencia y se apartara en reverencia. Hay algo serpentino en su movimiento, un ritmo que no pertenece al mundo de los hombres.

El hombre que espera no reacciona de inmediato. No porque no lo haya visto venir, sino porque cada vez es un recordatorio de lo inevitable. La batalla será como todas las demás, una repetición sin fin. Sin embargo, por un instante, en el umbral de la confrontación, hay algo ceremonial en aquel encuentro. Como si, más allá de la guerra, hubiera algo más profundo que los une. Algo anterior a la historia, al lenguaje o a la razón.

Un suspiro invisible recorre la tierra. El viento se detiene como si el tiempo mismo contuviera el aliento. El sol agoniza un poco más.

El recién llegado avanza.

Su andar es pausado, constante, sin urgencia. No porque desee retrasar el inevitable enfrentamiento, sino porque el tiempo ya no tiene significado para él.

La ciudad en ruinas no le dice nada. No siente nostalgia, ni pesar, ni siquiera reconocimiento. Podría haber sido otra ciudad, otro campo de batalla, otro mundo. Todo se ha desmoronado antes y volverá a hacerlo. Solo los escombros permanecen, solo el polvo gira con el viento, solo la sombra que arrastra consigo sigue siendo real.

No hay odio en su pecho, ni furia. Las emociones le abandonaron hace demasiado tiempo, consumidas por la repetición, por la certeza de lo inevitable. Y si alguna vez hubo algo más—un propósito, una razón, una voluntad—también quedó enterrado en alguna guerra que ya no recuerda.

Pero hay una certeza. Siempre hay una… El enemigo que le espera.

Cuando su mirada encuentra a la del otro hombre, la siente como una corriente helada atravesando su piel. No es sorpresa. No es temor. Es reconocimiento. Una chispa de memoria encendida en la eternidad.

Porque al final, cuando todos los mundos se han extinguido, cuando todas las victorias han sido devoradas por el vacío, cuando cada batalla ha terminado igual que la anterior, él sigue aquí. Y el otro también.

El viento se detiene. La sombra se extiende a su alrededor.

Los dos hombres se miran.

No hay sorpresa en sus rostros. No hay odio. Solo el reconocimiento de lo inevitable.

Uno de ellos inclina la cabeza levemente, un gesto apenas perceptible, pero suficiente. El otro responde del mismo modo. No es un saludo festivo, ni una señal de respeto convencional. Es el acuerdo tácito de dos guerreros que han recorrido este camino demasiadas veces.

Entonces, ambos avanzan.

No es un ataque ciego, ni un estallido de furia repentina. Es una danza ensayada, una coreografía escrita hace milenios. La tierra tiembla bajo sus pasos, el aire se parte con el primer golpe. Acero contra sombras, luz contra caos.

Un hombre se alza con la fuerza de la aurora. Su espada corta el aire con un resplandor ardiente, su movimiento firme, preciso. No lucha por victoria. Lucha porque debe hacerlo. Como lo ha hecho desde el primer amanecer.

El otro hombre se desliza entre los golpes como si el viento lo guiara. Su sombra crece, se retuerce, se adapta. No esquiva por miedo. Esquiva porque ha aprendido que la lucha no es para ganar, sino para continuar. Como lo ha hecho desde el primer susurro del caos.

Cada golpe se encuentra con su opuesto. Ninguno retrocede. Ninguno cede.

El sol se desangra sobre el cielo. Los dioses se abalanzan uno contra el otro. Y la batalla comienza otra vez. 

Así como ha sido durante milenios, Ra, el dios del sol, y Apofis, el dios del caos, siguen su inútil y eterna lucha por la supremacía en una tierra que ya no existe, donde las ciudades han olvidado sus nombres, y el polvo ha comenzado a olvidar también a los dioses que lo habitan.








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domingo, 25 de mayo de 2025

El Condenado (Microrrelato)

La celda era angosta, sus muros húmedos y agrietados exhalaban un aire denso, cargado de óxido y encierro, de humanidad extinguida. Una única bombilla amarilla parpadeaba débilmente, proyectando sombras que danzaban como espectros en el silencio, apenas roto por el goteo constante de una tubería lejana: un reloj de agua que marcaba el tiempo con implacable crueldad.

Sentado en el filo del catre, el hombre sentía el uniforme naranja adherirse a su piel. Sin embargo, no era el calor lo que lo agobiaba. Era el peso de la espera, una bestia invisible y sofocante. Espera que al principio fue dolor; y que, ahora, solo era un vacío incrustado en cada fibra de su ser.

Estaba tranquilo. El miedo del principio había mutado. Ya no era un monstruo acechando desde la esquina, sino una presencia muda, sentada a su lado día tras día, recordándole lo inevitable. A veces se decía que estaba resignado. Otras, comprendía que aquella resignación era otra forma de quebrarse.

Esperar era una tortura sin látigos. Cada minuto se estiraba como una soga. Cada latido sonaba ajeno, como si su cuerpo aún ignorara la condena. No había futuro, solo un presente interminable que oprimía el pecho, obligándolo a respirar con cuidado, como si gastar aire fuera pecado.

Entonces, los oyó.

Pasos. Lentos. Decididos. Acercándose. No miró la puerta. Supo que era el final.

Por primera vez en toda esa eternidad inmóvil, deseó que llegaran rápido.

Porque lo insoportable ya no era morir. Era seguir esperando la muerte.











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domingo, 19 de enero de 2025

La Cornisa

Como si de mil agujas de hielo se tratara, el viento flageló el rostro cansado del hombre cuya espalda, ajena al suplicio, permanecía pegada a la abrupta pared de roca. El tiempo se había desdibujado desde su caída por el precipicio que, en la mañana, había atraído su mirada con irresistible curiosidad. Sin embargo, el sol, en su lento declive, le confirmaba una estancia de más de diez horas bajo la brisa marina y el implacable frío.

La estrecha cornisa que, milagrosamente, le había ofrecido un respiro en su caída al vacío, poco a poco redujo su eficacia a medida que el cansancio se apoderaba de su cuerpo reduciéndose a un exiguo lecho de piedra bajo sus pies entumecidos. Desde aquel instante en que quedó suspendido entre el cielo y el mar, la inmovilidad se había transformado en una tortura silenciosa de calambres, recuerdos y pensamientos fatalistas, mientras el aliento helado del océano le empapaba y le envolvía en una soledad implacable.

Es que la euforia y la adrenalina iniciales, que le permitieron aferrarse a la cornisa, se habían disipado poco a poco, dando paso a una profunda impotencia y a la sombría certeza de un final ineludible. Sabía que sus piernas, exhaustas, pronto cederían bajo el peso de su cuerpo, y la negrura abisal que se abría metros abajo lo engulliría para siempre.

Sin embargo, a pesar de todo, el hombre plantaba cara desafiante al viento resistiendo su embestida con terquedad. Solo el reflejo involuntario de sus párpados le impedía abrir los ojos y mirar de frente la furia que lo azotaba. Pero su postura, tensa aunque inmóvil, revelaba una entereza inquebrantable. La inmovilidad forzada no había mermado su espíritu; en su mente, refugio inviolable durante las últimas horas, cada etapa de su vida había sido minuciosamente revisada. Cada decisión, cada triunfo y cada derrota fueron sopesados bajo el rugido constante del océano… y, en la balanza final, su vida se le había revelado provechosa.

Estaba listo para partir y por más que gritara y rugiera, ni siquiera el océano, con todo y su furia le vería derrotado.

Solo había algo. Algo que, de cierta forma, se convertía en el cabo suelto que su vida reclamaba y que, llegada lo que consideraba su la hora, le hacía aferrarse con obstinación a aquella cornisa. Y, cosa extraña, aquel algo tenia hermosos ojos y un precioso cabello oscuro que reflejaba físicamente la rebeldía e indomabilidad que alimentaba el espíritu de su dueña.

Y es que aquel ángel con ojos de noche se había convertido para el hombre en un desafío mucho mayor que esa cornisa que, por el momento, se había convertido en su incomoda aliada. Se había prendado de su dulzura, de ese candor elemental que la hacía mirar al mundo en colores aun cuando el mundo se empeñaba en mostrarle a veces sus peores grises y ocres.  Había unido su corazón al de ella con tal fuerza que, por instantes, parecía latir exclusivamente al compás del suyo..

Una ráfaga de viento, más intensa que las precedentes, desprendió esquirlas de roca que, al impactar sobre su cabeza, lo arrancaron de sus cavilaciones. Maldiciendo en silencio, intentó apoyarse en una sola pierna, mientras movía la otra en un vano intento de aliviar el dolor punzante que le atenazaba las pantorrillas. Si el mar reclamaba su vida, tendría que arrebatársela con violencia. Él resistiría hasta el último aliento… 

¡Que cosas! –. Pensó, intentando esbozar una sonrisa. Aquella chica le había infundido ánimos y renovadas esperanzas cuando se tambaleaba al borde de los abismos metafóricos de su vida. Ahora, frente a este abismo real, oscuro y amenazante, solo su recuerdo ejercía el mismo poder. Apenas la evocación de aquellos ojos hermosos, mirándolo con cariño, bastaba para insuflar aliento a su espíritu exhausto.

Volviendo a afirmarse con ambos pies en la cornisa y aferrándose con los dedos a la áspera pared que lo respaldaba, se sumergió de nuevo en los recuerdos de la muchacha. Si su destino era caer, lo afrontaría abrazado a la belleza de esos pensamientos, no atrapado por los ecos del miedo y el dolor.

Se había prendado de aquella chica, había hecho todo por ella convirtiéndola en el centro de su vida…pero nunca se había atrevido a intentar llegar con ella a algo más que una “Sincera Amistad”. No por miedo a un rechazo, había tenido suficientes en la vida como para aprender también  a valorarlos. Su temor más grande con aquella chica, algo nuevo para él, era el no ser suficiente para ella. No ser digno de esa maravilla que el padre había puesto a su alcance y no tener lo necesario para ayudarla a crecer a su lado. Condición esta última,  esencial para merecer siquiera rozar su mano.

Apabullado por ese gran temor, tuvo que sufrir el verla sonreír a otros con amor, consentir sus pasos a su lado y prodigarles el brillo de esos ojos de noche que tanto amaba. Tuvo que presenciar cómo otros velaban por ella, mientras él se consumía en el anhelo de abrirle el mundo y conducirla de la mano para que se proclamase su dueña.

Y ahora, al final, ese gran temor se le antojaba el último reclamo que se le haría en el juicio póstumo de su vida. Nunca sabría si el miedo le evitó la decisión de su vida o, lo que es peor, de la vida de aquel ángel hermoso. Tenía muchas cosas que enseñar, mucho que dar y de alguna manera aquel miedo pudo haberlo evitado. 

Un dolor súbito y agudo en la pantorrilla derecha, mucho más fuerte que los anteriores, le arrancó un grito de dolor. Apoyándose con dificultad en el pie izquierdo, intentó aliviar la presión sobre la pierna dolorida, buscando inútilmente un respiro, aunque fuese fugaz. Esta vez el intenso dolor persistió. Enderezándose con esfuerzo, abrió los ojos al horizonte oscuro, dominado por el rugido ensordecedor de las olas… El final se acercaba; sus fuerzas no resistirían mucho más.

Con determinación, elevó los brazos rectos, trazando con ellos el contorno de la pared hasta adoptar la forma de una cruz, en un gesto que evocaba la fe de sus padres. Decidido a que el miedo y la desesperación no marcaran su final, invocó en sus pensamientos las más hermosas imágenes de su ángel de los ojos de noche, invocando la paz y belleza de espíritu que siempre hacían aflorar en su alma. Como última elección, cruzaría al otro lado en las alas del amor. Era su derecho.

Encomendándose a la divinidad,  desbalanceó su cuerpo inclinándose hacia el vacío… iniciando el camino a la eternidad. 

Un impacto brutal lo estrelló contra la cornisa, deteniendo su caída en el último instante. Apenas consciente, sintió una presión sorda, de algo grande y pesado, que lo aplastaba contra la pared rocosa, mientras un clamor confuso y luces cegadoras descendían desde la cima del acantilado, el mismo punto desde donde se había precipitado.

Desorientado, notó el súbito tirón de una cuerda que se apretaba alrededor de su torso, y una voz, desgarrándose la garganta, resonó cerca de su oído, luchando contra el estruendo del oleaje:

¡Calma! ¡Estamos aquí! ¡Te pondremos a salvo! ¡Vamos a subirte!

Casi sin enterarse, el hombre fue izado lentamente hasta alcanzar terreno seguro. Un equipo de rescatistas, después de horas de tensa labor, había urdido y ejecutado un arriesgado plan para rescatarlo. El estruendo incesante de las olas le había ocultado su presencia desde su precaria atalaya, metros más abajo, pero la arriesgada maniobra había culminado, afortunadamente, con éxito.

Dentro de una ambulancia, con ropa seca y arropado con una cobija térmica, el agotado hombre no podía dejar de ver el teléfono con el que la chica que había curado sus pies pasaba el reporte médico a sus superiores. Aun no comprendía completamente lo que había ocurrido y aquella situación le parecía irreal. Aun esperaba, en cualquier momento, sentir el agua del abismo en la cara y seguir su camino al otro lado.

Sin embargo, solo había una manera de convencerse de que aquello era real… 

¿Me lo prestas? –. Dijo a la chica, señalando el teléfono que acababa de dejar.

Ya con el Móvil en la mano, lo observó por un rato hasta que, decidiéndose, marcó rápidamente un número y se lo llevó al oído. Su cara de preocupación se ilumino al escuchar que alguien contestaba.

Hola, soy yo. ¿Cómo estás?. – Más calmado al escuchar aquella voz, se sentó en la orilla de la camilla y siguió la conversación. – Pues la verdad, si estuvo interesante el paseo, observé las olas muy de cerca

Mientras conversaba, pensó que se le había dado una segunda oportunidad y que no podía desaprovecharla. Así que, sin pensarlo dos veces, se lanzó 

Oye, te invito a cenar, necesitamos hablar…. Pues para comenzar, que dejes al novio ese que tienes y te vengas conmigo. Tengo mucho que compartir contigo… ¿Qué cosas?, Pues, por ejemplo, el mundo si lo quieres..

Y así, aquella cornisa, aquel borde en el acantilado, se erigió en una metáfora divisoria de su vida, trazando una línea nítida entre el antes y el después de la aceptación de su destino.


domingo, 1 de diciembre de 2024

La Fiesta

La alegre música y el bullicio estrepitoso que salían de aquella casa interrumpían lo que de otra manera de seguro hubiera sido una noche tranquila. El cielo estrellado y la hermosa luna llena atestiguaban el jolgorio que se celebraba en la única casa con las luces encendidas a esa hora de la noche.

Un movimiento en la esquina más próxima a la celebración, indicaba que la soledad de aquella plaza no era tan absoluta como parecía. Una mirada curiosa habría delatado a un hombre cómodamente sentado en el suelo, amparado en un árbol cuyas frondosas ramas le proporcionaban un camuflaje casi perfecto con su sombra. 

Pensativo, el hombre levantó una botella a la que dio un largo trago. Colocándola al contraluz de aquella casa iluminada, vio que ya no quedaba mucho en su interior. Sonriendo, pensó que debió salir de allí cuando aún quedaba licor para terminar la noche. Pero, como siempre, había tomado casi demasiado tarde la decisión a pesar de lo que su corazón le advertía. Afortunadamente, aquel "casi" le había asegurado al menos unos tragos de su licor favorito en la compañía de la única persona en quien realmente podía confiar... él mismo.

Colocándola de nuevo a su lado, el hombre pensó que en aquella botella prácticamente se resumía la historia de su vida. No se consideraba a sí mismo una persona altruista. Sin embargo, siempre se esforzaba al máximo para que las cosas se hicieran bien, ya fuera en el trabajo, en el amor o en la vida. Siempre trataba de ayudar a los demás en lo posible; le gustaba verlos prosperar. Pensaba que las cosas bien hechas agradaban a Dios y que, personalmente o a través de otros, su intervención le ganaría algunos puntos al final, cuando tuviera que rendir cuentas de su vida.

A veces, esta actitud realmente daba resultados. Había hecho grandes amigos en personas agradecidas que aún andan por ahí, triunfando y recordándole con cariño. Estaba seguro de que, si era posible, ellas le apoyarían en cualquier situación adversa. Esas personas serían sus testigos al final.

Otras veces, sin embargo, las personas solo se beneficiaban de su entrega y dedicación, pero al momento de la verdad, nunca obtenía su apoyo. Esas personas eran tiempo perdido. No le gustaba que le utilizaran, le molestaba infinitamente que se aprovecharan de sus buenas intenciones pero, sin embargo, insistía, continuaba apoyando y haciendo las cosas bien. Hacía lo que sabía hacer, sin esperar retribución. 

Hasta que, en algún momento, se cansaba. Y entonces, simplemente tomaba su botella con lo que quedara en ella y se marchaba. A buscar otro lugar donde su capacidad de apoyar, querer, trabajar o incluso amar, fuera correspondida.

Un aumento en el ruido proveniente de la casa le sacó de sus pensamientos. Observó la hora en el reloj de su móvil y murmuró para si

Ya es muy tarde. Voy a tener que irme –.

Es que, aunque ya tenían bastante rato en ello, aquella fiesta con la que celebraban el cierre de algún negocio desconocido para él, parecía estar en pleno apogeo. No eran raras aquel tipo de fiestas ofrecidas por su patrones a personas de su confianza. Extrañamente, a pesar de su dedicación al trabajo y a estar siempre presto a brindar ayuda cuando se necesitara, no se consideraba precisamente de la confianza de sus jefes y compañeros más allegados a ellos. Sin embargo, siempre parecía tener un cupo en ellas motivado seguramente a esa vocación de servicio que le llevaba a colaborar sin reclamos o recelos.

Solo que aquella noche se había cansado de ser un fantasma bueno para todo y merecedor de nada. Se había cansado y simplemente había tomado su botella y se había marchado. 

Súbitamente, una batahola se armó en la calle frente al hombre. Múltiples vehículos oficiales rodearon la casa y decenas de hombres uniformados bloquearon la calle amparados en el fenomenal ruido que la música y las risas proveían como cobertura. 

Rápidamente, los hombres penetraron en la casa. La música se detuvo y las risas se transformaron en gritos, amenazas y maldiciones que se mezclaron con declaraciones de arresto y algún lloriqueo histérico.

Desde su posición privilegiada, el hombre pudo ver cómo, en un desfile impensable, sus jefes encabezaban una larga fila de personalidades. Esta incluía chicas, contratistas, jueces, abogados y políticos de renombre, todos esposados y escuchando una larga retahíla de derechos antes de ser llevados a los vehículos policiales. Su destino, según lo que pudo escuchar desde la sombra, era poco prometedor. Contrabando, tráfico, conspiración y corrupción fueron solo algunas de las palabras que pudo entender entre los gritos y las órdenes de los oficiales.

Que mal les va a ir –. Pensó

Cuidándose de no ser visto, el hombre vació de un trago el contenido restante de su botella y emprendió camino por un sendero de árboles. Pensó que, después de todo, tenía suerte y que sus acciones positivas sí eran recompensadas, aunque de maneras inesperadas.

Viendo su reloj y ya con un poco de sueño, apresuró el paso pensando que, temprano en la mañana, debería salir a buscar un nuevo trabajo. Eso sí, no antes de llamar a aquel amigo que lo había contactado más temprano y le había advertido del allanamiento que se realizaría esa noche. Uno de esos amigos que practicaba la gratitud, uno de esos que hacían que todo valiera la pena.














martes, 22 de octubre de 2024

El Saco de Patatas

El sol abrasador castigaba la tierra reseca de aquel camino rural, convirtiendo el aire en un horno. Con un suspiro de cansancio, el hombre colocó cuidadosamente en el suelo el pesado saco de patatas, sintiendo cómo sus hombros agradecían el descanso. La gorra de béisbol que usaba, sudada y polvorienta, le ofrecía una sombra tenue mientras se esforzaba para alcanzar su zurrón de cuero. Extrajo una botella de agua tibia cuyo contenido, a pesar de la temperatura, le pareció helada y refrescante. El líquido, al deslizarse por su garganta, de alguna manera le recordó el sabor de la vida y agradeció profundamente contar con aquella bendición en esos momentos de necesidad.

Mientras descansaba de su carga, echó una mirada al camino recorrido y, con aprensión, al que le quedaba. Intentaba animarse, convenciéndose de que lo peor había pasado. Bastante transitado cuando comenzó, ahora se veía sumamente solitario y solo algunas aves picoteaban aquí y allá. Todos los demás seres vivientes parecían escapar al calor de la hora… menos él y su carga, la que necesitaba llevar a su destino.

No le gustaba la soledad. Pero la prefería antes que lidiar con la deslealtad y la falta de agradecimiento de las personas. No podía evitarlo. Aun contradiciendo lo que su padre y todos sus amigos metafísicos le habían enseñado, o habían tratado de enseñarle. Aquello de que “las cosas que se hacen por los demás tiene su respuesta en el cielo”… o en la otra vida, o en el nirvana… o en cualquier otro lado menos aquí.

Sonriendo para sí, y ya descansado, inclinó su cuerpo sobre el saco de tubérculos y con un fuerte empujón lo llevó nuevamente hacia su hombro para seguir camino. No necesitaba estar parado para seguir pensando tonterías y no era cosa de que se le fuera todo el día en el camino.

Al reanudar su marcha, vio más adelante la única señal de vida humana a todo lo largo de la carretera visible. Una chica de unos veinte años apareció de repente por el camino de una granja más adelante, montando una destartalada bicicleta. El hombre la reconoció enseguida. La chica era Sandra, hija de un conocido granjero de la zona. No los conocía bien aunque, a veces, les había brindado algún aventón cuando su camioneta no estaba en el taller. 

Desde la distancia, la chica pareció reconocer al viajero y levantó su mano en un amistoso saludo. Luego, levantándose sobre los pedales de su bicicleta, con un fuerte empujón, aceleró por el camino tomando la misma dirección en que el hombre viajaba dándole la espalda.

Bueno, pues. No me esperó y me hubiera gustado preguntar por su padre. – Dijo para sí, mientras acomodada mejor su carga sobre el hombro y sin, aparentemente, extrañarse para nada de la aparente huida de la chica. 

Es que, cuando comenzó su travesía aquella mañana, había mucha más gente en el camino. Todos vecinos o conocidos y, la mayor parte de ellos, beneficiarios de alguna manera de aquellas cosas que, según su padre,  “había que hacer por los demás”.

Sin embargo, su carga pareció tener el mágico poder de recordar a todos sus congéneres alguna imperiosa necesidad de llegar rápidamente a una cita olvidada. Seguramente en donde no existían sacos de patatas ni nadie que cargara con ellos y que pudiera necesitar un poco de ayuda. Sin excepción, independientemente de lo que hicieran en el momento, todos saludaron presurosos y salieron disparados en dirección contraria a la del hombre y su carga. 

Extraña cosa esto de la mente humana y sus lagunas que disfrazan las propias necesidades urgentes como aparentes actos de deslealtad. Y más extraña cosa todavía pensar que, en realidad, él en ningún momento solicitaba a los demás ayuda con su carga. O, por lo menos, la ayuda que ellos pensaban.

A diferencia de su padre, comprendía la importancia de corresponder a los actos de generosidad. Había aprendido que el agradecimiento es fundamental y que dar sin esperar nada a cambio solo fomentaba la pasividad. Estaba convencido de que el dar y recibir formaban un ciclo vital en el que ambas partes eran esenciales. Mientras su padre no veía la necesidad de reciprocidad, él creía firmemente en el equilibrio de dar y recibir. Había interiorizado que el agradecimiento era el engranaje que hacía funcionar este ciclo vital. Dar sin esperar nada, pensaba, solo interrumpía el flujo natural de este intercambio esencial.

Ese día, por ejemplo, un simple gesto de solidaridad habría bastado para aliviarle: una mano secando el sudor, unos minutos de charla amena, una pregunta sincera sobre el peso de su carga. Cualquier mínima cosa, palabra o gesto que denotara que sus actos habían sido valiosos y que estaban agradecidos habría sido suficiente. 

Pero ninguno de sus vecinos, incluso, se interesó siquiera por la razón de que cargara con un saco de patatas, a pesar de tener un generalmente confiable auto del que muchos de ellos se habían servido alguna vez. Nadie se atrevió, no fuera que al final terminasen compartiendo tan pesada y sucia carga. 

Deslealtad clara y absoluta. Y, si la alternativa son los desleales, mejor la soledad de aquel camino. Mejor cargar su saco de patatas en silencio y cumplir su labor sin esperar nada de los demás. Se deprimiría menos y obtendría lo mismo… nada.

Sumergido en sus pensamientos, el hombre había avanzado bastante en su camino. Un movimiento mas adelante, bastante lejos aún, le llamó la atención. Aparentemente alguien venía así que decidió darse otro descanso y, con un poco de dificultad esta vez, colocó nuevamente el saco en el suelo.

A pesar de sus gruñidos internos y de todo el refunfuñar de la última hora, la perspectiva de conversar con alguna persona se le hacía de alguna manera esperanzadora. Aun cuando no lo reconociera y se dijera que solo quería descansar. Así que esperó, vigilando con expectativa el punto que se acercaba.

Pronto, vio como le alcanzaban dos figuras que avanzaban muy juntas por el medio del camino en sendas bicicletas. Con cierta alegría, el hombre reconoció nuevamente a la chica que le había saludado unos kilómetros atrás y a su padre. Un hombre mayor que, a pesar de su edad, venia pedaleando enérgicamente una bicicleta tan vieja y destartalada como la que montaba su hija. Cada bicicleta arrastraba una pequeña carreta de dos ruedas que, de seguro, habían vivido mejores tiempos por lo usadas que se veían.

Don Miguel, le hice señas de que me esperara. Por suerte encontré a Papá y pudimos traer las dos carretas. Ni de chiste hubiera podido con su carga y con usted. Si está como rechonchito –, dijo la chica, con una hermosa sonrisa, mientras le alcanzaba al hombre una cantimplora con agua fresca.

¿Qué hubo Miguel? ¿Qué pasó con la camioneta? ¿Otra vez en el taller? – Saludó el hombre en la bicicleta. – Que suerte que “Mija” corrió como los diablos a buscarme, un poco más y no me encuentra.

Sin saber que decir, el hombre solo atinó a tomar la cantimplora y beber un largo trago de agua. Mientras tanto el anciano, con una energía no cónsona con su edad, tomaba el saco del suelo y lo colaba con cuidado en el carretón.

Échese en el carretón don Miguel, pa’ que descanse. Ahí le mandó mi “Ma”  unos pastelones de merengue pa’ que los pruebe. Y que no se le ocurra venirse sin pasar por la casa – Dijo la chica, casi empujando al aun sorprendido hombre hacia su propio carretón.

Graaciasss, no sé qué decir –. Las palabras salieron atropelladas de su boca. 

Pues no diga nada hombre, échese un rato y mire pa´l cielo comiendo pastelones que lo que había que hacer ya usted lo hizo. Mire que cargarse solo ese saco. Solamente a usted se le ocurre.

La extraña comitiva partió rápidamente con su carga. El hombre, recostado en su carretón y mirando al cielo, pensaba en las extrañas vueltas de la vida. Estaba seguro de que su padre le miraba desde algún lado muerto de la risa y diciéndole.. “¿Ves, como las cosas a veces no son como creemos?”.

Sonriendo, extendió una mano machada de merengue hacia el cielo y pensó – Acepto la lección – y en voz alta agradeció a quienes le auxiliaron:

Gracias amigos, me salvaron en más de una forma. 

No, de nada don Miguel, que ahí estamos para ayudarnos. Pero, al fin y al cabo, ¿para donde lleva usted ese saco de Patatas?

El hombre sonrió recordando la batalla mental que traía consigo, y en toda la mala vibra que las acciones ajenas le habían causado. Era como si cada patata en aquel saco fuera un mal pensamiento o un pesar tonto que habida decidido cargar y el que, con ayuda de sus amigos, había podido quitarse de encima.

En realidad, tanto su padre como él tenían razón. La respuesta a nuestras buenas acciones si llega de alguna manera antes de viajar al otro lado. Solo que, la mayor parte de las veces, no viene de donde esperamos. Es como si todo el bien que hacemos fuera a un solo paquete del que también sale, al azar, el bien que recibimos. El secreto está en lograr que la mayor cantidad de gente posible haga su aporte a ese paquete. Así, de esta manera, tendremos más oportunidades de obtener nuestra modesta recompensa. Lección de vida esta.

Con alivio y sinceridad respondió la pregunta de la chica

Pues ya no Importa. Ya no es mi carga. Por ahí lo dejaremos para que alguien haga un buen puré.

Y se recostó en su transporte, pidiendo se le concediera pronto otra oportunidad de ayudar a los demás.