Al principio, sueñas. No con volar, ni con caer. Esta vez, no. Estás sentado frente a ella, Luna, hablándole. Pero tu voz se deshace en polvo. Ella te observa como si ya no estuvieras allí, como si tu silueta fuera un dibujo que alguien olvidó terminar. Sus ojos, todavía cálidos, buscan algo en ti que ya no encuentras. Como tantas veces antes, te aferras a su mirada, pero solo queda silencio.
Despiertas con la boca seca, el pecho hundido, como si hubieras dormido enterrado en arena, sin descanso. El sueño se disuelve, pero el silencio queda.
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Un escalofrío te atraviesa. Es leve, una punzada equivocada en el centro del cuerpo, como si tu sangre hubiera olvidado cómo fluir con calor. Los fluorescentes de la oficina parpadean, como si intentaran decir algo en código. Nadie más lo nota.
Los pasillos se alargan. Los saludos se acortan, murmullos que resbalan por las paredes. Tus pasos suenan más lentos, aunque jures que caminas igual. Tus uñas, antes cortadas con cuidado, crecen disparejas, como si ya no les importara seguirte. Cada sonrisa te cuesta más músculo, pero nadie parece notarlo. Te preguntas si el ascenso que todos esperan será suficiente para devolverte el calor.
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Una tarde, junto al microondas que zumba como un insecto moribundo, tus dedos tiemblan. No es nerviosismo, sino una quietud que se arrastra desde tus huesos, como si la sangre se hubiera detenido a escuchar. Te pellizcas. La piel apenas responde, cenicienta, como si te hubiera olvidado.
Esa noche no enciendes el televisor. El reflejo en la pantalla apagada te observa con ojos que no parpadean. Es casi tú, pero los contornos se difuminan, como si alguien hubiera intentado dibujarte de memoria.
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Luego llega el ascenso. Antes, habrías temblado de emoción. Ahora, solo tiembla la mano. El aire de la oficina se siente más denso, como si absorbiera el eco de tu firma. Firmas con una mano que parece prestada, la tinta espesa como sangre coagulada. Sientes un hilo cortarse en tu interior, cayendo al vacío. Un colega te felicita, pero su mirada se detiene en tus manos.
— ¿Estás bien? Pareces… apagado.
Se ríe, nervioso, y se aleja. Desde entonces, dejas de tener olor. No sudas, no hueles. El cansancio es un eco de alguien que ya no eres. El espejo tarda más en reconocerte cada mañana, como si esperara que termines de armarte antes de devolverte una mirada que no es tuya.
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Tus palabras se ahogan, como pronunciadas bajo agua. La piel se enfría, prestada, como si ya no te perteneciera. Alguien bromea:
— Pareces un cadáver con corbata.
No respondes. Ni sonríes. Apenas estás.
Las voces a tu alrededor se distorsionan, palabras que se deshacen antes de llegar a ti. A veces parece que no dicen nada. Y aun así, todos siguen. Como tú. Autómatas disfrazados de lunes.
Una vez ves a la recepcionista caminar descalza por el pasillo. Deja huellas rojas que desaparecen al parpadear. Nadie más las nota. En la esquina, un susurro que no entiendes murmura tu nombre. Giras, pero no hay nadie. Las huellas se desvanecen. Pero desde entonces, cada paso tuyo suena más hueco.
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Por las noches sueñas que eres tejido. No que lo tocas, no que lo comes. Que tú eres eso: tejido sin dirección, fibras sin propósito. Un cuerpo que ya no tiene quién lo habite.
Recuerdas a Luna. Te arrastró a bailar bajo un farol. Reía, la lluvia empapaba su cabello. Su calor te anclaba, te hacía sentir que todavía eras alguien. Pero ahora su voz llega por el teléfono, suave, todavía humana, temblando:
— ¿Estás ahí? Dime algo, por favor.
Buscas su nombre entre tus recuerdos, pero no lo encuentras en la garganta. Solo piedra. Intentas hablar, pero tu lengua pesa como plomo. Alcanzas a susurrar un “¿sí?” que se deshace en polvo antes de llegar al teléfono. Ella te mira largo rato a través del silencio, luego cuelga.
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Tu lengua ya no articula. Tus ojos parpadean por memoria muscular, no por necesidad. Vuelves al café donde solías escribir. Cerrado. El reflejo en la vitrina no te sigue: te observa, inmóvil, desde el otro lado. Caminas de vuelta bajo farolas que titilan, como si intentaran advertirte. Un susurro que no entiendes murmura tu nombre desde la esquina de la calle.
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Esa noche, al regresar a casa, sientes pasos que no son tuyos. Giras. Hay algo siguiéndote. No tiene rostro, solo una cavidad donde debería habitar la mirada. Te estudia con paciencia. Con certeza.
— Ya no hay espera — susurra, con una voz que no viene de ninguna garganta.
Y tú, por fin, lo sabes.
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Nadie nota la diferencia al día siguiente. Estás en tu lugar, el café humea en tus manos, pero no lo sientes. Das respuestas rápidas, perfectas, mientras el reloj de la oficina sigue tic-tac, indiferente. Ya no hay pulsos. Solo protocolos.
Tu reflejo en la ventana ya no te imita. Sonríe.
Luego, sin moverse
, camina.Se da vuelta, toma tu maletín del escritorio, y se aleja.
En el cristal, quedas tú: atrapado en la superficie, sin cuerpo, sin voz.
Observando.
y otros temas?
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