Nació en medio de la niebla, cuando el sol era un rumor lejano. Aprendió a caminar entre grietas, a leer entre consignas, a callar entre murmullos. Su madre hablaba de otros tiempos como quien cuenta leyendas, de días en que las palabras no pesaban como cadenas. Su padre tallaba leña en silencio, pero una noche, mientras las astillas caían, murmuró:
—No siempre fue así, Mariana.
Sus manos temblaron, buscando algo más que madera.
Le decían que antes se podía hablar sin ser apuntado. Que las risas no temían. Que la dignidad era una elección, no un uniforme. Pero eso eran ruinas sin mapa. Para Mariana, la vida era esperar sin saber qué.
Y sin embargo, a veces, en la penumbra, Mariana escuchaba risas.
No eran muchas, ni fuertes, pero estaban ahí: breves destellos de algo que se negaba a morir. Venían de una casa, de un rincón, de dos voces que se atrevían a compartir una historia, una memoria, una tontería. No eran celebraciones. Eran supervivencias.
Como pan partido a escondidas.
Como un eco que, pese a todo, no desaparecía.
Desde la colina donde pasaba sus tardes, lo veía todo: el pueblo quieto, los campos agrietados como piel olvidada, los techos inclinados bajo un cielo que nunca lloraba. Allí, el silencio pesaba más que las columnas de sal.
Las columnas.
Eran dos. Estaban desde siempre, o eso decían. Algunos contaban que nacieron tras una disputa, cuando las palabras se petrificaron. Otros, que fueron alzadas por manos que ya no recordaban por qué. Hechas de un blanco calcáreo que el tiempo no corroía, eran más que piedra: eran reglas sin dueño. Nadie las tocaba. Nadie las nombraba. Pero todos vivían conforme a su sombra.
Una, erigida por los que mandaban, proclamaba:
“El dolor nos hace libres.”
La otra, como réplica, respondía:
“El rechazo nos hace dignos.”
Eran advertencias o plegarias mal entendidas. Estaban en los estómagos vacíos, en las decisiones no tomadas, en las palabras no dichas.
La aldea se dividió.
Los de la primera columna creían que el sufrimiento purgaba culpas antiguas. Los de la segunda veían en el rechazo un escudo contra la humillación.
Cada cual llamaba “dignidad” a lo que el otro nombraba “sumisión”.
En el horizonte, el molino vigilaba en silencio.
Sus aspas, inmóviles, parecían un reproche que nadie quería escuchar. Era fuerte, pero no giraba. No por falta de viento, sino por una quietud cultivada.
Una aspa apuntaba a los que daban lo suyo como ofrenda impuesta. La otra, a los que rechazaban todo, como si recibir fuera traición.
Ambos lados se creían custodios de la dignidad.
Pero el molino solo sostenía el silencio.
Su eje crujía, oxidado por el peso de dos verdades enfrentadas.
No era un molino.
Era una frontera entre dos dogmas:
obligar a tomar, obligar a rechazar.
Así pasaban los días.
Así pasaba la vida.
Mariana trazaba nombres en la tierra.
El de su madre, que aún susurraba esperanzas mientras tejía pañuelos con frases bordadas: “algún día será distinto”.
El suyo, para no olvidar imaginar.
De niña, un anciano dibujó un pájaro en el polvo.
—Para que no olvides volar —dijo, antes de que se lo llevaran.
Cada nombre que Mariana escribía era un pájaro que no se rendía.
Soplaba el polvo, no para borrar, sino para darles aire.
Pero esa tarde, dudó.
Se quedó mirando el molino sin moverse. El viento soplaba, pero nada cambiaba.
Tal vez el molino nunca giraría.
Tal vez los nombres no bastaban.
—¿Por qué no giran las aspas? —preguntó un niño, a su lado.
Mariana no supo por qué respondió, pero lo hizo: —Porque aún no sabemos empujar juntos en la misma dirección.
Y algo en su voz, en su tono sereno, desgarró el aire.
Un eco resonó en los rostros que llevaban demasiado tiempo en silencio.
Alguien partió su pan y lo ofreció sin mirar colores. Otro cedió su lugar a quien apenas caminaba. Dos que discutían por las columnas se miraron, asintieron… y caminaron juntos.
No todos se unieron. Algunos, aferrados a las sombras de las columnas, murmuraban: —¿Y si nos equivocamos?
Pero el eco de unos pasos los llamó.
Hombro con hombro, dejaron atrás las columnas y se dirigieron al molino.
Empujaron las aspas. Aflojaron el eje.
Los jóvenes alzaron a los viejos para alcanzar el mecanismo.
Mariana rozó el corazón del gigante inmóvil con la palma abierta. No lo empujó. Lo despertó.
Y el molino giró. Como un corazón que recuerda su latido. Las manos de los aldeanos lo sostuvieron, y el aire cantó un himno grave.
Entonces, llovió.
No desde el cielo, sino desde los ojos que se miraron sin temor.
Desde las voces que hablaron sin permiso.
El agua lamía sus rostros, tibia.
El olor de la tierra viva se alzó.
Las columnas, al sentir la humedad, no se quebraron. Se disolvieron.
Como si entendieran que su tiempo no era el de las manos abiertas. Que la dignidad no se grita, sino que se cultiva en el barro.
El molino giraba. El agua corrió por los canales olvidados. Los campos bebieron el silencio disuelto.
Brotó el verde. Creció el trigo.
El grano llenó graneros que solo guardaban polvo.
El grano llenó graneros que solo guardaban polvo.
Esa noche, bajo el molino, los aldeanos contaron historias. De risas sin miedo. De amores sin permiso. De silencios rotos con pan.
Mariana escuchó, sabiendo que cada palabra era una semilla para el mañana.
La aldea celebró con trabajo:
manos que recuperaron su sentido,
oficios reencontrados,
pan compartido sin vergüenza.
Y comprendieron:
la vida valía no por sufrirla, ni por negarla, sino por construirla con el otro.
Cuando las columnas fueron solo un recuerdo, Mariana se agachó. Tocó la tierra tibia y escribió un susurro que valía por sí mismo:
Simple, verdadera, sin comillas
Los aldeanos, al verla, sonrieron en silencio. Pero todos sabían que el molino seguiría necesitando manos. Que la lluvia, aunque cayera, no bastaría sola.
Pero no importaba... habían aprendido. Lo harían juntos.
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Hola, Octavio, qué bonito, el poder de la unión, de estar unidos para el bien común, así debería ser siempre. Estupendo relato y muy bien narrado.
ResponderEliminarUn abrazo. :)
hola... sip, a veces olvidamos el poder de todos... ¡Saludos!
EliminarHola Octavio, dicen que la unión hace la fuerza, y eso es lo que hacía falta para caminar juntos hacia el mismo objetivo.
ResponderEliminarQue bien narrado.
Un abrazo Octavio.
Hola.. asi es, juntos todas las dificultades se hacen menos.. solo que tendemos a juntarnos única y provisionalmente cuando ya no podemos mas. ¡Saludos!
EliminarDejaron sus convicciones de lado y le dieron la espalda a su ego. Solo así se puede construir desde la unión.
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