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10 octubre, 2022

El Contrato

Una brisa suave entró por la puerta que daba al balcón. Cálida para las demás personas, para él era tremendamente helada así que hubiera dado lo que fuera por cerrar aquella puerta. Pero eso habría significado tener que abandonar la cama, y al tibio cuerpo que le acompañaba en ella.

Así que, ignorando la inoportuna brisa, buscó el calor de su compañera colocándose de costado, su pecho contra su espalda, y abrazándola suavemente. Entre sueños, la chica atrapó su brazo apretándolo contra su pecho desnudo como buscando a su vez protección y abrigo.

El hombre sonrió para sus adentros, pensando en lo que provocaría en los suyos si se enteraran de ese momento de sensibilidad que estaba mostrando con esta chica. Y es que para ellos, y para él mismo la mayor parte del tiempo, esa chica y su gente eran solo un medio para llegar a un fin.

Un movimiento involuntario en la parte baja de su cuerpo le sacó de sus cavilaciones. Rápidamente, pero con toda la suavidad de la que era capaz, abandonó la cama. Sabía lo que aquel movimiento en su entrepierna significaba, había apostado incontables veces a su poder sobre los hombres para favorecer sus “negocios”,  y no estaba seguro de resistir incólume si se dejaba llevar.

Desnudo y en silencio, caminó hacia la mesita del minibar y se sirvió un trago de Ron fijando su vista en un papel que se encontraba sobre la mesa. Solo tenía algunos párrafos escritos a mano y, al final, una firma. Una firma y la huella de un beso... Un beso de aquella mujer cuyo cuerpo también desnudo se empeñaba en devolverle en su reflejo el espejo del minibar.

Tomando el papel en una mano y el trago en la otra, el hombre se dirigió al balcón y se sentó en una amplia silla desde la que podía observarse la “grandiosidad” de la ciudad. Otro intento de sonrisa trató de aflorar en su rostro. Desde aquel penthouse en un piso veinte él no veía grandiosidad por ninguna parte, solo veía un pantano en el que los humanos se agrupan y aparean, gestando pasiones nuevas a partir de pecados antiguos.

No se quejaba, era en ese lodazal donde prosperaban sus negocios. Y, a pesar de la mala fama, muy pocas veces necesitaba recurrir a tretas sucias  para lograr sus objetivos. En estos días a la gente ya parecía importarle poco las consecuencias de sus actos. A veces extrañaba los viejos tiempos en los cuales debía exhibir su pericia en el arte del engaño y cada negocio cerrado era una victoria en la que, de verdad, triunfaba el mejor.

Sin embargo, el mundo no dejaba de sorprenderle. Entre el lodazal y la porquería siempre surgían excepciones en la condición humana. Y es allí, con esas excepciones, que en verdad se lucía. Es que sentía una especial satisfacción en atraerlos a “su” mundo y, al final, lograr atraparles en sus redes tal y como a todos los demás.

Y en la cama de aquella habitación estaba una de esas excepciones. Una de esas almas que florecen en el lodazal y que siempre le han ofrecido la oportunidad de demostrar lo fáciles que son de hundir… y en la mano, con aquel papel, tenía la prueba de su victoria sobre ella.

Solo que, por primera vez desde que hacia negocios, no sentía satisfacción por el éxito obtenido. Es que en algún momento comenzó a sentir cosas, no sabía cómo llamarles, y aquella chica llegó a convertirse en una posibilidad real de dar fin a su camino en soledad. Aquella chica, hija de aquel mundo donde hacía sus “negocios”, era a la vez esperanza e incertidumbre de un destino hasta ahora inexorable.

Un ligero resplandor en el horizonte, perceptible solo para ojos acostumbrados a la oscuridad más absoluta, le advirtió de la llegada del amanecer. Se levantó de la silla y entró a la habitación en búsqueda de su ropa. Mientras se vestía, repasó con la vista el hermoso cuerpo sobre la cama. Esa chica que aquel papel decía era suya y a la cual había conocido libre.

Sabía que, al despertar, ella sabría lo que había hecho. Le reconocería y comprendería la magnitud de su propia locura. Y entonces le odiaría, como todos. Sin importar lo que por ella sintiera o lo que el futuro deparara.

Con la suavidad de quien acaricia una rosa, el hombre rozó con su dedo la mejilla de la chica hasta seguir el contorno de sus labios. Luego, tomando nuevamente la hoja de papel, se dirigió al balcón.  Ya con vista a la ciudad, levantó su mano observando el papel que aun sostenía. Suspirando, elevó la mano hasta la altura de su cabeza y la sacudió enérgicamente. 

- ¡Rescindido! – dijo, y el papel, en medio de una llamarada azul, desapareció en el aire.

Luego, mirando hacia arriba, el hombre amenazó con su puño y dijo por lo bajo

- Ni creas que ganaste nada, ella es irrepetible y lo más probable es que igual sea mía luego… Cada segundo alguien firma un contrato con sus demonios, uno menos no enfriará el infierno.

Dio una última mirada a la ciudad que ya brillaba con la luz del amanecer. Luego, con una sonrisa diabólica y un gesto de furia, dio un salto sobre la baranda del balcón regresando al mundo en búsqueda de nuevos negocios.








03 octubre, 2022

Amílcar (Cuento corto: 1era Parte)

La verdad, no podría decir que fui amigo de Amílcar. No recuerdo haberle visto nunca jugar con otro niño o que coincidiéramos en algunas de esas pocas reuniones que podíamos permitirnos allá en los años en que nuestro caserío era más un casa de vecindad que un centro poblado real.

A pesar de que trato de exprimir mis recuerdos al máximo, solo me ha sido posible llegar hasta  verlo, ya con unos siete años, llevar el almuerzo a su papá religiosamente cada día allá al pequeño y pedregoso terreno donde luchaba por cultivar sus hortalizas. Siempre caminando, en la misma vianda metálica y siempre con esa especie de gorro rastafari de lana tejida cubriéndole la cabeza.

Nadie hablaba de eso, pero todos sabíamos por nuestros padres que Amílcar había nacido afectado por  una rara enfermedad que hacía que su cabeza fuera más grande de lo normal y que siguiera creciendo con los años. Poco sabíamos de estas enfermedades en un campo en el que apenas veíamos otras personas, pero con el tiempo y los estudios asumí que la dolencia del pobre Amílcar era algún tipo de hidrocefalia, condición terrible por lo demás y que aún hoy puede tener en muchos casos un pronóstico poco alentador.

Fuera lo que sintiera o lo difícil que resultara para Amílcar su condición, el hecho es que el chico era un alma bastante solitaria que, cuando no hacia algún encargo para sus padres, vagaba por los campos murmurando por lo bajo lo que pensábamos eran las oraciones que su madre, rezandera de vocación, le habría enseñado y el chico no paraba de recitar para sí, deteniéndose solo cuando pensaba que alguien más le escuchaba. Esa costumbre de murmurar permanentemente y la soledad a la que se sometía voluntariamente nos hacían sospechar que, además de la deformidad física, algo más no andaba bien en su cabeza.

Sin embargo, y a pesar de lo raro, la gente del caserío apreciaba al niño y a sus padres y a nosotros la dura vida del campo nos absorbía la mayor parte de nuestro tiempo por lo que nadie se preocupaba mucho por lo que hacía o deshacía.

Las cosas cambiaron con la llegada de la carretera nacional que conectó la región con la capital y los principales puertos del país. Nuestro caserío pasó de unas cuantas docenas de habitantes a un par de centenares en el primer año y cerca de los dos millares en los años siguientes. La modernidad había llegado a nosotros y, con ella, el infierno para Amílcar.

Para el pobre chico debió ser extraordinariamente difícil ver como diariamente aparecían construcciones y caras nuevas en nuestro normalmente placido caserío, con personas que exhibían extrañas costumbres y desacostumbrados prejuicios en un pueblo en el que tradicionalmente todos éramos casi familia. Los hijos de los nuevos habitantes pronto comenzaron a hacer de Amílcar blanco de burlas con referencias soeces y despectivas sobre su supuesta deformidad y el gorro con el que la ocultaba. Sin embargo, y a pesar de las burlas, Amílcar seguía llevando diariamente la comida a su padre en un religioso acto que sus enemigos aprovechaban para esperarle y montar una especie de show en el que burlarse del “fenómeno” era la consigna.

Una de las últimas veces que vi a Amílcar está fijada en mi memoria como uno de esos hechos que marcan las vidas de las personas y le acompañan para siempre.  Una tarde, los niños “fuereños” le arrinconaron a la salida del caserío con sus clásicas burlas y gritos. Hasta entonces jamás le habían agredido físicamente pero ese día James, un regordete niño “fuereño” de mala actitud, trató de arrebatarle el gorro a la fuerza tirando de él con tanto vigor que Amílcar cayó al suelo de espaldas mientras el agresor seguía halándolo con violencia.

La reacción de Amílcar fue terrible, gritó con un llanto desgarrador como si estuvieran tratando de arrancarle en carne viva una parte de su cuerpo… aferrando desesperadamente su gorro, tiraba y se revolcaba en el piso tratando de liberarse de su agresor mientras los demás niños gritaban y reían por lo que su amigo hacía.

De pronto una piedra golpeo la espalda del niño agresor obligándolo a soltar a Amílcar con un grito de dolor. Sorprendido, vi como por el puente viejo mi prima Elisa y al menos otros seis niños del caserío dejaban su carga en el suelo y corrían hacia el grupo que agredía a Amílcar. En segundos se armó allí una verdadera batalla campal, en la que me temo también me vi involucrado, y de la que los "fuereños" llevaron la peor parte por no ser rivales para un grupo de niños acostumbrados a la rudeza del trabajo de campo.

Terminada la batalla con la huida de los agresores, en el piso aún se encontraba el pobre Amílcar llorando a lágrima tendida y con sus manos aún sosteniendo fuertemente su gorro. Pasó más de una hora antes de que se calmara lo suficiente para incorporarse y permitir que mi prima lo limpiara un poco. Fue curioso darnos cuenta que era la primera vez que estábamos tan cerca de Amílcar y, sin embargo, él parecía reconocernos a todos y confiar lo suficiente para permitirnos sacudirle y tratar de arreglar un poco su ropa… evitando siempre que tocáramos su gorro.

Fue allí donde por primera vez comenzamos a darnos cuenta de la importancia real que aquel gorro tenía para Amílcar. Aquel gorro, aparentemente tejido especialmente para él, contaba con unos pequeños ojales en los bordes de los cuales se extendían unas coloridas cintas tejidas con el mismo hermoso diseño. A través de estos ojales sobresalían delicadas trenzas del cabello del niño cuidadosamente elaboradas con un indudable estilo tribal que revelaba el origen indígena de su familia. Aquellas trenzas tribales se unían a las cintas tejidas del gorro haciendo que el cabello de Amílcar y su gorro, en realidad, fueran una unidad.

- Lo estaban “mechoneando” – me dijo mi prima con los ojos lluviosos por la pena, refiriéndose al daño que aquellos niños le hacían a Amílcar al tratar de quitarle el gorro por la fuerza.

Ya un poco más calmado y limpio Amílcar, nos dispusimos a regresar a nuestras casas a sabiendas del problema que se presentaría allí cuando se supiera lo de la batalla con aquellos niños. Sin embargo, antes de seguir camino, el niño nos regaló una sorpresa que jamás habríamos esperado. Aun cojeando ligeramente, caminó hasta mi prima Elisa y, colocando suavemente las manos sobre sus hombros, inclinó su frente hasta tocar la de ella. Ese contacto, que hasta entonces nos hubiera parecido imposible, se repitió con cada uno de nosotros y nos entusiasmó más que la misma pelea de minutos antes... Amílcar en verdad era uno de nosotros.

Aquel impensable acto, totalmente incompatible con lo que sabíamos de la naturaleza de aquel solitario niño, fue tan impactante que la mayor parte de nosotros olvidó la frase que, en un murmullo, repitió en cada saludo realizado. Solo ahora que escribo estas líneas aquellas palabras vienen a mi mente tan claras como el día que las escuché.

- Gracias por cuidarme… ahora viene el otro Amílcar – 

En aquella época, aquella promesa de cambio del niño me pareció muy apropiada y reflejó de alguna manera lo que todos estábamos sintiendo, apabullados como estábamos con nuestra incipiente adolescencia y las transformaciones que nuestras vidas estaban enfrentando. Ahora que lo pienso, sin embargo, aquellas palabras de Amílcar también fueron premonitorias de las cosas inimaginables que vendrían después.

(La historia de Amílcar necesita de más palabras de las que es justo colocar en una sola entrada, así que necesitaré de al menos dos partes para hacerle justicia. Suscribete a mi blog o regresa en algunos dias para saber cómo termina - Octavio)