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lunes, 11 de agosto de 2025

Al abrigo del Padre, permanecemos.

Hay días en que el mundo parece inclinarse, como si el suelo perdiera por un instante su firmeza. El viento cambia de rostro, los caminos se desdibujan y el tiempo se vuelve un espejo borroso. En ese vaivén incierto, una voz suave late en el fondo del pecho y nos recuerda el rumbo.

Y caminamos.

A veces con pasos firmes, otras con temblores en las rodillas, pero siempre hacia adelante. Sembramos con manos limpias, con intención clara. Y aunque la lluvia tarde o el sol se esconda, confiamos en que la cosecha llegará: no por azar, sino por justicia.

Los cambios se ciernen como tormentas que parecen quebrarnos; los vientos contrarios nos retienen y nos hacen dudar de la estabilidad del terreno. Sin embargo, prevalecemos. No por fuerza propia, sino por la luz que nos habita. Somos guerreros del espíritu, los que enarbolan las banderas del Padre, los que avanzan no por lo que ven, sino por lo que creen.

El Padre nos inspira, nos impulsa, nos fortalece. Nos da la resiliencia para transformar las circunstancias y surgir victoriosos desde los escombros de viejos contextos, con una fe que no se rinde y una esperanza que no se apaga.

Nuestra esperanza no nace del optimismo vacío, sino de una certeza profunda: el Padre nos sostiene. Él ve más allá de lo que entendemos, no se confunde con apariencias ni se limita por calendarios. Es la fuente de todo bienestar, el refugio que no falla, el origen de cada promesa que florece en su tiempo.

Por eso no dependemos de títulos ni de puestos, ni de lo que una situación específica nos provoque. Nuestro éxito no se mide en ascensos ni en aplausos, sino en la paz que sentimos al hacer lo correcto, en la quietud que nos envuelve cuando hemos sido fieles a lo que Él nos pidió.

Los cambios no nos quiebran: nos enseñan, nos afinan, nos revelan más de lo que somos.

Y si alguna vez dudamos, que sea solo para recordar que la esperanza no es ingenua: es valiente. Que la fe no es ciega: es sabia, como quien avanza en la noche guiado por la forma invisible del amanecer. Que la resiliencia no es dureza: es ternura que se niega a rendirse.

Todo saldrá bien. Porque el Padre es fiel. Porque su voluntad es buena. Y nosotros permanecemos: con fe, con certeza, con una esperanza que no se apaga.

jueves, 7 de agosto de 2025

Confía en Él, la Fuente

Cuando todo tiembla, el suelo bajo tus pies, el corazón en su latir incierto, y el mundo parece deshacerse en sus propias dudas, hay una voz que permanece. No se quiebra, no se apaga. Es la voz del Padre.

No grita ni exige; susurra con firmeza, como un río que murmura entre piedras pulidas, fresco y claro, arrullando el silencio, constante, eterno, aunque nadie lo contemple. Es esa voz la que sostiene el alma cuando las fuerzas se agotan, cuando las respuestas no llegan y las puertas parecen cerrarse.

Y es entonces, cuando el peso de la incertidumbre amenaza con hundirte, que más necesario se hace confiar.

Confía. No porque el camino sea claro a tus ojos, sino porque Él lo ha trazado con un propósito que trasciende tu mirada. No porque el día sea fácil. Cada hora descansa en sus manos, manos que nunca tiemblan, que no conocen el cansancio.

En su mirada no hay sombra de incertidumbre, y en su voluntad no hay error. Él es la fuente, no el reflejo. El origen, no la consecuencia.

Todo lo que sana, eleva y es bueno brota de Él, como la luz que no pide permiso para amanecer, sino que irrumpe, dorada y tibia, sobre los campos dormidos.

No hay bienestar que no encuentre su raíz en su amor, ni paz que no florezca desde su misericordia, como un refugio abierto a todo corazón que busca.

Por eso camina, aunque la niebla cubra tus pasos. Descansa, incluso si las respuestas se esconden en el silencio. Porque confiar en el Padre no es cerrar los ojos, es abrir el alma.

Es saber que si Él es la fuente, nunca faltará el agua. Jamás escaseará el pan. Siempre habrá consuelo.

Y si alguna vez dudas, recuerda: no es tu fuerza la que te sostiene, sino la suya, un amor que no se agota.

En Él, todo es posible. Porque Él no solo da vida… Él es la vida: el latido eterno que respira en ti, y en todo lo que respira.

miércoles, 23 de julio de 2025

Manual para sobrevivir al visto (sin perder la dignidad ni el WiFi)

Última actualización: justo después de que me dejaran en visto por quinta vez esta semana.

Estado emocional: Estable, pero con tendencia a dramatizar.

Nivel de batería: 17%. Como mi fe en la humanidad.

Manual en mano, dignidad encendida y WiFi intermitente... pero seguimos vivos.

Dicen que el universo está lleno de misterios: agujeros negros, dimensiones paralelas y mujeres que te dejan en "visto" sin culpa alguna. El “visto” es un fenómeno moderno con tintes paranormales, un regalo cruel de la tecnología que nos da marquitas azules para recordarnos que la conexión humana no siempre sigue el ritmo del WiFi.

Ocurre rápido, te deja en sombra, y nadie te explica por qué. Tú escribes algo con cariño, con chispa, con intención. Ellas lo leen. Y luego… silencio. Ni un emoji. Ni un “jajaja”. Ni siquiera un “ok”. Solo esas dos marquitas azules que brillan como ojos de gato en la oscuridad. Y tú ahí, como un náufrago digital, esperando respuesta en una isla llamada “esperanza”.

Pero no todos los vistos son iguales. Para sobrevivirlos, primero hay que conocer sus formas. Uno, que ya ha desarrollado cierta sensibilidad para detectar microdesprecios, empieza a reconocer patrones. Hay tipos de visto. Estilos. Escuelas. Técnicas refinadas de ignorar con clase. Aquí los más comunes:

1. Visto glacial: Leído a las 10:03 a. m., ignorado hasta el fin de los tiempos. Como aquella vez que le escribí a Ana un poema improvisado, vi las marquitas azules, y aún estoy esperando su respuesta… desde 2023.

Efecto: congelamiento emocional, dudas existenciales y revisión compulsiva de ortografía.

2. Visto explosivo: Leído, ignorado… y tres días después ella te manda un sticker de un gato bailando.

Efecto: confusión, risa nerviosa y la tentación de googlear “¿cómo interpretar un sticker de gato bailando?”

3. Visto zen: Leído, ignorado, pero ella te manda un meme en otra conversación.

Efecto: iluminación súbita sobre tu lugar en la jerarquía afectiva.

4. Visto búmeran: Leído, ignorado… pero días después ella responde como si nada, retomando la conversación sin mencionar el abandono.

Efecto: confusión existencial. ¿Finges que no esperaste? ¿Respondes con naturalidad o con sarcasmo?

5. Visto espejo: Leído, ignorado… y luego ella publica una frase en su estado tipo: “A veces el silencio dice más que mil palabras.

Efecto: indignación y autoanálisis. ¿Es indirecta? ¿Es poesía? ¿Es sadismo?

6. Visto con presencia: Leído, ignorado… y ella sigue en línea, chateando con otros (en realidad, tu piensas en singular), mientras tu mensaje flota en el limbo digital.

Efecto: sensación de ser ignorado en tiempo real, con conexión estable y elegancia pasiva.

7. Visto holograma: Leído, ignorado... y días después ella responde como si hubieran estado conversando por telepatía todo este tiempo.

Efecto: choque temporal, dudas metafísicas y necesidad de consultar con tu terapeuta.

Después de este desfile de indiferencias creativas, es imposible salir ileso. Pero no todo está perdido. Existen formas de resistir sin perder la elegancia (ni los datos móviles). He probado varias. Algunas funcionan. Aquí las más efectivas:

1. Date un respiro:
 
Aceptar que, para ella, tu mensaje no fue prioridad. Preguntarte si ella merece espacio en tu mundo.

Efecto: claridad mental.

Advertencia: no hiperventilar frente a la pantalla.

2. No reenviar el mensaje: El silencio ya habló. Repetirlo solo debilita tu dignidad.

Efecto: preservas tu elegancia emocional.

Advertencia: resistir la tentación de escribir “¿hola?” tres veces.

3. Evitar el “¿me leíste?”: Ella lo leyó. Tú lo sabes.

Efecto: orgullo intacto.

Advertencia: la urgencia pasará. Como todo.

4. Componer una balada épica: Escribir una canción sobre el visto y cantarla en la ducha hasta recuperar la autoestima.

Efecto: liberación emocional.

Advertencia: no uses Autotune. Al menos no todavía.

5. Moverte: Bailar un merengue, lavar los platos, hacer origami. Escribir en tu blog (¡Hola!)... O simplemente salir a respirar aire de verdad.

Efecto: distracción saludable.

Advertencia: no bailes frente al celular esperando que ella responda. Eso ya lo hiciste.

6. Reformular el silencio: Ella tiene el alma en modo avión, aunque el WiFi funcione. No recibe ni envía afecto, atención o palabras… al menos de ti. Señal emocional: fuera de cobertura.

Efecto: cambio de perspectiva.

Advertencia: no creerse demasiado el propio discurso, aunque funcione.

7. Practicar el visto inverso: Leído, ignorado… ahora por ti. No por venganza, sino por equilibrio cósmico.

Efecto: poder momentáneo, leve culpa, paz interior.

Advertencia: usar solo con reincidentes.

Con estas herramientas en mano, el “visto” deja de ser un abismo y se convierte en un desafío superable. Respira. Porque al final, no deberías hacer tanto drama. Si ella no responde, puede que simplemente no quiera. Tal vez no eres para ella lo que crees que eres, o lo que quisieras ser. O quizás sí lo eres, pero justo en ese momento estaba ocupada, se distrajo, o se le cruzó una mosca existencial.

En cualquier caso, no puedes hacer nada. Y eso, aunque duela, también es liberador.

Mejor dedícate a quien sí quiera hablar contigo en el momento. O lee un libro. O duerme. O escribe en tu blog (¡ejem!). A la larga, si ella quiere, te escribirá. Y si no… te evitarás mucho sufrimiento innecesario.

El “visto” no te borra, te redirecciona.

Alrededor de esta fogata digital, por ejemplo, seguimos contando historias, incluso cuando el “visto” intenta apagar las brasas. Yo, para consolarme, a veces imagino que existe un servidor celestial donde se almacenan los mensajes ignorados. Un espacio digital, medio místico, donde los “hola” sin respuesta flotan como cometas, y los “¿cómo estás?” orbitan sin destino.

En ese servidor celestial, en ese mismo lugar donde se acumulan las palabras que nadie escuchó (véase mi otra entrada: Manual para no ser escuchado), estoy seguro de que también hay un rincón reservado para los textos leídos y abandonados. 

Y aunque nadie los recoja, aunque nadie los responda, yo sigo escribiendo. Porque si existe ese lugar, entonces cada palabra que lanzo al vacío no desaparece: flota como una linterna encendida en una noche sin respuestas. Y eso basta.

Hablar, incluso sin eco, sigue siendo mi forma de habitar el mundo.

Y si alguna vez llega una respuesta, yo tendré intactas mis ganas, mi presencia, mi humanidad… para quien quiera compartirla en un mensajito.

Y si no…

que al menos me manden un ponquecito... Sin pasas.

Ya saben por qué (Si no, vean mi otra entrada).

lunes, 30 de junio de 2025

No nací para adaptarme: manifiesto contra la sumisión disfrazada de paz

No fue una discusión. Fue apenas una frase, dicha con la serenidad cruel de quien cree tener razón. “Debes adaptarte”, dijo ella, como quien suelta una sentencia sin mirar al acusado. Y aunque su voz no temblaba, algo en mí se quebró. No era un consejo: era una orden seca, sin alma, el eco de un mundo que archiva tu nombre en una carpeta gris que nadie abre.

Y al decirlo, sin saberlo, dejó al descubierto que no me conocía. Yo no fui hecho para rendirme, ni para encajar en moldes que otros eligieron. 

Tal vez debí verlo entonces —esa bandera roja ondeando frente a mí—, pero a veces uno confunde el viento con promesas, y se queda, creyendo que el amor no puede doler así.

Hasta que el silencio se volvió insoportable, y en la grieta de mi alma nació un rugido que no podía callar. 

No me pidas que doble el cuello como un toro domesticado, ni que me acomode al rincón donde los vivos se apagan. Soy grieta y temblor, espina que no se quiebra bajo la bota. Aunque mi cuerpo no sangre, llevo en la carne cada herida de palabras que intentaron volverme sombra.

No nací para ser eco. Hago lo que hago porque he elegido ser río: constante, terco, capaz de cortar la piedra. Desafío la forma misma del mundo cuando se curva frente a un poder sin rostro.

No sé someterme. Cada fibra en mí se rebela contra la muerte callada. Si adaptarse significa callar mi voz, prefiero temblar de pie, con el alma expuesta y los dientes apretados, antes que aprender a mirar el suelo.

Reaccionario, me dicen. Como si sentir con furia fuera un defecto. Como si callar fuera virtud. Pero yo soy de los que devuelven el golpe, de los que no entienden el arte de tragar saliva. No fui diseñado para la obediencia. En mi sangre vive la respuesta.

No me hables de adaptación como si fuera virtud. No quiero el silencio cómodo de los que miran desde lejos. Si vienes conmigo, que sea con los pies descalzos y el pecho limpio. Aquí no hay tregua ni descanso, solo el paso firme de quienes no se arrodillaron. 


Ven o quédate. Mira o camina. Pero nunca me pidas que me apague. Porque yo soy el río que no se detiene, el hombre que eligió arder antes que vivir de rodillas.

domingo, 29 de junio de 2025

Mariana. (O cuando el Molino despertó)

Mariana no recordaba otra vida.

Nació en medio de la niebla, cuando el sol era un rumor lejano. Aprendió a caminar entre grietas, a leer entre consignas, a callar entre murmullos. Su madre hablaba de otros tiempos como quien cuenta leyendas, de días en que las palabras no pesaban como cadenas. Su padre tallaba leña en silencio, pero una noche, mientras las astillas caían, murmuró:
No siempre fue así, Mariana.
Sus manos temblaron, buscando algo más que madera.

Le decían que antes se podía hablar sin ser apuntado. Que las risas no temían. Que la dignidad era una elección, no un uniforme. Pero eso eran ruinas sin mapa. Para Mariana, la vida era esperar sin saber qué.

Y sin embargo, a veces, en la penumbra, Mariana escuchaba risas.
No eran muchas, ni fuertes, pero estaban ahí: breves destellos de algo que se negaba a morir. Venían de una casa, de un rincón, de dos voces que se atrevían a compartir una historia, una memoria, una tontería. No eran celebraciones. Eran supervivencias.
Como pan partido a escondidas.
Como un eco que, pese a todo, no desaparecía.

Desde la colina donde pasaba sus tardes, lo veía todo: el pueblo quieto, los campos agrietados como piel olvidada, los techos inclinados bajo un cielo que nunca lloraba. Allí, el silencio pesaba más que las columnas de sal.

Las columnas.
Eran dos. Estaban desde siempre, o eso decían. Algunos contaban que nacieron tras una disputa, cuando las palabras se petrificaron. Otros, que fueron alzadas por manos que ya no recordaban por qué. Hechas de un blanco calcáreo que el tiempo no corroía, eran más que piedra: eran reglas sin dueño. Nadie las tocaba. Nadie las nombraba. Pero todos vivían conforme a su sombra.

Una, erigida por los que mandaban, proclamaba:

 “El dolor nos hace libres.
La otra, como réplica, respondía:
El rechazo nos hace dignos.

Eran advertencias o plegarias mal entendidas. Estaban en los estómagos vacíos, en las decisiones no tomadas, en las palabras no dichas.

La aldea se dividió.
Los de la primera columna creían que el sufrimiento purgaba culpas antiguas. Los de la segunda veían en el rechazo un escudo contra la humillación.
Cada cual llamaba “dignidad” a lo que el otro nombraba “sumisión”.

En el horizonte, el molino vigilaba en silencio.
Sus aspas, inmóviles, parecían un reproche que nadie quería escuchar. Era fuerte, pero no giraba. No por falta de viento, sino por una quietud cultivada.
Una aspa apuntaba a los que daban lo suyo como ofrenda impuesta. La otra, a los que rechazaban todo, como si recibir fuera traición.

Ambos lados se creían custodios de la dignidad.
Pero el molino solo sostenía el silencio.
Su eje crujía, oxidado por el peso de dos verdades enfrentadas.

No era un molino.
Era una frontera entre dos dogmas:
obligar a tomar, obligar a rechazar.

Así pasaban los días.
Así pasaba la vida.

Mariana trazaba nombres en la tierra.
El de su madre, que aún susurraba esperanzas mientras tejía pañuelos con frases bordadas: “algún día será distinto”.
El suyo, para no olvidar imaginar.

De niña, un anciano dibujó un pájaro en el polvo.
Para que no olvides volar —dijo, antes de que se lo llevaran.
Cada nombre que Mariana escribía era un pájaro que no se rendía.
Soplaba el polvo, no para borrar, sino para darles aire.

Pero esa tarde, dudó.
Se quedó mirando el molino sin moverse. El viento soplaba, pero nada cambiaba.
Tal vez el molino nunca giraría.
Tal vez los nombres no bastaban.

¿Por qué no giran las aspas? —preguntó un niño, a su lado.

Mariana no supo por qué respondió, pero lo hizo: —Porque aún no sabemos empujar juntos en la misma dirección.

Y algo en su voz, en su tono sereno, desgarró el aire.
Un eco resonó en los rostros que llevaban demasiado tiempo en silencio.

Alguien partió su pan y lo ofreció sin mirar colores.  Otro cedió su lugar a quien apenas caminaba. Dos que discutían por las columnas se miraron, asintieron… y caminaron juntos.
No todos se unieron. Algunos, aferrados a las sombras de las columnas, murmuraban: —¿Y si nos equivocamos?

Pero el eco de unos pasos los llamó.

Hombro con hombro, dejaron atrás las columnas y se dirigieron al molino.

Empujaron las aspas. Aflojaron el eje.
Los jóvenes alzaron a los viejos para alcanzar el mecanismo.

Mariana rozó el corazón del gigante inmóvil con la palma abierta. No lo empujó. Lo despertó.

Y el molino giró. Como un corazón que recuerda su latido. Las manos de los aldeanos lo sostuvieron, y el aire cantó un himno grave.

Entonces, llovió.

No desde el cielo, sino desde los ojos que se miraron sin temor.
Desde las voces que hablaron sin permiso.
El agua lamía sus rostros, tibia.
El olor de la tierra viva se alzó.

Las columnas, al sentir la humedad, no se quebraron. Se disolvieron.
Como si entendieran que su tiempo no era el de las manos abiertas. Que la dignidad no se grita, sino que se cultiva en el barro.

El molino giraba. El agua corrió por los canales olvidados. Los campos bebieron el silencio disuelto.

Brotó el verde. Creció el trigo.
El grano llenó graneros que solo guardaban polvo.

Esa noche, bajo el molino, los aldeanos contaron historias. De risas sin miedo. De amores sin permiso. De silencios rotos con pan.

Mariana escuchó, sabiendo que cada palabra era una semilla para el mañana.

La aldea celebró con trabajo:
manos que recuperaron su sentido,
oficios reencontrados,
pan compartido sin vergüenza.

Y comprendieron:
la vida valía no por sufrirla, ni por negarla, sino por construirla con el otro.

Cuando las columnas fueron solo un recuerdo, Mariana se agachó. Tocó la tierra tibia y escribió un susurro que valía por sí mismo:

Dignidad.

Simple, verdadera, sin comillas

Los aldeanos, al verla, sonrieron en silencio. Pero todos sabían que el molino seguiría necesitando manos. Que la lluvia, aunque cayera, no bastaría sola.

Pero no importaba... habían aprendido. Lo harían juntos.








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domingo, 22 de junio de 2025

Clara. Una Historia de Oficina

Clara no era influencer, ni gurú de mindfulness, ni reina de TikTok con filtros de perrito. Su filtro era real, su alegría sin hashtags, y su vibra lo suficientemente luminosa como para hackear el manual de la amargura corporativa. Revolucionaba la oficina más que una impresora atascada en lunes de lluvia. 

Llegaba con un termo musical (si, literal, tenía cornetas) que escupía boleros o bachata, zarcillos que tintineaban como campanas de festival y una sonrisa que desafiaba al tráfico, al sistema y al aire acondicionado, aun en modo “glaciar”. Saludaba a la única planta de la esquina:  “buenos días, Fernanda”, Reorganizaba sus lápices como un oráculo de papelería y, sin más, brillaba. Punto.

En una oficina donde quejarse era el cardio oficial y el Excel la biblia tácita, Clara era como un emoji de arcoíris impreso en un correo de Recursos Humanos. No buscaba likes, pero su vibra era tan escandalosa que todos la notaban. Amable sin agenda. Cumplida sin dramas. Efectiva sin arrastrar los pies como si la vida fuera un PowerPoint eterno.

Sin embargo, una mañana, su brillo chocó de frente con la realidad.

Clara había preparado una propuesta para mejorar la experiencia de los clientes: gráficas que cantaban felicidad, ideas prácticas y un diagrama en fuente Comic Sans que era puro amor. Pero a mitad de su presentación, su jefe, con el mismo entusiasmo de un extintor humano, la cortó:

Clara, deja ese optimismo de unicornio para Instagram. Aquí va en serio

Clara parpadeó. ¿Serio? ¿Serio es usar plantillas de 1998 y firmar correos como notarios? Su mente era un circo: imaginó al jefe con un filtro fotográfico sepia, atrapado en su propia seriedad. Pero no iba a dejar que le apagaran el flow. Con una sonrisa de veneno dulce, respondió:

Entendido, jefe. ¿En Arial 12 o me lanzo con Comic Sans para ponerle drama? — Pausa. Inclinó la cabeza —. Oiga, para su información, el unicornio trae datos: 20% más de satisfacción con apenas tres cambios. ¿Le paso el PDF en gris para que pegue con el entorno?

El silencio fue tan denso que el aire acondicionado pareció rendirse. Lucía, la nueva, disimuló una risita con un estornudo. Alguien garabateó como si resolviera la existencia. El jefe, descolocado, farfulló un “envíamelo” y cambió de tema. Clara había plantado una semilla de caos alegre.

El eco de la reunión se quedó flotando en los pasillos y mutó en chisme. Días después, Lucía, la nueva que aún no se había rendido al club del descafeinado, le sopló a Clara el rumor que se estaba extendiendo: su ascenso “no era profesional”. Que “seguro había algo turbio con el jefe”. Que "tanta sonrisa tenía trampa". 

Clara sintió un pinchazo, como si hubieran rayado su termo favorito. ¿Sonreír es sospechoso... pero quejarse del tóner cuenta como mérito? No iba a darles el gusto del drama. Se atrincheró en el baño, frente al espejo mugroso que parecía un mapa de la tristeza colectiva.

Clara, reina — se dijo, señalándose como su propia cheerleader —, estos no saben de luz pura. ¿Chismes? Ruido de fondo. Tú tienes galletas y un termo que canta mejor que ellos

Respiró hondo. Imaginó a los chismosos ahogándose en su café descafeinado y soltó una risita. 

Que inventen. Yo pongo el color en este PowerPoint de mi vida —. Ajustó sus zarcillos con un tintineo rebelde, se lavó las manos y salió con más fuego que nunca.

Esa noche, en su estudio, abrió su cuaderno de frases mal pegadas y escribió con gusto: 

“SÉ FELIZ HOY. AUNQUE ÚNICAMENTE SEA POR JODER A LOS ENVIDIOSOS.”

Al día siguiente, pegó la frase en su monitor con cinta de colores pastel, una bandera en territorio enemigo. Algunos fruncieron el ceño, como si la felicidad fuera un memo mal redactado. Otros rieron por lo bajo. Una pasante, con el arrojo de quien ignora el organigrama, la subió a redes con el slogan: 
“Resistencia nivel: jefa.”

Pero, el incendio de verdad estaba por llegar.

Clara irrumpió un viernes con galletas de llamas, glaseadas con colores que gritaban “feria”, y una nota:

Quemen los rumores o cómanse esto, pero callen las pendejadas.” 

Las voces se congelaron, solo rotas por el crujir de una galleta en la boca del de contabilidad, cuyo ceño, que parecía tallado por un escultor con resaca, se torció en una sonrisa traicionera, mientras Lucía, cómplice oficial, susurraba con galletita en mano: “¿Esto es para quemar lo rumores o para asar maiz?” Clara guiñó: “Lo que quieras, pero que sepan que no me apago por nadie.

Los rumores se evaporaron como mal chiste. Y, con los días, algo cambió.

La diseñadora de informes dejó los grises de sepelio y probó azules que no deprimían. Un jefe de área metió un emoji de sol en su firma (luego lo borró, pero todos lo vimos). El whatsapp de la oficina, un cementerio de “Ok” y “Entendido”, se llenó de memes de gatitos y conejitos. Recursos Humanos, en un giro imposible, puso una sección de “micro-momentos positivos” en la intranet, con Fernanda la planta como mascota.

En cierre del mes, el jefe-extintor llegó con galletas que olían a disculpa. Las dejó sobre la mesa de la sala de reuniones, carraspeó y, con menos rigidez que de costumbre, dijo:

Clara, he estado pensando... El tema del bienestar no es lo mío. Nunca lo ha sido. Pero tú... tú haces que la oficina respire distinto. Así que queremos proponerte algo: liderar el nuevo programa de bienestar y cultura. Es oficial. Es tuyo si lo aceptas.

Clara no lloriqueó. Tampoco hizo un brindis. Solo asintió, con la calma de quien ya sabía que su luz no necesitaba permiso para brillar. Aceptaba, sí. Pero en sus términos.

Y lo hizo espectacular. En una semana, instaló una "estación de desahogo" con peluches antiestrés y una playlist colaborativa titulada "PowerPoint y reggaetón". Redecoró la sala de descanso con luces suaves y frases inspiradoras (nivel sarcasmo dulce), y renombró los lunes como "Días de Sobrevivencia Colectiva", con café extra y mini donas. Recursos Humanos, que antes apenas sabía conjugar la palabra "felicidad", se rindió y le pidió tips para sus propios correos motivacionales. Incluso Fernanda, la planta, recibió su propio Instagram.

Clara convertía el mal día ajeno en anécdota compartida y las crisis en excusa para sacar stickers motivacionales. Su cargo no era solo un título. Era un manifiesto de que el buen humor, bien administrado, puede hacer más por la productividad que veinte charlas de coaching.

Y como todo manifiesto que se respeta, trajo consecuencias medibles.

En solo tres meses, los niveles de satisfacción interna se dispararon como corcho de sidra. El ausentismo bajó, los clientes reportaron un 30% más de interacciones positivas y el rendimiento general del equipo mejoró tanto que hasta el jefe del extintor sonrió sin que se le torciera la cara. La empresa, que antes tenía alma de lunes perpetuo, empezó a aparecer en rankings de “lugares felices para trabajar” y un medio local tituló: “Donde una planta lidera el cambio (y una Clara lo ejecuta).”

Reflexión final: Ser feliz no es negación, es rebeldía pura. Es encararle al mundo y decir: “Sigue tu con tu drama; yo traigo galletas.” 

La alegría de verdad jode a los que la olvidaron. Protégela, cultívala y, si toca, úsala como misil de colorida escarcha... contra los envidiosos.












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domingo, 15 de junio de 2025

Desde los escombros

Querido yo,

Es hora de dejar atrás esa pared: la ilusión que escalaste con el sudor de tus días, convencido de que al otro lado alguien —o algo— te aguardaba. Cada ladrillo fue un gesto de fe, cada grieta en tus manos, el eco de una esperanza que te empujaba hacia arriba. Pensabas que, al alcanzar la cima, verías florecer un mundo nuevo.

Pero la cima trajo silencio. No había voces ni paisajes soñados. Solo un aire inmóvil donde tus anhelos, tejidos con tanto cuidado, no encontraron reflejo. Comprendiste entonces que aquella pared no era un límite, sino un espejismo. Una promesa sin raíces. Una historia que tú solo contabas.

Y en ese silencio, viste con claridad. No hay cadenas que aten tu sombra. No hay un destino trazado más allá del muro. Solo está lo que eres. Deja que el viento arrastre los escombros de lo que soñaste. No intentes reconstruir con piedras que no sostienen. Porque al otro lado no había otra vida. Solo una imagen proyectada por tus propios anhelos, desvaneciéndose en el aire.

El camino está abierto. Sin muros. Sin ecos. Solo tú. Tú, libre de ilusiones.

No te detengas entre los restos. Reconoce la verdad: el dolor no nació de lo que faltó, sino de lo que tú construiste esperando que otro lo habitara. Sí, duele. Duele ver que eras el único que alimentaba esa llama. Siente esa herida, que también es tuya. No la niegues. Porque en ella late tu fuerza.

Diste sin medida, incluso cuando el eco fue el silencio. Esa entrega, sin máscaras ni condiciones, es un tesoro que nadie puede arrebatarte. No guardes rencor por lo que no fue. Ya ofreciste todo; no ofrezcas más, ni siquiera tu tristeza. Suelta el peso como se suelta un sueño que ya no quiere volver.

Por un instante, quisiste abrazar los restos, dar forma al “pudo ser”. Pero una chispa en ti se negó a apagarse. Ser vulnerable es tu coraje, no tu fragilidad. Si hoy caminas con cautela, que sea por sabiduría, no por miedo. Que el recuerdo no opaque tu luz ni te robe el deseo de confiar otra vez.

Sacúdete el polvo. Alza la mirada. El sendero está limpio. Ya no hay promesas que te cieguen, ni muros que te retengan. Solo instantes que te esperan, paisajes que no prometen nada, pero sanarán tus grietas. Y amaneceres que no deben explicarse, solo vivirse.

No eres un mártir. Eres un viajero que ha aprendido a andar con el corazón despierto. Cada paso que des, sin cargas, será una elección. Y ese horizonte, por fin real, no te exige nada. Solo te espera para que lo llenes con lo que eres.













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