El rugido de la ciudad ascendía como un coro descompuesto, un lamento moderno de cornetas y pasos que ahogaba el susurro de las hojas. Para Araqiel, aquel ruido era un eco pálido, un reflejo roto de la música de las esferas que antaño lo envolvía.
Cada noche, se sentaba en un banco desgastado de un parque que la ciudad comenzaba a olvidar, un rincón donde los árboles se inclinaban como ancianos exhaustos y las farolas parpadeaban bajo el peso de la noche. Allí, el tiempo parecía hundirse en la tierra húmeda, como un suspiro viejo que aún no se extinguía.
Sus ojos, antaño gemas celestes, devolvían ahora la luz de los neones con la opacidad de los siglos. En ellos dormía una tristeza tan antigua que ya no sangraba: solo pesaba. Alzaba la mirada al cielo tachonado de estrellas, el mismo que un día le perteneció, y lo contemplaba como quien observa un hogar reducido a cenizas.
Aquella palabra, "hogar", se clavó en su pecho, una daga callada que aún palpitaba. No había lágrimas ya, solo memoria.
Araqiel había sido uno de los antiguos, un Vigilante enviado a custodiar la creación desde las alturas. No eran guerreros ni heraldos, sino centinelas en los umbrales del misterio, testigos del amanecer de los hombres. Pero muchos cayeron, seducidos por la carne, por el deseo. Su castigo fue el exilio; su memoria, borrada de los altares.
Pero él no era como Azazel, consumido por una ira que ardía sin fin, ni como Semyazza, ahogado en el orgullo de sus cadenas. Araqiel había aceptado su condena con la dignidad de quien amó sin medida y abrazó las consecuencias como se abraza a un hijo perdido: sin reproche, con una ternura tejida de ceniza.
Su caída no fue por ambición ni lujuria. Fue arrullo. Fue fe. Él amó a Sonara.
Sonara, de ojos como la noche y una curiosidad salvaje, no pedía poder. Solo comprensión. Mientras otros Vigilantes se hundían en placeres fugaces, Araqiel le ofreció saberes como quien entrega la llave de un templo sellado. En un claro bañado por la luna, le enseñó los signos de la tierra: cómo hallar las aguas dormidas bajo la roca, cómo el aliento de la montaña revelaba gemas que latían con luz propia, cómo la tierra respiraba, lenta, viva.
Ella, arrodillada, plantó semillas y cantó a los brotes, con sus manos manchadas de arcilla brillando bajo las estrellas.
— ¿Y si el saber duele? — preguntó una vez. — Todo lo verdadero duele un poco — respondió él.
Araqiel la observaba entonces, y por un instante, el cielo parecia pálido frente a la chispa de su sonrisa.
Pero la humanidad torció ese saber. Lo convirtió en hambre, en guerras, en imperios y ruinas. Sonara, sin embargo, sembró. Cantó. Curó. Guió. Fue raíz. Y ahora, en el silencio de aquel parque, en el mismo lugar donde ella solía descansar, donde sus pasos aún parecían susurrar en la hierba, Araqiel buscaba su eco en la tierra que ella había venerado.
Pero ella ya no estaba. Había desaparecido, reclamada por la tierra que tanto amó.
Ese era su castigo. No el exilio. No el silencio de los cielos. Sino haber cambiado la eternidad por el parpadeo humano del amor. Haber conocido la flor perfecta y verla marchitarse ante sus ojos inmortales.
Y aun así, no lo lamentaba.
Porque esa chispa breve le mostró una belleza que el cielo jamás le ofreció. Porque Sonara lo miró con la misma intensidad con que él había amado la creación. Porque, aunque efímera, su historia fue más real que mil eones de gloria.
El cielo seguía ahí, intacto, impasible. Araqiel lo miraba cada noche no para pedir perdón, sino para recordar. Las estrellas no lo reconocían, pero él, en su exilio melancólico, seguía siendo un fragmento de ese cielo. Caído, pero con la dignidad de quien no reniega de su amor, aunque lo haya perdido todo.
Algo en el suelo llamó su atención. Con poco interés, paseó la mirada por el sendero que cruzaba el parque buscando aquello que rompía su monotonía. Entonces, vio la flor.
Blanca. Frágil. Un brote imposible que emergía de una grieta en el adoquín. Como si la tierra recordara. Como si, en aquella flor, Sonara aún respirara. Sus pétalos temblaban bajo una brisa que olía a hierba y asfalto húmedo.
Araqiel la contempló en silencio, el tiempo detenido en el latido de su luz tenue. No pidió nada. Solo dejó que su presencia le rozara el alma, como un eco de Sonara, de sus manos sembrando bajo la luna.
Era algo cercano al perdón. O quizás, más fiel a su condena, un destello de gratitud.
Por un instante robado a la eternidad, el peso de los siglos se aligeró. Alzó la mirada al cielo, y las estrellas, aunque lejanas, no le hirieron. No tanto.
Esos minutos cada noche, mirando al cielo, eran el único alivio que se le había concedido, un reconocimiento del Padre al amor que lo llenaba. Porque, al fin y al cabo, el amor lo era todo, ¿no?
La flor permanecía frente a él. Pero ya no cantaba.
Era solo un brote, blanco, solitario, en un mundo que no la veía.
Araqiel bajó la cabeza con tristeza y resignación. Al igual que los otros, había desobedecido. Y al igual que los otros, debía pagar su condena eterna.
Con el paso firme de quien conoce su destino, se alejó del banco. Su sombra se fundió con la noche, un eco de las estrellas que ya no lo reclamaban.
Pero en la grieta del adoquín, la flor persistía.
Improbable. Un susurro contra la eternidad.
y otros temas?
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