El crepúsculo se deslizaba por la ventana, tiñendo de ceniza la habitación de Lía. Elías, hundido en una silla, acariciaba el lomo de un libro gastado, sus dedos siguiendo con precisión viejas grietas en la encuadernación, como si leyera un mapa invisible. Era un tomo de cuentos que ella adoraba, sus páginas marcadas por sus deditos torpes.
La penumbra difuminaba las manecillas del reloj: 6:52 PM. Faltaban pocas horas. Era el solsticio, el día más largo... y, para él, el más sombrío.
Ese reloj no solo contaba las horas hasta el solsticio; cada tic-tac era una punzada que le recordaba el año preciso transcurrido desde que Lía le fue arrancada. Su estúpida ignorancia y la avaricia que lo impulsaron a negociar con poderes desconocidos, antiguos y malévolos, la habían despojado de su lado.
Ahora, con un arrepentimiento quizás tardío, Elías sabía que en noches como esta, los velos que separan los mundos se vuelven casi transparentes, y las sombras acechan, siempre en busca de espíritus débiles. Él se había negado a creerlo... hasta que perdió a su niña.
Lía era su faro. Sus ojos color de noche brillaban con curiosidad pura. Vivía por el roce de sus trenzas negras deslizándose entre sus dedos, por la risa cristalina que llenaba la casa como un conjuro. Aún veía su dibujo en la mesita: una niña y un hombre bajo un sol brillante. “Somos nosotros, papá,” decía. Pero, aquella noche, él había abierto la puerta maldita, y eso vino y se la llevó.
Hoy, la casa era como un mausoleo. Cada foto, cada objeto de Lía, era un latigazo para su alma. Elías apenas comía, apenas dormía; para él, el mundo exterior no era más que cenizas. Jamás salía. Cada noche, sus dedos recorrían las puertas, buscando astillas invisibles, una costumbre que nadie entendía. Además, había desarrollado una extraña afición: recoger rocas en el bosque. Como aquella, redonda y lisa, que ahora descansaba en su mesita de noche. Solo él sabía que Lía la había encontrado junto a otra idéntica, la que reposaba bajo su cama. Gemelas. Una para ella. Una para él.
Había esperado en el infierno 365 días y, esta noche, todo terminaría. A las 10:42 PM, cuando el solsticio alcanzara su pico, aquello volvería. Debía estar listo.
De pie, en medio de la habitación de Lía, apretó el peluche favorito de su hija contra su pecho, la mirada perdida. La casa temblaba, supurando mal en cada rincón. Sombras afiladas danzaban en las esquinas, y un crujido agudo rasgaba las vigas cada tanto. Una corriente fría bordeaba las paredes, donde la pintura se había agrietado en formas circulares. El aire pesaba, un lamento atrapado. Temblando, aferró el peluche, convencido de que algo lo acechaba.
Faltaba poco. Su respiración se endureció y, los dedos crispados. El reloj marcó las 10:42 PM. Un zumbido bajo creció en el aire, como un latido lejano. Las sombras se alargaron, retorciéndose. El suelo vibró, apenas perceptible, y un destello pálido cruzó la habitación, como un relámpago mudo. Entonces, el aire se quebró en un silencio luminoso, como si un espejo se hubiera roto desde el otro lado. Una grieta destellante rasgó la habitación, con un brillo puro, casi doloroso.
De ella emergió con calculada paciencia aquel ser terrorífico, la Fae de la Sombra, envuelta en un resplandor que hería la vista. Sus astros titilaban, hambrientos. Mirando a Elíias, con su tétrico rostro casi pegado al de él, su voz reptó, burlona y venenosa.
— Has vuelto — susurró —. Tan frágil, tan roto. Tu dolor… un banquete.
No atacó al hombre indefenso ante ella. Quería alimentarse de su duelo, cebarse en su dolor. Con un gesto hacia la grieta que permitió su regreso, invocó a la hermosa Lía: la imagen diáfana de la niña apareció flotando en la grieta, sus trenzas danzando, sus ojos color de noche brillando con inocente alegría. Inalcanzable.
— Aquí está tu amor, Tan cerca... a tu alcance — musitó la Fae, su aliento como escarcha —. Solo debes pagar un pequeño precio, uno muy pequeño... tal vez... tu recuerdo de ella, por ejemplo. ¿Es justo?
Roto, al borde, Elías tembló.
— No… —murmuró.
La Fae sonrió. Pero entonces, vaciló. Algo no estaba bien. Inquieta miró a su alrededor, con su aliento quebrándose en silencio. El hombre no se movió. Solo bajó la mirada, como si escuchara algo, esperando.
De pronto, bajo la alfombra, la piedra de Lía comenzó a brillar. En las paredes, las grietas redondas vibraron como si alguien golpeara desde dentro. Y la casa toda... pareció despertar.
Del suelo, un resplandor pálido se elevó, revelando la sal escondida entre las tablas. El hierro disfrazado en la pintura de los muros tembló como si fuera una cadena que se tensara. Un aroma acre, como hierbas quemadas, sofocó el aire.
La Fae retrocedió. —¡Imposible! — aulló - ¿Que has hecho?
Elías alzó el cuchillo. Su voz era otra, templada por el dolor y el fuego lento de la espera. Su encantamiento, la trampa gestada en 300 noches de insomnio, había funcionado. Había encerrado al monstruo y ahora no tendría opción.
— Estás en mi casa. Y esta vez, yo escribí el cuento. ¡Negociemos!
La criatura se irguió. Los pegostes de su cabello giraban con violencia, como serpientes buscando una salida. Sus ojos sin pupilas parpadearon, intentando descomponer el círculo que la atrapaba.
—No puedes... — comenzó. Pero luego comprendió, se supo prisionera y su tono cambió, más suave, envenenado.
— Has hecho esto por ella... Pero mírala bien. Es un eco, un reflejo que ya no encaja en tu mundo. Si la traes de nuevo, sangrará entre las costuras de lo real. ¿Vale la pena?
Elías no respondió. No la miraba a ella, sino a Lía, flotando aún en la grieta, inocente, sin entender el tiempo que se le había robado.
— Cada minuto que ella estuvo contigo, lo viví en ruinas — dijo —. Cada día aprendí el nombre de un nuevo silencio. Tú me enseñaste el vacío. Ahora te enseñaré la pérdida.
La Fae lo observó, desconcertada. Sus dedos largos y traslúcidos trazaban signos en el aire, buscando un resquicio, un punto débil en su cárcel.
— ¿Y qué ofreces? — Dijo al fin, su voz lamiendo los bordes del círculo como una serpiente—. No puedes reclamarla sin pagar. Toda magia tiene precio.
—Lo sé — respondió Elías.
Del bolsillo interior de su camisa, extrajo una pequeña caja de madera. La abrió lentamente. Dentro, un mechón de cabello negro, cuidadosamente atado con hilo rojo.
Los ojos de la Fae se encendieron con un brillo insano.
—Eso... es memoria viva.
—Su primer corte. Lo guardé. Dijiste que querías mi recuerdo de ella. Pues toma esto. Con cada hebra, un instante: su primer paso, su primera risa, su olor después del baño, su voz llamándome desde la escalera.
La Fae se relamió, enloquecida. Dio un paso hacia el borde del círculo, pero se detuvo justo antes del hierro. Y entonces… dudó.
Se quedó inmóvil.
En su interior, la bestia oía el eco de los nombres que le habían dado en mil lenguas olvidadas, de lo que fue antes de ser sombra. Recordaba otros pactos, otros padres, otros precios. Pero esta vez, algo no encajaba. El dolor de aquel humano no era puro, no era primordial como el de los demás. No era caos. Había simetría en él. Un ritmo. Una forma.
Este humano había cultivado su duelo. No como una herida, sino como un arma.
Podía irse. Podía negarse. Pero el mechón... el mechón cantaba, le atraía. Una infancia entera en miniatura. Pura. Íntegra. Un manjar difícil de rechazar... Con los ojos cerrados, saboreó el imaginario banquete que significaba el alma contenida en aquellos rizos.
— Acepto —dijo al fin, con voz tensa.
Elías dejó caer la caja dentro del círculo que atrapaba al monstruo. Esta se encendió en un fuego verde. Un viento seco recorrió la habitación y la grieta palpitó.
Sin aparente intervención de la Fae, la niña descendió, suave, liviana, como una pluma sobre el pecho del mundo. Como un muñeco inerte, cayó directamente en los brazos de su padre.
— Papá —susurró.
Él lloró. No sabía si por lo que había recuperado… o por lo que acababa de perder.
Pero la Fae no se desvaneció del todo inmediatamente. Mientras su silueta se disolvía en jirones, extendió una mano retorcida hacia su vencedor y, con una expresión de odio reprimido, realizó un extraño gesto. Un súbito ardor estalló en el brazo de Elías.
Venas negras brotaron palpitando bajo su piel, un entramado de enfermedad, de podredumbre heredada... dolor vivo.
— Recuerda esto, humano — dijo la Fae, con una sonrisa torcida —. Aunque olvides su infancia… yo les recordaré cada noche larga, y me aseguraré que tu no me olvides.
Y se fue, dejando la casa temblando. La sal se apagó. El hierro dejó de vibrar.
Cada solsticio, aquella marca ardería, un eco de la Fae que nunca lo soltaría. El amante padre salvó a su hija, pero pagó con una vida de dolor en su castigado cuerpo, con una mente que sangraba sombras, y unos ojos invisibles acechando desde la oscuridad, buscando grietas en su alma.
La grieta se cerró con un chasquido sordo, por lo menos hasta el próximo equinoccio. La casa, aún palpitante, exhaló un último suspiro, como si hubiera contenido el aliento demasiado tiempo.
Elías permaneció de rodillas, el cuerpo temblando. Con Lía abrazada a su pecho. El peluche yacía caído junto a ellos, con una oreja rota y una costura suelta, como si también hubiera luchado. Afuera, el viento arrastraba hojas secas, y la luna, en lo alto, no se atrevía a entrar.
— Papá… —susurró ella, con los ojos aún empañados de confusión —. ¿Estás bien?
Él no pudo responder de inmediato. El ardor del brazo se intensificaba, y sus ojos, al cerrarse por un instante, vieron figuras danzando detrás de sus párpados. No eran recuerdos. Eran presencias.
Abrió los ojos con esfuerzo y acarició su cabello.
— Ahora sí — murmuró —. Ahora estamos juntos.
Pero lo supo: cada año, en esa misma hora, el umbral volvería a latir. La marca no era solo castigo; era vínculo. Él había ganado tiempo, no paz. La casa, antes mausoleo, era ahora frontera. Y él, su guardián.
Lía dormía ahora, acurrucada contra su pecho, tibia y real.
Él le acarició el cabello con dedos temblorosos. Las trenzas eran suaves, familiares… pero vacías de contexto. Sabía que era suya. Lo sabía en los huesos, en algo más profundo que el recuerdo. Pero su mente… buscaba escenas que ya no estaban.
Miró aquel hermoso rostro enmarcado por una cabellera oscura y rebelde. Intentó reconstruir su risa, pero encontró huecos en su mente. Sabía que la había amado desde mucho tiempo antes… pero no podía decir cuándo había sido la primera vez que la escuchó reír. Ni cómo sonaba su voz cuando aprendió su nombre. Era como abrazar a una melodía sin letras.
La amaba. De eso no había duda. Pero no sabía por qué.
La miró dormir. Era suya, lo sabía. Y aunque sentía que la historia de ella le había sido arrancada, algo en su cuerpo recordaba. Un reflejo visceral, una certeza muda.
Elías dejó que una sonrisa, pequeña, herida, verdadera, cruzara su rostro. Protegería a aquella niña aun con su vida. Aunque ya no recordara del todo el porqué de esa convicción. No importaba, crearía nuevos recuerdos.
Respiró profundo y, por primera vez, se permitió un descanso. Porque aunque las sombras regresaran… esa noche, habían perdido.
y otros temas?
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