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lunes, 1 de septiembre de 2025

Ella... Ella es Perfecta

Ella... ella es perfecta.
No en el sentido hueco de las palabras gastadas,
sino en cómo respira,
en cómo sus ideas fluyen con claridad serena,
en la manera en que su presencia no irrumpe,
sino que afina el mundo.

Se revela impecable en su modo de construir,
en su mirar sin prisa,
en las palabras que acarician,
en la forma de sostener sin dejar sentir el peso.

Y en su mirada, que se posa sin esfuerzo,
tiene ojos color de la noche:
no por la oscuridad, sino por la hondura sin fin.
Asomarse a ellos es entrar en un cielo callado,
donde cada estrella custodia un secreto.

asdasds
De esa hondura brota también lo íntimo:
una candidez sin máscara,
una ternura que no pide permiso,
una fragilidad que no resta fuerza,
sino que invita a protegerla,
como se guarda lo que da sentido.

Un gesto suyo es cuidado.
Su silencio abre espacio.
Y hasta en una decisión, discreta,
levanta refugio de respeto.
Nada en ella desentona:
ni la risa, ni el andar, ni su manera de habitar el mundo.
Todo parece hecho para acompañar sin peso,
para inspirar sin alzar la voz.

A veces pienso que, si el universo debiera justificar su existencia,
bastaría con mostrarla.
Y mientras ella basta para el universo,
yo sigo buscando razones para justificarme.

Quizá ahí está la grieta.
Porque, sin embargo…
hay un detalle,
apenas un susurro,
pero definitivo.

Ella es perfecta.

Su único defecto:
¡no está conmigo!.

Y el mundo, sin ella, 
se rompe en silencio.

sábado, 30 de agosto de 2025

Sofia

El polvo danzaba en los haces de luz que atravesaban las persianas rotas. Alejandro, frente a un teléfono mudo y un escritorio agrietado, se sentía una cáscara vacía, con venas azules asomando bajo su piel translúcida. Sus dedos no respondían. Sus ojos, hundidos, no veían. Solo un eco sordo resonaba en su pecho.

No sabía cuánto tiempo llevaba allí. Días, semanas, tal vez meses. El tiempo había perdido forma. Solo persistía la sensación de haber sido vaciado.

La pantalla de su teléfono, encendida sin que recordara haberla tocado, parecía responder a ese vacío. En el centro, una imagen: el retrato de una mujer. Cabello oscuro, indócil, sonrisa tenue, mirada que atravesaba lo visible. El nombre del archivo: sofia.jpg.

Un escalofrío le recorrió la espalda.

No sabía quién era. No recordaba haber tomado esa foto. Pero algo en ella lo llamó. Una vibración sutil, como si su nombre resonara en su pecho. Sofía.

Al abrir la carpeta, encontró más: mensajes sin contestar, grabaciones de voz, fragmentos de texto. Todos de ella. Todos dirigidos a él. Con cada clic, algo se abría en su mente. No eran recuerdos exactos, sino imágenes, sensaciones, ecos.

La foto lo arrastró a la primera vez que la vio. Estaba en la cafetería de la universidad, solo, con un cuaderno abierto y una taza de café fría. Afuera llovía, y el agua golpeando los ventanales lo aislaba del mundo.

Entonces la notó.

No fue que entrara: de pronto estaba allí, sentada en una mesa contigua, con la cabeza inclinada y los ojos fijos en él. No en su rostro, sino en algo más hondo: su deseo de ser visto.

Sofía tenía una belleza que se imponía sin violencia: cabello rebelde cayendo en mechones desordenados, ojos oscuros que parecían guardar una luz propia. Cuando sonrió, Alejandro sintió que una puerta en su pecho se desbloqueaba.

Ella se acercó sin decir palabra. Se sentó frente a él, como si fuera lo más natural. Y habló:

Siento que la gente apasionada me da energía.

Él, ingenuo, respondió:

Te daré toda la que necesites.

En ese instante, algo cambió. No en el mundo, sino en él. Como si su voluntad hubiera quedado sellada.

Desde entonces, Sofía aparecía en sus días como una presencia inevitable. Cada conversación lo elevaba, bastaba una frase suya para que las palabras fluyeran como un río desbordado. Luego, venía el agotamiento. Al principio lo atribuyó al esfuerzo. Después, al amor. Ahora comprendía que era otra cosa.

Con el tiempo, aquel sentimiento, aquellas cosas que ella despertaba en él ya no eran  ternura ni deseo. Se convirtieron en un vaciamiento lento y persistente que drenaba su fuerza vital. Cada encuentro lo dejaba encendido por un instante y después exhausto, como si su fuerza se filtrara gota a gota hacia ella. No era solo cansancio: era desinterés por lo que antes le importaba, una disolución de sí mismo acompañada de una inexplicable pérdida de memoria que pudiera distraerlo de todo lo que no fuera ella. Poco a poco, casi sin darse cuenta, Alejandro vio su vida desvanecerse, inmolando ante aquellos ojos hermosos, voluntariamente, todo lo que lo hacía ser él mismo: sus palabras, su pasión, su voluntad.

Una noche, tras una charla intensa, Sofía se despidió con una sonrisa ambigua y dejó su teléfono sobre el escritorio. No dijo nada. Solo lo dejó allí.

Durante horas, el aparato permaneció encendido, silencioso, como si esperara. Alejandro lo miraba sin tocarlo, consciente de que abrirlo sería cruzar un umbral sin retorno.

Finalmente lo tomó. La pantalla se encendió sola. La galería estaba abierta.

La primera imagen lo detuvo: Sofía, de perfil, en una estación de autobús. Junto a ella, un hombre que no era Alejandro. Pero su expresión le resultaba demasiado familiar: admiración, entrega, agotamiento.

La galería estaba llena. Fotos de Sofía con distintas personas, en lugares y épocas imposibles de reunir en un solo teléfono. En todas, ella idéntica.

En una carpeta etiquetada “M. Ortega” halló mensajes, fragmentos de diarios. Todos hablaban de ella. De cómo los inspiraba. De cómo los hacía sentir únicos. De cómo, poco a poco, se quedaban vacíos. El último texto era una frase inconclusa: “Ella no me deja ir. Me...

Junto al teléfono había un libro sin título. Solo un símbolo dorado: un triángulo incompleto con un círculo en el centro. Allí se hablaba de seres que no consumían carne ni sangre, sino algo más profundo.

Desde que la verdad se instaló en su mente, el mundo comenzó a deshilacharse. Hilo por hilo.

Alejandro no recordaba cuándo Sofía recuperó su teléfono ni el libro. La verdad, ni siquiera recordaba cuándo la vio por última vez. Intentó dejar de buscarla. Nunca supo si lo logró. Cada día era una página en blanco. Olvidaba lo que había hecho, sentido, o decidido.

Lo más inquietante era que Sofía ya no necesitaba estar presente para afectarlo. Su influencia se volvió incorpórea, como una niebla que lo envolvía. Alejandro la sentía en los objetos, en los reflejos, en las palabras que escribía sin saber por qué.

Su cuerpo también cambiaba. No era solo cansancio. Era una liviandad extraña, como si algo se evaporara desde dentro. Al pasar frente al espejo, a veces no se veía. Otras, solo una silueta gris, sin contornos.

La casa reflejaba su estado. Las paredes se agrietaban sin razón. Las luces parpadeaban incluso apagadas. El aire olía a metal oxidado.

Y un dia, desde la ventana, la vio por ultima vez en la distancia.

Sofía. Radiante. Su cabello brillaba bajo una luz sin origen. Su sonrisa, que ya no era ternura: era hambre satisfecha.

Ella reía. No con crueldad, sino con plenitud. Su rostro resplandecía con una luz que él sabía que una vez fue suya.

Y Alejandro, por primera vez, no sintió miedo ni rabia ni tristeza. Solo una paz extraña, como si el vacío ya no doliera. Como si, al fin, pudiera descansar.

Se sentó frente al espejo, no para verse, sino para desaparecer con dignidad. Cerró los ojos y se dejó ir. No como quien se rinde, sino como quien comprende que ya no hay nada que sostener.

Epílogo: La promesa

En otra ciudad, bajo la lluvia, Sofía se sienta frente a un joven con sueños en los ojos. Su cabello rebelde brilla, su sonrisa irradia luz.

Ella inclina la cabeza, lo mira con dulzura y gravedad.

Siento que la gente apasionada me da energía.

Él sonríe, como si ya la conociera.

Te daré toda la que necesites.

jueves, 19 de junio de 2025

Confusiones

Dicen que las filas desnudan el alma humana. Son espejos mal iluminados: uno ve reflejos de paciencia, codicia y caos social disfrazado de cortesía. Algunos esperan con la serenidad de un monje zen en retiro espiritual. Otros se cuelan con la elegancia temeraria de quien protagoniza su propia serie. Y luego estamos los demás: los que, como yo, llegamos por un chocolate y salimos con una herida emocional que nadie nos advirtió que venía sin envoltorio.

Aquel día, frente al edificio de humanidades, la vida ofrecía un pequeño milagro: chocolates artesanales. Cajitas envueltas en papel brillante, moños mínimos, cacao que olía a gloria a dos metros de distancia. La fila serpenteaba como una coreografía sin coreógrafo, un desfile de ansiedad con sonrisas bien educadas.

Yo no estaba en la fila. Amo el chocolate, pero detesto esperar. Así que me quedé a la sombra de un árbol, dejando que la brisa me acariciara la nuca mientras observaba el drama humano. Una chica revisaba su celular con la expresión de quien espera una llamada del destino. Un tipo se coló como si fuera dueño del evento, con esa sonrisa de comercial de pasta dental. Nadie lo detuvo, claro, pero todos lo fulminaron con la mirada, en un linchamiento silencioso.

Todos parecían conocer las reglas de ese juego de codos, pasos medidos y suspiros resignados. Todos menos yo. Me sentía fuera del tablero, un espectador con hambre y problemas de interpretación emocional.

Entonces la vi. Valeria. Al final de la fila. Giraba su collar de cuentas entre los dedos, ese gesto que siempre me pareció una especie de oración sin fe. Y entonces, me miró. Y sonrió. Y alzó la mano.

Y mi corazón, crédulo y lleno de imaginación barata, firmó contrato con la ilusión sin leer la letra chica.

Esa sonrisa era para mí. Tenía que serlo. Me había visto, ahí, bajo el árbol, apartado del mundo como un mueble viejo y poético. Y pensó en mí. Seguro guardó un chocolate. Porque eso haría Valeria, ¿no? Porque el universo a veces hace guiños y hay que estar listo para pestañear de vuelta. Porque esa sonrisa no podía ser genérica. Era mía. Mi mente, esa fábrica de realidades alternativas sin presupuesto, empezó a trabajar.

Me levanté. No corrí, uno tiene su dignidad y su coreografía emocional, pero avancé con paso elegante, como quien finge que no le importa llegar primero. El murmullo de la fila, el crujir de los celofanes, el olor a cacao y promesas me envolvieron. Ya ensayaba líneas para cuando llegara el momento:

“¿Esto es para mí? Qué coincidencia, justo quería probar un chocolate.”

O, si me atrevía: 

“Valeria, esto es casi un milagro envuelto en celofán.”

En mi cabeza, por supuesto, ya teníamos un futuro: domingos de libros compartidos, risas en cocinas con azulejos felices, y debates intensos sobre si el chocolate 85% es placer o penitencia.

No dudé. Ni un segundo. El universo estaba alineado. La escena perfecta.

Hasta que sucedió. Algo me rozó el hombro. Un movimiento fugaz, una presencia. No miré. ¿Por qué lo haría? Nunca se me ocurrió que no fuera conmigo. Estaba tan seguro, tan convencido, tan... dispuesto a creer.

Y entonces, como una escena ensayada por los dioses del mal timing, ella gritó:

¡Mauriii! — con una alegría tan pura que me atravesó como un relámpago silencioso.

Y ahí estaba él. Detrás de mí. Siempre estuvo ahí. Un paso atrás, pero claramente en el centro del foco.

Alto, confiado, con esa postura de quien nunca llega tarde a una historia. Ella se lanzó a abrazarlo con una emoción que no deja lugar a dudas.

¿Cuántos quieres? ¿Dos? — le dijo ella, mientras sacaba cajitas de su bolso como un mago de feria—. Te guardé estos. Y si quieres el mío, tengo otro.

Y yo… ahí. Con la mano a medio alzar. Atrapado en un saludo huérfano. Un gesto que no tenía destino, como una carta sin dirección.

Fingí que me rascaba el hombro. Acomodé la manga. Movimientos de distracción para disimular el momento exacto en que mi burbuja de ilusión hizo pop con elegancia trágica.

Nunca pensé en mirar atrás. Nunca se me ocurrió que la sonrisa no fuera para mí. Ver fue mi error. No ver, mi condena. Valeria miraba por encima de mí. Siempre a él.

Me alejé unos pasos, fingiendo observar las nubes como si buscar respuestas celestiales fuera una actividad habitual. Me senté en un banco. El murmullo de la fila se volvió un eco distante. El olor a chocolate seguía ahí, pero ahora mezclado con una especie de vergüenza cálida. No insoportable, pero sí amarga.

Y entonces lo entendí. No fue solo ilusión: fue necesidad.

Todos queremos ser vistos. Aunque sea por un segundo. A veces una sonrisa mal interpretada es todo lo que tenemos. Recordé otras veces en que mi corazón confundió la cortesía con señales: la bibliotecaria que me sonrió por reflejo, el compañero que me saludó pensando que era otro. Siempre igual. Siempre yo, encontrando constelaciones en mapas ajenos.

Respiré hondo. Recogí los pedazos de mi autoestima, los puse en fila, como los chocolates, y me levanté.

La mesa seguía ahí. Quedaban un par de cajitas. Me acerqué como quien reclama algo más que dulzura: dignidad, quizás.

— Uno, por favor — dije, con voz firme y sonrisa recién pulida.

El chocolate sabía a lo que prometía: amargo, dulce y verdadero.

Saqué mi cuaderno y escribí, sin drama ni esperanza, solo con claridad:

Ella sonrió, yo creí.
Él llegó, me perdí.
No fue amor.
Fue mi vista la que mintió.








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jueves, 12 de junio de 2025

Un Asunto Trágicamente Cómico

Informe para el Comité de Asuntos Trágicamente Cómicos: Caso 743B (Versión Definitiva)

Nombre del sujeto: Yo

Profesión: ayudador espontáneo, soñador sin licencia, redactor de ensayos ajenos y propios olvidables.

Estado mental al inicio: moderadamente ilusionado, sobrio, con un exceso de empatía que no pedí y no supe devolver.

Hay días que empiezan como una broma mal contada. Ese jueves fue uno de ellos.

Olor a café recalentado. Ambiciones que no cabían en mi cuaderno. El aula era un ecosistema de ansiedad productiva: teclados golpeando como corazones nerviosos, mochilas mal cerradas desbordando existencias.

Entonces, ella, protagonista involuntaria de mis microesperanzas, entró como una canción triste en modo aleatorio. Dejó caer la mochila con un suspiro que parecía arrastrar tres semestres de insomnio. Tenía esa forma de parpadear que parecía una disculpa al mundo. Su delineador vencido, sus gestos cansados. Su forma de abrazar el caos me recordaron a mí mismo en los días que intentaba flotar con los bolsillos llenos de piedras.

No puedo entregar el trabajo final — dijo, mirando el suelo como quien espera que la tierra lo absorba —. Mi cactus emocional está en cuidados intensivos… y la realidad me pasa factura.

Dudé. Solo un segundo. Podría haber dicho “ánimo”, o “lo siento”, o simplemente haber seguido escribiendo sobre Rousseau.

Pero activé el protocolo del tonto romántico.

Déjamelo a mí — respondí, con la absurda certeza de que estaba entrando en una historia donde yo sería el héroe. Spoiler: no lo era. Firmaba, sin saberlo, el contrato de extra académico en una comedia ajena.

Durante tres días me transformé en monje laico del sacrificio académico.

Las ojeras crecieron con cada cita en APA. Dormí poco, comí menos, dudé mucho. El teclado ardía como confesionario, y cada fuente citada era un gramo de dignidad que me dejaba atrás.

Pero el ensayo quedó impecable: treinta y seis páginas con tesis elegante, desarrollo sólido y conclusiones que podrían hacer llorar a Kant si tuviera acceso a Google Scholar.

Se lo envié con un GIF de un zorro escribiendo y un emoji de estrella fugaz. No sé por qué. Supongo que uno quiere que algo de lo que hizo brille, aunque sea en un chat.

Esperé su respuesta. Un "Gracias" bastaría, me decía. Algo mínimo que validara las noches sin sueño.

Entonces llegó. Lo abrí con orgullo contenido, como quien al fin cobra sentido.

“¡Gracias mil! Justo me diste tiempo de salir con Elías 😅”

Elías.

El nombre cayó con la gracia de una taza rota en una cocina silenciosa.

Había oído hablar de él. Poeta de pasillo, experto en metáforas de lluvia y caminatas lentas.

Yo no lo conocía, pero ya podía imaginarlo citando a Neruda mientras le abría la puerta de un Uber con destino a alguna puesta de sol que también habría leído en voz alta.

¿Me dolió?

No.

Me reí.

Primero en silencio, como quien entiende el chiste demasiado tarde. Luego con una carcajada honesta, resignada, liberadora.

No era el protagonista trágico. Ni el villano redimido.

Era el técnico que arma el escenario para que los besos ajenos se den bajo buena luz, con normas APA impecables.

Tomé mi taza vacía. El cursor parpadeaba como un testigo impasible.

Y anoté en mi libreta: 

Soy el escritor del prólogo en la historia de amor de otros. El artesano invisible del pie de página. Pero lo hago con estilo. Porque incluso los secundarios merecen su propia épica.

Días después, la vi en el pasillo. Ella reía con Elías. Él le hablaba con las manos, como quien escribe en el aire.

No me miró. Pero no importó.

En mi cabeza ya empezaba algo nuevo. No un ensayo para otro, sino una historia para mí. Pequeña. Incierta. Con olor a café recién hecho.

Y esta vez, el protagonista no era Elías.

Era yo. Con pluma temblorosa. Pero firme.








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domingo, 8 de junio de 2025

Desastre Galante

Sofía no tenía idea de lo que acababa de ocurrir. Ella solo tomaba su café, sin saber que su presencia había activado un terremoto en mi cabeza.

Pero yo, en mi intento por ser encantador, solté la frase con una confianza completamente desubicada:

Debes estar cansada de haber paseado toda la tarde por mis pensamientos.

Error. Error catastrófico. Un accidente de creatividad en plena vía pública.

Porque claro, no solo había lanzado una frase trillada, sino que lo había hecho yo, que me jacto de mi sensibilidad literaria. Alguien que busca la originalidad. Que cree en la fuerza de las metáforas bien construidas.

Y allí estaba: usando una línea que probablemente había sido pronunciada en incontables telenovelas y mensajes de WhatsApp desde 2009.

Sofía frunció el ceño con algo entre confusión y cautela.

¿Qué?

Allí debí haber retrocedido. Fingido que hablaba con otra persona, que citaba una película, cualquier cosa. Pero no. Doblé la apuesta.

Bueno... lo que quiero decir es que has estado en mi cabeza todo el día.

Ella apoyó la taza en la mesa y fingió pensarlo.

Interesante. No recuerdo haber comprado boleto para este viaje. ¿Incluye recorrido guiado o simplemente fui lanzada sin instrucciones?

Y claro, como si no fuera suficiente, mi cerebro optó por agravar el desastre: lanzó una explicación innecesaria.

Bueno, imagina que mi mente es como... como una expedición arqueológica. Llegaste sin previo aviso y, de pronto, te ves rodeada de ruinas de pensamientos inconclusos, trampas de frases mal estructuradas y algún que otro jeroglífico que yo mismo olvidé traducir.

Sofía bebió un sorbo, sin dejar de mirarme con esa mezcla de diversión e intriga.

¿O sea que entré a un templo misterioso?

Exacto.

— ¿Y dónde está la salida?

Eh... eso es lo complicado. No suelo pensar en eso.

Suspiró. Y como quien decide que ya está demasiado metida en el asunto, apoyó un codo en la mesa y dijo:

Bueno. Como guía turística improvisada de tu mente, dime: ¿qué atracciones hay por aquí?

Ahí fue cuando mi cerebro se rindió completamente.

— Bueno, tenemos la sección de "cosas que debí haber dicho pero no dije", la de "planes que nunca ejecuté", y un pequeño rincón donde trato de recordar si me gustan más los perros o los gatos.

Sofía arqueó una ceja.

Dime que al menos hay señalización.

Eh... no exactamente, pero puedes encontrar pistas en las cosas que digo sin contexto.

Soltó una carcajada.

Muy bien, explorador mental. Si ya pasé toda la tarde ahí, al menos dime qué piensas hacer ahora que me tienes en frente.

Y claro, en el momento de brillar, lo único que logué decir fue:

Ehh... 

Ajá.

Sofía se rió abiertamente.

Tu sistema necesita mantenimiento.

Se levantó con su taza, tomó una servilleta, escribió algo y me la dejó en la mesa.

— Aquí tienes un mapa mental. Para la próxima, organízalo mejor.

Cuando la leí, solo decía:

"Primera parada: ordenar otro café y decir algo que no incluya 'ajá'."

Definitivamente, no había impresionado a Sofía... pero al menos había logrado que la conversación terminara en risa, y no en desastre absoluto.

Lo que no esperaba era lo que pasó segundos después.

Cuando fui a recoger mi café, el barista, un tipo con expresión solemne y la actitud de alguien que ha visto demasiado en esa cafetería, me miró fijamente y suspiró.

Hermano... — dijo, con el tono de quien está a punto de anunciar que el barco se hunde —. Lo vi todo.

Sentí un escalofrío.

¿Todo?

Asintió, bajando la mirada como quien ha sido testigo de una tragedia.

Toda la metáfora arqueológica. El templo. La señalización inexistente. La caída libre.

Respiró hondo, como si el dolor ajeno lo afectara personalmente.

No debió ser así.

Yo, aún procesando la situación, intenté salvar lo poco que quedaba de mi dignidad.

Bueno, no fue tan malo. Se rió conmigo y no de mí, así que...

El barista ladeó la cabeza con pesar.

La risa es buena. Pero hermano... un hombre no debería vivir este tipo de humillación en horario de café.

Se acercó un poco, como si fuera a decirme un secreto importante.

Por eso, te regalo este café.

Me entregó un café extra, gratis, pero con la delicadeza de quien ofrece una manta a un náufrago.

Recíbelo con honor.

Yo lo tomé sin saber muy bien qué hacer.

Gracias... supongo.

El barista suspiró otra vez y puso una mano en mi hombro.

Solo sigue adelante.

Y se alejó, probablemente para seguir presenciando otras desgracias sociales de clientes en apuros.

Me quedé parado, sosteniendo dos cafés, una servilleta con instrucciones de Sofía y la certeza absoluta de que mi cerebro necesitaba una remodelación completa.

Tal vez era momento de diseñar mejor mis metáforas.

O tal vez, solo tal vez, era momento de aprender a decir algo que no incluyera "ajá".

O por lo menos, pedir un café que no venga con juicio incluido.







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domingo, 1 de junio de 2025

El Paraguas

Mi amiga siempre era sorprendida por la lluvia. No importaba cuántas veces revisara el cielo, cuántas predicciones meteorológicas leyera o cuántos ruegos hiciera para que el clima tuviera piedad. La lluvia llegaba igual, sin previo aviso, con su aguacero implacable. Su cabello mojado, su ropa empapada y los resfriados estacionales se convirtieron en parte de su rutina.  

Resistió estoicamente. Se volvió una erudita del clima. Escudriñó mapas meteorológicos con la concentración de un astrónomo decodificando señales alienígenas. Interpretó el baile de las nubes, el canto del viento, la humedad en el aire. Se convirtió en guardiana de la ciencia atmosférica.  

Pero la lluvia… la lluvia jugaba con ella. Se burlaba de sus estudios, se colaba entre sus predicciones, ignoraba sus cálculos con la audacia de un mago tramposo. Aparecía cuando menos la esperaba, siempre lista para tomarla por sorpresa, como si fuera un truco diseñado con precisión para frustrar sus intentos de mantenerse seca.  

Hasta que un día, mi amiga se hartó. Ya no habría más estrategias inútiles, más derrotas humillantes. Tomó una decisión definitiva: ¡obtuvo un paraguas!.  

Y entonces, la lluvia ejecutó la burla suprema. Como si se hubiera cansado de su propio juego, selló una tregua con el sol en un pacto traicionero.  

Desde el instante en que aquel pequeño pero resistente paraguas ocupó lugar permanente en su bolso, las nubes desaparecieron sin dejar rastro. Ni una mísera sombra gris ensució el horizonte, ni una gota furtiva desafió la conspiración celeste.  

El sol, astuto y oportunista, aprovechó la ausencia de su eterna rival. Brilló con una intensidad desconocida, como si quisiera compensar un montón de aguaceros imprevistos. Por primera vez, mi amiga extrañó la lluvia. Y, por primera vez, la lluvia se rió de ella sin siquiera aparecer.  

El paraguas, orgulloso, esperaba su gran debut. “Déjenme proteger, déjenme brillar”, parecía decir. Pero el sol, despiadado, les castigó con días de brillo insoportable. Mi amiga, obstinada, decidió llevarlo consigo de todos modos. Primero con discreción, luego con descaro. Lo sacaba del bolso cada tanto, lo abría y lo cerraba como quien prueba un artefacto mágico aún sin activar. Le lanzaba miradas inquisitivas, como si quisiera convencerlo de que invocara una tormenta.  

La impaciencia creció. Comenzó a pasearse cerca de aspersores, fingiendo casualidad, deteniéndose estratégicamente cuando el agua giraba en su dirección. En los cafés, agitaba distraídamente su vaso para que las gotitas se elevaran y aterrizaran en la tela impermeable. Probaba el mecanismo con el viento más débil, ajustando el ángulo bajo cualquier sombra sospechosa. Estaba decidida a poner a prueba su paraguas, aún si eso significaba recurrir a métodos poco convencionales.  

Hasta que un día, una nube apareció. Se alzó majestuosa, oscura, cargada de promesas. Mi amiga la vio y se detuvo en seco, conteniendo la respiración como si de su concentración dependiera que no desapareciera.  

Era el momento. Su momento. Después de días de burlas, de una sequía estratégica y de la conspiración descarada entre la lluvia y el sol, por fin había llegado la oportunidad de reivindicarse. Su corazón latía con anticipación. Sentía que todo en su vida la había llevado hasta este punto.  

Una gota cayó. ¡Al fin!  

Nunca antes una sola gota de agua había sido recibida con tanto entusiasmo. Casi podía oír una fanfarria de fondo, como si el universo estuviera celebrando este instante decisivo. Había esperado tanto, había sufrido tanto… ahora, su paraguas tendría su glorioso debut.  

Lo extendió con elegancia, con una ceremonia que rayaba en lo divino. La tela se desplegó como una cúpula protectora, su escudo contra el mundo que tantas veces la había humillado con aguaceros traicioneros. Por fin estaba lista.  

Y entonces... el viento.  

No una brisa suave, no un susurro juguetón, sino una ráfaga impertinente y oportunista, como si el universo hubiese estado esperando justo este momento para lanzar su golpe final.  

El paraguas, con su flamante estructura, no ofreció resistencia. Escapó de su mano y salió volando con una rapidez absurda, como si toda su existencia hubiera estado encaminada a este preciso despegue. Giró sobre sí mismo, dio un par de saltitos emocionados por el aire y luego emprendió una trayectoria gloriosa hacia lo desconocido.  

Mi amiga, aún con el gesto de victoria en su rostro, apenas tuvo tiempo de ver cómo su preciado escudo desaparecía en el horizonte como un cometa errante, dejándola sola… de nuevo… con la lluvia que apenas comenzaba.  

Nadie ha vuelto a ver ese paraguas desde entonces.  

Dicen que sigue surcando los cielos, esquivando techos y antenas, buscando el aguacero perfecto que nunca pudo probar. Algunos afirman haberlo visto en la distancia, danzando con el viento, siempre al borde de la lluvia, pero nunca dentro de ella.  

Mi amiga, mientras tanto, se quedó allí… en medio de la calle, bajo un cielo que finalmente había cedido, dejando caer su largamente esperada tormenta.  

Sin su escudo.  

Sin su victoria.  

La primera gota apenas rozó su mejilla cuando la realidad la golpeó. En cuestión de segundos, su cabello estaba mojado, su ropa empapada, sus zapatos convertidos en pequeños acuarios portátiles. Una vez más, como tantas veces antes, la lluvia se reía de ella y de su eterna derrota.  

Y así, la historia se cerró con la misma ironía con la que había comenzado. La lluvia, una vez más, había ganado.






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viernes, 30 de mayo de 2025

Aventura..

Siempre he dicho que estar en tu vida es toda una aventura. No una de esas que se leen en libros polvorientos o se trazan en mapas antiguos, sino una que respira, que late con su propio ritmo, indomable. No eres un lugar al que se llega: eres camino, selva, cordillera. No se trata de entenderte, sino de intuirte. Contigo no hay regreso al punto de partida, porque incluso el silencio, cuando lo compartes, deja marcas nuevas.

Y es que contigo, cada día es una expedición sin garantías. Nada está escrito. Eres brújula rota y, aun así, Norte. Trazas senderos invisibles con tus pasos, y en tus palabras nacen mapas secretos que solo se revelan si uno sabe mirar más allá de lo evidente. Tu voz no describe el paisaje: lo transforma. Y cada gesto tuyo es una señal, un indicio, un rastro a seguir justo antes de que desaparezca entre la niebla.

Y, por si fuera poco, luego están tus ojos… esos ojos color de noche, donde las estrellas parecen detenerse solo para reflejarse. No miras: abres portales. En cada mirada tuya hay una promesa de mundos extraordinarios, de realidades que no aparecen en ningún libro de texto. Cada vez que me encuentro en ellos, algo se abre, algo cambia. Es como si el universo entero se reordenara y me mostrara un destino que solo tú conoces, uno distinto cada vez.

Tal vez por eso, caminar a tu lado es andar por tierra viva, impredecible. No es inseguridad, es renovación constante. Tu sonrisa, esa sonrisa tan tuya, es un puente colgante entre lo que parece seguro y lo que de pronto se convierte en magia. Y en medio de esa dulzura tuya, de esa candidez que parece ligera como brisa, habita una fuerza profunda. No es debilidad tú candidez: es elección. Es que no necesitas levantar la voz para que se sepa que estás firme. Tienes esa serenidad que sólo tienen las mujeres que se conocen a si mismas, que han elegido su camino y no lo explican, simplemente lo caminan. Cada una de tus decisiones lleva el pulso de alguien que no se disculpa por ser.

Y aunque ya habitas tu fuerza con naturalidad, sigues creciendo. Más de lo que tú misma alcanzas a notar. Y cambias sin ruido, como las estaciones que entienden el tiempo. Cada día salta en ti una chispa nueva, algo inesperado que te vuelve hermosamente impredecible. Me obliga, sin tu pedirlo, a estar muy pendiente, a no perder ni un solo matiz de ese universo de luces que dejas escapar a ratos, como si abrieras el cielo por instantes para quien sepa mirar.

Tú no eres un destino, eres travesía. No se te conquista: se te descubre a diario. Y aun así, hay espacio en tu mundo. Espacio para quien se atreve a andar sin certezas, a leer tus señales, a entender que contigo la aventura no es una opción: es la única forma posible de existir.

Porque en ti, cada transformación es una clave, cada silencio, una historia aún no contada. Tu vida es un sendero en expansión, un mapa que se dibuja al andar. Y yo, que quise detener mi caminar, me encuentro viajero. No por querer entenderte por completo, eso sería ingenuo, sino por el puro gozo de seguir tus señales, sabiendo que cada paso a tu lado es la promesa de un mundo distinto. Un mundo que sólo existe mientras tú lo habitas, y que desaparece misteriosamente si uno deja de mirar con el corazón bien despierto.








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viernes, 16 de mayo de 2025

El Fulgor

En algún punto invisible de la mañana, el mundo dejó de girar para mí. Fue como si el aire mismo me hubiese tomado por los hombros y susurrado: ¡Mí­rala!

No hubo voluntad, no hubo decisión; solo la certeza súbita de que todo lo demás podía esperar. Allí estaba ella, leve y real, suspendida en su quietud como una nota olvidada en medio de una melodía. Y yo, obediente a ese antiguo hechizo que siempre me domina cuando se trata de ella, abandoné todo fingimiento y, disimuladamente, me rendí a su misterio. Cada gesto suyo era un murmullo, una constelación que mi mirada seguía como si en ello se me fuera el alma.

La contemplé con los ojos del amor, esos que no saben mirar sin asombro. Me extravié en la visión de aquel cuerpo pequeño, como quien admira el lujoso empaque con que la vida guarda las cosas que le generan especial ternura. Sin embargo, ella no era algo que se exhibiera, era un tesoro que se custodiaba. 

No eran solo sus formas lo que en aquel momento me atraía, sino lo que irradiaba más allá de ella: un resplandor que no se veía, sino que se sentía más que en la piel en el espíritu. Un halo sutil y poderoso que cruzó el espacio entre nosotros sin permiso, envolviéndome con una dulzura antigua, provocando en mí un temblor apenas perceptible, como si el deseo de tocarla bastara para quebrar mi mundo.

Por más que la mirara, no lograba entender cómo tanta luz podía habitar en algo tan frágil. Su pequeñez desmentía la vastedad de lo que en ella vibraba. ¿Cómo podía una estrella tan breve sostener un cielo entero? ¿Cómo lograba esa criatura menuda contener la fuerza de encender mis sombras, de doblegarme sin emitir un solo sonido? Me sentí atrapado, rendido ante una energía que no alzaba la voz, pero que todo lo movía. Y la añoré con la intensidad con que se ansían los milagros: esos que se rozan una vez, pero que ya no se olvidan. Quizá el amor sea eso: un sitio al que nunca se llega, pero donde, sin saber cómo, uno permanece.

Alguien llegó entonces, rompiendo el instante como se rompe el agua con una piedra. El hechizo se dispersó, pero ya era tarde. Ella, sin saberlo, me habitaba. Había encendido una llama que no pide permiso, que se queda en silencio a arder. Y aunque sus ojos jamás se volvieron a los míos, los míos ya la llevaban dentro, brillando con el reflejo de su luz, como si todavía la miraran.



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sábado, 3 de mayo de 2025

Donde Habita lo Divino.

No sé qué tiene…
pero algo en ella me desarma,
me quiebra con la dulzura de una mirada
y me reconstruye en el mismo instante.

Tal vez sea su andar, tan leve,
como si flotara apenas sobre la tierra,
dejando tras de sí una estela invisible de paz.
O quizá su risa,
que se posa sobre el alma como una brisa delicada,
moviendo lo profundo sin perturbar la superficie.

Su cabellera rizada, larga, viva,
parece tejida por el viento y la nostalgia.
Danzando cuando se mueve,
con sus rizos guardando el eco de una canción olvidada.

Y sus ojos...
ay, sus ojos oscuros.
Son portales nocturnos que llevan,
No a cualquier rincón,
sino al centro mismo del universo.
Contemplarlos es como asomarse
al origen de todas las cosas:
al dolor primigenio,
al amor sin nombre,
al misterio que aún no hemos podido descifrar.

Hay en ella una dulzura serena,
una educación antigua,
una forma de estar en el mundo
que transforma cada gesto en plegaria,
cada palabra en acto sagrado.

Y sin quererlo,
convierte cada deseo en mandato,
sin levantar la voz,
sin siquiera pedirlo.

Su voz…
su voz es un río suave,
una melodía clara que da forma a los nombres
y los vuelve encantamientos.
¡Qué hermoso habría sido oír el mío,
pronunciado por sus labios!

Algo tiene, sí…
algo que no entiendo,
pero que reconozco como inevitable.
Una fuerza que aprisiona sin asfixiar,
que encadena sin hierro ni llave,
que transforma mis sueños
en un reino donde ella es reina y oráculo.

A veces pienso que no es de este mundo,
que es uno de los ángeles del Padre,
un vestigio del cielo caminando entre nosotros
como prueba de que lo divino
puede, de vez en cuando,
vestirse de carne.

Algo tiene…
algo que me busca,
me llama,
me atrapa y me somete.
Y no quiero escapar.

Ese lazo invisible que me une a ella,
sin nudos, sin presión, sin promesas,
es vínculo que no deseo romper.
Aunque no me tenga,
me tiene todo.


domingo, 3 de noviembre de 2024

La Roca

No hubo aviso, presentación o premeditación. Simplemente, un día, apareció.  Llegó y se plantó allí a la orilla de mi vida con la seguridad del conquistador que toma posesión de su botín.

Pequeña, ágil y de aspecto fuerte, irradiaba sin embargo cierta fragilidad que de alguna manera me disuadió de objetar su incursión en el campo de mi soledad, hasta entonces mi principal orgullo. Dos gruesas trenzas negras, como ríos oscuros entrelazados, caían sobre sus hombros enmarcando un hermoso rostro, adornado por unos ojos oscuros y penetrantes que, a pesar de su desinterés, ejercían un magnetismo poderoso aun mirándolos de lejos.

Llegó un día y se plantó allí. Escogió mi mejor y más visible roca y se sentó sobre ella reclamando señorío sin escándalos ni aspavientos… y no encontró resistencia. Día a día la vi allí, atrincherada  en la que hizo "su" roca, concentrada en su mundo sin levantar la cara, dar señales de reconocerme, o mucho menos, de asimilar el desastre que causaba en  el mío. Solo con su presencia, me temo, ganó la batalla y la guerra.

Es que de alguna manera verla allí tan cerca de mí, irrumpiendo en mis defensas siendo tan hermosa, delicada y tan segura de sí misma, me hizo cuestionar la soledad que tantas veces había defendido y a la que voluntariamente me había sometido.   

Viéndola allí, distante, compartí con ella toda una serie de sensaciones que había olvidado formaban parte del contacto humano cercano. La vi sonreír, disgustarse y llorar. Y desde lejos sonreí, me disgusté y lloré con ella a pesar de que, como he dicho, nunca pareció siquiera darse por enterada de mi presencia y mucho menos de las emociones que en mí generaba.

Nunca vio las nuevas flores creciendo a su alrededor, o las ramas del árbol cuidadosamente colocadas para hacerle sombra. Jamás se enteró de los cambios en su roca. No se preguntó cómo día a día la encontraba libre de polvo. Como es que, poco a poco, la corteza dura y tosca fue rebajándose hasta descubrir un centro más suave y cómodo para ella. Jamás la vi siquiera prestar atención a como las grietas, formadas por años de intemperie, fueron disimuladas para evitar que la maltratasen.

Nunca notó, ni se preguntó en realidad, cómo era que su áspero refugio se transformaba en un lugar suave y acogedor, ni cómo las cicatrices del tiempo en su pedestal desaparecían sutilmente para ella. 

Y no me importó. Es que aquellas cosas que hacía por ella, eran más bien resultado de lo que ella, con su presencia, hacía por mí… Eliminando grietas, durezas y callosidades  de la vida.

Hoy, sin embargo, algo ocurrió durante su visita matutina. La vi intranquila, preocupada. Miraba su teléfono con ansiedad y, por primera vez, levantó su vista hacia mi lugar con una expresión de desesperación y suplica. Si, en realidad sabia de mí. No entendí que ocurría, pero se mantuvo en su roca algún tiempo hasta que, con tristeza, pareció darse por vencida y emprendió su retirada.

Por eso estoy aquí. Impulsado por la urgencia, me acerqué a esta roca y registré el área con desesperación, buscando la causa de aquel inquietante suceso. No encontré nada tangible que explicara su repentina partida. Sin embargo, sé cómo solucionarlo. Tengo la respuesta que necesita, la misma que me fue confiada y que solo debía compartir con quien fuera digno. Ella, aunque no me conoce, lo merece. Le entregaré esto, una herramienta que, si la utiliza sabiamente, restablecerá el equilibrio y hará que nuestros caminos vuelvan a ser paralelos, independientes pero cercanos...

__________

El Hombre hurgó entre sus bolsillos hasta dar con una libreta y un lápiz. Con un trazo firme, casi furioso, escribió tres veces la palabra “PACIENCIA” en mayúsculas, como un conjuro. Arrancó la hoja con seguridad fijándola a una gran roca con una piedra más pequeña, burlando al viento que intentaba arrebatársela.

Dedicándole un tiempo a sus recuerdos, pasó la mano suavemente por aquella roca que, curiosamente, solo se volvió importante para él cuando una desconocida lo hizo. Sonrió pensando que, de no ser por aquella chica, seguiría allí abandonada, rugosa y llena de grietas... existiendo sin vivir al igual que él.

Luego de constatar la hora en su teléfono, se aseguró de que su mensaje estuviera seguro sobre la roca y volvió presuroso a su campo a seguir con la labor mientras esperaba el regreso de la chica. No tuvo que esperar mucho ya que no pasó una hora antes de que apareciera atravesando el campo de flores por el lugar de costumbre.

Cuidadosamente, la chica se acercó a la roca mirando en la dirección del campo de trabajo del hombre, quien se había ocultado convenientemente desde un punto en el que podía observar sin ser visto a su vez.

Pareciendo darse cuenta por fin de que algo había cambiado, la chica se fijó de repente en el papel sobre la roca. Sobresaltada. Miró a su alrededor y, cuidadosamente tomó la nota y leyó su contenido. Un rictus de perplejidad se adueñó de su rostro y, sin comprender, volvió a dar un mirada a su alrededor tratando de encontrar una explicación a aquella nota.

Volvió a mirar la nota y,  poco a poco, su expresión comenzó a cambiar y una sonrisa iluminó de repente su rostro. Rápidamente, tomó su teléfono y con agilidad tecleó algo en el aparato. Unos segundos después, un gritito de alegría y un par de saltos que la llevaron a su puesto sobre la roca revelaron que había obtenido la respuesta a sus problemas. Acomodándose sobre la roca, se sumergió allí una vez más en su mundo, solo que esta vez, su ensimismamiento se veía interrumpido por frecuentes miradas furtivas al campo vecino.

Con una sonrisa de satisfacción al ver el cambio de actitud de la chica, el hombre se sumergió en su trabajo. Al caer la tarde, convencido de que ella ya se habría marchado, se dirigió a la roca con la intención de hacer una limpieza rápida antes de que el sol se ocultara. Sin embargo, al llegar, una sorpresa lo esperaba: su nota permanecía intacta en el mismo lugar. Pero eso no era todo. Entre los pliegues del papel cuidadosamente doblado, una delicada flor de pétalos dorados parecía brillar, anunciando que algo especial lo aguardaba.

Con el corazón en la boca tomó la flor y extendió el papel, el mismo que él había dejado, y en el que ahora alguien escribió con lápiz de labios

    - Gracias por la contraseña de Internet. Me llamo María. Me gustaría que habláramos, Si tú quieres.

En su mente, un estruendo le anuló de repente los sentidos. Sabía lo que era… dos mundos que seguían rutas paralelas y que acababan de encontrarse con fuerza. Con una sonrisa, dobló con cuidado el papel y lo guardó. Observando la roca, murmuró

        - Tendré que hacer algunos acomodos por aquí. Parece que mañana seremos dos.

Y silbando y saltando como cuando era un niño, bajó rápidamente hasta su casa. Traería algunas herramientas para seguir trabajando en su roca. Tal vez, ya no estaría solo ¿Quién sabe?