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domingo, 22 de junio de 2025

Clara. Una Historia de Oficina

Clara no era influencer, ni gurú de mindfulness, ni reina de TikTok con filtros de perrito. Su filtro era real, su alegría sin hashtags, y su vibra lo suficientemente luminosa como para hackear el manual de la amargura corporativa. Revolucionaba la oficina más que una impresora atascada en lunes de lluvia. 

Llegaba con un termo musical (si, literal, tenía cornetas) que escupía boleros o bachata, zarcillos que tintineaban como campanas de festival y una sonrisa que desafiaba al tráfico, al sistema y al aire acondicionado, aun en modo “glaciar”. Saludaba a la única planta de la esquina:  “buenos días, Fernanda”, Reorganizaba sus lápices como un oráculo de papelería y, sin más, brillaba. Punto.

En una oficina donde quejarse era el cardio oficial y el Excel la biblia tácita, Clara era como un emoji de arcoíris impreso en un correo de Recursos Humanos. No buscaba likes, pero su vibra era tan escandalosa que todos la notaban. Amable sin agenda. Cumplida sin dramas. Efectiva sin arrastrar los pies como si la vida fuera un PowerPoint eterno.

Sin embargo, una mañana, su brillo chocó de frente con la realidad.

Clara había preparado una propuesta para mejorar la experiencia de los clientes: gráficas que cantaban felicidad, ideas prácticas y un diagrama en fuente Comic Sans que era puro amor. Pero a mitad de su presentación, su jefe, con el mismo entusiasmo de un extintor humano, la cortó:

Clara, deja ese optimismo de unicornio para Instagram. Aquí va en serio

Clara parpadeó. ¿Serio? ¿Serio es usar plantillas de 1998 y firmar correos como notarios? Su mente era un circo: imaginó al jefe con un filtro fotográfico sepia, atrapado en su propia seriedad. Pero no iba a dejar que le apagaran el flow. Con una sonrisa de veneno dulce, respondió:

Entendido, jefe. ¿En Arial 12 o me lanzo con Comic Sans para ponerle drama? — Pausa. Inclinó la cabeza —. Oiga, para su información, el unicornio trae datos: 20% más de satisfacción con apenas tres cambios. ¿Le paso el PDF en gris para que pegue con el entorno?

El silencio fue tan denso que el aire acondicionado pareció rendirse. Lucía, la nueva, disimuló una risita con un estornudo. Alguien garabateó como si resolviera la existencia. El jefe, descolocado, farfulló un “envíamelo” y cambió de tema. Clara había plantado una semilla de caos alegre.

El eco de la reunión se quedó flotando en los pasillos y mutó en chisme. Días después, Lucía, la nueva que aún no se había rendido al club del descafeinado, le sopló a Clara el rumor que se estaba extendiendo: su ascenso “no era profesional”. Que “seguro había algo turbio con el jefe”. Que "tanta sonrisa tenía trampa". 

Clara sintió un pinchazo, como si hubieran rayado su termo favorito. ¿Sonreír es sospechoso... pero quejarse del tóner cuenta como mérito? No iba a darles el gusto del drama. Se atrincheró en el baño, frente al espejo mugroso que parecía un mapa de la tristeza colectiva.

Clara, reina — se dijo, señalándose como su propia cheerleader —, estos no saben de luz pura. ¿Chismes? Ruido de fondo. Tú tienes galletas y un termo que canta mejor que ellos

Respiró hondo. Imaginó a los chismosos ahogándose en su café descafeinado y soltó una risita. 

Que inventen. Yo pongo el color en este PowerPoint de mi vida —. Ajustó sus zarcillos con un tintineo rebelde, se lavó las manos y salió con más fuego que nunca.

Esa noche, en su estudio, abrió su cuaderno de frases mal pegadas y escribió con gusto: 

“SÉ FELIZ HOY. AUNQUE ÚNICAMENTE SEA POR JODER A LOS ENVIDIOSOS.”

Al día siguiente, pegó la frase en su monitor con cinta de colores pastel, una bandera en territorio enemigo. Algunos fruncieron el ceño, como si la felicidad fuera un memo mal redactado. Otros rieron por lo bajo. Una pasante, con el arrojo de quien ignora el organigrama, la subió a redes con el slogan: 
“Resistencia nivel: jefa.”

Pero, el incendio de verdad estaba por llegar.

Clara irrumpió un viernes con galletas de llamas, glaseadas con colores que gritaban “feria”, y una nota:

Quemen los rumores o cómanse esto, pero callen las pendejadas.” 

Las voces se congelaron, solo rotas por el crujir de una galleta en la boca del de contabilidad, cuyo ceño, que parecía tallado por un escultor con resaca, se torció en una sonrisa traicionera, mientras Lucía, cómplice oficial, susurraba con galletita en mano: “¿Esto es para quemar lo rumores o para asar maiz?” Clara guiñó: “Lo que quieras, pero que sepan que no me apago por nadie.

Los rumores se evaporaron como mal chiste. Y, con los días, algo cambió.

La diseñadora de informes dejó los grises de sepelio y probó azules que no deprimían. Un jefe de área metió un emoji de sol en su firma (luego lo borró, pero todos lo vimos). El whatsapp de la oficina, un cementerio de “Ok” y “Entendido”, se llenó de memes de gatitos y conejitos. Recursos Humanos, en un giro imposible, puso una sección de “micro-momentos positivos” en la intranet, con Fernanda la planta como mascota.

En cierre del mes, el jefe-extintor llegó con galletas que olían a disculpa. Las dejó sobre la mesa de la sala de reuniones, carraspeó y, con menos rigidez que de costumbre, dijo:

Clara, he estado pensando... El tema del bienestar no es lo mío. Nunca lo ha sido. Pero tú... tú haces que la oficina respire distinto. Así que queremos proponerte algo: liderar el nuevo programa de bienestar y cultura. Es oficial. Es tuyo si lo aceptas.

Clara no lloriqueó. Tampoco hizo un brindis. Solo asintió, con la calma de quien ya sabía que su luz no necesitaba permiso para brillar. Aceptaba, sí. Pero en sus términos.

Y lo hizo espectacular. En una semana, instaló una "estación de desahogo" con peluches antiestrés y una playlist colaborativa titulada "PowerPoint y reggaetón". Redecoró la sala de descanso con luces suaves y frases inspiradoras (nivel sarcasmo dulce), y renombró los lunes como "Días de Sobrevivencia Colectiva", con café extra y mini donas. Recursos Humanos, que antes apenas sabía conjugar la palabra "felicidad", se rindió y le pidió tips para sus propios correos motivacionales. Incluso Fernanda, la planta, recibió su propio Instagram.

Clara convertía el mal día ajeno en anécdota compartida y las crisis en excusa para sacar stickers motivacionales. Su cargo no era solo un título. Era un manifiesto de que el buen humor, bien administrado, puede hacer más por la productividad que veinte charlas de coaching.

Y como todo manifiesto que se respeta, trajo consecuencias medibles.

En solo tres meses, los niveles de satisfacción interna se dispararon como corcho de sidra. El ausentismo bajó, los clientes reportaron un 30% más de interacciones positivas y el rendimiento general del equipo mejoró tanto que hasta el jefe del extintor sonrió sin que se le torciera la cara. La empresa, que antes tenía alma de lunes perpetuo, empezó a aparecer en rankings de “lugares felices para trabajar” y un medio local tituló: “Donde una planta lidera el cambio (y una Clara lo ejecuta).”

Reflexión final: Ser feliz no es negación, es rebeldía pura. Es encararle al mundo y decir: “Sigue tu con tu drama; yo traigo galletas.” 

La alegría de verdad jode a los que la olvidaron. Protégela, cultívala y, si toca, úsala como misil de colorida escarcha... contra los envidiosos.


viernes, 20 de junio de 2025

El Solsticio (Cuento Corto)

El crepúsculo se deslizaba por la ventana, tiñendo de ceniza la habitación de Lía. Elías, hundido en una silla, acariciaba el lomo de un libro gastado, sus dedos siguiendo con precisión viejas grietas en la encuadernación, como si leyera un mapa invisible. Era un tomo de cuentos que ella adoraba, sus páginas marcadas por sus deditos torpes.

La penumbra difuminaba las manecillas del reloj: 6:52 PM. Faltaban pocas horas. Era el solsticio, el día más largo... y, para él, el más sombrío.

Ese reloj no solo contaba las horas hasta el solsticio; cada tic-tac era una punzada que le recordaba el año preciso transcurrido desde que Lía le fue arrancada. Su estúpida ignorancia y la avaricia que lo impulsaron a negociar con poderes desconocidos, antiguos y malévolos, la habían despojado de su lado.

Ahora, con un arrepentimiento quizás tardío, Elías sabía que en noches como esta, los velos que separan los mundos se vuelven casi transparentes, y las sombras acechan, siempre en busca de espíritus débiles. Él se había negado a creerlo... hasta que perdió a su niña.

Lía era su faro. Sus ojos color de noche brillaban con curiosidad pura. Vivía por el roce de sus trenzas negras deslizándose entre sus dedos, por la risa cristalina que llenaba la casa como un conjuro. Aún veía su dibujo en la mesita: una niña y un hombre bajo un sol brillante. “Somos nosotros, papá,” decía. Pero, aquella noche, él había abierto la puerta maldita, y eso vino y se la llevó.

Hoy, la casa era como un mausoleo. Cada foto, cada objeto de Lía, era un latigazo para su alma. Elías apenas comía, apenas dormía; para él, el mundo exterior no era más que cenizas. Jamás salía. Cada noche, sus dedos recorrían las puertas, buscando astillas invisibles, una costumbre que nadie entendía. Además, había desarrollado una extraña afición: recoger rocas en el bosque. Como aquella, redonda y lisa, que ahora descansaba en su mesita de noche. Solo él sabía que Lía la había encontrado junto a otra idéntica, la que reposaba bajo su cama. Gemelas. Una para ella. Una para él.

Había esperado en el infierno 365 días y, esta noche, todo terminaría. A las 10:42 PM, cuando el solsticio alcanzara su pico, aquello volvería. Debía estar listo.

De pie, en medio de la habitación de Lía, apretó el peluche favorito de su hija contra su pecho, la mirada perdida. La casa temblaba, supurando mal en cada rincón. Sombras afiladas danzaban en las esquinas, y un crujido agudo rasgaba las vigas cada tanto. Una corriente fría bordeaba las paredes, donde la pintura se había agrietado en formas circulares. El aire pesaba, un lamento atrapado. Temblando, aferró el peluche, convencido de que algo lo acechaba.

Faltaba poco. Su respiración se endureció y, los dedos crispados. El reloj marcó las 10:42 PM. Un zumbido bajo creció en el aire, como un latido lejano. Las sombras se alargaron, retorciéndose. El suelo vibró, apenas perceptible, y un destello pálido cruzó la habitación, como un relámpago mudo. Entonces, el aire se quebró en un silencio luminoso, como si un espejo se hubiera roto desde el otro lado. Una grieta destellante rasgó la habitación, con un brillo puro, casi doloroso.

De ella emergió con calculada paciencia aquel ser terrorífico, la Fae de la Sombra, envuelta en un resplandor que hería la vista. Sus astros titilaban, hambrientos. Mirando a Elíias, con su tétrico rostro casi pegado al de él, su voz reptó, burlona y venenosa.

Has vuelto — susurró —. Tan frágil, tan roto. Tu dolor… un banquete.

No atacó al hombre indefenso ante ella. Quería alimentarse de su duelo, cebarse en su dolor. Con un gesto hacia la grieta que permitió su regreso, invocó a la hermosa Lía: la imagen diáfana de la niña apareció flotando en la grieta, sus trenzas danzando, sus ojos color de noche brillando con inocente alegría. Inalcanzable.

— Aquí está tu amorTan cerca... a tu alcance — musitó la Fae, su aliento como escarcha —. Solo debes pagar un pequeño precio, uno muy pequeño... tal vez... tu recuerdo de ella, por ejemplo. ¿Es justo?

Roto, al borde, Elías tembló.

No… —murmuró.

La Fae sonrió. Pero entonces, vaciló. Algo no estaba bien. Inquieta miró a su alrededor, con su aliento quebrándose en silencio. El hombre no se movió. Solo bajó la mirada, como si escuchara algo, esperando.

De pronto, bajo la alfombra, la piedra de Lía comenzó a brillar. En las paredes, las grietas redondas vibraron como si alguien golpeara desde dentro. Y la casa toda... pareció despertar.

Del suelo, un resplandor pálido se elevó, revelando la sal escondida entre las tablas. El hierro disfrazado en la pintura de los muros tembló como si fuera una cadena que se tensara. Un aroma acre, como hierbas quemadas, sofocó el aire.

La Fae retrocedió. —¡Imposible! — aulló - ¿Que has hecho?

Elías alzó el cuchillo. Su voz era otra, templada por el dolor y el fuego lento de la espera. Su encantamiento, la trampa gestada en 300 noches de insomnio, había funcionado. Había encerrado al monstruo y ahora no tendría opción.

Estás en mi casa. Y esta vez, yo escribí el cuento. ¡Negociemos! 

La criatura se irguió. Los pegostes de su cabello giraban con violencia, como serpientes buscando una salida. Sus ojos sin pupilas parpadearon, intentando descomponer el círculo que la atrapaba. 

No puedes... — comenzó. Pero luego comprendió, se supo prisionera y su tono cambió, más suave, envenenado. 

— Has hecho esto por ella... Pero mírala bien. Es un eco, un reflejo que ya no encaja en tu mundo. Si la traes de nuevo, sangrará entre las costuras de lo real. ¿Vale la pena?

Elías no respondió. No la miraba a ella, sino a Lía, flotando aún en la grieta, inocente, sin entender el tiempo que se le había robado.

Cada minuto que ella estuvo contigo, lo viví en ruinas — dijo —. Cada día aprendí el nombre de un nuevo silencio. Tú me enseñaste el vacío. Ahora te enseñaré la pérdida.

La Fae lo observó, desconcertada. Sus dedos largos y traslúcidos trazaban signos en el aire, buscando un resquicio, un punto débil en su cárcel.

¿Y qué ofreces? — Dijo al fin, su voz lamiendo los bordes del círculo como una serpiente—. No puedes reclamarla sin pagar. Toda magia tiene precio.

Lo sé — respondió Elías.

Del bolsillo interior de su camisa, extrajo una pequeña caja de madera. La abrió lentamente. Dentro, un mechón de cabello negro, cuidadosamente atado con hilo rojo.

Los ojos de la Fae se encendieron con un brillo insano.

Eso... es memoria viva.

Su primer corte. Lo guardé. Dijiste que querías mi recuerdo de ella. Pues toma esto. Con cada hebra, un instante: su primer paso, su primera risa, su olor después del baño, su voz llamándome desde la escalera.

La Fae se relamió, enloquecida. Dio un paso hacia el borde del círculo, pero se detuvo justo antes del hierro. Y entonces… dudó.

Se quedó inmóvil.

En su interior, la bestia oía el eco de los nombres que le habían dado en mil lenguas olvidadas, de lo que fue antes de ser sombra. Recordaba otros pactos, otros padres, otros precios. Pero esta vez, algo no encajaba. El dolor de aquel humano no era puro, no era primordial  como el de los demás. No era caos. Había simetría en él. Un ritmo. Una forma.

Este humano había cultivado su duelo. No como una herida, sino como un arma.

Podía irse. Podía negarse. Pero el mechón... el mechón cantaba, le atraía. Una infancia entera en miniatura. Pura. Íntegra. Un manjar difícil de rechazar... Con los ojos cerrados, saboreó el imaginario banquete que significaba el alma contenida en aquellos rizos.

Acepto —dijo al fin, con voz tensa.

Elías dejó caer la caja dentro del círculo que atrapaba al monstruo. Esta se encendió en un fuego verde. Un viento seco recorrió la habitación y la grieta palpitó.

Sin aparente intervención de la Fae, la niña descendió, suave, liviana, como una pluma sobre el pecho del mundo. Como un muñeco inerte, cayó directamente en los brazos de su padre.

Papá —susurró.

Él lloró. No sabía si por lo que había recuperado… o por lo que acababa de perder.

Pero la Fae no se desvaneció del todo inmediatamente. Mientras su silueta se disolvía en jirones, extendió una mano retorcida hacia su vencedor y, con una expresión de odio reprimido, realizó un extraño gesto. Un súbito ardor estalló en el brazo de Elías.

Venas negras brotaron palpitando bajo su piel, un entramado de enfermedad, de podredumbre heredada... dolor vivo.

Recuerda esto, humano — dijo la Fae, con una sonrisa torcida —. Aunque olvides su infancia… yo les recordaré cada noche larga, y me aseguraré que tu no me olvides.

Y se fue, dejando la casa temblando. La sal se apagó. El hierro dejó de vibrar.

Cada solsticio, aquella marca ardería, un eco de la Fae que nunca lo soltaría. El amante padre salvó a su hija, pero pagó con una vida de dolor en su castigado cuerpo, con una mente que sangraba sombras, y unos ojos invisibles acechando desde la oscuridad, buscando grietas en su alma.

La grieta se cerró con un chasquido sordo, por lo menos hasta el próximo equinoccio. La casa, aún palpitante, exhaló un último suspiro, como si hubiera contenido el aliento demasiado tiempo.

Elías permaneció de rodillas, el cuerpo temblando. Con Lía abrazada a su pecho. El peluche yacía caído junto a ellos, con una oreja rota y una costura suelta, como si también hubiera luchado. Afuera, el viento arrastraba hojas secas, y la luna, en lo alto, no se atrevía a entrar.

Papá… —susurró ella, con los ojos aún empañados de confusión —. ¿Estás bien?

Él no pudo responder de inmediato. El ardor del brazo se intensificaba, y sus ojos, al cerrarse por un instante, vieron figuras danzando detrás de sus párpados. No eran recuerdos. Eran presencias.

Abrió los ojos con esfuerzo y acarició su cabello.

Ahora sí — murmuró —. Ahora estamos juntos.

Pero lo supo: cada año, en esa misma hora, el umbral volvería a latir. La marca no era solo castigo; era vínculo. Él había ganado tiempo, no paz. La casa, antes mausoleo, era ahora frontera. Y él, su guardián.

Lía dormía ahora, acurrucada contra su pecho, tibia y real.

Él le acarició el cabello con dedos temblorosos. Las trenzas eran suaves, familiares… pero vacías de contexto. Sabía que era suya. Lo sabía en los huesos, en algo más profundo que el recuerdo. Pero su mente… buscaba escenas que ya no estaban.

Miró aquel hermoso rostro enmarcado por una cabellera oscura y rebelde. Intentó reconstruir su risa, pero encontró huecos en su mente. Sabía que la había amado desde mucho tiempo antes… pero no podía decir cuándo había sido la primera vez que la escuchó reír. Ni cómo sonaba su voz cuando aprendió su nombre. Era como abrazar a una melodía sin letras.

La amaba. De eso no había duda. Pero no sabía por qué.

La miró dormir. Era suya, lo sabía. Y aunque sentía que la historia de ella le había sido arrancada, algo en su cuerpo recordaba. Un reflejo visceral, una certeza muda.

Elías dejó que una sonrisa, pequeña, herida, verdadera, cruzara su rostro. Protegería a aquella niña aun con su vida. Aunque ya no recordara del todo el porqué de esa convicción. No importaba, crearía nuevos recuerdos.

Respiró profundo y, por primera vez, se permitió un descanso. Porque aunque las sombras regresaran… esa noche, habían perdido.








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jueves, 19 de junio de 2025

Confusiones

Dicen que las filas desnudan el alma humana. Son espejos mal iluminados: uno ve reflejos de paciencia, codicia y caos social disfrazado de cortesía. Algunos esperan con la serenidad de un monje zen en retiro espiritual. Otros se cuelan con la elegancia temeraria de quien protagoniza su propia serie. Y luego estamos los demás: los que, como yo, llegamos por un chocolate y salimos con una herida emocional que nadie nos advirtió que venía sin envoltorio.

Aquel día, frente al edificio de humanidades, la vida ofrecía un pequeño milagro: chocolates artesanales. Cajitas envueltas en papel brillante, moños mínimos, cacao que olía a gloria a dos metros de distancia. La fila serpenteaba como una coreografía sin coreógrafo, un desfile de ansiedad con sonrisas bien educadas.

Yo no estaba en la fila. Amo el chocolate, pero detesto esperar. Así que me quedé a la sombra de un árbol, dejando que la brisa me acariciara la nuca mientras observaba el drama humano. Una chica revisaba su celular con la expresión de quien espera una llamada del destino. Un tipo se coló como si fuera dueño del evento, con esa sonrisa de comercial de pasta dental. Nadie lo detuvo, claro, pero todos lo fulminaron con la mirada, en un linchamiento silencioso.

Todos parecían conocer las reglas de ese juego de codos, pasos medidos y suspiros resignados. Todos menos yo. Me sentía fuera del tablero, un espectador con hambre y problemas de interpretación emocional.

Entonces la vi. Valeria. Al final de la fila. Giraba su collar de cuentas entre los dedos, ese gesto que siempre me pareció una especie de oración sin fe. Y entonces, me miró. Y sonrió. Y alzó la mano.

Y mi corazón, crédulo y lleno de imaginación barata, firmó contrato con la ilusión sin leer la letra chica.

Esa sonrisa era para mí. Tenía que serlo. Me había visto, ahí, bajo el árbol, apartado del mundo como un mueble viejo y poético. Y pensó en mí. Seguro guardó un chocolate. Porque eso haría Valeria, ¿no? Porque el universo a veces hace guiños y hay que estar listo para pestañear de vuelta. Porque esa sonrisa no podía ser genérica. Era mía. Mi mente, esa fábrica de realidades alternativas sin presupuesto, empezó a trabajar.

Me levanté. No corrí, uno tiene su dignidad y su coreografía emocional, pero avancé con paso elegante, como quien finge que no le importa llegar primero. El murmullo de la fila, el crujir de los celofanes, el olor a cacao y promesas me envolvieron. Ya ensayaba líneas para cuando llegara el momento:

“¿Esto es para mí? Qué coincidencia, justo quería probar un chocolate.”

O, si me atrevía: 

“Valeria, esto es casi un milagro envuelto en celofán.”

En mi cabeza, por supuesto, ya teníamos un futuro: domingos de libros compartidos, risas en cocinas con azulejos felices, y debates intensos sobre si el chocolate 85% es placer o penitencia.

No dudé. Ni un segundo. El universo estaba alineado. La escena perfecta.

Hasta que sucedió. Algo me rozó el hombro. Un movimiento fugaz, una presencia. No miré. ¿Por qué lo haría? Nunca se me ocurrió que no fuera conmigo. Estaba tan seguro, tan convencido, tan... dispuesto a creer.

Y entonces, como una escena ensayada por los dioses del mal timing, ella gritó:

¡Mauriii! — con una alegría tan pura que me atravesó como un relámpago silencioso.

Y ahí estaba él. Detrás de mí. Siempre estuvo ahí. Un paso atrás, pero claramente en el centro del foco.

Alto, confiado, con esa postura de quien nunca llega tarde a una historia. Ella se lanzó a abrazarlo con una emoción que no deja lugar a dudas.

¿Cuántos quieres? ¿Dos? — le dijo ella, mientras sacaba cajitas de su bolso como un mago de feria—. Te guardé estos. Y si quieres el mío, tengo otro.

Y yo… ahí. Con la mano a medio alzar. Atrapado en un saludo huérfano. Un gesto que no tenía destino, como una carta sin dirección.

Fingí que me rascaba el hombro. Acomodé la manga. Movimientos de distracción para disimular el momento exacto en que mi burbuja de ilusión hizo pop con elegancia trágica.

Nunca pensé en mirar atrás. Nunca se me ocurrió que la sonrisa no fuera para mí. Ver fue mi error. No ver, mi condena. Valeria miraba por encima de mí. Siempre a él.

Me alejé unos pasos, fingiendo observar las nubes como si buscar respuestas celestiales fuera una actividad habitual. Me senté en un banco. El murmullo de la fila se volvió un eco distante. El olor a chocolate seguía ahí, pero ahora mezclado con una especie de vergüenza cálida. No insoportable, pero sí amarga.

Y entonces lo entendí. No fue solo ilusión: fue necesidad.

Todos queremos ser vistos. Aunque sea por un segundo. A veces una sonrisa mal interpretada es todo lo que tenemos. Recordé otras veces en que mi corazón confundió la cortesía con señales: la bibliotecaria que me sonrió por reflejo, el compañero que me saludó pensando que era otro. Siempre igual. Siempre yo, encontrando constelaciones en mapas ajenos.

Respiré hondo. Recogí los pedazos de mi autoestima, los puse en fila, como los chocolates, y me levanté.

La mesa seguía ahí. Quedaban un par de cajitas. Me acerqué como quien reclama algo más que dulzura: dignidad, quizás.

— Uno, por favor — dije, con voz firme y sonrisa recién pulida.

El chocolate sabía a lo que prometía: amargo, dulce y verdadero.

Saqué mi cuaderno y escribí, sin drama ni esperanza, solo con claridad:

Ella sonrió, yo creí.
Él llegó, me perdí.
No fue amor.
Fue mi vista la que mintió.








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domingo, 15 de junio de 2025

Desde los escombros

Querido yo,

Es hora de dejar atrás esa pared: la ilusión que escalaste con el sudor de tus días, convencido de que al otro lado alguien —o algo— te aguardaba. Cada ladrillo fue un gesto de fe, cada grieta en tus manos, el eco de una esperanza que te empujaba hacia arriba. Pensabas que, al alcanzar la cima, verías florecer un mundo nuevo.

Pero la cima trajo silencio. No había voces ni paisajes soñados. Solo un aire inmóvil donde tus anhelos, tejidos con tanto cuidado, no encontraron reflejo. Comprendiste entonces que aquella pared no era un límite, sino un espejismo. Una promesa sin raíces. Una historia que tú solo contabas.

Y en ese silencio, viste con claridad. No hay cadenas que aten tu sombra. No hay un destino trazado más allá del muro. Solo está lo que eres. Deja que el viento arrastre los escombros de lo que soñaste. No intentes reconstruir con piedras que no sostienen. Porque al otro lado no había otra vida. Solo una imagen proyectada por tus propios anhelos, desvaneciéndose en el aire.

El camino está abierto. Sin muros. Sin ecos. Solo tú. Tú, libre de ilusiones.

No te detengas entre los restos. Reconoce la verdad: el dolor no nació de lo que faltó, sino de lo que tú construiste esperando que otro lo habitara. Sí, duele. Duele ver que eras el único que alimentaba esa llama. Siente esa herida, que también es tuya. No la niegues. Porque en ella late tu fuerza.

Diste sin medida, incluso cuando el eco fue el silencio. Esa entrega, sin máscaras ni condiciones, es un tesoro que nadie puede arrebatarte. No guardes rencor por lo que no fue. Ya ofreciste todo; no ofrezcas más, ni siquiera tu tristeza. Suelta el peso como se suelta un sueño que ya no quiere volver.

Por un instante, quisiste abrazar los restos, dar forma al “pudo ser”. Pero una chispa en ti se negó a apagarse. Ser vulnerable es tu coraje, no tu fragilidad. Si hoy caminas con cautela, que sea por sabiduría, no por miedo. Que el recuerdo no opaque tu luz ni te robe el deseo de confiar otra vez.

Sacúdete el polvo. Alza la mirada. El sendero está limpio. Ya no hay promesas que te cieguen, ni muros que te retengan. Solo instantes que te esperan, paisajes que no prometen nada, pero sanarán tus grietas. Y amaneceres que no deben explicarse, solo vivirse.

No eres un mártir. Eres un viajero que ha aprendido a andar con el corazón despierto. Cada paso que des, sin cargas, será una elección. Y ese horizonte, por fin real, no te exige nada. Solo te espera para que lo llenes con lo que eres.













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El tiempo sin ti... es "empo"

El tiempo sin ti es apenas un “empo”.

Y eso es un problema. Porque nadie sabe qué hacer con un “empo”. Es como un paquete sin remitente, envuelto en papel viejo y pegado con cinta emocional. Lo abres, corazón acelerado, manos torpes, y solo encuentras un manual arrugado. Una sola instrucción: “Buena suerte”.

Ni pistas. Ni respuestas. Solo un vacío con cara de mueble heredado: grande, inútil, y demasiado sentimental para botarlo.

Intentas domarlo. Lees un libro, pero las palabras se resbalan como si estuvieran enjabonadas. Sales a caminar para que el aire te sacuda algo, lo que sea, pero cada paso repite un eco gris, como un disco rayado tocando una canción que nadie pidió.

Miras el celular. Una vez. Otra. Lo bloqueas, lo desbloqueas, lo miras como si en algún momento fuera a vibrar por compasión. Nada. Solo el “empo”, sentado a tu lado, inútil, rascándose la barriga metafórica y bostezando con indiferencia.

Entonces piensas: quizá esto puede tener algún valor. Lo anuncias en un mercado negro de cosas inútiles.

“Vendo ‘empo’. Casi nuevo. Con garantía de ansiedad. Sin rumbo incluido.”

Nadie responde. Ni siquiera los coleccionistas de rarezas emocionales. Ni los bancos de tiempo, con sus vitrinas llenas de promesas vencidas. Uno te responde:

 “Lo siento, mancha el prestigio del escaparate”.

Te ríes. Pero la risa suena hueca, como si alguien hubiera soltado una carcajada en una cueva sin eco. El “empo” bosteza otra vez. Le lanzas una galleta. No la atrapa.

Quizá no es un error, piensas. Quizá el “empo” es una semilla rarísima que necesita cuidado. Lo sacudes. Lo riegas. Le hablas. Lo pones al sol y esperas que florezca como una fruta extraña con forma de posibilidad. Pero nada. El silencio sigue ahí, demasiado puntual.

Intentas domesticarlo. Le das un nombre: “Cronos”, “Nihil”, “Voldetiempo”. Nada funciona. No ladra, no muerde, pero tampoco se va. Es como una planta de plástico: está ahí, pero no crece, ni muere, ni dice nada.

Tiene forma, pero no función. Es un paraguas agujereado. Un post-it sin mensaje pegado a la nevera. Un mapa sin destino. Es la sombra del tiempo cuando el tiempo se olvida de ti.

Y el “empo” empieza a colarse en todo. En el café que se enfría mientras lo miras sin tomarlo. En el silencio incómodo entre canciones. En el reflejo que te devuelve el espejo cuando te miras y no terminas de reconocerte.

Intentas ahogarlo con ruido: maratones de series que no te importan, charlas llenas de palabras huecas, música que retumba sin ritmo. Pero el “empo” es un ninja emocional. Siempre encuentra una grieta. Se esconde en el tic-tac del reloj. En la hoja que cae sin que nadie la mire. En las preguntas que no te atreves a formular: “¿Dónde estás? ¿Porqué no vienes?”

¿Qué se hace con un “empo”?. Puedes ignorarlo, como a ese mensaje que nunca abriste pero nunca borraste. Puedes esconderlo bajo la alfombra, junto a tus otras dudas enmohecidas. Puedes venderlo como artículo de diseño existencial:

“¡Exclusivo! Empo puro, ideal para amantes del vacío con estilo.”

O puedes sentarte con él. Observarlo. Escucharlo. Porque, aunque no lo creas, el “empo” murmura. Dice cosas que el ruido tapa. Cosas como:

“No todo se llena con cosas, ni con personas.”

“A veces, estás buscando tan concentrado, que no ves lo que ya está.”

Y un día cualquiera, sin ceremonia ni efectos especiales, algo cambia. No es un trueno. Es un suspiro. Un murmullo. Una risa que se cuela por la ventana, flotando como si te conociera. Y lo entiendes.

El “empo” no era un castigo. No era una falla. Era un lienzo esperando una mano. Un silencio pidiendo compañía. Una pausa que no exigía respuestas, solo presencia.

El “empo” no se va. Se transforma.

En un café que no se enfría porque alguien te toma de la mano. En una risa que se queda flotando como perfume. En una mirada que no necesita traducción. En promesas torpes pero compartidas.

Y entonces, por fin, el "empo" vuelve a ser tiempo. Respira. Fluye. Se equivoca contigo. Camina contigo. Ya no duele. Ya no pesa. Es.

Y el “empo”, ese bicho raro que te seguía a todas partes, se queda en un rincón. Tranquilo. Casi simpático.

Todavía está ahí. Pero ahora lo puedes cambiar. Por café. Por galletas. O por una historia que te recuerde que incluso este tiempo absurdo, este “empo” testarudo, solo estaba esperando a ser mirado con amor por esos ojos con los colores de la noche.







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sábado, 14 de junio de 2025

Sonara

El rugido de la ciudad ascendía como un coro descompuesto, un lamento moderno de cornetas y pasos que ahogaba el susurro de las hojas. Para Araqiel, aquel ruido era un eco pálido, un reflejo roto de la música de las esferas que antaño lo envolvía.

Cada noche, se sentaba en un banco desgastado de un parque que la ciudad comenzaba a olvidar, un rincón donde los árboles se inclinaban como ancianos exhaustos y las farolas parpadeaban bajo el peso de la noche. Allí, el tiempo parecía hundirse en la tierra húmeda, como un suspiro viejo que aún no se extinguía.

Sus ojos, antaño gemas celestes, devolvían ahora la luz de los neones con la opacidad de los siglos. En ellos dormía una tristeza tan antigua que ya no sangraba: solo pesaba. Alzaba la mirada al cielo tachonado de estrellas, el mismo que un día le perteneció, y lo contemplaba como quien observa un hogar reducido a cenizas.

Aquella palabra, "hogar", se clavó en su pecho, una daga callada que aún palpitaba. No había lágrimas ya, solo memoria.

Araqiel había sido uno de los antiguos, un Vigilante enviado a custodiar la creación desde las alturas. No eran guerreros ni heraldos, sino centinelas en los umbrales del misterio, testigos del amanecer de los hombres. Pero muchos cayeron, seducidos por la carne, por el deseo. Su castigo fue el exilio; su memoria, borrada de los altares.

Pero él no era como Azazel, consumido por una ira que ardía sin fin, ni como Semyazza, ahogado en el orgullo de sus cadenas. Araqiel había aceptado su condena con la dignidad de quien amó sin medida y abrazó las consecuencias como se abraza a un hijo perdido: sin reproche, con una ternura tejida de ceniza.

Su caída no fue por ambición ni lujuria. Fue arrullo. Fue fe. Él amó a Sonara.

Sonara, de ojos como la noche y una curiosidad salvaje, no pedía poder. Solo comprensión. Mientras otros Vigilantes se hundían en placeres fugaces, Araqiel le ofreció saberes como quien entrega la llave de un templo sellado. En un claro bañado por la luna, le enseñó los signos de la tierra: cómo hallar las aguas dormidas bajo la roca, cómo el aliento de la montaña revelaba gemas que latían con luz propia, cómo la tierra respiraba, lenta, viva.

Ella, arrodillada, plantó semillas y cantó a los brotes, con sus manos manchadas de arcilla brillando bajo las estrellas.

¿Y si el saber duele? — preguntó una vez.  — Todo lo verdadero duele un poco  — respondió él.

Araqiel la observaba entonces, y por un instante, el cielo parecia pálido frente a la chispa de su sonrisa.

Pero la humanidad torció ese saber. Lo convirtió en hambre, en guerras, en imperios y ruinas. Sonara, sin embargo, sembró. Cantó. Curó. Guió. Fue raíz. Y ahora, en el silencio de aquel parque, en el mismo lugar donde ella solía descansar, donde sus pasos aún parecían susurrar en la hierba, Araqiel buscaba su eco en la tierra que ella había venerado. 

Pero ella ya no estaba.  Había desaparecido, reclamada por la tierra que tanto amó.

Ese era su castigo. No el exilio. No el silencio de los cielos. Sino haber cambiado la eternidad por el parpadeo humano del amor. Haber conocido la flor perfecta y verla marchitarse ante sus ojos inmortales.

Y aun así, no lo lamentaba.

Porque esa chispa breve le mostró una belleza que el cielo jamás le ofreció. Porque Sonara lo miró con la misma intensidad con que él había amado la creación. Porque, aunque efímera, su historia fue más real que mil eones de gloria.

El cielo seguía ahí, intacto, impasible. Araqiel lo miraba cada noche no para pedir perdón, sino para recordar. Las estrellas no lo reconocían, pero él, en su exilio melancólico, seguía siendo un fragmento de ese cielo. Caído, pero con la dignidad de quien no reniega de su amor, aunque lo haya perdido todo.

Algo en el suelo llamó su atención. Con poco interés, paseó la mirada por el sendero que cruzaba el parque buscando aquello que rompía su monotonía. Entonces, vio la flor.

Blanca. Frágil. Un brote imposible que emergía de una grieta en el adoquín. Como si la tierra recordara. Como si, en aquella flor, Sonara aún respirara. Sus pétalos temblaban bajo una brisa que olía a hierba y asfalto húmedo.

Araqiel la contempló en silencio, el tiempo detenido en el latido de su luz tenue. No pidió nada. Solo dejó que su presencia le rozara el alma, como un eco de Sonara, de sus manos sembrando bajo la luna.

Era algo cercano al perdón. O quizás, más fiel a su condena, un destello de gratitud.

Por un instante robado a la eternidad, el peso de los siglos se aligeró. Alzó la mirada al cielo, y las estrellas, aunque lejanas, no le hirieron. No tanto.

Esos minutos cada noche, mirando al cielo, eran el único alivio que se le había concedido, un reconocimiento del Padre al amor que lo llenaba. Porque, al fin y al cabo, el amor lo era todo, ¿no?

Pero, así como el amor mortal podía ser efímero, aquel momento debía terminar. Una vibración sutil recorrió su piel, y sintió la cadena invisible de su condena tensándose de nuevo. El rugido de la ciudad regresó, un coro de motores y pasos que ahogaba el crujir de las hojas.

La flor permanecía frente a él. Pero ya no cantaba.

Era solo un brote, blanco, solitario, en un mundo que no la veía.

Araqiel bajó la cabeza con tristeza y resignación. Al igual que los otros, había desobedecido. Y al igual que los otros, debía pagar su condena eterna.

Con el paso firme de quien conoce su destino, se alejó del banco. Su sombra se fundió con la noche, un eco de las estrellas que ya no lo reclamaban.

Pero en la grieta del adoquín, la flor persistía.

Improbable. Un susurro contra la eternidad.









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viernes, 13 de junio de 2025

Carne Tibia

Al principio, sueñas. No con volar, ni con caer. Esta vez, no. Estás sentado frente a ella, Luna, hablándole. Pero tu voz se deshace en polvo. Ella te observa como si ya no estuvieras allí, como si tu silueta fuera un dibujo que alguien olvidó terminar. Sus ojos, todavía cálidos, buscan algo en ti que ya no encuentras. Como tantas veces antes, te aferras a su mirada, pero solo queda silencio.

Despiertas con la boca seca, el pecho hundido, como si hubieras dormido enterrado en arena, sin descanso. El sueño se disuelve, pero el silencio queda.

**

Un escalofrío te atraviesa. Es leve, una punzada equivocada en el centro del cuerpo, como si tu sangre hubiera olvidado cómo fluir con calor. Los fluorescentes de la oficina parpadean, como si intentaran decir algo en código. Nadie más lo nota.

Los pasillos se alargan. Los saludos se acortan, murmullos que resbalan por las paredes. Tus pasos suenan más lentos, aunque jures que caminas igual. Tus uñas, antes cortadas con cuidado, crecen disparejas, como si ya no les importara seguirte. Cada sonrisa te cuesta más músculo, pero nadie parece notarlo. Te preguntas si el ascenso que todos esperan será suficiente para devolverte el calor.

**

Una tarde, junto al microondas que zumba como un insecto moribundo, tus dedos tiemblan. No es nerviosismo, sino una quietud que se arrastra desde tus huesos, como si la sangre se hubiera detenido a escuchar. Te pellizcas. La piel apenas responde, cenicienta, como si te hubiera olvidado.

Esa noche no enciendes el televisor. El reflejo en la pantalla apagada te observa con ojos que no parpadean. Es casi tú, pero los contornos se difuminan, como si alguien hubiera intentado dibujarte de memoria.

**

Luego llega el ascenso. Antes, habrías temblado de emoción. Ahora, solo tiembla la mano. El aire de la oficina se siente más denso, como si absorbiera el eco de tu firma. Firmas con una mano que parece prestada, la tinta espesa como sangre coagulada. Sientes un hilo cortarse en tu interior, cayendo al vacío. Un colega te felicita, pero su mirada se detiene en tus manos.

— ¿Estás bien? Pareces… apagado.

Se ríe, nervioso, y se aleja. Desde entonces, dejas de tener olor. No sudas, no hueles. El cansancio es un eco de alguien que ya no eres. El espejo tarda más en reconocerte cada mañana, como si esperara que termines de armarte antes de devolverte una mirada que no es tuya.

**

Tus palabras se ahogan, como pronunciadas bajo agua. La piel se enfría, prestada, como si ya no te perteneciera. Alguien bromea:

Pareces un cadáver con corbata.

No respondes. Ni sonríes. Apenas estás.

Las voces a tu alrededor se distorsionan, palabras que se deshacen antes de llegar a ti. A veces parece que no dicen nada. Y aun así, todos siguen. Como tú. Autómatas disfrazados de lunes.

Una vez ves a la recepcionista caminar descalza por el pasillo. Deja huellas rojas que desaparecen al parpadear. Nadie más las nota. En la esquina, un susurro que no entiendes murmura tu nombre. Giras, pero no hay nadie. Las huellas se desvanecen. Pero desde entonces, cada paso tuyo suena más hueco.

**

Por las noches sueñas que eres tejido. No que lo tocas, no que lo comes. Que tú eres eso: tejido sin dirección, fibras sin propósito. Un cuerpo que ya no tiene quién lo habite.

Recuerdas a Luna. Te arrastró a bailar bajo un farol. Reía, la lluvia empapaba su cabello. Su calor te anclaba, te hacía sentir que todavía eras alguien. Pero ahora su voz llega por el teléfono, suave, todavía humana, temblando:

¿Estás ahí? Dime algo, por favor.

Buscas su nombre entre tus recuerdos, pero no lo encuentras en la garganta. Solo piedra. Intentas hablar, pero tu lengua pesa como plomo. Alcanzas a susurrar un “¿sí?” que se deshace en polvo antes de llegar al teléfono. Ella te mira largo rato a través del silencio, luego cuelga.

**

Tu lengua ya no articula. Tus ojos parpadean por memoria muscular, no por necesidad. Vuelves al café donde solías escribir. Cerrado. El reflejo en la vitrina no te sigue: te observa, inmóvil, desde el otro lado. Caminas de vuelta bajo farolas que titilan, como si intentaran advertirte. Un susurro que no entiendes murmura tu nombre desde la esquina de la calle.

**

Esa noche, al regresar a casa, sientes pasos que no son tuyos. Giras. Hay algo siguiéndote. No tiene rostro, solo una cavidad donde debería habitar la mirada. Te estudia con paciencia. Con certeza.

Ya no hay espera — susurra, con una voz que no viene de ninguna garganta.

Y tú, por fin, lo sabes.

**

Nadie nota la diferencia al día siguiente. Estás en tu lugar, el café humea en tus manos, pero no lo sientes. Das respuestas rápidas, perfectas, mientras el reloj de la oficina sigue tic-tac, indiferente. Ya no hay pulsos. Solo protocolos.

Tu reflejo en la ventana ya no te imita. Sonríe.

Luego, sin moverse

, camina.

Se da vuelta, toma tu maletín del escritorio, y se aleja.

En el cristal, quedas tú: atrapado en la superficie, sin cuerpo, sin voz.

Observando.








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jueves, 12 de junio de 2025

Un Asunto Trágicamente Cómico

Informe para el Comité de Asuntos Trágicamente Cómicos: Caso 743B (Versión Definitiva)

Nombre del sujeto: Yo

Profesión: ayudador espontáneo, soñador sin licencia, redactor de ensayos ajenos y propios olvidables.

Estado mental al inicio: moderadamente ilusionado, sobrio, con un exceso de empatía que no pedí y no supe devolver.

Hay días que empiezan como una broma mal contada. Ese jueves fue uno de ellos.

Olor a café recalentado. Ambiciones que no cabían en mi cuaderno. El aula era un ecosistema de ansiedad productiva: teclados golpeando como corazones nerviosos, mochilas mal cerradas desbordando existencias.

Entonces, ella, protagonista involuntaria de mis microesperanzas, entró como una canción triste en modo aleatorio. Dejó caer la mochila con un suspiro que parecía arrastrar tres semestres de insomnio. Tenía esa forma de parpadear que parecía una disculpa al mundo. Su delineador vencido, sus gestos cansados. Su forma de abrazar el caos me recordaron a mí mismo en los días que intentaba flotar con los bolsillos llenos de piedras.

No puedo entregar el trabajo final — dijo, mirando el suelo como quien espera que la tierra lo absorba —. Mi cactus emocional está en cuidados intensivos… y la realidad me pasa factura.

Dudé. Solo un segundo. Podría haber dicho “ánimo”, o “lo siento”, o simplemente haber seguido escribiendo sobre Rousseau.

Pero activé el protocolo del tonto romántico.

Déjamelo a mí — respondí, con la absurda certeza de que estaba entrando en una historia donde yo sería el héroe. Spoiler: no lo era. Firmaba, sin saberlo, el contrato de extra académico en una comedia ajena.

Durante tres días me transformé en monje laico del sacrificio académico.

Las ojeras crecieron con cada cita en APA. Dormí poco, comí menos, dudé mucho. El teclado ardía como confesionario, y cada fuente citada era un gramo de dignidad que me dejaba atrás.

Pero el ensayo quedó impecable: treinta y seis páginas con tesis elegante, desarrollo sólido y conclusiones que podrían hacer llorar a Kant si tuviera acceso a Google Scholar.

Se lo envié con un GIF de un zorro escribiendo y un emoji de estrella fugaz. No sé por qué. Supongo que uno quiere que algo de lo que hizo brille, aunque sea en un chat.

Esperé su respuesta. Un "Gracias" bastaría, me decía. Algo mínimo que validara las noches sin sueño.

Entonces llegó. Lo abrí con orgullo contenido, como quien al fin cobra sentido.

“¡Gracias mil! Justo me diste tiempo de salir con Elías 😅”

Elías.

El nombre cayó con la gracia de una taza rota en una cocina silenciosa.

Había oído hablar de él. Poeta de pasillo, experto en metáforas de lluvia y caminatas lentas.

Yo no lo conocía, pero ya podía imaginarlo citando a Neruda mientras le abría la puerta de un Uber con destino a alguna puesta de sol que también habría leído en voz alta.

¿Me dolió?

No.

Me reí.

Primero en silencio, como quien entiende el chiste demasiado tarde. Luego con una carcajada honesta, resignada, liberadora.

No era el protagonista trágico. Ni el villano redimido.

Era el técnico que arma el escenario para que los besos ajenos se den bajo buena luz, con normas APA impecables.

Tomé mi taza vacía. El cursor parpadeaba como un testigo impasible.

Y anoté en mi libreta: 

Soy el escritor del prólogo en la historia de amor de otros. El artesano invisible del pie de página. Pero lo hago con estilo. Porque incluso los secundarios merecen su propia épica.

Días después, la vi en el pasillo. Ella reía con Elías. Él le hablaba con las manos, como quien escribe en el aire.

No me miró. Pero no importó.

En mi cabeza ya empezaba algo nuevo. No un ensayo para otro, sino una historia para mí. Pequeña. Incierta. Con olor a café recién hecho.

Y esta vez, el protagonista no era Elías.

Era yo. Con pluma temblorosa. Pero firme.








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