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lunes, 30 de junio de 2025

No nací para adaptarme: manifiesto contra la sumisión disfrazada de paz

No fue una discusión. Fue apenas una frase, dicha con la serenidad cruel de quien cree tener razón. “Debes adaptarte”, dijo ella, como quien suelta una sentencia sin mirar al acusado. Y aunque su voz no temblaba, algo en mí se quebró. No era un consejo: era una orden seca, sin alma, el eco de un mundo que archiva tu nombre en una carpeta gris que nadie abre.

Y al decirlo, sin saberlo, dejó al descubierto que no me conocía. Yo no fui hecho para rendirme, ni para encajar en moldes que otros eligieron. 

Tal vez debí verlo entonces —esa bandera roja ondeando frente a mí—, pero a veces uno confunde el viento con promesas, y se queda, creyendo que el amor no puede doler así.

Hasta que el silencio se volvió insoportable, y en la grieta de mi alma nació un rugido que no podía callar. 

No me pidas que doble el cuello como un toro domesticado, ni que me acomode al rincón donde los vivos se apagan. Soy grieta y temblor, espina que no se quiebra bajo la bota. Aunque mi cuerpo no sangre, llevo en la carne cada herida de palabras que intentaron volverme sombra.

No nací para ser eco. Hago lo que hago porque he elegido ser río: constante, terco, capaz de cortar la piedra. Desafío la forma misma del mundo cuando se curva frente a un poder sin rostro.

No sé someterme. Cada fibra en mí se rebela contra la muerte callada. Si adaptarse significa callar mi voz, prefiero temblar de pie, con el alma expuesta y los dientes apretados, antes que aprender a mirar el suelo.

Reaccionario, me dicen. Como si sentir con furia fuera un defecto. Como si callar fuera virtud. Pero yo soy de los que devuelven el golpe, de los que no entienden el arte de tragar saliva. No fui diseñado para la obediencia. En mi sangre vive la respuesta.

No me hables de adaptación como si fuera virtud. No quiero el silencio cómodo de los que miran desde lejos. Si vienes conmigo, que sea con los pies descalzos y el pecho limpio. Aquí no hay tregua ni descanso, solo el paso firme de quienes no se arrodillaron. 


Ven o quédate. Mira o camina. Pero nunca me pidas que me apague. Porque yo soy el río que no se detiene, el hombre que eligió arder antes que vivir de rodillas.

domingo, 29 de junio de 2025

Mariana. (O cuando el Molino despertó)

Mariana no recordaba otra vida.

Nació en medio de la niebla, cuando el sol era un rumor lejano. Aprendió a caminar entre grietas, a leer entre consignas, a callar entre murmullos. Su madre hablaba de otros tiempos como quien cuenta leyendas, de días en que las palabras no pesaban como cadenas. Su padre tallaba leña en silencio, pero una noche, mientras las astillas caían, murmuró:
No siempre fue así, Mariana.
Sus manos temblaron, buscando algo más que madera.

Le decían que antes se podía hablar sin ser apuntado. Que las risas no temían. Que la dignidad era una elección, no un uniforme. Pero eso eran ruinas sin mapa. Para Mariana, la vida era esperar sin saber qué.

Y sin embargo, a veces, en la penumbra, Mariana escuchaba risas.
No eran muchas, ni fuertes, pero estaban ahí: breves destellos de algo que se negaba a morir. Venían de una casa, de un rincón, de dos voces que se atrevían a compartir una historia, una memoria, una tontería. No eran celebraciones. Eran supervivencias.
Como pan partido a escondidas.
Como un eco que, pese a todo, no desaparecía.

Desde la colina donde pasaba sus tardes, lo veía todo: el pueblo quieto, los campos agrietados como piel olvidada, los techos inclinados bajo un cielo que nunca lloraba. Allí, el silencio pesaba más que las columnas de sal.

Las columnas.
Eran dos. Estaban desde siempre, o eso decían. Algunos contaban que nacieron tras una disputa, cuando las palabras se petrificaron. Otros, que fueron alzadas por manos que ya no recordaban por qué. Hechas de un blanco calcáreo que el tiempo no corroía, eran más que piedra: eran reglas sin dueño. Nadie las tocaba. Nadie las nombraba. Pero todos vivían conforme a su sombra.

Una, erigida por los que mandaban, proclamaba:

 “El dolor nos hace libres.
La otra, como réplica, respondía:
El rechazo nos hace dignos.

Eran advertencias o plegarias mal entendidas. Estaban en los estómagos vacíos, en las decisiones no tomadas, en las palabras no dichas.

La aldea se dividió.
Los de la primera columna creían que el sufrimiento purgaba culpas antiguas. Los de la segunda veían en el rechazo un escudo contra la humillación.
Cada cual llamaba “dignidad” a lo que el otro nombraba “sumisión”.

En el horizonte, el molino vigilaba en silencio.
Sus aspas, inmóviles, parecían un reproche que nadie quería escuchar. Era fuerte, pero no giraba. No por falta de viento, sino por una quietud cultivada.
Una aspa apuntaba a los que daban lo suyo como ofrenda impuesta. La otra, a los que rechazaban todo, como si recibir fuera traición.

Ambos lados se creían custodios de la dignidad.
Pero el molino solo sostenía el silencio.
Su eje crujía, oxidado por el peso de dos verdades enfrentadas.

No era un molino.
Era una frontera entre dos dogmas:
obligar a tomar, obligar a rechazar.

Así pasaban los días.
Así pasaba la vida.

Mariana trazaba nombres en la tierra.
El de su madre, que aún susurraba esperanzas mientras tejía pañuelos con frases bordadas: “algún día será distinto”.
El suyo, para no olvidar imaginar.

De niña, un anciano dibujó un pájaro en el polvo.
Para que no olvides volar —dijo, antes de que se lo llevaran.
Cada nombre que Mariana escribía era un pájaro que no se rendía.
Soplaba el polvo, no para borrar, sino para darles aire.

Pero esa tarde, dudó.
Se quedó mirando el molino sin moverse. El viento soplaba, pero nada cambiaba.
Tal vez el molino nunca giraría.
Tal vez los nombres no bastaban.

¿Por qué no giran las aspas? —preguntó un niño, a su lado.

Mariana no supo por qué respondió, pero lo hizo: —Porque aún no sabemos empujar juntos en la misma dirección.

Y algo en su voz, en su tono sereno, desgarró el aire.
Un eco resonó en los rostros que llevaban demasiado tiempo en silencio.

Alguien partió su pan y lo ofreció sin mirar colores.
Otro cedió su lugar a quien apenas caminaba.
Dos que discutían por las columnas se miraron, asintieron… y caminaron juntos.
No todos se unieron. Algunos, aferrados a las sombras de las columnas, murmuraban: —¿Y si nos equivocamos?

Pero el eco de unos pasos los llamó.

Hombro con hombro, dejaron atrás las columnas y se dirigieron al molino.

Empujaron las aspas.
Aflojaron el eje.
Los jóvenes alzaron a los viejos para alcanzar el mecanismo.
Mariana rozó el corazón del gigante inmóvil con la palma abierta.
No lo empujó.
Lo despertó.

Y el molino giró.
Como un corazón que recuerda su latido.

Las manos de los aldeanos lo sostuvieron, y el aire cantó un himno grave.

Entonces, llovió.

No desde el cielo, sino desde los ojos que se miraron sin temor.
Desde las voces que hablaron sin permiso.
El agua lamía sus rostros, tibia.
El olor de la tierra viva se alzó.

Las columnas, al sentir la humedad, no se quebraron.
Se disolvieron.
Como si entendieran que su tiempo no era el de las manos abiertas.
Que la dignidad no se grita,
sino que se cultiva en el barro.

El molino giraba.
El agua corrió por los canales olvidados.
Los campos bebieron el silencio disuelto.
Brotó el verde.
Creció el trigo.
El grano llenó graneros que solo guardaban polvo.

Esa noche, bajo el molino, los aldeanos contaron historias.
De risas sin miedo.
De amores sin permiso.
De silencios rotos con pan.

Mariana escuchó, sabiendo que cada palabra era una semilla para el mañana.

La aldea celebró con trabajo:
manos que recuperaron su sentido,
oficios reencontrados,
pan compartido sin vergüenza.

Y comprendieron:
la vida valía no por sufrirla, ni por negarla,
sino por construirla con el otro.

Cuando las columnas fueron solo un recuerdo,
Mariana se agachó.
Tocó la tierra tibia y escribió un susurro que valía por sí mismo:

Dignidad.

Simple, verdadera, sin comillas

Los aldeanos, al verla, sonrieron en silencio.
Pero todos sabían que el molino seguiría necesitando manos.
Que la lluvia, aunque cayera, no bastaría sola.

Pero no importaba... habían aprendido. Lo harían juntos.








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sábado, 28 de junio de 2025

Presencias...

Nada. Hoy no hay nada.

No me asusta. No del todo. Porque sé que estas sequías creativas son parte del oficio, nubes que cruzan y ocultan el cielo. Pero desconcierta. El día transcurrió sin aristas: sin frases que se enredaran en el pensamiento, sin gestos que rogaran convertirse en escena. Todo fue manso, lineal. Como un tren sin pasajeros.

 ¿Dónde se escondieron las grietas, las casualidades del día?

Ayer, las palabras fluían como un río tras la lluvia; hoy, el lecho está seco, y me pregunto si alguna vez volverán. Porque siempre encuentro algo con que construir una historia: una fractura en lo cotidiano por donde se cuela algun relato. Una contradicción vestida de cortesía, una mirada que se demora en el ruido, una torpeza que, por absurda, se vuelve entrañable. 

El mundo suele regalar instantes imperfectos que germinan en cuentos: una bolsa rota en manos de una señora, una carcajada que irrumpe en la calle, un niño que corrige a su padre con la seriedad de un anciano. Cualquier minucia que quiebre el guion del día lleva en sí la semilla de una historia.

Pero hoy, el mundo guardó silencio. 

Todo encajó con una precisión estéril: las conversaciones fluyeron sin tropiezos, los saludos fueron breves, las emociones medidas. Nadie improvisó, nadie dejó caer un secreto sin querer. Hasta el clima se mantuvo neutral: un cielo gris, sin sol que deslumbre y con la misma lluvia sin variaciones que la dramaticen, como un telón que espera una obra que no arranca. Fue como si la vida, en un pacto tácito, se esforzara por no interrumpirme. 

Pero la perfección, cuando no se agrieta, se desvanece. Sin desorden, sin una fisura emocional o estética, las palabras no hallan por dónde entrar.

Me senté frente al teclado, fiel al ritual: la lámpara parpadea, como si dudara conmigo. La taza de café a medio terminar. Y esa fe tenue de que, al hacer acto de presencia, las palabras llegarían. Pero no vinieron. El cursor latía en la hoja vacía, paciente, como un corazón que no promete nada.

Y entonces, traté de refugiarme en ella. Mi musa. La de los ojos color de noche, que a veces me miran como si supieran más de mí que yo mismo. Ella, que suele colarse en mis días más grises, vestida de ironía, de dulzura sin intención, de un caos que redime. Pero hoy. Hoy no me trajo su chispa. No al principio.

Y, extrañamente, si estuvo presente. Arrolladora como siempre. Compartimos la rutina: hablamos, nos cruzamos, dejamos que la mañana se deslizara sobre nosotros. Su perfume, surgido del mágico encantamiento de trenzar la noche con jazmines, llegó a mi, flotando, impregnando mis sentidos sutil pero inevitablemente. Sentí sus dedos rozar los míos, reales, como si trazaran un mensaje que aún no descifraba. 

Y aun así... nada. Había tanto en ella que decir. Hay tantos gestos suyos que me roban el aliento, que las frases se rindieron antes de nacer. Su presencia, abrumadora, impuso un silencio que no supe romper.

A veces me pregunto si es ella quien me observa, o si solo proyecto en sus ojos mi urgencia por escribir.

Es que ,inconscientemente, al recordarla mi mundo físico siempre se diluye en el universo que resguardan aquellos ojos. 

Escenas de la mañana fueron llegando, tenues al principio: sus dedos rozando el borde de una taza de café, tejiendo ideas sin saberlo. Luego, el gesto con que recoge su cabello, dejando al descubierto esa curva donde su perfume se vuelve íntimo. Había algo más en ese movimiento: una energía contenida, una belleza sin esfuerzo que brotaba entre la concentración y la prisa.

La rescaté de mis recuerdos del día, preparándose con una fuerza callada, como quien se alista no sólo con herramientas, sino con propósito. Cada acción suya: ordenar sus cosas, revisar sus papeles, ajustar detalles, era la expresión de una convicción serena. Y en esa certeza silenciosa, me pareció más luminosa que nunca. Si, luminosa es la palabra, un adjetivo que se adhiere al pensamiento como polen. Otro recuerdo se suma: el eco de una frase dicha, un regaño risueño, la parodia de un reclamo leve que dejó el alma más franca, más desnuda.

El cuerpo también recuerda. Su risa, que se desvaneció por el aire como un eco sin prisa, dejandola suspendida en su momentánea ausencia, flotando como un hilo suelto que espera ser tejido. Su silencio, al salir, era de esos que gravitan como el terciopelo; me cubrió con una densidad suave, casi imperceptible. Una presencia gentil que no se impone, pero cuya huella se niega a desvanecer. Al volver, el roce de su mano, fugaz, mínimo e inevitable,  trajo consigo el universo, o al menos, ese universo que sólo se revela en un instante compartido. 

Todo eso que en un principio pareció deslizarse sin dejar huella, comienza ahora a formar una corriente subterránea, lenta pero firme. Una marea tibia que despierta bajo la piel.

Y entonces, en la noche, un mensaje. Una línea breve, sin pretensiones, flotando entre charlas triviales. Pero que, sin duda, fue suficiente. Al leerlo, al hacerla real, su imagen se me enciende en el alma, nítida, entera, como si nunca se hubiera ido. Como si hubiera estado esperándome en un rincón secreto del alma.

Escribo una línea. La borro. El cursor espera, paciente. Pero una palabra se queda, y otra la sigue, como pasos que cruzan un puente frágil. El tren, que antes pasó sin detenerse, ahora aminora la marcha. Y en su traqueteo escucho el pulso de una frase que despierta.

Todo creador conoce estos días en que el mundo se calla, como si conspirara para enseñarnos que las historias no se buscan: se esperan. Y la historia llega a mi en alas de un perfume que aún flota en mis sentidos, tendiendo un puente entre el silencio y la palabra. 

La lámpara, que antes titilaba, ahora brilla firme, como si supiera que el relato ha vuelto. Una escena, una metáfora, un inicio.

La historia nace sin forzarla, porque debía ser dicha.

Porque siempre vuelve. Incluso cuando ya estaba aquí.

Siempre Anónimo

Camino por la vida con la sensación constante de que algo, o alguien, me espera al otro lado del tiempo. No sé por qué lo sentí siempre, como si mi alma supiera que existe una ecuación en curso, un cálculo invisible que el universo resuelve en silencio. Mis pasos han sido libres, sí… o al menos eso creía. Pero ahora comprendo que cada decisión, cada instante, cada lugar elegido al azar me empujaba hacia ella.

Nunca la conocí. No en el sentido común de la palabra. Vivimos en ciudades distintas, o tal vez en la misma. Nunca lo supe. Lo que sí sé es que estuve cerca tantas veces… tan absurdamente cerca. Doblé esquinas por donde ella ya había pasado. Me detuve en los lugares donde minutos antes su sombra todavía flotaba en el aire. Respiramos el mismo café, la misma tarde, pero en tiempos levemente desincronizados. Nuestras vidas fueron líneas paralelas separadas por segundos. Por nada. Por todo.

A veces pienso que el universo juega como un relojero ciego. Que sus engranajes se mueven con una lógica que no podemos entender. Tal vez por eso nunca fui capaz de ver los hilos que me arrastraban hacia ella. No los sentí. No supe que cada gesto pequeño, cada palabra lanzada sin peso, cada despedida banal formaba parte de una construcción mayor.

Hasta que ocurrió.

No sé cómo explicarlo. No hubo música. No hubo luz cayendo en cascada. Sólo estuvo ella. Allí. Frente a mí.

Y la vi.

No con los ojos, no solamente. La vi con algo más profundo. Su presencia fue una certeza. No un descubrimiento: un reconocimiento. Como si siempre la hubiera llevado dentro, como si todos mis caminos me hubieran estado preparando para ese preciso momento.

En sus ojos vi el fin del viaje. Todo lo que no entendí durante años encontró sentido en esa mirada. Algo en mí despertó: una luz silenciosa, una paz repentina. Supe, sin saber cómo, que la había estado buscando desde antes de saber que existía.

Mi cuerpo la reconoció antes que mi mente. Cuando nuestras manos se rozaron, sentí el pulso de mi vida cambiar de ritmo. Su piel me habló sin palabras, como si la historia que nunca vivimos se resumiera en un solo contacto. Era real. Ella era real. No una idea. No una promesa. Ella, ahí, mirándome.

Y sí, me miró.

Sus ojos se cruzaron con los míos. Fue un instante breve, pero lleno de eternidad. Me alcanzó con la mirada, alcancé a vislumbrar el universo oculto en sus ojos de noche… ¡PERO ELLA NO ME VIO!

No de la forma en que yo la vi a ella. No con el alma, no con la memoria que aún no vivíamos.

Para mí, ese momento fue epifanía. Para ella, fue solo un cruce de miradas más, uno entre tantos. Mientras en mi pecho estallaba la certeza de haber llegado al fin del camino, en el suyo no ocurrió nada. Ni eco. Ni huella. Solo el paso inevitable del tiempo.

Ella siguió caminando.

Y yo me quedé, ardiendo por dentro.

Ella no supo que era yo quien la había esperado desde siempre. Que yo era la sombra que la había seguido sin saberlo. Que cada día, cada paso, me había empujado hacia ese momento. Y que, llegado ese momento, todo se quebró.

Porque no hubo un “nosotros”.

Hubo un “yo la encontré” y un “ella nunca me reconoció”.

El universo, en su precisión milimétrica, cometió un error. O quizás no. Quizás solo quiso enseñarme que el amor, a veces, sólo florece en un pecho. Y que aun así, ese amor puede ser real. Puede ser eterno.

Ella siguió su vida. Siguió siendo luz en un mundo donde yo aún era sombra.

Pero yo ya no pude volver atrás. Porque, aunque nunca me reconoció, ella dejó de ser anónima. Se volvió nombre, rostro, historia. Para mí, ya no hay nadie más. Para ella, nunca fui.

Desde entonces, sigo esperando. No con esperanza, sino con presencia. Sigo aquí. En este instante congelado donde la luz tocó mi pecho y nunca se apagó.

Espero al universo. A que esta vez no falle. A que repita el encuentro. A que al menos, por una fracción de segundo, ella también me vea como yo la vi.

Y hasta que eso ocurra, si es que ocurre, seguiré aquí.

Siempre anónimo.









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jueves, 26 de junio de 2025

Manual para no ser escuchado (y sobrevivir al intento)

Última hora: se reporta la muerte trágica de otra conversación con futuro. 

La causa oficial: abandono espontáneo del interlocutor, precedido por una mirada vagamente interesada y una fuga silenciosa hacia ninguna parte.

La víctima:  (yo, por supuesto) quedó en la escena, junto a una taza de café tibio, una silla giratoria y el eco de sus propias palabras flotando como globos sin dueño.

La escena es tan común que ya debería enseñarse en las escuelas: alguien habla con entusiasmo, hilando ideas, contando algo con intención... y tu interlocutor, con la habilidad de un ninja distraído, desaparece. A veces sin siquiera intentar disimular. Simplemente se desconecta, o se va como si pulsara el botón de “salir de la reunión” en su mente.

Y seamos sinceros: todos hemos estado en ambos lados. Pero hay una verdad que no se puede ignorar: prestar atención no es un lujo ni una concesión, es una forma básica de respeto. No importa si la persona está contando una anécdota, compartiendo un problema o diciendo algo aparentemente trivial. En ese momento, ha depositado en ti su voz, su tiempo, sus ideas. Y tú estás ahí. Tienes oídos. Úsalos.

Ahora bien, si por alguna razón necesitas irte, está bien. Todos hemos sentido ese tirón existencial hacia el baño, una llamada urgente, o la necesidad vital de seguir una mosca hasta el fin del mundo. Pero al menos haz el gesto: un “te escucho en un momento”, un “ahora regreso”, o incluso un “no quiero parecer grosero, pero...”.

Algo. Lo que sea. Porque marcharse sin aviso es como cerrar la puerta en medio de un abrazo: duele, confunde y te deja con los brazos colgando.

Y esto, por alguna razón, a mi me pasa con demasiada frecuencia. No importa si hablo de algo personal, profesional, o simplemente cuento una historia con chispa. Basta que por ejemplo, una pelusa o cualquier otra cosa que no sea yo, flote entre nosotros para que active el protocolo de escape silencioso y desaparezca de mi vista sin ninguna explicación.

Y creo que no se trata de charlas aburridas las que hago. Me esfuerzo. Les pongo ritmo, gracia, estructura. A veces me siento como un guionista improvisando una escena épica. Pero da igual. Una notificación, un perro bostezando, una hormiga caminando… y la importancia de mis palabras se desvanecen como el vapor que escapa de mi taza de café, cada vez más fría.

Y sí, me enfurece. Porque una cosa es que no conectes con lo que digo, y otra muy distinta es que me borres en tiempo real. Sentir que lo que uno dice vale menos que el sonido del hielo en un vaso... eso duele. Es una falta de respeto disfrazada de distracción.

Recuerdo una vez en particular. Estaba explicando a alguien algo importante del trabajo: tiempos, presupuesto, recursos. Nada emocional, nada abstracto.

Mi taza de café humeaba frente a mí, como intentando seguirme el paso. Ella parecía atenta… hasta que su mirada se desvió hacia la ventana. Me quedé en silencio, con la frase a medio camino, sintiendo cómo mi entusiasmo se deshacía como arena entre los dedos.

Y entonces, sí, noté que miraba algo. Quizá una mosca, o algo igual de absurdo. Pero en ese momento, para mí, fue como una maldita mosca. Y la frustración fue la misma: no era solo la interrupción, sino la sensación de que lo que soy, lo que pienso, no importa lo suficiente para retener una mirada, un instante.

Y no termina ahí. Más calmado, uno intenta retomar la conversación. Mandas un mensaje. Haces una broma. Lanzas otra idea. Pero revivir una charla caída es como intentar reanimar un cactus: no importa cuánto lo riegues, si ya está seco, se acabó. Y te queda esa sensación amarga, como un sorbo de café frío. Como si hablar fuera un riesgo. Como si cada palabra saliera con su propio seguro de abandono.

Con el tiempo, uno se vuelve más cuidadoso. Empieza a guardarse las buenas ideas como si fueran dulces caros. Ya no por miedo, sino por puro cansancio. Porque cuando te dejan hablando solo una y otra vez, aprendes que tus palabras no merecen el vacío como respuesta.

Pero, sin embargo, sigo intentado. Aunque sea con cuidado. Porque soy terco. O quizá un optimista sin remedio. Porque hablar, aunque no siempre funcione, es mi forma de estar en el mundo.

Eso sí, ojalá que la próxima vez que alguien me deje hablando solo, que al menos tenga la decencia de dejarme un café pagado, una nota de disculpas… y un ponquecito al menos. Sin pasas. Eso ya sería sadismo.

Y si leyendo esto piensas: “Vaya, qué historia más tonta…”, Mejor no te cuento lo de WhatsApp.  Ahí lo de dejarme hablando solo entra en el terreno de los zombies mutantes. Ahí me dejan con el diabólico visto. Esas terroríficas marquitas azules que dicen mas que mil mensajes de audio. Que se muestran arrogantes como alguien les hubiera nombrado cura para el aburrimiento (Cosa por lo demás segura). En silencio. Con frialdad.

Con ese iconico color azul que se me antoja lápida.

¿Saben?. A veces imagino que existe en alguna parte un sector cósmico donde van a parar todas las palabras no escuchadas. Una sala de espera galáctica, con pantallas flotantes que parpadean en tonos azulados.

Un lugar con luces tenues que titilan como estrellas lejanas y donde impera un silencio denso, como si el universo mismo contuviera el aliento. Ahí están mis ideas, archivadas como expedientes olvidados:

Proyecto de mejora”, guardado sin abrir.

Confesión tímida”, pendiente de entrega.

Chiste con remate brillante”, flotando a media carcajada.

Pero en esa sala, mis palabras no se rinden. Siguen esperando, tercas, a que alguien, algún día, presione “reproducir”. Y si no, no importa. Yo seguiré aquí, con una taza de café en la mano, lanzando palabras al vacío como quien lanza botellas al mar de un universo distraído. Algún día, alguien (ojalá quien ahora importa) abrirá una.

Y si no, al menos sabrán que existí, que intenté.

Sabrán que hablé.
















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miércoles, 25 de junio de 2025

Contra el viento

Camino contra el viento.

Sobre mí, un cielo que se desgarra en grises. Cada ráfaga, un gesto de ruptura. Como si el día también estuviera cediendo.

Avanzo y, con cada paso, abro una despedida que nadie nombra, que nadie escucha.

El viento me roza la piel, no con violencia, sino con la precisión de quien sabe dónde cortar. Me arranca, sin apuro, las voces que guardé demasiado tiempo.

No sé por qué me atrae. Tal vez porque su furia no exige explicaciones. O porque pesa menos que el recuerdo que llevo en los huesos.

Hay en él una ternura amarga. Como una caricia que hiere sin querer. Borra con tinta invisible lo que callé. Las culpas alojadas bajo mis costillas. Las ausencias que crujen como pasos en una casa vacía.

A veces, susurro ese nombre.... Sí, ese que arde en los días más limpios.

Y el viento lo roba. Lo alza, lo disuelve. Se lo lleva hacia algún lugar donde ya no puede doler. Lo arrastra hasta perderlo en la sombra de lo que elegí no recordar.

El viento no cura. Pero empuja. Despeina los miedos. Sacude la memoria. Y por un instante, uno solo, me hace creer que nada fue tan real.

Que tal vez puedo dar un paso sin mirar atrás. Con el rostro lavado de nombres. Con los pies más ligeros que el eco de lo que perdí.

Ajusto mi chaqueta.

Aún húmeda. Aún con ese olor que no sé si extraño.

Y camino.









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lunes, 23 de junio de 2025

Noche de San Juan

Cuando el fuego se abre,
no es por accidente.
Algo dentro de mí
pide romper el silencio.

Los silencios comienzan a hablar
en lenguas que no sabía mías.
El humo dibuja palabras antiguas
que dormían en el fondo de mí,
ocultas como semillas
bajo capas de miedo.

La noche me marca con señales nuevas.
Como si la luna,
cómplice de lo que callé,
escribiera en mi piel que vuelve a sentir. 

He cruzado un umbral.
Y con él,
la sombra que me arrojé encima
cuando temí a mi propio nombre.

Camino sobre espejos rotos.
Cada fragmento me devuelve
una versión distinta:
el que fui y no entendí,
el que evitó mirar,
y el que aún me espera
con las manos abiertas
y los ojos cubiertos de ceniza.

La luna susurra nombres olvidados,
como si me hablara desde adentro.
Me recuerda lo que solté
por miedo, por cansancio,
por creer que buscarme era perder.

Ardo. Pero no me quemo.
Soy una llama que aprende
mientras baila con el viento,
desordenada y viva.

El fuego no me castiga:
me desarma, me revela.
Y sus cenizas,
las de todo lo que creí ser,
dibujan el mapa
de por dónde volver a empezar.

Esta noche,
me doy un nuevo nombre:
no el del pasado,
ni el del que otros quisieron.
Sino uno hecho de fuego,
viento y camino.
Uno que no necesita pronunciarse
para saber quién soy.

No soy luz por ser perfecto,
sino por atreverme a encenderme
en medio de la oscuridad.








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domingo, 22 de junio de 2025

Clara. Una Historia de Oficina

Clara no era influencer, ni gurú de mindfulness, ni reina de TikTok con filtros de perrito. Su filtro era real, su alegría sin hashtags, y su vibra lo suficientemente luminosa como para hackear el manual de la amargura corporativa. Revolucionaba la oficina más que una impresora atascada en lunes de lluvia. 

Llegaba con un termo musical (si, literal, tenía cornetas) que escupía boleros o bachata, zarcillos que tintineaban como campanas de festival y una sonrisa que desafiaba al tráfico, al sistema y al aire acondicionado, aun en modo “glaciar”. Saludaba a la única planta de la esquina:  “buenos días, Fernanda”, Reorganizaba sus lápices como un oráculo de papelería y, sin más, brillaba. Punto.

En una oficina donde quejarse era el cardio oficial y el Excel la biblia tácita, Clara era como un emoji de arcoíris impreso en un correo de Recursos Humanos. No buscaba likes, pero su vibra era tan escandalosa que todos la notaban. Amable sin agenda. Cumplida sin dramas. Efectiva sin arrastrar los pies como si la vida fuera un PowerPoint eterno.

Sin embargo, una mañana, su brillo chocó de frente con la realidad.

Clara había preparado una propuesta para mejorar la experiencia de los clientes: gráficas que cantaban felicidad, ideas prácticas y un diagrama en fuente Comic Sans que era puro amor. Pero a mitad de su presentación, su jefe, con el mismo entusiasmo de un extintor humano, la cortó:

Clara, deja ese optimismo de unicornio para Instagram. Aquí va en serio

Clara parpadeó. ¿Serio? ¿Serio es usar plantillas de 1998 y firmar correos como notarios? Su mente era un circo: imaginó al jefe con un filtro fotográfico sepia, atrapado en su propia seriedad. Pero no iba a dejar que le apagaran el flow. Con una sonrisa de veneno dulce, respondió:

Entendido, jefe. ¿En Arial 12 o me lanzo con Comic Sans para ponerle drama? — Pausa. Inclinó la cabeza —. Oiga, para su información, el unicornio trae datos: 20% más de satisfacción con apenas tres cambios. ¿Le paso el PDF en gris para que pegue con el entorno?

El silencio fue tan denso que el aire acondicionado pareció rendirse. Lucía, la nueva, disimuló una risita con un estornudo. Alguien garabateó como si resolviera la existencia. El jefe, descolocado, farfulló un “envíamelo” y cambió de tema. Clara había plantado una semilla de caos alegre.

El eco de la reunión se quedó flotando en los pasillos y mutó en chisme. Días después, Lucía, la nueva que aún no se había rendido al club del descafeinado, le sopló a Clara el rumor que se estaba extendiendo: su ascenso “no era profesional”. Que “seguro había algo turbio con el jefe”. Que "tanta sonrisa tenía trampa". 

Clara sintió un pinchazo, como si hubieran rayado su termo favorito. ¿Sonreír es sospechoso... pero quejarse del tóner cuenta como mérito? No iba a darles el gusto del drama. Se atrincheró en el baño, frente al espejo mugroso que parecía un mapa de la tristeza colectiva.

Clara, reina — se dijo, señalándose como su propia cheerleader —, estos no saben de luz pura. ¿Chismes? Ruido de fondo. Tú tienes galletas y un termo que canta mejor que ellos

Respiró hondo. Imaginó a los chismosos ahogándose en su café descafeinado y soltó una risita. 

Que inventen. Yo pongo el color en este PowerPoint de mi vida —. Ajustó sus zarcillos con un tintineo rebelde, se lavó las manos y salió con más fuego que nunca.

Esa noche, en su estudio, abrió su cuaderno de frases mal pegadas y escribió con gusto: 

“SÉ FELIZ HOY. AUNQUE ÚNICAMENTE SEA POR JODER A LOS ENVIDIOSOS.”

Al día siguiente, pegó la frase en su monitor con cinta de colores pastel, una bandera en territorio enemigo. Algunos fruncieron el ceño, como si la felicidad fuera un memo mal redactado. Otros rieron por lo bajo. Una pasante, con el arrojo de quien ignora el organigrama, la subió a redes con el slogan: 
“Resistencia nivel: jefa.”

Pero, el incendio de verdad estaba por llegar.

Clara irrumpió un viernes con galletas de llamas, glaseadas con colores que gritaban “feria”, y una nota:

Quemen los rumores o cómanse esto, pero callen las pendejadas.” 

Las voces se congelaron, solo rotas por el crujir de una galleta en la boca del de contabilidad, cuyo ceño, que parecía tallado por un escultor con resaca, se torció en una sonrisa traicionera, mientras Lucía, cómplice oficial, susurraba con galletita en mano: “¿Esto es para quemar lo rumores o para asar maiz?” Clara guiñó: “Lo que quieras, pero que sepan que no me apago por nadie.

Los rumores se evaporaron como mal chiste. Y, con los días, algo cambió.

La diseñadora de informes dejó los grises de sepelio y probó azules que no deprimían. Un jefe de área metió un emoji de sol en su firma (luego lo borró, pero todos lo vimos). El whatsapp de la oficina, un cementerio de “Ok” y “Entendido”, se llenó de memes de gatitos y conejitos. Recursos Humanos, en un giro imposible, puso una sección de “micro-momentos positivos” en la intranet, con Fernanda la planta como mascota.

En cierre del mes, el jefe-extintor llegó con galletas que olían a disculpa. Las dejó sobre la mesa de la sala de reuniones, carraspeó y, con menos rigidez que de costumbre, dijo:

Clara, he estado pensando... El tema del bienestar no es lo mío. Nunca lo ha sido. Pero tú... tú haces que la oficina respire distinto. Así que queremos proponerte algo: liderar el nuevo programa de bienestar y cultura. Es oficial. Es tuyo si lo aceptas.

Clara no lloriqueó. Tampoco hizo un brindis. Solo asintió, con la calma de quien ya sabía que su luz no necesitaba permiso para brillar. Aceptaba, sí. Pero en sus términos.

Y lo hizo espectacular. En una semana, instaló una "estación de desahogo" con peluches antiestrés y una playlist colaborativa titulada "PowerPoint y reggaetón". Redecoró la sala de descanso con luces suaves y frases inspiradoras (nivel sarcasmo dulce), y renombró los lunes como "Días de Sobrevivencia Colectiva", con café extra y mini donas. Recursos Humanos, que antes apenas sabía conjugar la palabra "felicidad", se rindió y le pidió tips para sus propios correos motivacionales. Incluso Fernanda, la planta, recibió su propio Instagram.

Clara convertía el mal día ajeno en anécdota compartida y las crisis en excusa para sacar stickers motivacionales. Su cargo no era solo un título. Era un manifiesto de que el buen humor, bien administrado, puede hacer más por la productividad que veinte charlas de coaching.

Y como todo manifiesto que se respeta, trajo consecuencias medibles.

En solo tres meses, los niveles de satisfacción interna se dispararon como corcho de sidra. El ausentismo bajó, los clientes reportaron un 30% más de interacciones positivas y el rendimiento general del equipo mejoró tanto que hasta el jefe del extintor sonrió sin que se le torciera la cara. La empresa, que antes tenía alma de lunes perpetuo, empezó a aparecer en rankings de “lugares felices para trabajar” y un medio local tituló: “Donde una planta lidera el cambio (y una Clara lo ejecuta).”

Reflexión final: Ser feliz no es negación, es rebeldía pura. Es encararle al mundo y decir: “Sigue tu con tu drama; yo traigo galletas.” 

La alegría de verdad jode a los que la olvidaron. Protégela, cultívala y, si toca, úsala como misil de colorida escarcha... contra los envidiosos.












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viernes, 20 de junio de 2025

El Solsticio (Cuento Corto)

El crepúsculo se deslizaba por la ventana, tiñendo de ceniza la habitación de Lía. Elías, hundido en una silla, acariciaba el lomo de un libro gastado, sus dedos siguiendo con precisión viejas grietas en la encuadernación, como si leyera un mapa invisible. Era un tomo de cuentos que ella adoraba, sus páginas marcadas por sus deditos torpes.

La penumbra difuminaba las manecillas del reloj: 6:52 PM. Faltaban pocas horas. Era el solsticio, el día más largo... y, para él, el más sombrío.

Ese reloj no solo contaba las horas hasta el solsticio; cada tic-tac era una punzada que le recordaba el año preciso transcurrido desde que Lía le fue arrancada. Su estúpida ignorancia y la avaricia que lo impulsaron a negociar con poderes desconocidos, antiguos y malévolos, la habían despojado de su lado.

Ahora, con un arrepentimiento quizás tardío, Elías sabía que en noches como esta, los velos que separan los mundos se vuelven casi transparentes, y las sombras acechan, siempre en busca de espíritus débiles. Él se había negado a creerlo... hasta que perdió a su niña.

Lía era su faro. Sus ojos color de noche brillaban con curiosidad pura. Vivía por el roce de sus trenzas negras deslizándose entre sus dedos, por la risa cristalina que llenaba la casa como un conjuro. Aún veía su dibujo en la mesita: una niña y un hombre bajo un sol brillante. “Somos nosotros, papá,” decía. Pero, aquella noche, él había abierto la puerta maldita, y eso vino y se la llevó.

Hoy, la casa era como un mausoleo. Cada foto, cada objeto de Lía, era un latigazo para su alma. Elías apenas comía, apenas dormía; para él, el mundo exterior no era más que cenizas. Jamás salía. Cada noche, sus dedos recorrían las puertas, buscando astillas invisibles, una costumbre que nadie entendía. Además, había desarrollado una extraña afición: recoger rocas en el bosque. Como aquella, redonda y lisa, que ahora descansaba en su mesita de noche. Solo él sabía que Lía la había encontrado junto a otra idéntica, la que reposaba bajo su cama. Gemelas. Una para ella. Una para él.

Había esperado en el infierno 365 días y, esta noche, todo terminaría. A las 10:42 PM, cuando el solsticio alcanzara su pico, aquello volvería. Debía estar listo.

De pie, en medio de la habitación de Lía, apretó el peluche favorito de su hija contra su pecho, la mirada perdida. La casa temblaba, supurando mal en cada rincón. Sombras afiladas danzaban en las esquinas, y un crujido agudo rasgaba las vigas cada tanto. Una corriente fría bordeaba las paredes, donde la pintura se había agrietado en formas circulares. El aire pesaba, un lamento atrapado. Temblando, aferró el peluche, convencido de que algo lo acechaba.

Faltaba poco. Su respiración se endureció y, los dedos crispados. El reloj marcó las 10:42 PM. Un zumbido bajo creció en el aire, como un latido lejano. Las sombras se alargaron, retorciéndose. El suelo vibró, apenas perceptible, y un destello pálido cruzó la habitación, como un relámpago mudo. Entonces, el aire se quebró en un silencio luminoso, como si un espejo se hubiera roto desde el otro lado. Una grieta destellante rasgó la habitación, con un brillo puro, casi doloroso.

De ella emergió con calculada paciencia aquel ser terrorífico, la Fae de la Sombra, envuelta en un resplandor que hería la vista. Sus astros titilaban, hambrientos. Mirando a Elíias, con su tétrico rostro casi pegado al de él, su voz reptó, burlona y venenosa.

Has vuelto — susurró —. Tan frágil, tan roto. Tu dolor… un banquete.

No atacó al hombre indefenso ante ella. Quería alimentarse de su duelo, cebarse en su dolor. Con un gesto hacia la grieta que permitió su regreso, invocó a la hermosa Lía: la imagen diáfana de la niña apareció flotando en la grieta, sus trenzas danzando, sus ojos color de noche brillando con inocente alegría. Inalcanzable.

— Aquí está tu amorTan cerca... a tu alcance — musitó la Fae, su aliento como escarcha —. Solo debes pagar un pequeño precio, uno muy pequeño... tal vez... tu recuerdo de ella, por ejemplo. ¿Es justo?

Roto, al borde, Elías tembló.

No… —murmuró.

La Fae sonrió. Pero entonces, vaciló. Algo no estaba bien. Inquieta miró a su alrededor, con su aliento quebrándose en silencio. El hombre no se movió. Solo bajó la mirada, como si escuchara algo, esperando.

De pronto, bajo la alfombra, la piedra de Lía comenzó a brillar. En las paredes, las grietas redondas vibraron como si alguien golpeara desde dentro. Y la casa toda... pareció despertar.

Del suelo, un resplandor pálido se elevó, revelando la sal escondida entre las tablas. El hierro disfrazado en la pintura de los muros tembló como si fuera una cadena que se tensara. Un aroma acre, como hierbas quemadas, sofocó el aire.

La Fae retrocedió. —¡Imposible! — aulló - ¿Que has hecho?

Elías alzó el cuchillo. Su voz era otra, templada por el dolor y el fuego lento de la espera. Su encantamiento, la trampa gestada en 300 noches de insomnio, había funcionado. Había encerrado al monstruo y ahora no tendría opción.

Estás en mi casa. Y esta vez, yo escribí el cuento. ¡Negociemos! 

La criatura se irguió. Los pegostes de su cabello giraban con violencia, como serpientes buscando una salida. Sus ojos sin pupilas parpadearon, intentando descomponer el círculo que la atrapaba. 

No puedes... — comenzó. Pero luego comprendió, se supo prisionera y su tono cambió, más suave, envenenado. 

— Has hecho esto por ella... Pero mírala bien. Es un eco, un reflejo que ya no encaja en tu mundo. Si la traes de nuevo, sangrará entre las costuras de lo real. ¿Vale la pena?

Elías no respondió. No la miraba a ella, sino a Lía, flotando aún en la grieta, inocente, sin entender el tiempo que se le había robado.

Cada minuto que ella estuvo contigo, lo viví en ruinas — dijo —. Cada día aprendí el nombre de un nuevo silencio. Tú me enseñaste el vacío. Ahora te enseñaré la pérdida.

La Fae lo observó, desconcertada. Sus dedos largos y traslúcidos trazaban signos en el aire, buscando un resquicio, un punto débil en su cárcel.

¿Y qué ofreces? — Dijo al fin, su voz lamiendo los bordes del círculo como una serpiente—. No puedes reclamarla sin pagar. Toda magia tiene precio.

Lo sé — respondió Elías.

Del bolsillo interior de su camisa, extrajo una pequeña caja de madera. La abrió lentamente. Dentro, un mechón de cabello negro, cuidadosamente atado con hilo rojo.

Los ojos de la Fae se encendieron con un brillo insano.

Eso... es memoria viva.

Su primer corte. Lo guardé. Dijiste que querías mi recuerdo de ella. Pues toma esto. Con cada hebra, un instante: su primer paso, su primera risa, su olor después del baño, su voz llamándome desde la escalera.

La Fae se relamió, enloquecida. Dio un paso hacia el borde del círculo, pero se detuvo justo antes del hierro. Y entonces… dudó.

Se quedó inmóvil.

En su interior, la bestia oía el eco de los nombres que le habían dado en mil lenguas olvidadas, de lo que fue antes de ser sombra. Recordaba otros pactos, otros padres, otros precios. Pero esta vez, algo no encajaba. El dolor de aquel humano no era puro, no era primordial  como el de los demás. No era caos. Había simetría en él. Un ritmo. Una forma.

Este humano había cultivado su duelo. No como una herida, sino como un arma.

Podía irse. Podía negarse. Pero el mechón... el mechón cantaba, le atraía. Una infancia entera en miniatura. Pura. Íntegra. Un manjar difícil de rechazar... Con los ojos cerrados, saboreó el imaginario banquete que significaba el alma contenida en aquellos rizos.

Acepto —dijo al fin, con voz tensa.

Elías dejó caer la caja dentro del círculo que atrapaba al monstruo. Esta se encendió en un fuego verde. Un viento seco recorrió la habitación y la grieta palpitó.

Sin aparente intervención de la Fae, la niña descendió, suave, liviana, como una pluma sobre el pecho del mundo. Como un muñeco inerte, cayó directamente en los brazos de su padre.

Papá —susurró.

Él lloró. No sabía si por lo que había recuperado… o por lo que acababa de perder.

Pero la Fae no se desvaneció del todo inmediatamente. Mientras su silueta se disolvía en jirones, extendió una mano retorcida hacia su vencedor y, con una expresión de odio reprimido, realizó un extraño gesto. Un súbito ardor estalló en el brazo de Elías.

Venas negras brotaron palpitando bajo su piel, un entramado de enfermedad, de podredumbre heredada... dolor vivo.

Recuerda esto, humano — dijo la Fae, con una sonrisa torcida —. Aunque olvides su infancia… yo les recordaré cada noche larga, y me aseguraré que tu no me olvides.

Y se fue, dejando la casa temblando. La sal se apagó. El hierro dejó de vibrar.

Cada solsticio, aquella marca ardería, un eco de la Fae que nunca lo soltaría. El amante padre salvó a su hija, pero pagó con una vida de dolor en su castigado cuerpo, con una mente que sangraba sombras, y unos ojos invisibles acechando desde la oscuridad, buscando grietas en su alma.

La grieta se cerró con un chasquido sordo, por lo menos hasta el próximo equinoccio. La casa, aún palpitante, exhaló un último suspiro, como si hubiera contenido el aliento demasiado tiempo.

Elías permaneció de rodillas, el cuerpo temblando. Con Lía abrazada a su pecho. El peluche yacía caído junto a ellos, con una oreja rota y una costura suelta, como si también hubiera luchado. Afuera, el viento arrastraba hojas secas, y la luna, en lo alto, no se atrevía a entrar.

Papá… —susurró ella, con los ojos aún empañados de confusión —. ¿Estás bien?

Él no pudo responder de inmediato. El ardor del brazo se intensificaba, y sus ojos, al cerrarse por un instante, vieron figuras danzando detrás de sus párpados. No eran recuerdos. Eran presencias.

Abrió los ojos con esfuerzo y acarició su cabello.

Ahora sí — murmuró —. Ahora estamos juntos.

Pero lo supo: cada año, en esa misma hora, el umbral volvería a latir. La marca no era solo castigo; era vínculo. Él había ganado tiempo, no paz. La casa, antes mausoleo, era ahora frontera. Y él, su guardián.

Lía dormía ahora, acurrucada contra su pecho, tibia y real.

Él le acarició el cabello con dedos temblorosos. Las trenzas eran suaves, familiares… pero vacías de contexto. Sabía que era suya. Lo sabía en los huesos, en algo más profundo que el recuerdo. Pero su mente… buscaba escenas que ya no estaban.

Miró aquel hermoso rostro enmarcado por una cabellera oscura y rebelde. Intentó reconstruir su risa, pero encontró huecos en su mente. Sabía que la había amado desde mucho tiempo antes… pero no podía decir cuándo había sido la primera vez que la escuchó reír. Ni cómo sonaba su voz cuando aprendió su nombre. Era como abrazar a una melodía sin letras.

La amaba. De eso no había duda. Pero no sabía por qué.

La miró dormir. Era suya, lo sabía. Y aunque sentía que la historia de ella le había sido arrancada, algo en su cuerpo recordaba. Un reflejo visceral, una certeza muda.

Elías dejó que una sonrisa, pequeña, herida, verdadera, cruzara su rostro. Protegería a aquella niña aun con su vida. Aunque ya no recordara del todo el porqué de esa convicción. No importaba, crearía nuevos recuerdos.

Respiró profundo y, por primera vez, se permitió un descanso. Porque aunque las sombras regresaran… esa noche, habían perdido.








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