Cuando todo tiembla, el suelo bajo tus pies, el corazón en su latir incierto, y el mundo parece deshacerse en sus propias dudas, hay una voz que permanece. No se quiebra, no se apaga. Es la voz del Padre.
No grita ni exige; susurra con firmeza, como un río que murmura entre piedras pulidas, fresco y claro, arrullando el silencio, constante, eterno, aunque nadie lo contemple. Es esa voz la que sostiene el alma cuando las fuerzas se agotan, cuando las respuestas no llegan y las puertas parecen cerrarse.
Y es entonces, cuando el peso de la incertidumbre amenaza con hundirte, que más necesario se hace confiar.
Confía. No porque el camino sea claro a tus ojos, sino porque Él lo ha trazado con un propósito que trasciende tu mirada. No porque el día sea fácil. Cada hora descansa en sus manos, manos que nunca tiemblan, que no conocen el cansancio.
En su mirada no hay sombra de incertidumbre, y en su voluntad no hay error. Él es la fuente, no el reflejo. El origen, no la consecuencia.
Todo lo que sana, eleva y es bueno brota de Él, como la luz que no pide permiso para amanecer, sino que irrumpe, dorada y tibia, sobre los campos dormidos.
No hay bienestar que no encuentre su raíz en su amor, ni paz que no florezca desde su misericordia, como un refugio abierto a todo corazón que busca.
Por eso camina, aunque la niebla cubra tus pasos. Descansa, incluso si las respuestas se esconden en el silencio. Porque confiar en el Padre no es cerrar los ojos, es abrir el alma.
Es saber que si Él es la fuente, nunca faltará el agua. Jamás escaseará el pan. Siempre habrá consuelo.
Y si alguna vez dudas, recuerda: no es tu fuerza la que te sostiene, sino la suya, un amor que no se agota.
En Él, todo es posible. Porque Él no solo da vida… Él es la vida: el latido eterno que respira en ti, y en todo lo que respira.
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