Como si de mil agujas de hielo se tratara, el viento flageló el rostro cansado del hombre cuya espalda, ajena al suplicio, permanecía pegada a la abrupta pared de roca. Las horas se habían desdibujado desde su caída por el precipicio que, horas antes, había atraído su mirada con irresistible curiosidad. Sin embargo, el sol, en su lento declive, le confirmaba una estancia de más de diez horas bajo la brisa marina y el implacable frío.
La estrecha cornisa que, milagrosamente, le había ofrecido un respiro en su caída al vacío, poco a poco redujo su eficacia a medida que el cansancio se apoderaba de su cuerpo reduciéndose a un exiguo lecho de piedra bajo sus pies entumecidos. Desde aquel instante en que quedó suspendido entre el cielo y el mar, la inmovilidad se había transformado en una tortura silenciosa de calambres, recuerdos y pensamientos fatalistas, mientras el aliento helado del océano le empapaba y le envolvía en una soledad implacable.
Es que la euforia y la adrenalina iniciales, que le permitieron aferrarse a la cornisa, se habían disipado poco a poco, dando paso a una profunda impotencia y a la sombría certeza de un final ineludible. Sabía que sus piernas, exhaustas, pronto cederían bajo el peso de su cuerpo, y la negrura abisal que se abría metros abajo lo engulliría para siempre.
Sin embargo, a pesar de todo, el hombre plantaba cara desafiante al viento resistiendo su embestida con terquedad. Solo el reflejo involuntario de sus párpados le impedía abrir los ojos y mirar de frente la furia que lo azotaba. Pero su postura, tensa aunque inmóvil, revelaba una entereza inquebrantable. La inmovilidad forzada no había mermado su espíritu; en su mente, refugio inviolable durante las últimas horas, cada etapa de su vida había sido minuciosamente revisada. Cada decisión, cada triunfo y cada derrota fueron sopesados bajo el rugido constante del océano… y, en la balanza final, su vida se le había revelado provechosa.
Estaba listo para partir y por más que gritara y rugiera, ni siquiera el océano, con todo y su furia le vería derrotado.
Solo había algo. Algo que, de cierta forma, se convertía en el cabo suelto que su vida reclamaba y que, llegada lo que consideraba su la hora, le hacía aferrarse con obstinación a aquella cornisa. Y, cosa extraña, aquel algo tenia hermosos ojos y un precioso cabello oscuro que reflejaba físicamente la rebeldía e indomabilidad que alimentaba el espíritu de su dueña.
Y es que aquel ángel con ojos de noche se había convertido para el hombre en un desafío mucho mayor que la incómoda cornisa que, por el momento, se había convertido en su incomoda aliada. Se había prendado de su dulzura, de ese candor elemental que la hacía mirar al mundo en colores aun cuando el mundo se empeñaba en mostrarle a veces sus peores grises y ocres. Había unido su corazón al de ella con tal fuerza que, por instantes, parecía latir exclusivamente al compás del suyo..
Una ráfaga de viento, más intensa que las precedentes, desprendió esquirlas de roca que, al impactar sobre su cabeza, lo arrancaron de sus cavilaciones. Maldiciendo en silencio, intentó apoyarse en una sola pierna, mientras movía la otra en un vano intento de aliviar el dolor punzante que le atenazaba las pantorrillas. Si el mar reclamaba su vida, tendría que arrebatársela con violencia. Él resistiría hasta el último aliento…
– ¡Que cosas! –. Pensó, intentando esbozar una sonrisa. Aquella chica le había infundido ánimos y renovadas esperanzas cuando se tambaleaba al borde de los abismos metafóricos de su vida. Ahora, frente a este abismo real, oscuro y amenazante, solo su recuerdo ejercía el mismo poder. Apenas la evocación de aquellos ojos hermosos, mirándolo con cariño, bastaba para insuflar aliento a su espíritu exhausto.
Volviendo a afirmarse con ambos pies en la cornisa y aferrándose con los dedos a la áspera pared que lo respaldaba, se sumergió de nuevo en los recuerdos de la muchacha. Si su destino era caer, lo afrontaría abrazado a la belleza de esos pensamientos, no atrapado por los ecos del miedo y el dolor.
Se había prendado de aquella chica, había hecho todo por ella convirtiéndola en el centro de su vida…pero nunca se había atrevido a intentar llegar con ella a algo más que una “Sincera Amistad”. No por miedo a un rechazo, había tenido suficientes en la vida como para aprender también a valorarlos. Su temor más grande con aquella chica, algo nuevo para él, era el no ser suficiente para ella. No ser digno de esa maravilla que el padre había puesto a su alcance y no tener lo necesario para ayudarla a crecer a su lado. Condición esta última, esencial para merecer siquiera rozar su mano.
Apabullado por ese gran temor, tuvo que sufrir el verla sonreír a otros con amor, consentir sus pasos a su lado y prodigarles el brillo de esos ojos de noche que tanto amaba. Tuvo que presenciar cómo otros velaban por ella, mientras él se consumía en el anhelo de abrirle el mundo y conducirla de la mano para que se proclamase su dueña.
Y ahora, al final, ese gran temor se le antojaba el último reclamo que se le haría en el juicio póstumo de su vida. Nunca sabría si el miedo le evitó la decisión de su vida o, lo que es peor, de la vida de aquel ángel hermoso. Tenía muchas cosas que enseñar, mucho que dar y de alguna manera aquel miedo pudo haberlo evitado.
Un dolor súbito y agudo en la pantorrilla derecha, mucho más fuerte que los anteriores, le arrancó un grito de dolor. Apoyándose con dificultad en el pie izquierdo, intentó aliviar la presión sobre la pierna dolorida, buscando inútilmente un respiro, aunque fuese fugaz. Esta vez el intenso dolor persistió. Enderezándose con esfuerzo, abrió los ojos al horizonte oscuro, dominado por el rugido ensordecedor de las olas… El final se acercaba; sus fuerzas no resistirían mucho más.
Con determinación, elevó los brazos rectos, trazando con ellos el contorno de la pared hasta adoptar la forma de una cruz, en un gesto que evocaba la fe de sus padres. Decidido a que el miedo y la desesperación no marcaran su final, invocó en sus pensamientos las más hermosas imágenes de su ángel de los ojos de noche, invocando la paz y belleza de espíritu que siempre hacían aflorar en su alma. Como última elección, cruzaría al otro lado en las alas del amor. Era su derecho.
Encomendándose a la divinidad, desbalanceó su cuerpo inclinándose hacia el vacío… iniciando el camino a la eternidad.
Un impacto brutal lo estrelló contra la cornisa, deteniendo su caída en el último instante. Apenas consciente, sintió una presión sorda, de algo grande y pesado, que lo aplastaba contra la pared rocosa, mientras un clamor confuso y luces cegadoras descendían desde la cima del acantilado, el mismo punto desde donde se había precipitado.
Desorientado, notó el súbito tirón de una cuerda que se apretaba alrededor de su torso, y una voz, desgarrándose la garganta, resonó cerca de su oído, luchando contra el estruendo del oleaje:
— ¡Calma! ¡Estamos aquí! ¡Te pondremos a salvo! ¡Vamos a subirte!
Casi sin enterarse, el hombre fue izado lentamente hasta alcanzar terreno seguro. Un equipo de rescatistas, después de horas de tensa labor, había urdido y ejecutado un arriesgado plan para rescatarlo. El estruendo incesante de las olas le había ocultado su presencia desde su precaria atalaya, metros más abajo, pero la arriesgada maniobra había culminado, afortunadamente, con éxito.
Dentro de una ambulancia, con ropa seca y arropado con una cobija térmica, el agotado hombre no podía dejar de ver el teléfono con el que la chica que había curado sus pies pasaba el reporte médico a sus superiores. Aun no comprendía completamente lo que había ocurrido y aquella situación le parecía irreal. Aun esperaba, en cualquier momento, sentir el agua del abismo en la cara y seguir su camino al otro lado.
Sin embargo, solo había una manera de convencerse de que aquello era real…
– ¿Me lo prestas? –. Dijo a la chica, señalando el teléfono que acababa de dejar.
Ya con el Móvil en la mano, lo observó por un rato hasta que, decidiéndose, marcó rápidamente un número y se lo llevó al oído. Su cara de preocupación se ilumino al escuchar que alguien contestaba.
– Hola, soy yo. ¿Cómo estás?. – Más calmado al escuchar aquella voz, se sentó en la orilla de la camilla y siguió la conversación. – Pues la verdad, si estuvo interesante el paseo, observé las olas muy de cerca –
Mientras conversaba, pensó que se le había dado una segunda oportunidad y que no podía desaprovecharla. Así que, sin pensarlo dos veces, se lanzó
– Oye, te invito a cenar, necesitamos hablar…. Pues para comenzar, que dejes al novio ese que tienes y te vengas conmigo. Tengo mucho que compartir contigo… ¿Qué cosas?, Pues, por ejemplo, el mundo si lo quieres..
Y así, aquella cornisa, aquel borde en el acantilado, se erigió en una metáfora divisoria de su vida, trazando una línea nítida entre el antes y el después de la aceptación de su destino.
Nunca es tarde para empezar a tenerse autoestima.
ResponderEliminarHola Octavio , el texto me hace reflexionar sobre los momentos clave en la vida donde tomamos decisiones que lo cambian todo. Parece una encrucijada emocional, tomando una decisión valiente e impulsiva, como si reconociera que no puede dejar pasar una segunda oportunidad. La imagen del acantilado funciona como una metáfora poderosa del cambio, marcando un antes y un después en su vida. Es un texto que me transmite la sensación de dejar atrás lo viejo y arriesgarse por lo que realmente importa.
ResponderEliminarMe ha gustado muchísimo. Un abrazo y feliz semana