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martes, 22 de julio de 2025

Ruido de fondo (3:17 a.m.)

Siempre he necesitado dormir con el televisor encendido. No por entretenimiento. Ni por insomnio. Es el murmullo. Ese zumbido constante, apenas perceptible, que llenaba el vacío de la noche. Aquel ruido de fondo alejaba el silencio que me obligaba a pensar demasiado, como si algo acechara en su quietud, esperando que bajara la guardia.

Cada noche, antes de cerrar los ojos, elegía un canal al azar: una película gastada, un noticiero monótono, incluso un infomercial de cuchillos que nadie compraría. No importaba. Lo único esencial era que la pantalla siguiera encendida, poblando la habitación con voces que no eran mías.

Durante años, eso bastó. Hasta que algo cambió. Comencé a despertar en medio de la noche. Siempre a la misma hora: 3:17 a.m.

Al principio, lo atribuí al azar. Pero noche tras noche, sin excepción, mis ojos se abrían con una punzada, como si un susurro me arrancara del sueño. El aire se volvía denso, cargado, como si la habitación contuviera el aliento.

Y cada vez que despertaba, el televisor seguía encendido. Pero no en el canal que había dejado.

Siempre en el mismo: El canal 88.

El canal 88 no existía. Según la guía, no estaba asignado a ninguna señal. No tenía programación. Pero allí estaba en el televisor. Solo mostraba una imagen fija, en blanco y negro, de una sala que parecía un reflejo torcido de la mía: paredes desnudas, una silla que no encajaba, una ventana que daba a un vacío negro. Sin sonido. Sin movimiento. Como si una cámara olvidada transmitiera desde un lugar que no debía ser visto.

Pensé en interferencias. En una señal pirata. Algo técnico.

Me obsesioné.

Busqué en foros. Hablé con técnicos. Escaneé frecuencias. Incluso abrí el televisor, un modelo antiguo que no recordaba haber comprado, buscando algo. Cualquier cosa.

Nada. El canal 88 no tenía fuente. No tenía explicación. No debía existir.

Y luego la vi.

Al principio, era solo un borrón en la esquina de la pantalla. Una silueta difusa, apenas humana, inmóvil, con la cabeza ladeada como si intentara descifrarme. No tenía rostro. Solo una oscuridad densa donde deberían estar los ojos. Pero yo sabía que, desde aquella oscuridad, me observaba.

Noche tras noche, la entidad fue definiéndose más. Primero, un leve giro de la cabeza, como si notara mi presencia. Luego, un paso lento hacia el centro de la imagen. Cada vez más cerca. Cada vez más consciente.

Y, con ella, mi habitación, la real, también empezó a cambiar.

Las paredes parecían más estrechas, como si se inclinaran hacia mí. Los objetos, un vaso, un libro, una lámpara, aparecían fuera de lugar al despertar, como si alguien los hubiera movido mientras dormía. El aire se volvía más pesado, casi líquido. Y un zumbido bajo, apenas audible, se instaló en mis oídos incluso durante el día.

Mi reflejo ya no era del todo mío. Los bordes de mi rostro se difuminaban, como si algo lo estuviera erosionando desde dentro.

Una noche, incapaz de soportarlo más, intenté detenerlo. Desenchufé el televisor. Lo arrastré hasta el contenedor de basura en la calle, bajo la lluvia. Me dije que había terminado.

Pero al volver a mi apartamento, ahí estaba. En su lugar. Encendido. En el Canal 88.

La entidad estaba más cerca que nunca. Su contorno temblaba, retorciéndose como si la carne hubiera olvidado su forma.

El miedo ya no era solo miedo. Era una humedad que se filtraba en mi mente, lenta, invasiva. Mi cuerpo se tensaba antes de abrir los ojos, sabiendo que ella estaría allí.

Y una noche, vencido por la obsesión, me acerqué a la pantalla. Quería tocar el cristal. Comprobar que era solo una imagen. Que no había nada más allá.

Estiré la mano. Y ella también.

Con un terror que me arrancó el aliento, vi cómo su contorno se alargaba, tembloroso, como un eco de carne ausente, extendiéndose hacia mí desde el otro lado. El cristal estaba helado. Pero no era un frío superficial: era un helor que trepaba por los huesos, que entumecía la sangre, como si algo antiguo y muerto intentara reclamarme.

Retrocedí. Tropecé con la alfombra. Caí de espaldas. Mi respiración era un jadeo imposible. Como si el aire se hubiera vuelto piedra.

La entidad había vuelto a su posición inicial. Pero yo sabía que me había sentido. Que me había tocado. Que me había reconocido.

Desde entonces, su presencia cambió. Ya no era una sombra distante. Era algo que me buscaba. Que me había marcado.

Ya no duermo. No realmente. No porque no quiera, sino porque no puedo. Cada vez que cierro los ojos, siento que ella se mueve. Que se acerca. Que cruza el umbral entre la pantalla y mi mundo.

El sueño se ha vuelto territorio enemigo. Un lugar donde ella tiene poder. Donde puede alcanzarme. El televisor es lo único que la contiene. Si lo apago… si me atrevo a dormir sin su zumbido… algo terrible ocurrirá.

Lo intenté una vez. Solo una. Apagué el televisor. Me obligué a cerrar los ojos. Desperté gritando. Con marcas en los brazos que no estaban allí antes... Y el televisor estaba encendido. En el canal 88. Con ella en el centro de la pantalla, más cerca que nunca.

Desde entonces, vivo en un estado intermedio. Entre la vigilia y el delirio. La habitación se ha vuelto un lugar extraño. Las paredes susurran. Los muebles están siempre fuera de lugar. Y el zumbido en mis oídos no cesa.

A veces, me miro al espejo… y juro que ella está detrás de mí, aunque la pantalla esté a mi espalda.

No sé si esto terminará alguna vez.

Cada noche, a las 3:17, la sala aparece de nuevo. Una sala que es mía, pero no lo es. Una sala donde ella espera.

Y a veces, solo a veces, cuando el televisor parpadea, me pregunto si ya está aquí. En esta habitación. Esperando que apague la luz.

Si alguna noche despiertas a esa hora, con el televisor encendido en un canal que no debería existir, con una sala que parece la tuya pero está rota... no mires demasiado.

No te acerques.

Podrías sentir que algo, al otro lado, ya te ha visto.

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