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domingo, 13 de julio de 2025

Refugio en la memoria..

Hay horas que caen sin aviso, cuando el alma deja de fingir fortaleza. No es nostalgia ni vacío: es un cansancio que suplica abrigo. El cuerpo avanza por inercia, pero el alma se detiene, buscando un rincón donde quedarse quieta. No siempre es tristeza; a veces, es solo el peso de los días, como piedras acumuladas en los bolsillos, un agotamiento que no se alivia con sueño.

En medio de una rutina que exige tanto y devuelve tan poco, llega el recuerdo: una sensación cálida, tenue, persistente.

Extraño esos ojos de noche. Profundos como un cielo sin luna. No por su ausencia, sino por el refugio que fueron. No eran promesa ni certeza. En su mirada encontré una tregua. Un lugar donde el alma podía quitarse el abrigo. Dejar de resistir. Simplemente quedarse.

Hubo un tiempo, breve pero suficiente, en que esos ojos fueron más que mirada. Fueron un susurro de gestos, de silencios compartidos, de encuentros que entendían sin hablar. En ellos hallé compañía en el caos. La certeza de que no todo debía enfrentarse solo. En los días más oscuros, su presencia bastaba para empequeñecer el miedo, para volver el mundo, por un instante, menos hostil.

Y aunque esos días hayan quedado atrás, su eco persiste. A veces, el recuerdo no solo visita: se arraiga. En los días en que la soledad pesa y el mundo agobia, esos ojos de noche, que ya no me miran, siguen siendo amparo. Su fuerza me sostiene, aunque solo viva en la memoria.

Claro que los añoro. Cómo no hacerlo, si aún desde la memoria siguen siendo abrigo. Pero ese añorar ya no me rompe. Me sostiene. Lo que alguna vez fue refugio afuera, ahora brilla en mí como una lámpara encendida en el cansancio. Ya no es espera. Ni deseo. Ni ausencia. Es fuerza. Es memoria que abraza desde dentro, como si al evocarla, el corazón recordara que alguna vez fue visto, comprendido, sostenido.

Y en ese espacio donde el recuerdo se vuelve fuerza, el acto de evocar revela su verdadera forma. Añorar no es un acto triste. Es una ceremonia silenciosa de amor persistente, una forma de habitar lo que alguna vez nos sostuvo.

Y eso basta. No porque cierre la herida, sino porque la convierte en cimiento. Una raíz invisible que sostiene. Un faro que guía sin necesidad de volver atrás. Porque hay amores que, aún si no fueron, no se extinguen: se enraízan. Y desde lo invisible, nos sostienen.

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