A veces, justo antes de que algo se rompiera en su vida, el aire se espesaba. Como si el mundo, por un instante, contuviera la respiración. Mateo lo sentía llegar en el espíritu mucho antes de ver ninguna manifestación física.
Primero era la opresión en el pecho, luego el silencio: no el natural, sino uno que ahogaba los sonidos, como si alguien hubiera bajado el volumen del mundo. Y después, sin falta, el dolor. Una pérdida. Un accidente. Una despedida que no debía ocurrir.
Tardó un poco en establecer la relación, pero el patrón era claro: cada vez que la alegría lo rozaba, el Silente aparecía.
No tenía rostro, solo una superficie lisa como piedra mojada, donde la luz se negaba a entrar. No tenía voz, pero su presencia era un grito mudo. No caminaba. No llegaba. Solo estaba. Como si la felicidad de Mateo fuera una afrenta que debía corregirse.
Al principio, solo fue una sensación, una idea... una grieta apenas perceptible en su realidad.
La primera vez que lo intuyó, fue el día en que su madre murió.
Mateo había regresado a casa tras años de distancia, con la esperanza de coser las grietas viejas. Cocinaron juntos. Rieron. El aroma de las especias llenaba la cocina. Ella le enseñó de nuevo a doblar las empanadas, como cuando era niño, sus manos temblorosas guiando las suyas.
Esa noche, mientras ella dormía, Mateo sintió el aire detenerse. En la penumbra del pasillo, entre el vaivén de la cortina, algo pareció moverse. Tal vez fue un reflejo. Tal vez no.
Al amanecer, su madre no despertó.
Los recuerdos de esa noche lo perseguían, pero no tanto como lo que sintió antes de que ocurriera. Como lo que vendría después.
II. Toda Luz Tiene su Precio
La segunda vez fue cuando se enamoró.
¡Que hermosa era Amalia! Su risa limpiaba el aire. Enredaba un mechón de cabello cuando estaba nerviosa. Sus ojos lo hacían sentir menos roto. Durante algunos meses, Mateo pensó que la tristeza lo había olvidado, que su condena había caducado.
Una noche, al final, caminaban por la orilla del río. Amalia frunció el ceño: “El aire... pesa, ¿no lo sientes?”, murmuró. Luego, entre risas, le dijo que lo amaba.
Y el mundo calló. Como si alguien hubiera apagado su latido.
En el reflejo del agua, Mateo vio algo. Un contorno borroso, inmóvil, contra la corriente. No dijo nada.
Al día siguiente, un accidente de transito se llevó a Amalia y, con ella, toda esperanza de una vida feliz.
Mateo no lloró. No por que no sintiera dolor. Sino porque comenzaba a reconocer que cada lágrima parecía convocar al Silente.
Intentó comenzar de nuevo. Otra ciudad, otro nombre, un trabajo sin vínculos. Por un tiempo, funcionó.
Hasta que Javier, un compañero que siempre traía café para todos, lo invitó a cenar. Hablaron de sus ciudades natales. Javier le mostró una foto de su hijo, un niño de ojos brillantes que soñaba con ser astronauta. Mateo rió. Sintió algo tibio en el pecho, como un sol que ya no recordaba.
Esa noche, un frío repentino atravesó la habitación. En la ventana, contra la luna, el Silente lo observaba.
Horas después, Javier recibió una llamada: su hijo había muerto en un incendio.
No había lógica. No había escapatoria.
Solo una certeza: cada vez que Mateo se acercaba a la luz, el Silente venía a apagarla.
Huyó. Cambió de ciudad más veces de las que podía contar. Evitó amistades, amores, incluso sonrisas. Aprendió a vivir en la penumbra, en una neutralidad emocional que lo protegía. Porque el Silente no buscaba su cuerpo. Buscaba el brillo en sus ojos, el calor de sus risas, todo lo que lo hacía humano.
III. El Día que Calló
La culpa no nació del dolor. Nació del silencio.
Simón había sido su amigo de infancia. Compartían tardes en la vieja biblioteca del pueblo. Leían juntos poesía en voz alta, con una emoción que hacía temblar las palabras. Se entendían sin hablar. Simón era frágil, valiente en lo que importaba. Mateo lo admiraba en secreto, sintiéndose indigno de su luz.
El día que Simón murió, Mateo estaba allí.
No lo empujó. No lo golpeó. Pero lo vio. Vio cómo un grupo de chicos lo rodeaba, lo insultaba, lo empujaba. Dio un paso. Solo uno. Luego bajó la vista. Cuando la levantó, Simón ya caía. Su cabeza golpeó la piedra. Su cuerpo quedó inmóvil.
Y Mateo eligió callar. Dijo que llegó tarde. Que lo encontró inconsciente. Nadie dudó. Nadie preguntó demasiado.
El “creador”, su maestro, su padre adoptivo, lo abrazó. Lloró con él.
—Te protegeré siempre —le prometió.
Mateo intentó seguir. Durante años, cambió de ciudad, de nombre, de vida. Alguna vez escribió una carta anónima contando la verdad, pero la rompió. Temía al juicio ajeno y al suyo propio. Escapó de su vida y apostó su redención al tiempo, al olvido.
Pero el Silente no lo había olvidado.
Ni a él.
Ni a los otros.
Con el tiempo, supo qué les ocurrió a los chicos que atacaron a Simón. No todos al mismo tiempo. No de forma evidente. Pero uno por uno, sus vidas se deshicieron.
Uno murió solo, en un accidente absurdo.
Otro se quitó la vida tras años de adicción.
Otro fue encontrado en la calle, sin nombre, sin memoria.
El Silente no sabía de redención. Solo cumplía el mandato que lo había despertado: castigar al culpable, acompañarlo hasta vaciarlo.
Mateo lo comprendió no por pruebas, sino por presencia. Porque cada vez que el silente llegaba a él o los otros, lo sentía en el alma como una sombra que marca sin tocar. Porque él no solo fue testigo. Fue quien dejó que la verdad muriera con Simón.
Y por eso, el Silente no lo destruyó. Lo acompañó y le mostró lo que hacia a cada uno de los otros.
IV. La Promesa que Rompió al Mundo
Mateo solía caminar solo. No por gusto, sino por necesidad. Evitaba el contacto con las personas como quien esquiva un espejo: no por miedo a lo que ve, sino por temor a lo que refleja. Sus caminatas eran una forma de silenciar el ruido del mundo, y a veces, si la carga en su espíritu era demasiado grande, podían durar horas.
Una de esas caminatas se prolongó más de lo debido. El sol ya no estaba, y los árboles comenzaban a parecerse entre sí. Fue entonces, sin saber cómo, que se encontró en un lugar que le parecía vagamente conocido.
El lugar le parecía vagamente conocido porque lo era: la casa del creador. Pero no como él la recordaba. El abandono de años la había transformado. Donde antes había orden, ahora había polvo. Donde antes había luz, ahora había sombra. Aunque La casa seguía en pie, era más un recuerdo que una estructura. Las paredes, cubiertas de polvo; los muebles, envueltos en ese silencio que no proviene del abandono, sino del tiempo detenido. Mateo no había vuelto desde su muerte. Y ahora, cada paso parecía una profanación íntima, un retorno a algo que no estaba preparado para perdonar.
Subió las escaleras con lentitud, como si cada peldaño le exigiera una confesión. En su mente apareció la imagen del creador con la llave al cuello, esa que nunca explicó, esa que parecía pesar más que el metal. Al final del pasillo, detrás de una puerta que siempre había estado cerrada y que ahora pendía de un solo gozne, encontró el cuarto.
Aquel cuarto no era un estudio. Ni siquiera una simple habitación. Era un santuario del dolor. El aire, espeso, se aferraba a las cosas como si protegiera lo que quedaba. En el centro, una mesa cubierta de papeles: notas con tinta corrida, frases tachadas con furia, dibujos de símbolos antiguos. Un amuleto roto. Un círculo de madera grabado con signos que el creador había descrito cuidadosamente en sus apuntes como protecciones contra el mal, partido en dos.
Y, al centro, una hoja más reciente, colocada con una delicadeza que contrastaba con el resto. Reconoció la letra enseguida. La había visto en libros, en cuadernos de recetas, en cartas escritas para él cuando era niño.
“Te protegeré siempre.”
La promesa estaba ahí. La misma que había escuchado en los momentos de consuelo, de miedo, de pérdida. Debajo, una línea escrita con una caligrafía temblorosa, como si el dolor hubiera guiado la mano:
“Y si no puedo protegerte, que el dolor encuentre al culpable. Que lo acompañe. Que lo vacíe.”
Una frase tachada más abajo:
“Si el culpable no es uno, que el dolor los encuentre a todos.”
Mateo sintió una punzada que no era miedo, ni siquiera culpa. Era comprensión. Comprendió que el creador, que siempre había sido un hombre de lógica, de manos firmes y corazón callado, se quebró cuando perdió a Simón. Y que esa ruptura, esa desesperación, no buscó venganza ni castigo. Buscó sentido. Equilibrio. Una forma de no enloquecer ante la injusticia.
No fue un hechizo. Fue una súplica. Pero el mundo escuchó.
El Silente no fue creado. Fue despertado. No por odio, sino por amor.
V. Lo que no se dijo
La verdad no liberó a Mateo. Lo quebró. Porque, en ese quiebre, el Silente encontró su momento.
Permaneció de pie, sin lágrimas ni temblores. Sólo su cuerpo suspendido en una quietud que no era paz, sino rendición. Por un instante, lo odió. No al Silente. A sí mismo. A su silencio. A cada instante en que pudo hablar y no lo hizo. Gritó, con la garganta rasgada por años de contención:
—¡No lo maté! ¡No fui yo!
La casa no respondió. El silencio, sin embargo, cayó como una sentencia inevitable.
Entonces lo sintió.
No escuchó pasos. No vio movimiento. Simplemente supo que el Silente ya estaba allí. No entró por la puerta. No emergió de la sombra. Solo ocupó el espacio, como si siempre hubiera estado esperándolo.
Estaba en el centro del cuarto, justo donde la promesa había sido escrita. Alto, inmóvil, sin rostro. La superficie de su piel parecía absorber la luz. El aire se volvió espeso. Las sombras se estiraron, como si intentaran apartarse de él.
Mateo lo miró. No con desafío, ni con miedo. Lo miró como quien contempla su reflejo por última vez.
—Fuiste llamado por quien me amó —dijo, apenas en un susurro—. Y aun así, viniste por mí.
El Silente no respondió. Ni siquiera se movió. Pero el mundo pareció inclinarse hacia él.
Mateo cerró los ojos. No por terror. Por agotamiento. Porque ya no quedaba dentro de él nada que pudiera resistir.
VI. Después del Silencio
La casa está en silencio.
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