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miércoles, 9 de julio de 2025

Cuando el día despierta Solo

A veces el día amanece sin mí. El reloj avanza. El café canta su vapor. La luz se cuela entre las cortinas… y, sin embargo, algo falta. Todo parece comenzar, el mundo, la rutina, los gestos automáticos, pero yo no comienzo.

Hay mañanas que simplemente me suceden: pasan por mi cuerpo sin despertarlo. Como si quedara a medio camino entre el sueño y el mundo. Como si esperara una señal que no llega.

En esos días, mi mañana solo comienza cuando ella aparece. Cuando nos saludamos y me ofrece eso que, por más que lo intente, no consigo nombrar.

Algunos lo llamarían un beso. ¿Lo es? Tal vez. Pero no de esos que se reconocen con claridad. Lo que ella hace no es “besar” en la mejilla, así, directo, definitivo. Y, sin embargo, tampoco es nada.

Hay algo en su forma de rozarme. En la cadencia precisa del saludo. Algo que trastoca el aire sin romperlo.

Es que hay un instante, frágil y feroz, en el que su gesto se planta justo en esa frontera donde termina la mejilla y comienza el lenguaje de los labios.

Un instante en el que puedo sentir la tibieza de su piel. Esa temperatura que se desliza sin apuro, casi imperceptible. Una fracción mínima de tiempo en la que el silencio que nos envuelve se vuelve espeso, como si el mundo contuviera la respiración.

Puede que solo sea un saludo. Uno como cualquier otro. Tal vez ni siquiera se detiene a pensarlo. Pero en ese milímetro de aire suspendido… algo vibra distinto. No tiene nombre. No es mejilla. No es boca.  

Es promesa.  

Es latido contenido.

Es el momento exacto en que la rutina se pliega y el milagro comienza a respirar.

Ella no tiene prisa. O al menos su saludo no la tiene. Las demás besan y se van. Ella no.

Se detiene. Pero no de forma evidente. No con grandilocuencia.  Se queda por unas milésimas de segundo que prolongan el roce al infinito.

No es un “hola” ligero. Ni esa coreografía fugaz de mejilla y mejilla. Lo suyo es otra cosa: un gesto que conoce el borde… y no lo cruza.  Pero tampoco se aleja.

Esas milésimas no son cualquier intervalo: contienen la calma de lo eterno y el vértigo de lo que apenas se insinúa.

No me besa. Detiene el tiempo.  Paraliza el universo.  Y eso basta, aunque solo sea por un instante, para que todo adquiera sentido, suspendido entre el “casi” y el “quizá”.

Hay una idea que se queda. Flota, callada, como el rastro de su perfume minutos después de que se ha ido. No hace ruido. No exige nada.  Pero insiste.

A veces me asombra pensar cuánto puede caber en tan poco: la tibieza de su aliento, el rastro de su perfume, ese que es solo suyo y que, sin buscarlo, se queda. No invade. Se posa.  

Reconocería esa fragancia incluso dormido. Se adhiere al aire, a la ropa, a la piel… a la memoria.

Pero no todos los días sucede. A veces ella no viene.  O llega, pero pasa de largo, como si el aire no la tocara. Hay jornadas en las que apenas asiente, distante, y su saludo no roza. No se demora. No dice nada.

Esos días son más fríos. No por el clima, sino por lo que no ocurre. Todo continúa, las charlas, los horarios, las tareas, pero el mundo parece mal calibrado. Como si faltara una pieza mínima, invisible, que sostiene la delicadeza de mi equilibrio.

Cuando no hay saludo, el cuerpo no lo nota de inmediato. Es más tarde, al avanzar el día, cuando llega el eco del vacío: una cierta inquietud que no sabe nombrarse. Una incomodidad que no se resuelve ni con café ni con gestos amables. Como si todo lo que hago tuviera la textura de lo correcto… pero no de lo verdadero.

Y aún así, la espero.  

La sigo esperando incluso después de que ya no llegó. Incluso cuando sé que no vendrá. Me sorprendo imaginando el momento. Reconstruyéndolo desde el deseo. Me repito la escena como si pudiera, con la memoria, revivir lo que no pasó.

Hay un espacio en el pecho que queda encendido para ella, aun cuando el fuego no viene.

Y me pregunto…

¿Qué pasaría si un día ella no se detiene? Si, sin aviso, deja que ese cariñoso saludo cruce el umbral y toque fondo.  

O si soy yo quien, sin buscarlo, se inclina apenas unos milímetros más. No como quien transgrede, sino como quien obedece a una música vieja, enterrada en el cuerpo. Un eco que no pide permiso, pero tampoco se retira.  Un temblor que no avanza… aunque tampoco retrocede.

A veces creo que ese gesto suyo deja algo flotando entre nosotros, como si el aire quedara habitado. No es solo el perfume ni el roce. Es algo más. Hay una frontera invisible —mínima, precisa— donde su piel y la mía no se tocan… pero se reconocen. Y es allí donde siento que sucede todo lo que nunca sucede. Lo que no pasa, pero permanece. Lo que tiembla sin avanzar. Lo que me transforma sin ocurrir.

Pero no ocurre. Ella se desentiende, sigue. Y el roce, ese gesto sin nombre, se queda, suspendido. Yo no cruzo. Pero tampoco regreso. Me quedo allí, en ese borde silencioso, donde el día no termina de despertar.

Porque cuando ese saludo queda colgando entre su piel y la mía, ese gesto que no es un beso, pero que lo contiene y lo supera, mi mundo comienza. No hace falta más: basta ese roce suspendido para que el aire se organice, el tiempo respire y todo vuelva a tener sentido. Cuando ella no está, todo avanza… pero nada llega. Mi día se convierte en una extensión educada de la noche. Una sombra funcional del amanecer. Sin promesa. Sin alba.

Pero hoy… Hoy ella sí me saludó con ese gesto que va más allá de un beso. Y su perfume aún me ronda. Mi día es claro. Y yo también. La siento aquí, presente. Su roce todavía me acompaña, flotando en el aire, suspendido en la memoria.