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viernes, 11 de julio de 2025

Meteorología del Corazón

Hombre joven sentado en el borde de una cama, envuelto en bufanda, con expresión melancólica y una carta en mano. Rodeado de pañuelos, una taza de té y palabras flotando como vapor.
Ernesto había recibido la noticia como un golpe seco en el centro del pecho: no era correspondido. Y como buen alma sensible (y propensa al exceso), su cuerpo respondió de inmediato con un espectáculo de síntomas dignos de una tragedia con música de violines y fondo de ventisca. Al mas perfecto estilo de los poetas mas enamorados y románticos de la historia.

Primero fue la tos: no una cualquiera, sino una tos con prestigio literario, descendiente directa de la que aquejó a tantos poetas antes de su último suspiro. Ernesto la aceptó con resignación romántica:

Así comienza... —murmuró entre carraspeos— como en las novelas tristes: una tos, una carta sin enviar... y el telón final cayendo sin aplausos.

La garganta le ardía… —por las palabras que nunca nos dijimos—, pensó. Según él, no era un ardor cualquiera, sino el fuego acumulado de frases no pronunciadas, de disculpas sin cuerpo y promesas que jamás llegaron a nacer. Tragaba cualquier sonido como quien intenta hacer pasar un nudo con agua tibia, con la certeza de que cada sorbo tropezaba con letras no dichas. Su voz salía rasposa, como si tuviera que empujar las vocales a codazos.

Hombre cubierto por mantas temblando entre cuadernos abiertos y tinta derramada. Tiene los ojos brillantes y los dedos rígidos. La atmósfera sugiere nieve interior y versos atrapados
Soportaba los escalofríos como si fueran telegramas sentimentales atrapados entre el pecho y la espalda. Ernesto vivía aquellos temblores como poesía en movimiento. Cada tiritón era una frase de amor temblando de arrepentimiento. Su espalda parecía ensayar un vals con la ausencia, y sus manos, dos actores de tragedia griega, se estremecían como si recordaran todos los rozes que nunca llegaron. Se tapaba con mantas no para abrigarse, sino para contener el drama. Para él, no cabía la menor duda: su temperatura bajaba al mismo ritmo que su dignidad afectiva.

Los músculos, por su parte, le dolían como si toda la poesía contenida en su corazón se desbordara contra ellos sin tregua. Era un dolor lírico, no médico. Las metáforas que no escribió se le acumulaban en la nuca, apretaban las vértebras, trepaban por los hombros como versos reprimidos buscando salida. Las piernas se tensaban con estrofas no caminadas, los brazos ardían de tanto imaginar abrazos incondicionales. Hasta los dedos, rígidos, se le entumecían de tanta caricia pensada y nunca enviada. Dolía, sí, pero con sintaxis impecable.

y lo peor eran los ojos. Lloraban por reflejo, aunque Ernesto los atribuía a su costumbre de mirar demasiado al pasado. Los párpados ardían por contener escenas que no ocurrieron. Y la nariz, roja como una declaración ignorada, no dejaba de gotear por pura tristeza líquida. Cada pañuelo usado se convertía en testimonio húmedo de un afecto no recibido.

Y entonces vino el frío.

Aquel frío glacial que se le metía por los tobillos y se instalaba en su pecho como una emoción mal ventilada. Ernesto no dudaba, decía que la ausencia extraía el calor del mundo y se manifestaba como un descenso de temperatura corporal. Que su alma, privada del calor humano que añoraba, se convertía en un tempano de hielo.

El amor no correspondido —explicaba envuelto en mantas— congela desde dentro hacia fuera.

Hombre contemplando la nieve desde una ventana, envuelto en bufanda bordada con perritos. En el cuarto hay velas, poemas inacabados, y aliento en forma de corazones rotos.
Dormía con bufanda, como quien hereda el hábito de un poeta maldito. Se la enrollaba al cuello como si con ella pudiera evitar que se le escaparan los suspiros. Como Baudelaire, pero con menos glamour y más congestión nasal”, pensaba, envuelto en lana y dignidad (Aunque el poeta seguramente sospecharía de su bufanda con imágenes bordadas de perritos). Aquella bufanda no era solo un abrigo: era una declaración. Un símbolo de su fragilidad elegante, de su necesidad de envolver el cuello antes de que la emoción lo ahogara.

Y a cada amigo, (no necesitaba serlo tanto, con que fuera conocido bastaba) que lo visitaba, les explicaba con voz quebrada:

Lo que mi cuerpo enfermo proclama, es el corazón escribiendo en carne. Cada escalofrío es una estrofa. Cada estornudo, un adverbio herido. Y todo esto que gotea... es sintaxis líquida.

Exhibió día a día su drama de amor no correspondido, alardeando de su sufrimiento poético a quien quisiera escucharlo... sufriendo su tragedia como nunca poeta alguno lo había hecho. Hasta que, una tarde, encendió la televisión.

Y una voz neutra, infaliblemente práctica, pronunció la frase fatal:

Una ola polar de origen ártico afecta a gran parte del territorio provocando una epidemia de resfriados. Se recomienda abrigo extremo ante las bajas temperaturas.”

Silencio.

Los pañuelos dejaron de caer, los suspiros entraron en pausa. Y Ernesto, con la bufanda desatada y las metáforas tambaleando, pensó:

¿Y si no era ella? ¿Y si solo era Groenlandia…y su estúpido clima glacial?

Hombre confundido frente a un televisor que muestra una ola polar. En la habitación hay pañuelos, tazas, versos esparcidos y otras personas con bufandas estornudando. Diario abierto con frase final escrita.
De pronto, todo cobraba sentido: las tazas masivas de té de hierbas en la oficina , los ojos llorosos en el vagón del metro, las bufandas épicas en la calle, los sonetos interrumpidos por estornudos... No era un nuevo romanticismo trágico colectivo. Era tan solo un vulgar frente polar, una miserable e insensible irregularidad climática.

Decepcionado, guardó su libreta de versos, encendió el calefactor, y añadió una nota a su diario íntimo:

Hoy descubrí que el alma no da fiebre. Pero el invierno… el invierno te deja igual de roto.

Desde entonces, cada vez que alguien le habla del amor, Ernesto se abriga exorcizando cualquier resfriado.

Por si acaso.

miércoles, 9 de julio de 2025

Cuando el día despierta Solo

A veces el día amanece sin mí. El reloj avanza. El café canta su vapor. La luz se cuela entre las cortinas… y, sin embargo, algo falta. Todo parece comenzar, el mundo, la rutina, los gestos automáticos, pero yo no comienzo.

Hay mañanas que simplemente me suceden: pasan por mi cuerpo sin despertarlo. Como si quedara a medio camino entre el sueño y el mundo. Como si esperara una señal que no llega.

En esos días, mi mañana solo comienza cuando ella aparece. Cuando nos saludamos y me ofrece eso que, por más que lo intente, no consigo nombrar.

Algunos lo llamarían un beso. ¿Lo es? Tal vez. Pero no de esos que se reconocen con claridad. Lo que ella hace no es “besar” en la mejilla, así, directo, definitivo. Y, sin embargo, tampoco es nada.

Hay algo en su forma de rozarme. En la cadencia precisa del saludo. Algo que trastoca el aire sin romperlo.

Es que hay un instante, frágil y feroz, en el que su gesto se planta justo en esa frontera donde termina la mejilla y comienza el lenguaje de los labios.

Un instante en el que puedo sentir la tibieza de su piel. Esa temperatura que se desliza sin apuro, casi imperceptible. Una fracción mínima de tiempo en la que el silencio que nos envuelve se vuelve espeso, como si el mundo contuviera la respiración.

Puede que solo sea un saludo. Uno como cualquier otro. Tal vez ni siquiera se detiene a pensarlo. Pero en ese milímetro de aire suspendido… algo vibra distinto. No tiene nombre. No es mejilla. No es boca.  

Es promesa.  

Es latido contenido.

Es el momento exacto en que la rutina se pliega y el milagro comienza a respirar.

Ella no tiene prisa. O al menos su saludo no la tiene. Las demás besan y se van. Ella no.

Se detiene. Pero no de forma evidente. No con grandilocuencia.  Se queda por unas milésimas de segundo que prolongan el roce al infinito.

No es un “hola” ligero. Ni esa coreografía fugaz de mejilla y mejilla. Lo suyo es otra cosa: un gesto que conoce el borde… y no lo cruza.  Pero tampoco se aleja.

Esas milésimas no son cualquier intervalo: contienen la calma de lo eterno y el vértigo de lo que apenas se insinúa.

No me besa. Detiene el tiempo.  Paraliza el universo.  Y eso basta, aunque solo sea por un instante, para que todo adquiera sentido, suspendido entre el “casi” y el “quizá”.

Hay una idea que se queda. Flota, callada, como el rastro de su perfume minutos después de que se ha ido. No hace ruido. No exige nada.  Pero insiste.

A veces me asombra pensar cuánto puede caber en tan poco: la tibieza de su aliento, el rastro de su perfume, ese que es solo suyo y que, sin buscarlo, se queda. No invade. Se posa.  

Reconocería esa fragancia incluso dormido. Se adhiere al aire, a la ropa, a la piel… a la memoria.

Pero no todos los días sucede. A veces ella no viene.  O llega, pero pasa de largo, como si el aire no la tocara. Hay jornadas en las que apenas asiente, distante, y su saludo no roza. No se demora. No dice nada.

Esos días son más fríos. No por el clima, sino por lo que no ocurre. Todo continúa, las charlas, los horarios, las tareas, pero el mundo parece mal calibrado. Como si faltara una pieza mínima, invisible, que sostiene la delicadeza de mi equilibrio.

Cuando no hay saludo, el cuerpo no lo nota de inmediato. Es más tarde, al avanzar el día, cuando llega el eco del vacío: una cierta inquietud que no sabe nombrarse. Una incomodidad que no se resuelve ni con café ni con gestos amables. Como si todo lo que hago tuviera la textura de lo correcto… pero no de lo verdadero.

Y aún así, la espero.  

La sigo esperando incluso después de que ya no llegó. Incluso cuando sé que no vendrá. Me sorprendo imaginando el momento. Reconstruyéndolo desde el deseo. Me repito la escena como si pudiera, con la memoria, revivir lo que no pasó.

Hay un espacio en el pecho que queda encendido para ella, aun cuando el fuego no viene.

Y me pregunto…

¿Qué pasaría si un día ella no se detiene? Si, sin aviso, deja que ese cariñoso saludo cruce el umbral y toque fondo.  

O si soy yo quien, sin buscarlo, se inclina apenas unos milímetros más. No como quien transgrede, sino como quien obedece a una música vieja, enterrada en el cuerpo. Un eco que no pide permiso, pero tampoco se retira.  Un temblor que no avanza… aunque tampoco retrocede.

A veces creo que ese gesto suyo deja algo flotando entre nosotros, como si el aire quedara habitado. No es solo el perfume ni el roce. Es algo más. Hay una frontera invisible —mínima, precisa— donde su piel y la mía no se tocan… pero se reconocen. Y es allí donde siento que sucede todo lo que nunca sucede. Lo que no pasa, pero permanece. Lo que tiembla sin avanzar. Lo que me transforma sin ocurrir.

Pero no ocurre. Ella se desentiende, sigue. Y el roce, ese gesto sin nombre, se queda, suspendido. Yo no cruzo. Pero tampoco regreso. Me quedo allí, en ese borde silencioso, donde el día no termina de despertar.

Porque cuando ese saludo queda colgando entre su piel y la mía, ese gesto que no es un beso, pero que lo contiene y lo supera, mi mundo comienza. No hace falta más: basta ese roce suspendido para que el aire se organice, el tiempo respire y todo vuelva a tener sentido. Cuando ella no está, todo avanza… pero nada llega. Mi día se convierte en una extensión educada de la noche. Una sombra funcional del amanecer. Sin promesa. Sin alba.

Pero hoy… Hoy ella sí me saludó con ese gesto que va más allá de un beso. Y su perfume aún me ronda. Mi día es claro. Y yo también. La siento aquí, presente. Su roce todavía me acompaña, flotando en el aire, suspendido en la memoria.

lunes, 30 de junio de 2025

No nací para adaptarme: manifiesto contra la sumisión disfrazada de paz

No fue una discusión. Fue apenas una frase, dicha con la serenidad cruel de quien cree tener razón. “Debes adaptarte”, dijo ella, como quien suelta una sentencia sin mirar al acusado. Y aunque su voz no temblaba, algo en mí se quebró. No era un consejo: era una orden seca, sin alma, el eco de un mundo que archiva tu nombre en una carpeta gris que nadie abre.

Y al decirlo, sin saberlo, dejó al descubierto que no me conocía. Yo no fui hecho para rendirme, ni para encajar en moldes que otros eligieron. 

Tal vez debí verlo entonces —esa bandera roja ondeando frente a mí—, pero a veces uno confunde el viento con promesas, y se queda, creyendo que el amor no puede doler así.

Hasta que el silencio se volvió insoportable, y en la grieta de mi alma nació un rugido que no podía callar. 

No me pidas que doble el cuello como un toro domesticado, ni que me acomode al rincón donde los vivos se apagan. Soy grieta y temblor, espina que no se quiebra bajo la bota. Aunque mi cuerpo no sangre, llevo en la carne cada herida de palabras que intentaron volverme sombra.

No nací para ser eco. Hago lo que hago porque he elegido ser río: constante, terco, capaz de cortar la piedra. Desafío la forma misma del mundo cuando se curva frente a un poder sin rostro.

No sé someterme. Cada fibra en mí se rebela contra la muerte callada. Si adaptarse significa callar mi voz, prefiero temblar de pie, con el alma expuesta y los dientes apretados, antes que aprender a mirar el suelo.

Reaccionario, me dicen. Como si sentir con furia fuera un defecto. Como si callar fuera virtud. Pero yo soy de los que devuelven el golpe, de los que no entienden el arte de tragar saliva. No fui diseñado para la obediencia. En mi sangre vive la respuesta.

No me hables de adaptación como si fuera virtud. No quiero el silencio cómodo de los que miran desde lejos. Si vienes conmigo, que sea con los pies descalzos y el pecho limpio. Aquí no hay tregua ni descanso, solo el paso firme de quienes no se arrodillaron. 


Ven o quédate. Mira o camina. Pero nunca me pidas que me apague. Porque yo soy el río que no se detiene, el hombre que eligió arder antes que vivir de rodillas.

domingo, 29 de junio de 2025

Mariana. (O cuando el Molino despertó)

Mariana no recordaba otra vida.

Nació en medio de la niebla, cuando el sol era un rumor lejano. Aprendió a caminar entre grietas, a leer entre consignas, a callar entre murmullos. Su madre hablaba de otros tiempos como quien cuenta leyendas, de días en que las palabras no pesaban como cadenas. Su padre tallaba leña en silencio, pero una noche, mientras las astillas caían, murmuró:
No siempre fue así, Mariana.
Sus manos temblaron, buscando algo más que madera.

Le decían que antes se podía hablar sin ser apuntado. Que las risas no temían. Que la dignidad era una elección, no un uniforme. Pero eso eran ruinas sin mapa. Para Mariana, la vida era esperar sin saber qué.

Y sin embargo, a veces, en la penumbra, Mariana escuchaba risas.
No eran muchas, ni fuertes, pero estaban ahí: breves destellos de algo que se negaba a morir. Venían de una casa, de un rincón, de dos voces que se atrevían a compartir una historia, una memoria, una tontería. No eran celebraciones. Eran supervivencias.
Como pan partido a escondidas.
Como un eco que, pese a todo, no desaparecía.

Desde la colina donde pasaba sus tardes, lo veía todo: el pueblo quieto, los campos agrietados como piel olvidada, los techos inclinados bajo un cielo que nunca lloraba. Allí, el silencio pesaba más que las columnas de sal.

Las columnas.
Eran dos. Estaban desde siempre, o eso decían. Algunos contaban que nacieron tras una disputa, cuando las palabras se petrificaron. Otros, que fueron alzadas por manos que ya no recordaban por qué. Hechas de un blanco calcáreo que el tiempo no corroía, eran más que piedra: eran reglas sin dueño. Nadie las tocaba. Nadie las nombraba. Pero todos vivían conforme a su sombra.

Una, erigida por los que mandaban, proclamaba:

 “El dolor nos hace libres.
La otra, como réplica, respondía:
El rechazo nos hace dignos.

Eran advertencias o plegarias mal entendidas. Estaban en los estómagos vacíos, en las decisiones no tomadas, en las palabras no dichas.

La aldea se dividió.
Los de la primera columna creían que el sufrimiento purgaba culpas antiguas. Los de la segunda veían en el rechazo un escudo contra la humillación.
Cada cual llamaba “dignidad” a lo que el otro nombraba “sumisión”.

En el horizonte, el molino vigilaba en silencio.
Sus aspas, inmóviles, parecían un reproche que nadie quería escuchar. Era fuerte, pero no giraba. No por falta de viento, sino por una quietud cultivada.
Una aspa apuntaba a los que daban lo suyo como ofrenda impuesta. La otra, a los que rechazaban todo, como si recibir fuera traición.

Ambos lados se creían custodios de la dignidad.
Pero el molino solo sostenía el silencio.
Su eje crujía, oxidado por el peso de dos verdades enfrentadas.

No era un molino.
Era una frontera entre dos dogmas:
obligar a tomar, obligar a rechazar.

Así pasaban los días.
Así pasaba la vida.

Mariana trazaba nombres en la tierra.
El de su madre, que aún susurraba esperanzas mientras tejía pañuelos con frases bordadas: “algún día será distinto”.
El suyo, para no olvidar imaginar.

De niña, un anciano dibujó un pájaro en el polvo.
Para que no olvides volar —dijo, antes de que se lo llevaran.
Cada nombre que Mariana escribía era un pájaro que no se rendía.
Soplaba el polvo, no para borrar, sino para darles aire.

Pero esa tarde, dudó.
Se quedó mirando el molino sin moverse. El viento soplaba, pero nada cambiaba.
Tal vez el molino nunca giraría.
Tal vez los nombres no bastaban.

¿Por qué no giran las aspas? —preguntó un niño, a su lado.

Mariana no supo por qué respondió, pero lo hizo: —Porque aún no sabemos empujar juntos en la misma dirección.

Y algo en su voz, en su tono sereno, desgarró el aire.
Un eco resonó en los rostros que llevaban demasiado tiempo en silencio.

Alguien partió su pan y lo ofreció sin mirar colores.
Otro cedió su lugar a quien apenas caminaba.
Dos que discutían por las columnas se miraron, asintieron… y caminaron juntos.
No todos se unieron. Algunos, aferrados a las sombras de las columnas, murmuraban: —¿Y si nos equivocamos?

Pero el eco de unos pasos los llamó.

Hombro con hombro, dejaron atrás las columnas y se dirigieron al molino.

Empujaron las aspas.
Aflojaron el eje.
Los jóvenes alzaron a los viejos para alcanzar el mecanismo.
Mariana rozó el corazón del gigante inmóvil con la palma abierta.
No lo empujó.
Lo despertó.

Y el molino giró.
Como un corazón que recuerda su latido.

Las manos de los aldeanos lo sostuvieron, y el aire cantó un himno grave.

Entonces, llovió.

No desde el cielo, sino desde los ojos que se miraron sin temor.
Desde las voces que hablaron sin permiso.
El agua lamía sus rostros, tibia.
El olor de la tierra viva se alzó.

Las columnas, al sentir la humedad, no se quebraron.
Se disolvieron.
Como si entendieran que su tiempo no era el de las manos abiertas.
Que la dignidad no se grita,
sino que se cultiva en el barro.

El molino giraba.
El agua corrió por los canales olvidados.
Los campos bebieron el silencio disuelto.
Brotó el verde.
Creció el trigo.
El grano llenó graneros que solo guardaban polvo.

Esa noche, bajo el molino, los aldeanos contaron historias.
De risas sin miedo.
De amores sin permiso.
De silencios rotos con pan.

Mariana escuchó, sabiendo que cada palabra era una semilla para el mañana.

La aldea celebró con trabajo:
manos que recuperaron su sentido,
oficios reencontrados,
pan compartido sin vergüenza.

Y comprendieron:
la vida valía no por sufrirla, ni por negarla,
sino por construirla con el otro.

Cuando las columnas fueron solo un recuerdo,
Mariana se agachó.
Tocó la tierra tibia y escribió un susurro que valía por sí mismo:

Dignidad.

Simple, verdadera, sin comillas

Los aldeanos, al verla, sonrieron en silencio.
Pero todos sabían que el molino seguiría necesitando manos.
Que la lluvia, aunque cayera, no bastaría sola.

Pero no importaba... habían aprendido. Lo harían juntos.








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sábado, 28 de junio de 2025

Presencias...

Nada. Hoy no hay nada.

No me asusta. No del todo. Porque sé que estas sequías creativas son parte del oficio, nubes que cruzan y ocultan el cielo. Pero desconcierta. El día transcurrió sin aristas: sin frases que se enredaran en el pensamiento, sin gestos que rogaran convertirse en escena. Todo fue manso, lineal. Como un tren sin pasajeros.

 ¿Dónde se escondieron las grietas, las casualidades del día?

Ayer, las palabras fluían como un río tras la lluvia; hoy, el lecho está seco, y me pregunto si alguna vez volverán. Porque siempre encuentro algo con que construir una historia: una fractura en lo cotidiano por donde se cuela algun relato. Una contradicción vestida de cortesía, una mirada que se demora en el ruido, una torpeza que, por absurda, se vuelve entrañable. 

El mundo suele regalar instantes imperfectos que germinan en cuentos: una bolsa rota en manos de una señora, una carcajada que irrumpe en la calle, un niño que corrige a su padre con la seriedad de un anciano. Cualquier minucia que quiebre el guion del día lleva en sí la semilla de una historia.

Pero hoy, el mundo guardó silencio. 

Todo encajó con una precisión estéril: las conversaciones fluyeron sin tropiezos, los saludos fueron breves, las emociones medidas. Nadie improvisó, nadie dejó caer un secreto sin querer. Hasta el clima se mantuvo neutral: un cielo gris, sin sol que deslumbre y con la misma lluvia sin variaciones que la dramaticen, como un telón que espera una obra que no arranca. Fue como si la vida, en un pacto tácito, se esforzara por no interrumpirme. 

Pero la perfección, cuando no se agrieta, se desvanece. Sin desorden, sin una fisura emocional o estética, las palabras no hallan por dónde entrar.

Me senté frente al teclado, fiel al ritual: la lámpara parpadea, como si dudara conmigo. La taza de café a medio terminar. Y esa fe tenue de que, al hacer acto de presencia, las palabras llegarían. Pero no vinieron. El cursor latía en la hoja vacía, paciente, como un corazón que no promete nada.

Y entonces, traté de refugiarme en ella. Mi musa. La de los ojos color de noche, que a veces me miran como si supieran más de mí que yo mismo. Ella, que suele colarse en mis días más grises, vestida de ironía, de dulzura sin intención, de un caos que redime. Pero hoy. Hoy no me trajo su chispa. No al principio.

Y, extrañamente, si estuvo presente. Arrolladora como siempre. Compartimos la rutina: hablamos, nos cruzamos, dejamos que la mañana se deslizara sobre nosotros. Su perfume, surgido del mágico encantamiento de trenzar la noche con jazmines, llegó a mi, flotando, impregnando mis sentidos sutil pero inevitablemente. Sentí sus dedos rozar los míos, reales, como si trazaran un mensaje que aún no descifraba. 

Y aun así... nada. Había tanto en ella que decir. Hay tantos gestos suyos que me roban el aliento, que las frases se rindieron antes de nacer. Su presencia, abrumadora, impuso un silencio que no supe romper.

A veces me pregunto si es ella quien me observa, o si solo proyecto en sus ojos mi urgencia por escribir.

Es que ,inconscientemente, al recordarla mi mundo físico siempre se diluye en el universo que resguardan aquellos ojos. 

Escenas de la mañana fueron llegando, tenues al principio: sus dedos rozando el borde de una taza de café, tejiendo ideas sin saberlo. Luego, el gesto con que recoge su cabello, dejando al descubierto esa curva donde su perfume se vuelve íntimo. Había algo más en ese movimiento: una energía contenida, una belleza sin esfuerzo que brotaba entre la concentración y la prisa.

La rescaté de mis recuerdos del día, preparándose con una fuerza callada, como quien se alista no sólo con herramientas, sino con propósito. Cada acción suya: ordenar sus cosas, revisar sus papeles, ajustar detalles, era la expresión de una convicción serena. Y en esa certeza silenciosa, me pareció más luminosa que nunca. Si, luminosa es la palabra, un adjetivo que se adhiere al pensamiento como polen. Otro recuerdo se suma: el eco de una frase dicha, un regaño risueño, la parodia de un reclamo leve que dejó el alma más franca, más desnuda.

El cuerpo también recuerda. Su risa, que se desvaneció por el aire como un eco sin prisa, dejandola suspendida en su momentánea ausencia, flotando como un hilo suelto que espera ser tejido. Su silencio, al salir, era de esos que gravitan como el terciopelo; me cubrió con una densidad suave, casi imperceptible. Una presencia gentil que no se impone, pero cuya huella se niega a desvanecer. Al volver, el roce de su mano, fugaz, mínimo e inevitable,  trajo consigo el universo, o al menos, ese universo que sólo se revela en un instante compartido. 

Todo eso que en un principio pareció deslizarse sin dejar huella, comienza ahora a formar una corriente subterránea, lenta pero firme. Una marea tibia que despierta bajo la piel.

Y entonces, en la noche, un mensaje. Una línea breve, sin pretensiones, flotando entre charlas triviales. Pero que, sin duda, fue suficiente. Al leerlo, al hacerla real, su imagen se me enciende en el alma, nítida, entera, como si nunca se hubiera ido. Como si hubiera estado esperándome en un rincón secreto del alma.

Escribo una línea. La borro. El cursor espera, paciente. Pero una palabra se queda, y otra la sigue, como pasos que cruzan un puente frágil. El tren, que antes pasó sin detenerse, ahora aminora la marcha. Y en su traqueteo escucho el pulso de una frase que despierta.

Todo creador conoce estos días en que el mundo se calla, como si conspirara para enseñarnos que las historias no se buscan: se esperan. Y la historia llega a mi en alas de un perfume que aún flota en mis sentidos, tendiendo un puente entre el silencio y la palabra. 

La lámpara, que antes titilaba, ahora brilla firme, como si supiera que el relato ha vuelto. Una escena, una metáfora, un inicio.

La historia nace sin forzarla, porque debía ser dicha.

Porque siempre vuelve. Incluso cuando ya estaba aquí.

Siempre Anónimo

Camino por la vida con la sensación constante de que algo, o alguien, me espera al otro lado del tiempo. No sé por qué lo sentí siempre, como si mi alma supiera que existe una ecuación en curso, un cálculo invisible que el universo resuelve en silencio. Mis pasos han sido libres, sí… o al menos eso creía. Pero ahora comprendo que cada decisión, cada instante, cada lugar elegido al azar me empujaba hacia ella.

Nunca la conocí. No en el sentido común de la palabra. Vivimos en ciudades distintas, o tal vez en la misma. Nunca lo supe. Lo que sí sé es que estuve cerca tantas veces… tan absurdamente cerca. Doblé esquinas por donde ella ya había pasado. Me detuve en los lugares donde minutos antes su sombra todavía flotaba en el aire. Respiramos el mismo café, la misma tarde, pero en tiempos levemente desincronizados. Nuestras vidas fueron líneas paralelas separadas por segundos. Por nada. Por todo.

A veces pienso que el universo juega como un relojero ciego. Que sus engranajes se mueven con una lógica que no podemos entender. Tal vez por eso nunca fui capaz de ver los hilos que me arrastraban hacia ella. No los sentí. No supe que cada gesto pequeño, cada palabra lanzada sin peso, cada despedida banal formaba parte de una construcción mayor.

Hasta que ocurrió.

No sé cómo explicarlo. No hubo música. No hubo luz cayendo en cascada. Sólo estuvo ella. Allí. Frente a mí.

Y la vi.

No con los ojos, no solamente. La vi con algo más profundo. Su presencia fue una certeza. No un descubrimiento: un reconocimiento. Como si siempre la hubiera llevado dentro, como si todos mis caminos me hubieran estado preparando para ese preciso momento.

En sus ojos vi el fin del viaje. Todo lo que no entendí durante años encontró sentido en esa mirada. Algo en mí despertó: una luz silenciosa, una paz repentina. Supe, sin saber cómo, que la había estado buscando desde antes de saber que existía.

Mi cuerpo la reconoció antes que mi mente. Cuando nuestras manos se rozaron, sentí el pulso de mi vida cambiar de ritmo. Su piel me habló sin palabras, como si la historia que nunca vivimos se resumiera en un solo contacto. Era real. Ella era real. No una idea. No una promesa. Ella, ahí, mirándome.

Y sí, me miró.

Sus ojos se cruzaron con los míos. Fue un instante breve, pero lleno de eternidad. Me alcanzó con la mirada, alcancé a vislumbrar el universo oculto en sus ojos de noche… ¡PERO ELLA NO ME VIO!

No de la forma en que yo la vi a ella. No con el alma, no con la memoria que aún no vivíamos.

Para mí, ese momento fue epifanía. Para ella, fue solo un cruce de miradas más, uno entre tantos. Mientras en mi pecho estallaba la certeza de haber llegado al fin del camino, en el suyo no ocurrió nada. Ni eco. Ni huella. Solo el paso inevitable del tiempo.

Ella siguió caminando.

Y yo me quedé, ardiendo por dentro.

Ella no supo que era yo quien la había esperado desde siempre. Que yo era la sombra que la había seguido sin saberlo. Que cada día, cada paso, me había empujado hacia ese momento. Y que, llegado ese momento, todo se quebró.

Porque no hubo un “nosotros”.

Hubo un “yo la encontré” y un “ella nunca me reconoció”.

El universo, en su precisión milimétrica, cometió un error. O quizás no. Quizás solo quiso enseñarme que el amor, a veces, sólo florece en un pecho. Y que aun así, ese amor puede ser real. Puede ser eterno.

Ella siguió su vida. Siguió siendo luz en un mundo donde yo aún era sombra.

Pero yo ya no pude volver atrás. Porque, aunque nunca me reconoció, ella dejó de ser anónima. Se volvió nombre, rostro, historia. Para mí, ya no hay nadie más. Para ella, nunca fui.

Desde entonces, sigo esperando. No con esperanza, sino con presencia. Sigo aquí. En este instante congelado donde la luz tocó mi pecho y nunca se apagó.

Espero al universo. A que esta vez no falle. A que repita el encuentro. A que al menos, por una fracción de segundo, ella también me vea como yo la vi.

Y hasta que eso ocurra, si es que ocurre, seguiré aquí.

Siempre anónimo.









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jueves, 26 de junio de 2025

Manual para no ser escuchado (y sobrevivir al intento)

Última hora: se reporta la muerte trágica de otra conversación con futuro. 

La causa oficial: abandono espontáneo del interlocutor, precedido por una mirada vagamente interesada y una fuga silenciosa hacia ninguna parte.

La víctima:  (yo, por supuesto) quedó en la escena, junto a una taza de café tibio, una silla giratoria y el eco de sus propias palabras flotando como globos sin dueño.

La escena es tan común que ya debería enseñarse en las escuelas: alguien habla con entusiasmo, hilando ideas, contando algo con intención... y tu interlocutor, con la habilidad de un ninja distraído, desaparece. A veces sin siquiera intentar disimular. Simplemente se desconecta, o se va como si pulsara el botón de “salir de la reunión” en su mente.

Y seamos sinceros: todos hemos estado en ambos lados. Pero hay una verdad que no se puede ignorar: prestar atención no es un lujo ni una concesión, es una forma básica de respeto. No importa si la persona está contando una anécdota, compartiendo un problema o diciendo algo aparentemente trivial. En ese momento, ha depositado en ti su voz, su tiempo, sus ideas. Y tú estás ahí. Tienes oídos. Úsalos.

Ahora bien, si por alguna razón necesitas irte, está bien. Todos hemos sentido ese tirón existencial hacia el baño, una llamada urgente, o la necesidad vital de seguir una mosca hasta el fin del mundo. Pero al menos haz el gesto: un “te escucho en un momento”, un “ahora regreso”, o incluso un “no quiero parecer grosero, pero...”.

Algo. Lo que sea. Porque marcharse sin aviso es como cerrar la puerta en medio de un abrazo: duele, confunde y te deja con los brazos colgando.

Y esto, por alguna razón, a mi me pasa con demasiada frecuencia. No importa si hablo de algo personal, profesional, o simplemente cuento una historia con chispa. Basta que por ejemplo, una pelusa o cualquier otra cosa que no sea yo, flote entre nosotros para que active el protocolo de escape silencioso y desaparezca de mi vista sin ninguna explicación.

Y creo que no se trata de charlas aburridas las que hago. Me esfuerzo. Les pongo ritmo, gracia, estructura. A veces me siento como un guionista improvisando una escena épica. Pero da igual. Una notificación, un perro bostezando, una hormiga caminando… y la importancia de mis palabras se desvanecen como el vapor que escapa de mi taza de café, cada vez más fría.

Y sí, me enfurece. Porque una cosa es que no conectes con lo que digo, y otra muy distinta es que me borres en tiempo real. Sentir que lo que uno dice vale menos que el sonido del hielo en un vaso... eso duele. Es una falta de respeto disfrazada de distracción.

Recuerdo una vez en particular. Estaba explicando a alguien algo importante del trabajo: tiempos, presupuesto, recursos. Nada emocional, nada abstracto.

Mi taza de café humeaba frente a mí, como intentando seguirme el paso. Ella parecía atenta… hasta que su mirada se desvió hacia la ventana. Me quedé en silencio, con la frase a medio camino, sintiendo cómo mi entusiasmo se deshacía como arena entre los dedos.

Y entonces, sí, noté que miraba algo. Quizá una mosca, o algo igual de absurdo. Pero en ese momento, para mí, fue como una maldita mosca. Y la frustración fue la misma: no era solo la interrupción, sino la sensación de que lo que soy, lo que pienso, no importa lo suficiente para retener una mirada, un instante.

Y no termina ahí. Más calmado, uno intenta retomar la conversación. Mandas un mensaje. Haces una broma. Lanzas otra idea. Pero revivir una charla caída es como intentar reanimar un cactus: no importa cuánto lo riegues, si ya está seco, se acabó. Y te queda esa sensación amarga, como un sorbo de café frío. Como si hablar fuera un riesgo. Como si cada palabra saliera con su propio seguro de abandono.

Con el tiempo, uno se vuelve más cuidadoso. Empieza a guardarse las buenas ideas como si fueran dulces caros. Ya no por miedo, sino por puro cansancio. Porque cuando te dejan hablando solo una y otra vez, aprendes que tus palabras no merecen el vacío como respuesta.

Pero, sin embargo, sigo intentado. Aunque sea con cuidado. Porque soy terco. O quizá un optimista sin remedio. Porque hablar, aunque no siempre funcione, es mi forma de estar en el mundo.

Eso sí, ojalá que la próxima vez que alguien me deje hablando solo, que al menos tenga la decencia de dejarme un café pagado, una nota de disculpas… y un ponquecito al menos. Sin pasas. Eso ya sería sadismo.

Y si leyendo esto piensas: “Vaya, qué historia más tonta…”, Mejor no te cuento lo de WhatsApp.  Ahí lo de dejarme hablando solo entra en el terreno de los zombies mutantes. Ahí me dejan con el diabólico visto. Esas terroríficas marquitas azules que dicen mas que mil mensajes de audio. Que se muestran arrogantes como alguien les hubiera nombrado cura para el aburrimiento (Cosa por lo demás segura). En silencio. Con frialdad.

Con ese iconico color azul que se me antoja lápida.

¿Saben?. A veces imagino que existe en alguna parte un sector cósmico donde van a parar todas las palabras no escuchadas. Una sala de espera galáctica, con pantallas flotantes que parpadean en tonos azulados.

Un lugar con luces tenues que titilan como estrellas lejanas y donde impera un silencio denso, como si el universo mismo contuviera el aliento. Ahí están mis ideas, archivadas como expedientes olvidados:

Proyecto de mejora”, guardado sin abrir.

Confesión tímida”, pendiente de entrega.

Chiste con remate brillante”, flotando a media carcajada.

Pero en esa sala, mis palabras no se rinden. Siguen esperando, tercas, a que alguien, algún día, presione “reproducir”. Y si no, no importa. Yo seguiré aquí, con una taza de café en la mano, lanzando palabras al vacío como quien lanza botellas al mar de un universo distraído. Algún día, alguien (ojalá quien ahora importa) abrirá una.

Y si no, al menos sabrán que existí, que intenté.

Sabrán que hablé.
















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miércoles, 25 de junio de 2025

Contra el viento

Camino contra el viento.

Sobre mí, un cielo que se desgarra en grises. Cada ráfaga, un gesto de ruptura. Como si el día también estuviera cediendo.

Avanzo y, con cada paso, abro una despedida que nadie nombra, que nadie escucha.

El viento me roza la piel, no con violencia, sino con la precisión de quien sabe dónde cortar. Me arranca, sin apuro, las voces que guardé demasiado tiempo.

No sé por qué me atrae. Tal vez porque su furia no exige explicaciones. O porque pesa menos que el recuerdo que llevo en los huesos.

Hay en él una ternura amarga. Como una caricia que hiere sin querer. Borra con tinta invisible lo que callé. Las culpas alojadas bajo mis costillas. Las ausencias que crujen como pasos en una casa vacía.

A veces, susurro ese nombre.... Sí, ese que arde en los días más limpios.

Y el viento lo roba. Lo alza, lo disuelve. Se lo lleva hacia algún lugar donde ya no puede doler. Lo arrastra hasta perderlo en la sombra de lo que elegí no recordar.

El viento no cura. Pero empuja. Despeina los miedos. Sacude la memoria. Y por un instante, uno solo, me hace creer que nada fue tan real.

Que tal vez puedo dar un paso sin mirar atrás. Con el rostro lavado de nombres. Con los pies más ligeros que el eco de lo que perdí.

Ajusto mi chaqueta.

Aún húmeda. Aún con ese olor que no sé si extraño.

Y camino.









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lunes, 23 de junio de 2025

Noche de San Juan

Cuando el fuego se abre,
no es por accidente.
Algo dentro de mí
pide romper el silencio.

Los silencios comienzan a hablar
en lenguas que no sabía mías.
El humo dibuja palabras antiguas
que dormían en el fondo de mí,
ocultas como semillas
bajo capas de miedo.

La noche me marca con señales nuevas.
Como si la luna,
cómplice de lo que callé,
escribiera en mi piel que vuelve a sentir. 

He cruzado un umbral.
Y con él,
la sombra que me arrojé encima
cuando temí a mi propio nombre.

Camino sobre espejos rotos.
Cada fragmento me devuelve
una versión distinta:
el que fui y no entendí,
el que evitó mirar,
y el que aún me espera
con las manos abiertas
y los ojos cubiertos de ceniza.

La luna susurra nombres olvidados,
como si me hablara desde adentro.
Me recuerda lo que solté
por miedo, por cansancio,
por creer que buscarme era perder.

Ardo. Pero no me quemo.
Soy una llama que aprende
mientras baila con el viento,
desordenada y viva.

El fuego no me castiga:
me desarma, me revela.
Y sus cenizas,
las de todo lo que creí ser,
dibujan el mapa
de por dónde volver a empezar.

Esta noche,
me doy un nuevo nombre:
no el del pasado,
ni el del que otros quisieron.
Sino uno hecho de fuego,
viento y camino.
Uno que no necesita pronunciarse
para saber quién soy.

No soy luz por ser perfecto,
sino por atreverme a encenderme
en medio de la oscuridad.








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