Mi amiga siempre era sorprendida por la lluvia. No importaba cuántas veces revisara el cielo, cuántas predicciones meteorológicas leyera o cuántos ruegos hiciera para que el clima tuviera piedad. La lluvia llegaba igual, sin previo aviso, con su aguacero implacable. Su cabello mojado, su ropa empapada y los resfriados estacionales se convirtieron en parte de su rutina. Resistió estoicamente. Se volvió una erudita del clima. Escudriñó mapas meteorológicos con la concentración de un astrónomo decodificando señales alienígenas. Interpretó el baile de las nubes, el canto del viento, la humedad en el aire. Se convirtió en guardiana de la ciencia atmosférica.
Pero la lluvia… la lluvia jugaba con ella. Se burlaba de sus estudios, se colaba entre sus predicciones, ignoraba sus cálculos con la audacia de un mago tramposo. Aparecía cuando menos la esperaba, siempre lista para tomarla por sorpresa, como si fuera un truco diseñado con precisión para frustrar sus intentos de mantenerse seca.
Hasta que un día, mi amiga se hartó. Ya no habría más estrategias inútiles, más derrotas humillantes. Tomó una decisión definitiva: ¡obtuvo un paraguas!. Y entonces, la lluvia ejecutó la burla suprema. Como si se hubiera cansado de su propio juego, selló una tregua con el sol en un pacto traicionero.
Desde el instante en que aquel pequeño pero resistente paraguas ocupó lugar permanente en su bolso, las nubes desaparecieron sin dejar rastro. Ni una mísera sombra gris ensució el horizonte, ni una gota furtiva desafió la conspiración celeste.
El sol, astuto y oportunista, aprovechó la ausencia de su eterna rival. Brilló con una intensidad desconocida, como si quisiera compensar un montón de aguaceros imprevistos. Por primera vez, mi amiga extrañó la lluvia. Y, por primera vez, la lluvia se rió de ella sin siquiera aparecer.
El paraguas, orgulloso, esperaba su gran debut. “Déjenme proteger, déjenme brillar”, parecía decir. Pero el sol, despiadado, les castigó con días de brillo insoportable. Mi amiga, obstinada, decidió llevarlo consigo de todos modos. Primero con discreción, luego con descaro. Lo sacaba del bolso cada tanto, lo abría y lo cerraba como quien prueba un artefacto mágico aún sin activar. Le lanzaba miradas inquisitivas, como si quisiera convencerlo de que invocara una tormenta.
La impaciencia creció. Comenzó a pasearse cerca de aspersores, fingiendo casualidad, deteniéndose estratégicamente cuando el agua giraba en su dirección. En los cafés, agitaba distraídamente su vaso para que las gotitas se elevaran y aterrizaran en la tela impermeable. Probaba el mecanismo con el viento más débil, ajustando el ángulo bajo cualquier sombra sospechosa. Estaba decidida a poner a prueba su paraguas, aún si eso significaba recurrir a métodos poco convencionales. Hasta que un día, una nube apareció. Se alzó majestuosa, oscura, cargada de promesas. Mi amiga la vio y se detuvo en seco, conteniendo la respiración como si de su concentración dependiera que no desapareciera.
Era el momento. Su momento. Después de días de burlas, de una sequía estratégica y de la conspiración descarada entre la lluvia y el sol, por fin había llegado la oportunidad de reivindicarse. Su corazón latía con anticipación. Sentía que todo en su vida la había llevado hasta este punto.
Una gota cayó. ¡Al fin!
Nunca antes una sola gota de agua había sido recibida con tanto entusiasmo. Casi podía oír una fanfarria de fondo, como si el universo estuviera celebrando este instante decisivo. Había esperado tanto, había sufrido tanto… ahora, su paraguas tendría su glorioso debut.
Lo extendió con elegancia, con una ceremonia que rayaba en lo divino. La tela se desplegó como una cúpula protectora, su escudo contra el mundo que tantas veces la había humillado con aguaceros traicioneros. Por fin estaba lista.
Y entonces... el viento. No una brisa suave, no un susurro juguetón, sino una ráfaga impertinente y oportunista, como si el universo hubiese estado esperando justo este momento para lanzar su golpe final.
El paraguas, con su flamante estructura, no ofreció resistencia. Escapó de su mano y salió volando con una rapidez absurda, como si toda su existencia hubiera estado encaminada a este preciso despegue. Giró sobre sí mismo, dio un par de saltitos emocionados por el aire y luego emprendió una trayectoria gloriosa hacia lo desconocido.
Mi amiga, aún con el gesto de victoria en su rostro, apenas tuvo tiempo de ver cómo su preciado escudo desaparecía en el horizonte como un cometa errante, dejándola sola… de nuevo… con la lluvia que apenas comenzaba.
Nadie ha vuelto a ver ese paraguas desde entonces.
Dicen que sigue surcando los cielos, esquivando techos y antenas, buscando el aguacero perfecto que nunca pudo probar. Algunos afirman haberlo visto en la distancia, danzando con el viento, siempre al borde de la lluvia, pero nunca dentro de ella.
Mi amiga, mientras tanto, se quedó allí… en medio de la calle, bajo un cielo que finalmente había cedido, dejando caer su largamente esperada tormenta.
Sin su escudo. Sin su victoria.
La primera gota apenas rozó su mejilla cuando la realidad la golpeó. En cuestión de segundos, su cabello estaba mojado, su ropa empapada, sus zapatos convertidos en pequeños acuarios portátiles. Una vez más, como tantas veces antes, la lluvia se reía de ella y de su eterna derrota.
Y así, la historia se cerró con la misma ironía con la que había comenzado. La lluvia, una vez más, había ganado.
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