Ernesto había recibido la noticia como un golpe seco en el centro del pecho: no era correspondido. Y como buen alma sensible (y propensa al exceso), su cuerpo respondió de inmediato con un espectáculo de síntomas dignos de una tragedia con música de violines y fondo de ventisca. Al mas perfecto estilo de los poetas mas enamorados y románticos de la historia.
Primero fue la tos: no una cualquiera, sino una tos con prestigio literario, descendiente directa de la que aquejó a tantos poetas antes de su último suspiro. Ernesto la aceptó con resignación romántica:
—Así comienza... —murmuró entre carraspeos— como en las novelas tristes: una tos, una carta sin enviar... y el telón final cayendo sin aplausos.
La garganta le ardía… —por las palabras que nunca nos dijimos—, pensó. Según él, no era un ardor cualquiera, sino el fuego acumulado de frases no pronunciadas, de disculpas sin cuerpo y promesas que jamás llegaron a nacer. Tragaba cualquier sonido como quien intenta hacer pasar un nudo con agua tibia, con la certeza de que cada sorbo tropezaba con letras no dichas. Su voz salía rasposa, como si tuviera que empujar las vocales a codazos.
Soportaba los escalofríos como si fueran telegramas sentimentales atrapados entre el pecho y la espalda. Ernesto vivía aquellos temblores como poesía en movimiento. Cada tiritón era una frase de amor temblando de arrepentimiento. Su espalda parecía ensayar un vals con la ausencia, y sus manos, dos actores de tragedia griega, se estremecían como si recordaran todos los rozes que nunca llegaron. Se tapaba con mantas no para abrigarse, sino para contener el drama. Para él, no cabía la menor duda: su temperatura bajaba al mismo ritmo que su dignidad afectiva.
Los músculos, por su parte, le dolían como si toda la poesía contenida en su corazón se desbordara contra ellos sin tregua. Era un dolor lírico, no médico. Las metáforas que no escribió se le acumulaban en la nuca, apretaban las vértebras, trepaban por los hombros como versos reprimidos buscando salida. Las piernas se tensaban con estrofas no caminadas, los brazos ardían de tanto imaginar abrazos incondicionales. Hasta los dedos, rígidos, se le entumecían de tanta caricia pensada y nunca enviada. Dolía, sí, pero con sintaxis impecable.
y lo peor eran los ojos. Lloraban por reflejo, aunque Ernesto los atribuía a su costumbre de mirar demasiado al pasado. Los párpados ardían por contener escenas que no ocurrieron. Y la nariz, roja como una declaración ignorada, no dejaba de gotear por pura tristeza líquida. Cada pañuelo usado se convertía en testimonio húmedo de un afecto no recibido.
Y entonces vino el frío.
Aquel frío glacial que se le metía por los tobillos y se instalaba en su pecho como una emoción mal ventilada. Ernesto no dudaba, decía que la ausencia extraía el calor del mundo y se manifestaba como un descenso de temperatura corporal. Que su alma, privada del calor humano que añoraba, se convertía en un tempano de hielo.
—El amor no correspondido —explicaba envuelto en mantas— congela desde dentro hacia fuera.
Dormía con bufanda, como quien hereda el hábito de un poeta maldito. Se la enrollaba al cuello como si con ella pudiera evitar que se le escaparan los suspiros. “Como Baudelaire, pero con menos glamour y más congestión nasal”, pensaba, envuelto en lana y dignidad (Aunque el poeta seguramente sospecharía de su bufanda con imágenes bordadas de perritos). Aquella bufanda no era solo un abrigo: era una declaración. Un símbolo de su fragilidad elegante, de su necesidad de envolver el cuello antes de que la emoción lo ahogara.
Y a cada amigo, (no necesitaba serlo tanto, con que fuera conocido bastaba) que lo visitaba, les explicaba con voz quebrada:
—Lo que mi cuerpo enfermo proclama, es el corazón escribiendo en carne. Cada escalofrío es una estrofa. Cada estornudo, un adverbio herido. Y todo esto que gotea... es sintaxis líquida.
Exhibió día a día su drama de amor no correspondido, alardeando de su sufrimiento poético a quien quisiera escucharlo... sufriendo su tragedia como nunca poeta alguno lo había hecho. Hasta que, una tarde, encendió la televisión.
Y una voz neutra, infaliblemente práctica, pronunció la frase fatal:
“Una ola polar de origen ártico afecta a gran parte del territorio provocando una epidemia de resfriados. Se recomienda abrigo extremo ante las bajas temperaturas.”
Silencio.
Los pañuelos dejaron de caer, los suspiros entraron en pausa. Y Ernesto, con la bufanda desatada y las metáforas tambaleando, pensó:
De pronto, todo cobraba sentido: las tazas masivas de té de hierbas en la oficina , los ojos llorosos en el vagón del metro, las bufandas épicas en la calle, los sonetos interrumpidos por estornudos... No era un nuevo romanticismo trágico colectivo. Era tan solo un vulgar frente polar, una miserable e insensible irregularidad climática.
Decepcionado, guardó su libreta de versos, encendió el calefactor, y añadió una nota a su diario íntimo:
Hoy descubrí que el alma no da fiebre. Pero el invierno… el invierno te deja igual de roto.
Desde entonces, cada vez que alguien le habla del amor, Ernesto se abriga exorcizando cualquier resfriado.
Por si acaso.