Dicen que las filas desnudan el alma humana. Son espejos mal iluminados: uno ve reflejos de paciencia, codicia y caos social disfrazado de cortesía. Algunos esperan con la serenidad de un monje zen en retiro espiritual. Otros se cuelan con la elegancia temeraria de quien protagoniza su propia serie. Y luego estamos los demás: los que, como yo, llegamos por un chocolate y salimos con una herida emocional que nadie nos advirtió que venía sin envoltorio.
Aquel día, frente al edificio de humanidades, la vida ofrecía un pequeño milagro: chocolates artesanales. Cajitas envueltas en papel brillante, moños mínimos, cacao que olía a gloria a dos metros de distancia. La fila serpenteaba como una coreografía sin coreógrafo, un desfile de ansiedad con sonrisas bien educadas.
Yo no estaba en la fila. Amo el chocolate, pero detesto esperar. Así que me quedé a la sombra de un árbol, dejando que la brisa me acariciara la nuca mientras observaba el drama humano. Una chica revisaba su celular con la expresión de quien espera una llamada del destino. Un tipo se coló como si fuera dueño del evento, con esa sonrisa de comercial de pasta dental. Nadie lo detuvo, claro, pero todos lo fulminaron con la mirada, en un linchamiento silencioso.
Todos parecían conocer las reglas de ese juego de codos, pasos medidos y suspiros resignados. Todos menos yo. Me sentía fuera del tablero, un espectador con hambre y problemas de interpretación emocional.
Entonces la vi. Valeria. Al final de la fila. Giraba su collar de cuentas entre los dedos, ese gesto que siempre me pareció una especie de oración sin fe. Y entonces, me miró. Y sonrió. Y alzó la mano.
Y mi corazón, crédulo y lleno de imaginación barata, firmó contrato con la ilusión sin leer la letra chica.
Esa sonrisa era para mí. Tenía que serlo. Me había visto, ahí, bajo el árbol, apartado del mundo como un mueble viejo y poético. Y pensó en mí. Seguro guardó un chocolate. Porque eso haría Valeria, ¿no? Porque el universo a veces hace guiños y hay que estar listo para pestañear de vuelta. Porque esa sonrisa no podía ser genérica. Era mía. Mi mente, esa fábrica de realidades alternativas sin presupuesto, empezó a trabajar.
Me levanté. No corrí, uno tiene su dignidad y su coreografía emocional, pero avancé con paso elegante, como quien finge que no le importa llegar primero. El murmullo de la fila, el crujir de los celofanes, el olor a cacao y promesas me envolvieron. Ya ensayaba líneas para cuando llegara el momento:
“¿Esto es para mí? Qué coincidencia, justo quería probar un chocolate.”
O, si me atrevía:
“Valeria, esto es casi un milagro envuelto en celofán.”
En mi cabeza, por supuesto, ya teníamos un futuro: domingos de libros compartidos, risas en cocinas con azulejos felices, y debates intensos sobre si el chocolate 85% es placer o penitencia.
No dudé. Ni un segundo. El universo estaba alineado. La escena perfecta.
Hasta que sucedió. Algo me rozó el hombro. Un movimiento fugaz, una presencia. No miré. ¿Por qué lo haría? Nunca se me ocurrió que no fuera conmigo. Estaba tan seguro, tan convencido, tan... dispuesto a creer.
Y entonces, como una escena ensayada por los dioses del mal timing, ella gritó:
—¡Mauriii! — con una alegría tan pura que me atravesó como un relámpago silencioso.
Y ahí estaba él. Detrás de mí. Siempre estuvo ahí. Un paso atrás, pero claramente en el centro del foco.
Alto, confiado, con esa postura de quien nunca llega tarde a una historia. Ella se lanzó a abrazarlo con una emoción que no deja lugar a dudas.
— ¿Cuántos quieres? ¿Dos? — le dijo ella, mientras sacaba cajitas de su bolso como un mago de feria—. Te guardé estos. Y si quieres el mío, tengo otro.
Y yo… ahí. Con la mano a medio alzar. Atrapado en un saludo huérfano. Un gesto que no tenía destino, como una carta sin dirección.
Fingí que me rascaba el hombro. Acomodé la manga. Movimientos de distracción para disimular el momento exacto en que mi burbuja de ilusión hizo pop con elegancia trágica.
Nunca pensé en mirar atrás. Nunca se me ocurrió que la sonrisa no fuera para mí. Ver fue mi error. No ver, mi condena. Valeria miraba por encima de mí. Siempre a él.
Me alejé unos pasos, fingiendo observar las nubes como si buscar respuestas celestiales fuera una actividad habitual. Me senté en un banco. El murmullo de la fila se volvió un eco distante. El olor a chocolate seguía ahí, pero ahora mezclado con una especie de vergüenza cálida. No insoportable, pero sí amarga.
Y entonces lo entendí. No fue solo ilusión: fue necesidad.
Todos queremos ser vistos. Aunque sea por un segundo. A veces una sonrisa mal interpretada es todo lo que tenemos. Recordé otras veces en que mi corazón confundió la cortesía con señales: la bibliotecaria que me sonrió por reflejo, el compañero que me saludó pensando que era otro. Siempre igual. Siempre yo, encontrando constelaciones en mapas ajenos.
Respiré hondo. Recogí los pedazos de mi autoestima, los puse en fila, como los chocolates, y me levanté.
La mesa seguía ahí. Quedaban un par de cajitas. Me acerqué como quien reclama algo más que dulzura: dignidad, quizás.
— Uno, por favor — dije, con voz firme y sonrisa recién pulida.
El chocolate sabía a lo que prometía: amargo, dulce y verdadero.
Saqué mi cuaderno y escribí, sin drama ni esperanza, solo con claridad:
Ella sonrió, yo creí.
Él llegó, me perdí.
No fue amor.
Fue mi vista la que mintió.
y otros temas?