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lunes, 2 de junio de 2025

Brillos en la sombra



Damos porque la luz nos llama,
porque en la sombra aún palpita
el latido de lo eterno,
el fuego que nunca duerme.

No buscamos retorno ni gloria,
solo el eco que confirme
que nuestro paso dejó huella,
que la brisa no fue muda,
que alguien, en la distancia,
sintió el fulgor crecer.

Pero a veces el eco no llega,
la señal se pierde en el aire,
y el silencio nos pregunta
si la entrega fue en vano.

Aun así, sostenemos lo que titubea,
protegemos lo que duda,
avivamos lo que, en secreto,
busca espacio para arder.

Porque el brillo no depende de testigos,
y la llama, aunque nadie la vea,
cumple su propósito al existir.

Toda luz merece ser recibida,
cuidada y protegida,
como un soplo que la resguarde,
como un abrazo que la sostenga.

Y si el viento cambia,
si nos empuja hacia otro tiempo,
sabremos que no fue en vano,
que cada entrega tejió un hilo
en el vasto lienzo del Padre,
donde toda luz merece florecer.

Porque Él, que dio forma a la belleza,
siempre reconocerá lo que hacemos
para que sus maravillas brillen más.

domingo, 1 de junio de 2025

El Paraguas

Mi amiga siempre era sorprendida por la lluvia. No importaba cuántas veces revisara el cielo, cuántas predicciones meteorológicas leyera o cuántos ruegos hiciera para que el clima tuviera piedad. La lluvia llegaba igual, sin previo aviso, con su aguacero implacable. Su cabello mojado, su ropa empapada y los resfriados estacionales se convirtieron en parte de su rutina.  

Resistió estoicamente. Se volvió una erudita del clima. Escudriñó mapas meteorológicos con la concentración de un astrónomo decodificando señales alienígenas. Interpretó el baile de las nubes, el canto del viento, la humedad en el aire. Se convirtió en guardiana de la ciencia atmosférica.  

Pero la lluvia… la lluvia jugaba con ella. Se burlaba de sus estudios, se colaba entre sus predicciones, ignoraba sus cálculos con la audacia de un mago tramposo. Aparecía cuando menos la esperaba, siempre lista para tomarla por sorpresa, como si fuera un truco diseñado con precisión para frustrar sus intentos de mantenerse seca.  

Hasta que un día, mi amiga se hartó. Ya no habría más estrategias inútiles, más derrotas humillantes. Tomó una decisión definitiva: ¡obtuvo un paraguas!.  

Y entonces, la lluvia ejecutó la burla suprema. Como si se hubiera cansado de su propio juego, selló una tregua con el sol en un pacto traicionero.  

Desde el instante en que aquel pequeño pero resistente paraguas ocupó lugar permanente en su bolso, las nubes desaparecieron sin dejar rastro. Ni una mísera sombra gris ensució el horizonte, ni una gota furtiva desafió la conspiración celeste.  

El sol, astuto y oportunista, aprovechó la ausencia de su eterna rival. Brilló con una intensidad desconocida, como si quisiera compensar un montón de aguaceros imprevistos. Por primera vez, mi amiga extrañó la lluvia. Y, por primera vez, la lluvia se rió de ella sin siquiera aparecer.  

El paraguas, orgulloso, esperaba su gran debut. “Déjenme proteger, déjenme brillar”, parecía decir. Pero el sol, despiadado, les castigó con días de brillo insoportable. Mi amiga, obstinada, decidió llevarlo consigo de todos modos. Primero con discreción, luego con descaro. Lo sacaba del bolso cada tanto, lo abría y lo cerraba como quien prueba un artefacto mágico aún sin activar. Le lanzaba miradas inquisitivas, como si quisiera convencerlo de que invocara una tormenta.  

La impaciencia creció. Comenzó a pasearse cerca de aspersores, fingiendo casualidad, deteniéndose estratégicamente cuando el agua giraba en su dirección. En los cafés, agitaba distraídamente su vaso para que las gotitas se elevaran y aterrizaran en la tela impermeable. Probaba el mecanismo con el viento más débil, ajustando el ángulo bajo cualquier sombra sospechosa. Estaba decidida a poner a prueba su paraguas, aún si eso significaba recurrir a métodos poco convencionales.  

Hasta que un día, una nube apareció. Se alzó majestuosa, oscura, cargada de promesas. Mi amiga la vio y se detuvo en seco, conteniendo la respiración como si de su concentración dependiera que no desapareciera.  

Era el momento. Su momento. Después de días de burlas, de una sequía estratégica y de la conspiración descarada entre la lluvia y el sol, por fin había llegado la oportunidad de reivindicarse. Su corazón latía con anticipación. Sentía que todo en su vida la había llevado hasta este punto.  

Una gota cayó. ¡Al fin!  

Nunca antes una sola gota de agua había sido recibida con tanto entusiasmo. Casi podía oír una fanfarria de fondo, como si el universo estuviera celebrando este instante decisivo. Había esperado tanto, había sufrido tanto… ahora, su paraguas tendría su glorioso debut.  

Lo extendió con elegancia, con una ceremonia que rayaba en lo divino. La tela se desplegó como una cúpula protectora, su escudo contra el mundo que tantas veces la había humillado con aguaceros traicioneros. Por fin estaba lista.  

Y entonces... el viento.  

No una brisa suave, no un susurro juguetón, sino una ráfaga impertinente y oportunista, como si el universo hubiese estado esperando justo este momento para lanzar su golpe final.  

El paraguas, con su flamante estructura, no ofreció resistencia. Escapó de su mano y salió volando con una rapidez absurda, como si toda su existencia hubiera estado encaminada a este preciso despegue. Giró sobre sí mismo, dio un par de saltitos emocionados por el aire y luego emprendió una trayectoria gloriosa hacia lo desconocido.  

Mi amiga, aún con el gesto de victoria en su rostro, apenas tuvo tiempo de ver cómo su preciado escudo desaparecía en el horizonte como un cometa errante, dejándola sola… de nuevo… con la lluvia que apenas comenzaba.  

Nadie ha vuelto a ver ese paraguas desde entonces.  

Dicen que sigue surcando los cielos, esquivando techos y antenas, buscando el aguacero perfecto que nunca pudo probar. Algunos afirman haberlo visto en la distancia, danzando con el viento, siempre al borde de la lluvia, pero nunca dentro de ella.  

Mi amiga, mientras tanto, se quedó allí… en medio de la calle, bajo un cielo que finalmente había cedido, dejando caer su largamente esperada tormenta.  

Sin su escudo.  

Sin su victoria.  

La primera gota apenas rozó su mejilla cuando la realidad la golpeó. En cuestión de segundos, su cabello estaba mojado, su ropa empapada, sus zapatos convertidos en pequeños acuarios portátiles. Una vez más, como tantas veces antes, la lluvia se reía de ella y de su eterna derrota.  

Y así, la historia se cerró con la misma ironía con la que había comenzado. La lluvia, una vez más, había ganado.






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sábado, 31 de mayo de 2025

Bukowski Entiende

La vida es sencilla: si algo va mal, bebes; si algo va bien, bebes; si todo es un aburrimiento mortal, pues claro, bebes para darle algo de emoción a la existencia. Lo dijo Bukowski, y el hombre sabía de lo que hablaba. Aunque, siendo honestos, creo que también bebía porque la humanidad le daba más dolores de cabeza que la resaca.  

El vaso se alza como un trofeo de supervivencia. "Hoy celebro mi éxito", dices, aunque el éxito solo haya sido encontrar medias que combinan. "Hoy brindo por la gran historia que escribí", exclamas, aunque esa historia nunca encontró lectores, su mensaje se perdió en un mar de distracciones y su grandeza quedó atrapada entre páginas que nadie abrió. "Hoy ahogo mis penas", proclamas, aunque la única pena sea que tu celular te recordó que hace dos años prometiste aprender un idioma y todavía piensas que "bonjour" es una bebida francesa.  

Pero sobre todo, bebes porque nada significas para quien todo significa para ti. Porque si la vida fuera una fila en el banco, tú siempre elegirías la que no avanza. Porque si la suerte fuera un juego de mesa, tú serías ese jugador que lanza el dado y cae en "pierdes tu turno" en cada jugada.  

Bukowski probablemente habría brindado por eso con una mirada de "te lo dije". Porque al final, no es cuestión de beber por algo… es cuestión de beber para que algo pase. Y si lo que pasa es que terminas bailando con un poste mientras le confiesas tus penas, pues bueno, al menos algo pasó.  

Y si el día siguiente te despiertas en poses imposibles, abrazando un zapato como si fuera el amor que nunca tuviste… entonces Bukowski sonríe desde el más allá, aprobando tu dedicación a la causa.  

viernes, 30 de mayo de 2025

Aventura..

Siempre he dicho que estar en tu vida es toda una aventura. No una de esas que se leen en libros polvorientos o se trazan en mapas antiguos, sino una que respira, que late con su propio ritmo, indomable. No eres un lugar al que se llega: eres camino, selva, cordillera. No se trata de entenderte, sino de intuirte. Contigo no hay regreso al punto de partida, porque incluso el silencio, cuando lo compartes, deja marcas nuevas.

Y es que contigo, cada día es una expedición sin garantías. Nada está escrito. Eres brújula rota y, aun así, Norte. Trazas senderos invisibles con tus pasos, y en tus palabras nacen mapas secretos que solo se revelan si uno sabe mirar más allá de lo evidente. Tu voz no describe el paisaje: lo transforma. Y cada gesto tuyo es una señal, un indicio, un rastro a seguir justo antes de que desaparezca entre la niebla.

Y, por si fuera poco, luego están tus ojos… esos ojos color de noche, donde las estrellas parecen detenerse solo para reflejarse. No miras: abres portales. En cada mirada tuya hay una promesa de mundos extraordinarios, de realidades que no aparecen en ningún libro de texto. Cada vez que me encuentro en ellos, algo se abre, algo cambia. Es como si el universo entero se reordenara y me mostrara un destino que solo tú conoces, uno distinto cada vez.

Tal vez por eso, caminar a tu lado es andar por tierra viva, impredecible. No es inseguridad, es renovación constante. Tu sonrisa, esa sonrisa tan tuya, es un puente colgante entre lo que parece seguro y lo que de pronto se convierte en magia. Y en medio de esa dulzura tuya, de esa candidez que parece ligera como brisa, habita una fuerza profunda. No es debilidad tú candidez: es elección. Es que no necesitas levantar la voz para que se sepa que estás firme. Tienes esa serenidad que sólo tienen las mujeres que se conocen a si mismas, que han elegido su camino y no lo explican, simplemente lo caminan. Cada una de tus decisiones lleva el pulso de alguien que no se disculpa por ser.

Y aunque ya habitas tu fuerza con naturalidad, sigues creciendo. Más de lo que tú misma alcanzas a notar. Y cambias sin ruido, como las estaciones que entienden el tiempo. Cada día salta en ti una chispa nueva, algo inesperado que te vuelve hermosamente impredecible. Me obliga, sin tu pedirlo, a estar muy pendiente, a no perder ni un solo matiz de ese universo de luces que dejas escapar a ratos, como si abrieras el cielo por instantes para quien sepa mirar.

Tú no eres un destino, eres travesía. No se te conquista: se te descubre a diario. Y aun así, hay espacio en tu mundo. Espacio para quien se atreve a andar sin certezas, a leer tus señales, a entender que contigo la aventura no es una opción: es la única forma posible de existir.

Porque en ti, cada transformación es una clave, cada silencio, una historia aún no contada. Tu vida es un sendero en expansión, un mapa que se dibuja al andar. Y yo, que quise detener mi caminar, me encuentro viajero. No por querer entenderte por completo, eso sería ingenuo, sino por el puro gozo de seguir tus señales, sabiendo que cada paso a tu lado es la promesa de un mundo distinto. Un mundo que sólo existe mientras tú lo habitas, y que desaparece misteriosamente si uno deja de mirar con el corazón bien despierto.








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jueves, 29 de mayo de 2025

Guía de supervivencia etimológica: entre paraguas, botes y decisiones críticas

Pensemos en las palabras como disfraces que se ponen los fenómenos. Pluvial, con su aire melodramático, nos llega directamente del latín "pluvia", ¡la lluvia! Es ese aguacero que decide caerte encima sin invitación previa, como un actor secundario que roba escena en el peor momento de tu peinado. Tiene ese toque de "¡oh, cielos, se abre el grifo celestial!", y si no llevas paraguas, felicidades: estás protagonizando un drama pluvial.  

Luego está Fluvial, el agua con agenda propia. Derivado de fluvius, el río, no cae sobre tu cabeza por sorpresa (bueno, salvo desbordamientos), sino que avanza con determinación, como un viajero que sigue su ruta sin desviarse. Es el agua con un destino definido, muy distinto al caótico e impulsivo espíritu pluvial.  

Ahora, si lo "Pluvial" es ese invitado sorpresa que llega del cielo sin avisar y te empapa los planes (y el pelo), y lo "Fluvial" es ese vecino con ínfulas de grandeza, el río, que a veces se cree dueño de más jardín del que tiene… entonces la "Inundación" es, sencillamente, ¡la fiesta descontrolada donde ambos se pasan de copas y deciden que tu casa es la pista de baile!  

Es ese momento glorioso en que lo pluvial y lo fluvial dicen: "¿Sabes qué? ¡Vamos a juntarnos y a hacer un verdadero estropicio!". Ya no es la lluvia con su drama individual ni el río con su expansión territorial paulatina; es el "vale todo" acuático. El agua se toma una libertad creativa que ni el artista más vanguardista se atrevería a soñar, rediseñando tu sala de estar con un toque muy... húmedo.  

Así que si ves agua cayendo sobre tu cabeza, corre por el paraguas antes de terminar como un pato, porque la naturaleza ha decidido ponerte en un episodio pluvial. Pero si el agua te alcanza por los tobillos y empiezas a ver peces nadando a tu alrededor, eso es fluvial, y quizá sea momento de practicar la brazada mariposa.  

Y si ves pasar flotando el vehículo de tu vecino... sin tu vecino. Si las vacas deciden abrevar desde el techo de las casas. Amigo, Amiga... ya no hay dudas: es una inundación, y mejor inflas tu bote y te pones a salvo.  

La decisión es tuya, pero, entre nosotros, mejor tener un bote inflable a mano... nunca se sabe cuándo la naturaleza decidirá organizar su próxima reunión etimologíca improvisada.  














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lunes, 26 de mayo de 2025

Una batalla numérica..

La batalla comenzó al caer la tarde. Los ejercicios de matemáticas, desplegados como tropas enemigas sobre el cuaderno, esperaban en formación, listos para el combate. Del otro lado, una combatiente solitaria, armada con un lápiz medio mordido y una calculadora veterana de mil batallas, con botones gastados y cicatrices de guerra, se preparaba para la contienda.

Las raíces cuadradas fueron las primeras en atacar, enfilando sus baterías con precisión matemática. ¡Boom! Cada radical explotaba en una nube de confusión algebraica. Los paréntesis, traicioneros como trampas ocultas, se cerraban con astucia, atrapando signos y variables como si fueran enemigos desprevenidos.

Justo cuando parecía haber un respiro, ¡zas!, los números negativos surgieron de las sombras como ninjas invisibles, torciendo ecuaciones y apuñalando signos positivos sin piedad. Las fracciones volaban como flechas, veloces y mortales, con denominadores imposibles que se duplicaban en pleno aire. Una matriz colosal se alzó como castillo inexpugnable, protegida por determinantes que rugían y se multiplicaban con cada intento de acercarse. 

Pero la mente de la guerrera —despeinada, con ojeras de guerra y alimentada solo por café y obstinación— no se rendía. Reunió fuerzas, afiló su razonamiento, y en una maniobra maestra factorizó como quien desarma una bomba. Sacó corchetes como escudos, lanzó teoremas como lanzas, y en un giro dramático, simplificó una expresión que parecía escrita por los antiguos dioses del caos.

Silencio.

Un último trazo del lápiz… y allí estaba. El resultado exacto. Brillaba sobre el papel como una espada recién forjada: "42" o "5" o lo que sea… pero CORRECTO.

Las raíces cuadradas se retiraron, los negativos se esfumaron entre líneas, y el cuaderno quedó lleno de marcas de victoria… y algunas lágrimas secas.

La batalla había terminado.

El ejercicio enemigo jamás imaginó que sería derrotado… por la estratega matemática de los hermosos ojos de noche.







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domingo, 25 de mayo de 2025

El Condenado (Microrrelato)

La celda era angosta, sus muros húmedos y agrietados exhalaban un aire denso, cargado de óxido y encierro, de humanidad extinguida. Una única bombilla amarilla parpadeaba débilmente, proyectando sombras que danzaban como espectros en el silencio, apenas roto por el goteo constante de una tubería lejana: un reloj de agua que marcaba el tiempo con implacable crueldad.

Sentado en el filo del catre, el hombre sentía el uniforme naranja adherirse a su piel. Sin embargo, no era el calor lo que lo agobiaba. Era el peso de la espera, una bestia invisible y sofocante. Espera que al principio fue dolor; y que, ahora, solo era un vacío incrustado en cada fibra de su ser.

Estaba tranquilo. El miedo del principio había mutado. Ya no era un monstruo acechando desde la esquina, sino una presencia muda, sentada a su lado día tras día, recordándole lo inevitable. A veces se decía que estaba resignado. Otras, comprendía que aquella resignación era otra forma de quebrarse.

Esperar era una tortura sin látigos. Cada minuto se estiraba como una soga. Cada latido sonaba ajeno, como si su cuerpo aún ignorara la condena. No había futuro, solo un presente interminable que oprimía el pecho, obligándolo a respirar con cuidado, como si gastar aire fuera pecado.

Entonces, los oyó.

Pasos. Lentos. Decididos. Acercándose. No miró la puerta. Supo que era el final.

Por primera vez en toda esa eternidad inmóvil, deseó que llegaran rápido.

Porque lo insoportable ya no era morir. Era seguir esperando la muerte.











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sábado, 24 de mayo de 2025

Encuentros

Como si, en su vastedad, el tiempo dejara migas de luz para guiar lo imposible. Como si en los pliegues del azar respirara un propósito oculto. Hay coincidencias que quiebran la lógica, desobedecen las reglas del cálculo y parecen gestos deliberados de un orden secreto, una conspiración silenciosa que, en su capricho más bello, nos acerca con una precisión imposible.  

A veces, la existencia nos ofrece destellos de ese diseño oculto, tejiendo caminos invisibles que conducen los sueños hasta la orilla de lo real. En esos instantes, el azar deja de ser un accidente y se inclina con elegancia hacia un propósito, plegando el caos en formas que nos conducen, sin aviso, al milagro del reconocimiento.  

Era improbable nuestro encuentro, casi absurdo en la vasta lógica del cosmos. Como dos astros condenados a trayectorias opuestas, como sombras que jamás deberían tocarse, como dos notas de una melodía que el tiempo nunca quiso hacer coincidir. Éramos líneas dibujadas en mapas distintos, costas separadas por océanos de distancia y azares que nunca se doblegan ante los deseos.  

Pero algo, en uno de sus raros gestos de belleza, pareció desafiarse a sí mismo. Algún engranaje invisible se alteró, algún cálculo imposible quebró su ecuación perfecta, y de pronto, en el pliegue más insospechado de la realidad, allí estaba ella, en el único cruce improbable que jamás debió existir, en la grieta exacta donde el azar permitió la maravilla de conocernos.  

Los astros titubearon en su marcha errante, inclinándose con un gesto imperceptible hacia la promesa de nuestro encuentro. Las mareas, en su danza antigua, tejieron un acuerdo silencioso con el viento, que en su aliento errático supo llevar los ecos de lo inevitable.  

Todo cedió un poco, el pulso del tiempo se desvió en su mínima fracción, la luz de una estrella agonizante iluminó justo el instante en que nuestros caminos debieron cruzarse. Entre la arquitectura secreta del caos, la casualidad doblegó sus propias leyes, torciendo la vastedad en un instante exacto, en el milagro preciso de hallarla.  

Planeado o casualidad, celebro la maravilla de nuestro encuentro, el instante donde todo cedió. Las órbitas, los vientos, los caminos que nunca debieron tocarse. Como si una fuerza antigua decidiera revelarnos la verdad que escondía.  

Como quien agradece la luz después de la sombra, honro el equilibrio secreto que nos permitió encontrarnos, la precisión oculta que torció el caos hasta dar forma a este milagro. No importa si fue destino o error, si fue cálculo o capricho; lo único que sé es que en este cruce, en esta coincidencia dorada, la inmensidad se dejó comprender por un instante... Y nos miramos. 

Todo debió alinearse. Las estrellas que callan, los senderos que doblan en esquinas invisibles, los pulsos secretos del azar que vibraron justo en el instante preciso. Fue como si el orden oculto del cosmos, en un arrebato de generosidad, ajustara cada variable para que nuestras miradas se cruzaran en el único momento posible.  

Y aquí estamos, con la certeza luminosa de que lo improbable no solo es posible, sino que, cuando ocurre, es la belleza más pura que la realidad puede ofrecer. Como si el destino mismo hubiese escrito su voluntad en las órbitas celestes, sería casi una afrenta ignorarla, sería casi un pecado no quererla.  

Después de todo, si el mundo entero se dispuso a traerla hasta mí, ¿qué otra opción podría quedarme sino rendirme ante su milagro?  







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viernes, 16 de mayo de 2025

El Fulgor

En algún punto invisible de la mañana, el mundo dejó de girar para mí. Fue como si el aire mismo me hubiese tomado por los hombros y susurrado: ¡Mí­rala!

No hubo voluntad, no hubo decisión; solo la certeza súbita de que todo lo demás podía esperar. Allí estaba ella, leve y real, suspendida en su quietud como una nota olvidada en medio de una melodía. Y yo, obediente a ese antiguo hechizo que siempre me domina cuando se trata de ella, abandoné todo fingimiento y, disimuladamente, me rendí a su misterio. Cada gesto suyo era un murmullo, una constelación que mi mirada seguía como si en ello se me fuera el alma.

La contemplé con los ojos del amor, esos que no saben mirar sin asombro. Me extravié en la visión de aquel cuerpo pequeño, como quien admira el lujoso empaque con que la vida guarda las cosas que le generan especial ternura. Sin embargo, ella no era algo que se exhibiera, era un tesoro que se custodiaba. 

No eran solo sus formas lo que en aquel momento me atraía, sino lo que irradiaba más allá de ella: un resplandor que no se veía, sino que se sentía más que en la piel en el espíritu. Un halo sutil y poderoso que cruzó el espacio entre nosotros sin permiso, envolviéndome con una dulzura antigua, provocando en mí un temblor apenas perceptible, como si el deseo de tocarla bastara para quebrar mi mundo.

Por más que la mirara, no lograba entender cómo tanta luz podía habitar en algo tan frágil. Su pequeñez desmentía la vastedad de lo que en ella vibraba. ¿Cómo podía una estrella tan breve sostener un cielo entero? ¿Cómo lograba esa criatura menuda contener la fuerza de encender mis sombras, de doblegarme sin emitir un solo sonido? Me sentí atrapado, rendido ante una energía que no alzaba la voz, pero que todo lo movía. Y la añoré con la intensidad con que se ansían los milagros: esos que se rozan una vez, pero que ya no se olvidan. Quizá el amor sea eso: un sitio al que nunca se llega, pero donde, sin saber cómo, uno permanece.

Alguien llegó entonces, rompiendo el instante como se rompe el agua con una piedra. El hechizo se dispersó, pero ya era tarde. Ella, sin saberlo, me habitaba. Había encendido una llama que no pide permiso, que se queda en silencio a arder. Y aunque sus ojos jamás se volvieron a los míos, los míos ya la llevaban dentro, brillando con el reflejo de su luz, como si todavía la miraran.



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martes, 13 de mayo de 2025

Instantes...

Hoy la presentí antes que verla.

Su aroma llegó primero, como un susurro antiguo que acarició mi conciencia antes de que su figura se hiciera carne. El mundo, por un instante, respiró distinto.

No hizo falta buscarla con la vista: ya estaba en mí, en la piel erizada, en el pecho vibrante. Esa presencia etérea que influye en todo lo que toca se volvió tangible en una danza floral girando en espiral, dándole vida nueva a todo lo que nos rodeaba.

Era ella, usando aquel perfume como heraldo, proclamando al mundo su presencia, ofreciéndole la oportunidad de prepararse para recibir a su reina.

Y entonces, irrumpió con la extraña fusión de un mazo y una brisa marina. Desbordándome, provocando un cúmulo de sensaciones que mi mente, rendida, dejó pasar sin intentar comprenderlas ni contenerlas.

Solo la sentí. Solo me dejé envolver por esa calidez sin nombre que abrazó mi cuerpo como un recuerdo imposible.

Era ella.

O quizá, la eternidad que venía a mí disfrazada de instante.






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sábado, 3 de mayo de 2025

Donde Habita lo Divino.

No sé qué tiene…
pero algo en ella me desarma,
me quiebra con la dulzura de una mirada
y me reconstruye en el mismo instante.

Tal vez sea su andar, tan leve,
como si flotara apenas sobre la tierra,
dejando tras de sí una estela invisible de paz.
O quizá su risa,
que se posa sobre el alma como una brisa delicada,
moviendo lo profundo sin perturbar la superficie.

Su cabellera rizada, larga, viva,
parece tejida por el viento y la nostalgia.
Danzando cuando se mueve,
con sus rizos guardando el eco de una canción olvidada.

Y sus ojos...
ay, sus ojos oscuros.
Son portales nocturnos que llevan,
No a cualquier rincón,
sino al centro mismo del universo.
Contemplarlos es como asomarse
al origen de todas las cosas:
al dolor primigenio,
al amor sin nombre,
al misterio que aún no hemos podido descifrar.

Hay en ella una dulzura serena,
una educación antigua,
una forma de estar en el mundo
que transforma cada gesto en plegaria,
cada palabra en acto sagrado.

Y sin quererlo,
convierte cada deseo en mandato,
sin levantar la voz,
sin siquiera pedirlo.

Su voz…
su voz es un río suave,
una melodía clara que da forma a los nombres
y los vuelve encantamientos.
¡Qué hermoso habría sido oír el mío,
pronunciado por sus labios!

Algo tiene, sí…
algo que no entiendo,
pero que reconozco como inevitable.
Una fuerza que aprisiona sin asfixiar,
que encadena sin hierro ni llave,
que transforma mis sueños
en un reino donde ella es reina y oráculo.

A veces pienso que no es de este mundo,
que es uno de los ángeles del Padre,
un vestigio del cielo caminando entre nosotros
como prueba de que lo divino
puede, de vez en cuando,
vestirse de carne.

Algo tiene…
algo que me busca,
me llama,
me atrapa y me somete.
Y no quiero escapar.

Ese lazo invisible que me une a ella,
sin nudos, sin presión, sin promesas,
es vínculo que no deseo romper.
Aunque no me tenga,
me tiene todo.


martes, 29 de abril de 2025

Una Carta sin Enviar

Para ti, que sigues siendo mi gran amiga... aunque ya no lo parezca.

Te escribo porque el silencio pesa. Porque cada palabra no dicha se  me queda entre el pecho y la garganta, reclamando un lugar donde hacerse verdad.

Te respeto y te quiero, más de lo que imaginas, por todo lo que haces creyendo sinceramente que es lo mejor para mí. Te alejas para protegerme, guardas silencio como quien ofrece refugio, levantas muros suaves e invisibles pensando que ahí, detrás, estoy a salvo. Pero no sabes, no alcanzas a ver, que esa distancia tuya me duele más que cualquier herida directa. Que tu ausencia me hiere justo donde más te guardo.

Y yo, desde este lado, me retiro también. Me callo, me escondo, creyendo que eso es lo que tú deseas y necesitas. Que desaparecer es un acto de consideración. Que no estar es otra forma de quererte. Así seguimos girando en este círculo sin salida. Tú cuidándome a tu manera, yo alejándome a la mía. Nos protegemos tanto que terminamos por herirnos. Nos queremos tanto, que olvidamos cómo permanecer sin rompernos.

Entre los dos seguimos apagando la magia. Día tras día, palabra tras palabra no dicha. Poco a poco, sin misericordia, estamos matando ese lazo que alguna vez fue luz, ese vínculo poderoso que nos permitía cruzar abismos, construir oportunidades, inventar belleza en medio del caos. Somos nosotros, no el tiempo o las circunstancias, quienes estamos dejando que la oscuridad devore lo que alguna vez nos unió.

Sin embargo, cuando pienso en ti. Cuando viene a mi mente esa mujer con los ojos color de la noche, tan hermosos como lejanos, algo en mí aún arde. Como si la amistad, incluso herida, incluso ahora, no quisiera rendirse. Como si esperara, todavía, que alguno de los dos recuerde cómo volver.

No te escribo para pedirte nada. Solo para que sepas que, aunque todo esto esté pasando, sigo aquí. Que lo que fuimos no ha muerto en mí. Y que si alguna vez decides mirar hacia adentro o hacia atrás, vas a encontrarme en el mismo lugar: firme, sincero, sin reproches… con la ternura intacta.

Con afecto,

Yo

martes, 8 de abril de 2025

Demonios

Recostado en su cama, envuelto por una oscuridad que parecía devorar el espacio, el hombre mantenía la mirada fija en un punto inexistente sobre su cabeza. Con sus sentidos agudizados por el miedo, percibía cómo el aire a su alrededor se tornaba denso, envolviéndolo en una especie de sudario invisible que comenzaba a robarle el aliento. 

Con desesperación, se atrevió a mirar a su alrededor tratando de observar el lugar en el que se encontraba, buscando la razón de su desasosiego. Su corazón golpeó sus costillas con furia al observar solo una oscuridad viscosa y opresiva, que rechazaba incluso el más mínimo destello de luz. Ni un pequeño brillo, ni el más mínimo resquicio luminoso parecían atravesar aquella improbable negrura que le rodeaba.

Con gran esfuerzo, movió sus manos, hasta ahora crispadas sobre su pecho, y se aferró con fuerza a lo que parecía ser una sábana que le cubría, buscando un ancla que le permitiera asegurarse al mundo físico, una conexión tangible con la realidad que detuviera la deriva de su cuerpo en lo que le parecía una pesadilla.

Cerró los ojos con fuerza, como si quisiera contener alguna amenaza interior, y se concentró en su respiración. Contó mentalmente hasta cuatro mientras inhalaba, sintiendo el leve ascenso de su pecho, y luego exhaló lentamente, contando hasta seis, tratando de expulsar la opresión que lo asfixiaba. Repitió el ciclo un par de veces, como un mantra silencioso en la negrura, sintiendo como, con cada exhalación su corazón se calmaba y el aire fluía mas fácilmente en sus pulmones.

Más calmado, aguzó el oído, intentando identificar el murmullo habitual de una casa, una calle, algo que revelase un mundo físico a su alrededor. Intentó al menos percibir el leve movimiento del aire sobre su piel, la sutil diferencia de temperatura en distintas zonas de la habitación. Nada. Era como si el espacio a su alrededor se hubiera vuelto estático, inmóvil, como si el propio aire hubiera contenido la respiración.

De pronto, algo cambió. No fue un sonido, ni un movimiento visible en la negrura absoluta. Fue una sensación, una punzada fría que se clavó en la base de su nuca y se extendió por toda su espina dorsal. Sintió que el aire a su alrededor se condensaba, como si una presencia invisible hubiera llegado, desplazando la quietud con su existencia. La certeza lo invadió como una ola helada: ya no estaba solo. 

Una presión sutil se posó sobre su pecho, no el peso conocido de la ansiedad ya controlada, sino algo externo, malévolo, que se había acomodado a horcajadas sobre él. Un escalofrío recorrió su cuerpo, un terror primitivo, instintivo, que le gritaba peligro. Intentó moverse, pero sus músculos estaban agarrotados, paralizados por un miedo que trascendía lo racional. Era como si una fuerza invisible lo mantuviera inmovilizado, disfrutando de su creciente angustia. 

Sintió un ligero cambio en la temperatura cerca de su rostro, un aliento helado que no era el suyo. Un hedor sutil, casi imperceptible, rancio y antiguo, envolvió sus fosas nasales.  Sintió como aquel ser invisible se inclinaba sobre él, y en lo más profundo de su mente, escuchó estas palabras:

"Soy la carta escrita que nunca se envió,
el suspiro escondido que nadie adivinó.
Soy mirada anhelante que no encuentra eco,
el puente invisible al huidizo afecto.
Soy ofrenda silente en un altar vacío,
el canto sin aire en un silencioso nido.
Soy la espera constante de la mirada ajena,
la flor solitaria que a nadie serena.

 .- ¿Quién soy? Falla, y cada noche vendré a devorar lo poco que queda de ti… acierta y serás libre.

Con las garras de la ansiedad intentando asfixiarlo una vez más, una claridad inesperada floreció en el interior del hombre. El acertijo de aquel demonio invisible, en vez de enigma desalentador, resonó en su mente con una tonalidad diferente, despojado de su veneno.

Es que, en aquel momento, el hombre recordó. Recordó al viejo enemigo que, noche tras noche, sin falta acudió a torturarle en sus pesadillas, a recordarle lo que había perdido, a destruir lo poco que quedaba de su espíritu tratando de atarlo definitivamente en aquella oscuridad y evitando su reconstrucción. Noche tras noche había venido. Y, noche tras noche, aquel demonio había ganado.

Pero aquella noche sería diferente.

Con voz firme, nacida de la profunda e inconsciente cicatriz de incontables noches de ansiedad, el hombre respondió. Las palabras, meditadas en secreto durante breves respiros de vigilia, se alzaron firmes en la negrura de su pesadilla: 

- ¡Te llamas desamor... y ya no tienes poder sobre mí!

Al pronunciar la última sílaba, una cálida oleada de energía recorrió su cuerpo, liberándolo de la opresión en su pecho y la rigidez que hasta ahora habían atenazado sus músculos. Las sombras a su alrededor se replegaron, perdiendo su forma amenazante. Sintió cómo los lazos invisibles que lo ataban se rompían, liberándolo de su yugo… aquel demonio invisible, ya no estaba.

Abrió los ojos. La oscuridad había desaparecido y reconoció nuevamente su habitación. Una luz suave se filtraba a través de las cortinas y el brillo de  un nuevo amanecer inundaba el espacio, tiñendo las paredes de tonos rosados y naranjas. Una promesa vibrante de un nuevo comienzo.

Por la puerta de su balcón, los primeros rayos del sol dibujaban un horizonte de esperanza, anunciando un nuevo día… un nuevo comienzo libre de cargas. Ahora, era libre. 







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