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viernes, 1 de agosto de 2025

El Nombre y su Canto

Recuerda aquella primera vez en que alguien pronunció tu nombre con cuidado, como si sostuviera algo frágil y vivo. No fue solo un sonido: fue un gesto, una vibración que tocó tu centro. Un nombre guarda un misterio sagrado. No son sus letras ni su ritmo, sino el eco que agita el pecho cuando lo escuchas desde el alma.

Más que una etiqueta, es un canto que invoca tu esencia. El mundo te llama con él; tu alma responde con su verdad. Cuando alguien lo dice con amor, no solo te nombra: te reconoce. Toca lo más profundo, reavivando eso que a veces has olvidado.

Pero ese canto no comienza en el mundo. Nace antes, en el umbral entre lo invisible y lo tangible. Allí, las almas no nacidas se detienen un instante, contemplando la vastedad de su destino. En el silencio que respira estrellas, escuchan un susurro: no es solo una palabra, es un destello de su verdad.

Ese susurro te sumerge en el nombre otorgado, y lleva consigo un propósito, una herida, una luz. Es vibración que resonará a lo largo de tu existencia. 

Y con ese susurro, el alma desciende al mundo, lista para encontrar su voz.

A veces, según se cuenta en ciertas tierras, el alma se desliza al oído de quien será madre o padre, no como mandato, sino como un sueño sembrado. Asi, el nombre llega a los padres en intuiciones que no se explican, como un eco anticipado. Así, se teje el primer puente entre lo invisible y lo real.

Envuelto en ese manto, tu nombre se convierte entonces en un tesoro que durante siglos algunas culturas protegen con reverencia. Lo guardan como un secreto sagrado, porque pronunciarlo es tocar la esencia del otro. Es conjuro, es destino, un llamado constante a recordar quién eres, incluso cuando tu mismo lo olvidas.

Pero más allá de los rituales, es cierto que tu nombre cobra vida al ser compartido. Entregarlo es un acto íntimo, como ofrecer una llave. Cuando es recibido con amor, se vuelve hogar, reflejo de lo que eres. 

Pero no todos lo entienden. No todos comprenden lo que entregas cuando revelas tu nombre: a veces lo pisan sin mirar, lo pronuncian sin alma, lo olvidan sin culpa.

Duele, no por la palabra olvidada, sino por la confianza rota, como si la flor que ofreciste fuera aplastada por descuido. Hiere, cuando no es recibido con la suavidad que el sol arropa la flor. Cuando se pronuncia sin cuidado, sin alma, sin amor, no duele el sonido, sino el vínculo no establecido.

Pero también hay quienes curan al nombrarte. Pronuncian tu nombre con ternura, despiertan memorias dormidas, sanan como bálsamos antiguos. Incluso aquellos nombres que fueron dados desde la ausencia o el dolor pueden transformarse en esas voces. Como el barro que se hace vasija, también puede renacer, moldeado por la verdad interior que lo sostiene.

Y en ese silencio de curación, se moldea el nombre que tú mismo te das. No impuesto, no prestado, sino hallado en lo profundo, cuando renaces desde lo que descubriste en ti.

Esa melodía interior sigue viva, incluso cuando nadie la pronuncia. Vibras en el silencio, como canto que no se apaga. Y un día, sin buscarlo, alguien lo dirá con la verdad de quien ha visto tu alma. Entonces florecerá, como si siempre hubiera estado esperándolo.

Mientras lo honres, seguirá siendo raíz que te ancla y vuelo que te libera. Será herida que te marca y promesa que te guía. Porque su verdadero poder no está solo en ser dicho, sino en cómo lo acoges. No se trata solo de que te llamen, sino de que tú sepas responder desde lo que eres.

Eres eco, alma nombrada, un canto que resuena desde el umbral donde todo comenzó.

Y aún en el más profundo silencio, tu nombre canta dentro de ti:

porque siempre has sido tú.

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