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05 noviembre, 2024

¡Atrapado! (Microrrelato)

El hombre despertó con una sensación fría y húmeda sobre su frente. Confundido, abrió y cerró los ojos tratando de despejar su mente. No recordaba dónde estaba, ni cómo había llegado hasta allí.

La oscuridad era tan profunda, que dudó si aún estaba atrapado en un sueño. Intentó frotarse los ojos, pero su brazo derecho se quedó petrificado e inútil. El izquierdo, rebelde, se negó a obedecer la orden de buscar la causa de aquel contacto helado que sentía en su frente. 

Con el miedo comenzando a anidar en su corazón, trató de mover su cuerpo en la oscuridad. Un dolor indescriptible en un costado le hizo gritar pero su cuerpo permaneció inerte. Solo su cabeza se inclinó golpeando algo con fuerza. Pudo sentir como algo sólido caía sobre su rostro, desprendido seguramente por el fuerte golpe. 

Un olor conocido impregnó su nariz, exacerbado de seguro por el esfuerzo de moverse. Ya lo había sentido antes, allá en su niñez, en la granja de los abuelos. El pánico le heló el corazón. De seguro era tierra lo que sentía y olía. Era Tierra húmeda lo que le aprisionaba y le impedía moverse, y era algún tipo de fuente de agua lo que goteaba en su frente. 

En ese momento, la verdad le llegó como un relámpago,… ¡POR DIOS!, ERA UNA TUMBA EN LA QUE SE ENCONTRABA… Entonces recordó. Recordó la emergencia, recordó la avalancha.. y recordó la montaña… 

Recordó y, luego, se sumergió nuevamente en el olvido... 




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del Mes Noviembre de 2024 en





03 noviembre, 2024

La Roca

No hubo aviso, presentación o premeditación. Simplemente, un día, apareció.  Llegó y se plantó allí a la orilla de mi vida con la seguridad del conquistador que toma posesión de su botín.

Pequeña, ágil y de aspecto fuerte, irradiaba sin embargo cierta fragilidad que de alguna manera me disuadió de objetar su incursión en el campo de mi soledad, hasta entonces mi principal orgullo. Dos gruesas trenzas negras, como ríos oscuros entrelazados, caían sobre sus hombros enmarcando un hermoso rostro, adornado por unos ojos oscuros y penetrantes que, a pesar de su desinterés, ejercían un magnetismo poderoso aun mirándolos de lejos.

Llegó un día y se plantó allí. Escogió mi mejor y más visible roca y se sentó sobre ella reclamando señorío sin escándalos ni aspavientos… y no encontró resistencia. Día a día la vi allí, atrincherada  en la que hizo su roca, concentrada en su mundo sin levantar la cara, dar señales de reconocerme, o mucho menos, de asimilar el desastre que causaba en  el mío. Solo con su presencia, me temo, ganó la batalla y la guerra.

Es que de alguna manera verla allí tan cerca de mí, irrumpiendo en mis defensas siendo tan hermosa, delicada y tan segura de sí misma, me hizo cuestionar la soledad que tantas veces había defendido y a la que voluntariamente me había sometido.   

Viéndola allí, distante, compartí con ella toda una serie de sensaciones que había olvidado formaban parte del contacto humano cercano. La vi sonreír, disgustarse y llorar. Y desde lejos sonreí, me disgusté y lloré con ella a pesar de que, como he dicho, nunca pareció siquiera darse por enterada de mi presencia y mucho menos de las emociones que en mí generaba.

Nunca vio las nuevas flores creciendo a su alrededor, o las ramas del árbol cuidadosamente colocadas para hacerle sombra. Jamás se enteró de los cambios en su roca. No se preguntó cómo día a día la encontraba libre de polvo. Como es que, poco a poco, la corteza dura y tosca fue rebajándose hasta descubrir un centro más suave y cómodo para ella. Jamás la vi siquiera prestar atención a como las grietas, formadas por años de intemperie, fueron disimuladas para evitar que la maltratasen.

Nunca notó, ni se preguntó en realidad, cómo era que su áspero refugio se transformaba en un lugar suave y acogedor, ni cómo las cicatrices del tiempo en su pedestal desaparecían sutilmente para ella. 

Y no me importó. Es que aquellas cosas que hacía por ella, eran más bien resultado de lo que ella, con su presencia, hacía por mí… Eliminando grietas, durezas y callosidades  de la vida.

Hoy, sin embargo, algo ocurrió durante su visita matutina. La vi intranquila, preocupada. Miraba su teléfono con ansiedad y, por primera vez, levantó su vista hacia mi lugar con una expresión de desesperación y suplica. Si, en realidad sabia de mí. No entendí que ocurría, pero se mantuvo en su roca algún tiempo hasta que, con tristeza, pareció darse por vencida y emprendió su retirada.

Por eso estoy aquí. Impulsado por la urgencia, me acerqué a esta roca y registré el área con desesperación, buscando la causa de aquel inquietante suceso. No encontré nada tangible que explicara su repentina partida. Sin embargo, sé cómo solucionarlo. Tengo la respuesta que necesita, la misma que me fue confiada y que solo debía compartir con quien fuera digno. Ella, aunque no me conoce, lo merece. Le entregaré esto, una herramienta que, si la utiliza sabiamente, restablecerá el equilibrio y hará que nuestros caminos vuelvan a ser paralelos, independientes pero cercanos...

__________

El Hombre hurgó entre sus bolsillos hasta dar con una libreta y un lápiz. Con un trazo firme, casi furioso, escribe tres veces la palabra “PACIENCIA” en mayúsculas, como un conjuro. Arranca la hoja con seguridad y la fija a una gran roca con una piedra más pequeña, burlando al viento que intentaba arrebatársela.

Dedicándole un tiempo a sus recuerdos, pasó la mano suavemente por aquella roca que, curiosamente, solo se volvió importante para él cuando una desconocida lo hizo. Sonrió pensando que, de no ser por aquella chica, seguiría allí abandonada, rugosa y llena de grietas... existiendo sin vivir al igual que él.

Luego de constatar la hora en su teléfono, se aseguró de que su mensaje estuviera seguro sobre la roca y volvió presuroso a su campo a seguir con la labor mientras esperaba el regreso de la chica. No tuvo que esperar mucho ya que no pasó una hora antes de que apareciera atravesando el campo de flores por el lugar de costumbre.

Cuidadosamente, la chica se acercó a la roca mirando en la dirección del campo de trabajo del hombre, quien se había ocultado convenientemente desde un punto en el que podía observar sin ser visto a su vez.

Pareciendo darse cuenta por fin de que algo había cambiado, la chica se fijó de repente en el papel sobre la roca. Sobresaltada. Miró a su alrededor y, cuidadosamente tomó la nota y leyó su contenido. Un rictus de perplejidad se adueñó de su rostro y, sin comprender, volvió a dar un mirada a su alrededor tratando de encontrar una explicación a aquella nota.

Volvió a mirar la nota y,  poco a poco, su expresión comenzó a cambiar y una sonrisa iluminó de repente su rostro. Rápidamente, tomó su teléfono y con agilidad tecleó algo en el aparato. Unos segundos después, un gritito de alegría y un par de saltos que la llevaron a su puesto sobre la roca revelaron que había obtenido la respuesta a sus problemas. Acomodándose sobre la roca, se sumergió allí una vez más en su mundo, solo que esta vez, su ensimismamiento se veía interrumpido por frecuentes miradas furtivas al campo vecino.

Con una sonrisa de satisfacción al ver el cambio de actitud de la chica, el hombre se sumergió en su trabajo. Al caer la tarde, convencido de que ella ya se habría marchado, se dirigió a la roca con la intención de hacer una limpieza rápida antes de que el sol se ocultara. Sin embargo, al llegar, una sorpresa lo esperaba: su nota permanecía intacta en el mismo lugar. Pero eso no era todo. Entre los pliegues del papel cuidadosamente doblado, una delicada flor de pétalos dorados parecía brillar, anunciando que algo especial lo aguardaba.

Con el corazón en la boca tomó la flor y extendió el papel, el mismo que él había dejado, y en el que ahora alguien escribió con lápiz de labios

    - Gracias por la contraseña de Internet. Me llamo María. Me gustaría que habláramos, Si tú quieres.

En su mente, un estruendo le anuló de repente los sentidos. Sabía lo que era… dos mundos que seguían rutas paralelas y que acababan de encontrarse con fuerza. Con una sonrisa, dobló con cuidado el papel y lo guardó. Observando la roca, murmuró

        - Tendré que hacer algunos acomodos por aquí. Parece que mañana seremos dos.

Y silbando y saltando como cuando era un niño, bajó rápidamente hasta su casa. Traería algunas herramientas para seguir trabajando en su roca. Tal vez, ya no estaría solo ¿Quién sabe?

22 octubre, 2024

El Saco de Patatas

El sol abrasador castigaba la tierra reseca de aquel camino rural, convirtiendo el aire en un horno. Con un suspiro de cansancio, el hombre colocó cuidadosamente en el suelo el pesado saco de patatas, sintiendo cómo sus hombros agradecían el descanso. La gorra de béisbol que usaba, sudada y polvorienta, le ofrecía una sombra tenue mientras se esforzaba para alcanzar su zurrón de cuero. Extrajo una botella de agua tibia cuyo contenido, a pesar de la temperatura, le pareció helada y refrescante. El líquido, al deslizarse por su garganta, de alguna manera le recordó el sabor de la vida y agradeció profundamente contar con aquella bendición en esos momentos de necesidad.

Mientras descansaba de su carga, echó una mirada al camino recorrido y, con aprensión, al que le quedaba. Intentaba animarse, convenciéndose de que lo peor había pasado. Bastante transitado cuando comenzó, ahora se veía sumamente solitario y solo algunas aves picoteaban aquí y allá. Todos los demás seres vivientes parecían escapar al calor de la hora… menos él y su carga, la que necesitaba llevar a su destino.

No le gustaba la soledad. Pero la prefería antes que lidiar con la deslealtad y la falta de agradecimiento de las personas. No podía evitarlo. Aun contradiciendo lo que su padre y todos sus amigos metafísicos le habían enseñado, o habían tratado de enseñarle. Aquello de que “las cosas que se hacen por los demás tiene su respuesta en el cielo”… o en la otra vida, o en el nirvana… o en cualquier otro lado menos aquí.

Sonriendo para sí, y ya descansado, inclinó su cuerpo sobre el saco de tubérculos y con un fuerte empujón lo llevó nuevamente hacia su hombro para seguir camino. No necesitaba estar parado para seguir pensando tonterías y no era cosa de que se le fuera todo el día en el camino.

Al reanudar su marcha, vio más adelante la única señal de vida humana a todo lo largo de la carretera visible. Una chica de unos veinte años apareció de repente por el camino de una granja más adelante, montando una destartalada bicicleta. El hombre la reconoció enseguida. La chica era Sandra, hija de un conocido granjero de la zona. No los conocía bien aunque, a veces, les había brindado algún aventón cuando su camioneta no estaba en el taller. 

Desde la distancia, la chica pareció reconocer al viajero y levantó su mano en un amistoso saludo. Luego, levantándose sobre los pedales de su bicicleta, con un fuerte empujón, aceleró por el camino tomando la misma dirección en que el hombre viajaba dándole la espalda.

Bueno, pues. No me esperó y me hubiera gustado preguntar por su padre. – Dijo para sí, mientras acomodada mejor su carga sobre el hombro y sin, aparentemente, extrañarse para nada de la aparente huida de la chica. 

Es que, cuando comenzó su travesía aquella mañana, había mucha más gente en el camino. Todos vecinos o conocidos y, la mayor parte de ellos, beneficiarios de alguna manera de aquellas cosas que, según su padre,  “había que hacer por los demás”.

Sin embargo, su carga pareció tener el mágico poder de recordar a todos sus congéneres alguna imperiosa necesidad de llegar rápidamente a una cita olvidada. Seguramente en donde no existían sacos de patatas ni nadie que cargara con ellos y que pudiera necesitar un poco de ayuda. Sin excepción, independientemente de lo que hicieran en el momento, todos saludaron presurosos y salieron disparados en dirección contraria a la del hombre y su carga. 

Extraña cosa esto de la mente humana y sus lagunas que disfrazan las propias necesidades urgentes como aparentes actos de deslealtad. Y más extraña cosa todavía pensar que, en realidad, él en ningún momento solicitaba a los demás ayuda con su carga. O, por lo menos, la ayuda que ellos pensaban.

A diferencia de su padre, comprendía la importancia de corresponder a los actos de generosidad. Había aprendido que el agradecimiento es fundamental y que dar sin esperar nada a cambio solo fomentaba la pasividad. Estaba convencido de que el dar y recibir formaban un ciclo vital en el que ambas partes eran esenciales. Mientras su padre no veía la necesidad de reciprocidad, él creía firmemente en el equilibrio de dar y recibir. Había interiorizado que el agradecimiento era el engranaje que hacía funcionar este ciclo vital. Dar sin esperar nada, pensaba, solo interrumpía el flujo natural de este intercambio esencial.

Ese día, por ejemplo, un simple gesto de solidaridad habría bastado para aliviarle: una mano secando el sudor, unos minutos de charla amena, una pregunta sincera sobre el peso de su carga. Cualquier mínima cosa, palabra o gesto que denotara que sus actos habían sido valiosos y que estaban agradecidos habría sido suficiente. 

Pero ninguno de sus vecinos, incluso, se interesó siquiera por la razón de que cargara con un saco de patatas, a pesar de tener un generalmente confiable auto del que muchos de ellos se habían servido alguna vez. Nadie se atrevió, no fuera que al final terminasen compartiendo tan pesada y sucia carga. 

Deslealtad clara y absoluta. Y, si la alternativa son los desleales, mejor la soledad de aquel camino. Mejor cargar su saco de patatas en silencio y cumplir su labor sin esperar nada de los demás. Se deprimiría menos y obtendría lo mismo… nada.

Sumergido en sus pensamientos, el hombre había avanzado bastante en su camino. Un movimiento mas adelante, bastante lejos aún, le llamó la atención. Aparentemente alguien venía así que decidió darse otro descanso y, con un poco de dificultad esta vez, colocó nuevamente el saco en el suelo.

A pesar de sus gruñidos internos y de todo el refunfuñar de la última hora, la perspectiva de conversar con alguna persona se le hacía de alguna manera esperanzadora. Aun cuando no lo reconociera y se dijera que solo quería descansar. Así que esperó, vigilando con expectativa el punto que se acercaba.

Pronto, vio como le alcanzaban dos figuras que avanzaban muy juntas por el medio del camino en sendas bicicletas. Con cierta alegría, el hombre reconoció nuevamente a la chica que le había saludado unos kilómetros atrás y a su padre. Un hombre mayor que, a pesar de su edad, venia pedaleando enérgicamente una bicicleta tan vieja y destartalada como la que montaba su hija. Cada bicicleta arrastraba una pequeña carreta de dos ruedas que, de seguro, habían vivido mejores tiempos por lo usadas que se veían.

Don Miguel, le hice señas de que me esperara. Por suerte encontré a Papá y pudimos traer las dos carretas. Ni de chiste hubiera podido con su carga y con usted. Si está como rechonchito –, dijo la chica, con una hermosa sonrisa, mientras le alcanzaba al hombre una cantimplora con agua fresca.

¿Qué hubo Miguel? ¿Qué pasó con la camioneta? ¿Otra vez en el taller? – Saludó el hombre en la bicicleta. – Que suerte que “Mija” corrió como los diablos a buscarme, un poco más y no me encuentra.

Sin saber que decir, el hombre solo atinó a tomar la cantimplora y beber un largo trago de agua. Mientras tanto el anciano, con una energía no cónsona con su edad, tomaba el saco del suelo y lo colaba con cuidado en el carretón.

Échese en el carretón don Miguel, pa’ que descanse. Ahí le mandó mi “Ma”  unos pastelones de merengue pa’ que los pruebe. Y que no se le ocurra venirse sin pasar por la casa – Dijo la chica, casi empujando al aun sorprendido hombre hacia su propio carretón.

Graaciasss, no sé qué decir –. Las palabras salieron atropelladas de su boca. 

Pues no diga nada hombre, échese un rato y mire pa´l cielo comiendo pastelones que lo que había que hacer ya usted lo hizo. Mire que cargarse solo ese saco. Solamente a usted se le ocurre.

La extraña comitiva partió rápidamente con su carga. El hombre, recostado en su carretón y mirando al cielo, pensaba en las extrañas vueltas de la vida. Estaba seguro de que su padre le miraba desde algún lado muerto de la risa y diciéndole.. “¿Ves, como las cosas a veces no son como creemos?”.

Sonriendo, extendió una mano machada de merengue hacia el cielo y pensó – Acepto la lección – y en voz alta agradeció a quienes le auxiliaron:

Gracias amigos, me salvaron en más de una forma. 

No, de nada don Miguel, que ahí estamos para ayudarnos. Pero, al fin y al cabo, ¿para donde lleva usted ese saco de Patatas?

El hombre sonrió recordando la batalla mental que traía consigo, y en toda la mala vibra que las acciones ajenas le habían causado. Era como si cada patata en aquel saco fuera un mal pensamiento o un pesar tonto que habida decidido cargar y el que, con ayuda de sus amigos, había podido quitarse de encima.

En realidad, tanto su padre como él tenían razón. La respuesta a nuestras buenas acciones si llega de alguna manera antes de viajar al otro lado. Solo que, la mayor parte de las veces, no viene de donde esperamos. Es como si todo el bien que hacemos fuera a un solo paquete del que también sale, al azar, el bien que recibimos. El secreto está en lograr que la mayor cantidad de gente posible haga su aporte a ese paquete. Así, de esta manera, tendremos más oportunidades de obtener nuestra modesta recompensa. Lección de vida esta.

Con alivio y sinceridad respondió la pregunta de la chica

Pues ya no Importa. Ya no es mi carga. Por ahí lo dejaremos para que alguien haga un buen puré.

Y se recostó en su transporte, pidiendo se le concediera pronto otra oportunidad de ayudar a los demás.

13 octubre, 2024

La Cerca

Siempre me había sentido más conectado con la tierra que con las personas. A pesar de los esfuerzos de mi familia y de los demás granjeros por hacerme más sociable, mi única pasión siempre había sido la agricultura. Mis semillas, mis cultivos y mis animales eran mi mundo. Las interacciones sociales, aunque necesarias para sobrevivir en esta comunidad, eran para mí un mero trámite que toleraba lo justo y necesario
.

Por eso, durante mucho tiempo ignoré casi todo de los demás habitantes del valle del Carirá. Sus nombres, sus historias, sus familias eran para mí un misterio que no deseaba develar. Los veía cada semana pasar frente a mis tierras camino al mercado, rostros familiares que se perdían en la multitud, fantasmas sin color ni forma que se desdibujaban esparcidos por la rutina. Mis relaciones sociales se limitaban a esas fugaces apariciones semanales. Aun ahora prefiero la soledad, el silencio que me brinda mi sombrero clavado en los ojos, evitando cualquier conato de saludo que favorezca alguna interacción que rompa mis pensamientos.

Esto no presentó ninguna dificultad mientras vivían la tía Carmen y su marido, Carlos. Ellos se encargaban de las negociaciones en el mercado y de sentarse en la cerca a perder el tiempo conversando con todos los que pasaban frente a nuestra granja. Yo solo clavaba mi sombrero sobre los ojos y me volvía una planta más, sin voz y sin entendimiento. Por suerte, todos lo sabían y, a pesar de algunos graciosos, pocos trataban de hablarme.

Pero la tía Carmen ya falleció y su marido pronto encontró con quien seguir compartiendo su vida  en otras tierras. Así que, pues, me quedé solo por fin encargándome de todas las labores de la granja… y todo lo que venía con ellas. 

Solo entonces pude darme cuenta y entender. Es que tanto tiempo ver a la gente caminar por aquel camino y nunca supuse que no todos los que pasaban eran lo que parecían. 

No sé si esta capacidad que tengo, me niego a llamarlo don, es algo familiar o tiene que ver algo con la tierra que trabajo… pero el hecho es que, pues… ¡Lo diré de una!.. ¡VEO FANTASMAS!

No esos fantasmas misteriosos, o terroríficos o vengativos de los que la tía Carmen hablaba cuando yo era un crío. Los míos son diferentes, la mayoría de las veces ni siquiera están interesados en mi o en lo que hago. Tienen un comportamiento, digamos, definido y generalmente relacionado con otras personas.

Les repito, soy un solitario. Y tal vez estoy mal de la cabeza, no lo sé. Antes de quedarme solo tras la muerte de mi tía Carmen, no tenía suficiente interacción social como para saber si mi forma de relacionarme era normal o no. 

Era tan desconectado de los demás que podría haber confundido a un maniquí con una persona real. De hecho, probablemente lo habría saludado para evitar los regaños de mi tía. Así que, perdónenme si les parece una locura que no me diera cuenta que veía gente… que no era gente.

Solo cuando me vi obligado a ir más seguido al caserío, y a conocer un poco más a los vecinos, las cosas comenzaron a ponerse raras para mí. 

Recuerdo que la primera señal de que algo no estaba bien la recibí un día de mercado, negociando unas semillas. Es que, mientras negociaba, la gente se acercaba al vendedor expresándoles su condolencia por el fallecimiento de su única hija. Al parecer, tratando de cruzar el río en su última creciente, el agua arrastró a la pequeña niña y aun no la encontraban. El hombre estaba allí vendiendo sus reservas de semillas para poder seguir con la búsqueda.

Les digo, piensen lo que quieran, pero lo que me llamó la atención aquella vez no fue el sufrimiento del vendedor. Es que, como ya les dije, las personas que van al caserío pasan necesariamente por el frente de mi granja y juraría que el día anterior, como todas las semanas, había visto llegar a aquel hombre… seguido por una hermosa niña vestida de fiesta que habría jurado era su hija.

No preste más atención al hecho aquel día. Me interesaban demasiado poco las demás personas como para que el haber confundido una viva con una fallecida me quitara el sueño. Solo que a la semana siguiente el vendedor, que había prometido traer algunas herramientas en buen estado, no apareció. Según parece, unos días antes, al encontrar por fin el cuerpo de su hija, el hombre no resistió el dolor y decidió acompañar a la niña por la eternidad usando un certero escopetazo. 

Cosa extraña en realidad. Estaba seguro de que, en mi visión de la semana anterior, la niña que vi parecía hacer señas negativas al hombre con el dedo, como instándolo a no ser algo como eso… raro, o al menos así me pareció entonces. 

Desde aquel día, comencé a prestar más atención a las personas en el exterior de la cerca. Eran más de los que recordaba y muchas veces llevaban consigo a su acompañante.  

Con el paso del tiempo, al familiarizarme con los viajeros de aquel camino, pude constatar la profunda tristeza con la que a menudo cargaban. 

Extrañamente, noté un patrón en ellos. Espíritus que seguían a seres queridos a punto de fallecer. Tal y como aquella niña que, como presagiando la partida de su padre, lo acompañaba paso a paso. Este desgarrador desfile se repitió en innumerables ocasiones frente a mi granja. 

Sin embargo, los deudos, sumidos en sus pensamientos, avanzaban indiferentes a la presencia de aquellos seres etéreos que los seguían a corta distancia. En sus rostros, a veces, se entreveían expresiones alegría, de resignación, de dolor o incluso de una extraña esperanza. Gestos sutiles, miradas furtivas, como si intentaran comunicarse a través de una barrera invisible.

La imagen recurrente de personas al final de sus días me conmovía profundamente. Reflexionaba sobre la fragilidad de la vida y la inevitabilidad de la muerte. Mis propios miedos y mi soledad se agudizaron ante esta realidad. Aislado y resentido, me preguntaba una y otra vez: ¿Quién vendría a buscarme cuando llegara mi hora? ¿Habría alguien que lamentara mi partida?. 

La imagen de aquella niña, desesperada por comunicarse con su padre, se me había grabado a fuego. Me imaginaba a los otros espíritus, igual de solitarios, anhelando reconectar con sus seres queridos. La angustia de no poder comunicarse debía consumirlos. Con el tiempo, comprendí que no podía ser ajeno a su sufrimiento. 

Así, con un nudo en la garganta y el corazón encogido, decidí convertirme en su voz. A un lado de aquella cerca, día tras día, aguardaba a aquellos que llevaban consigo la presencia de sus acompañantes espirituales. No podían hablar, pero yo sí. Y así, por el resto de mi vida, me dediqué a tender puentes entre ambos mundos.

Durante medio siglo, he sido testigo de un sinfín de emociones humanas: desde las más profundas alegrías hasta las más hondas penas. En ese tiempo, casi no hubo semana en la que no me parara en esa cerca a conversar con alguien nuevo, a escuchar sus historias y compartir mis propias experiencias. Es como si esa cerca fuera un puente que conectaba a las personas, un lugar donde los corazones se abrían. Y sí, sé que suena extraño, pero les aseguro que cada conversación era única y especial. Ustedes pensaran que eso es casi un milagro pero ¿Qué quieren que les diga?, veo fantasmas.. ¿Tan raro les parece lo demás?

Esa constante interacción, ese privilegio de ser confidente, cambió mi corazón y mi alma llevándome por un camino de transformación profunda. He evolucionado hacia un oyente empático, un alma que ha aprendido a abrazar la diversidad de las experiencias humanas. Cada historia compartida ha sido una lección, un regalo que ha enriquecido mi vida de una manera inimaginable.

Sin embargo, hasta hoy, la misma preocupación me acompaño durante años. Invariablemente, los caminantes y sus acompañantes espirituales que he conocido siempre compartían un amor profundo, tanto en vida como en la muerte. 

A diferencia de ellos, yo nunca he experimentado ese amor. No recuerdo a mis padres, y mi tía, pues cumplió con alimentarme y vestirme dándome siempre lo que necesitaba, pero eso del amor, no era en realidad lo suyo. Por eso, mi mayor temor es partir solo, sin nadie que me acompañe en el camino y, la verdad, de esa manera no se adonde me llevará ese camino… ese es mi más grande temor.

Y, ese temor no ha hecho más que crecer. Siento que el fin se acerca, y es por eso que dejo por escrito estas palabras. Para que, en algún momento, el que pase por aquí sepa por qué esta casa está abandonada y qué fue de la vida de “El loco de la cerca”. Del cual ya habrá algún tiempo que no saben nada y seguramente estará esparcido por su campo sin que nadie se haya enterado. 

Dejaré este papel donde lo encuentren fácilmente, junto con las demás cosas de mi propiedad, para que el que las necesite pueda aprovecharlas.  Ya no tengo fuerzas para pararme en la cerca, así que me sentaré a la orilla de mi campo y esperaré… esperaré hasta que llegue el momento y luego, supongo que tendré fuerzas para seguir el camino.

El anciano, con la fatiga grabada en sus facciones, estampó su firma al final de la carta y la guardó en su sobre con esmero. Lo dejó sobre la cama y se dirigió a la puerta, donde la luz del sol, recién despierta, le invitaba a salir.

¡Un día radiante nos espera! – exclamó con una sonrisa.

Descendió los escalones de su hogar y se encaminó hacia el campo. Allí, junto a la cerca, lo aguardaba su rincón favorito: un sillón de madera bajo una sombrilla. Se acomodó y, con la mirada perdida en el horizonte, dejó que los recuerdos lo envolvieran.

Con los ojos entrecerrados, revivió cada encuentro tras la cerca, sumergiéndose en la misma emoción intensa de siempre. Su mente remontó el vuelo hasta aquella primera visión, el instante en que todo cobró sentido. Recordó al espíritu de la niña que le llevó a entender y, de pronto, se sintió invadido por un profundo pesar al entender que no la había ayudado. No solo por su ignorancia de aquel entonces, sino porque tuvo la certeza de que, aun conociendo la verdad, quizás no habría actuado de manera diferente. Era otro hombre entonces.

Sus ojos se llenaron de lágrimas por aquella niña y su padre. Con el corazón agobiado por la pena, intensamente pidió perdón al universo por aquel primer gran error, el cual parecía ahora venir a torturarle al final de su vida.

Un movimiento brusco lo sacudió de sus cavilaciones. Una sombra cruzó frente a él. Destellos de luz lo cegaron momentáneamente al abrir los ojos y tardó unos instantes en enfocar la vista. Allí, recostada en la cerca, estaba ella. La niña de los ojos grises, la misma que había necesitado su ayuda en el pasado. Su corazón se aceleró con fuerza al reconocerla. Le sonreía, y en esa sonrisa, él vio la luz del sol reflejada en un alma pura

Movido por la pena, el hombre solo pudo recordar lo que consideraba su deuda y con apenas un suspiro solo pudo exclamar.

¡Perdóname!.. No pude ayudarte. Y ya se terminó mi tiempo. – Dijo, mientras La sonrisa de la niña parecía hacerse más hermosa.

– Es hora de seguir el camino, y nadie me acompañará. No supe hacer que me amaran.

La niña parecía divertirse con lo que escuchaba. Extendió una mano al anciano mientras su rostro se suavizaba en una amorosa mirada que, de alguna manera, alivió las dudas y calmó las penas. Con una mano extendida hacia él, con la otra señaló a cada lado de la cerca llamando la atención del anciano.

De pronto, una multitud se materializó a lo largo de la cerca, sorprendiendo al hombre. Cada individuo, sin excepción, lo miraba con afecto y extendía una mano hacia él. En ese instante, el anciano reconoció en aquellos rostros a las personas que había conocido a lo largo de su vida y a las que había facilitado la comunicación con sus acompañantes. Todos ellos formaban parte de lo que él llamaba "la gente de la cerca".

Entonces comprendió. Los acompañantes no eran solo quienes lo amaban, sino aquellos a quienes amó con tal intensidad que forjó un lazo indisoluble. Eran las personas por las cuales se entregó desinteresadamente, buscando siempre su bienestar. Al amarlos profundamente, liberó su propia alma y creó una conexión tan íntima que los hizo uno consigo mismo.

Mira tu, como son las cosas. Pensé que nadie me quería –. Dijo el anciano, feliz, sonriendo como un chico. 

Y tomando la mano que le extendía la niña, salió al camino uniéndose a aquella multitud que le recibió en luces y armonías. 

Jamás en el mundo, les garantizo, hubo en un solo lugar mayor muestra de amor.

15 marzo, 2024

La Amistad Primero (Microrrelato)

Joven enmascarado con un violín en la mano luego de un concierto
El polvo en la pista aún no se había asentado pero la gente seguía aplaudiendo a aquel grupo de música popular. La verdad habían estado especialmente alegres en sus interpretaciones manteniendo el baile durante horas.

Sin embargo los miembros del grupo recogían sus cosas en silencio y con una extraña seriedad. Trabajando rápidamente, no perdían de vista al joven enmascarado que, en medio de la tarima, permanecía de pie con su violín en la mano y la mirada fija en algún punto más allá de la gente que les aclamaba.

Rogaban que no se materializara lo que habían logrado evitar toda la noche. Sin embargo, sus esperanzas se hicieron pedazos al ver que el joven levantó su violín y, quitándose la máscara, dio inicio a los acordes de la canción que habían pactado no tocar.

“Llego la noche fatal, noche de agonía para mi soñar,
Noche de partida. Te marchas muy lejos sin volver atrás”

Resignados, se unieron a su compañero en la interpretación del tema que sabían desataría el infierno:

"Por dios mírame, los ojos en llanto, amándote tanto me vas a dejar."

Grupo de hombres enojados
Inquietos, observaron  el grupo de hombres que atravesaban furiosos la pista, seguramente el novio y el padre de la novia con sus amigos. 

Lastima –. Pensaron –  Casi terminamos la noche sin un solo golpe. Pero, la amistad primero.

Y el baile continuó hasta que el ruido de un violín, o tal vez unas costillas, rompiéndose marcó el final de aquella fiesta de despedida de novios.








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del Mes Marzo de 2024 en



09 marzo, 2024

Un 28 de Febrero

 “Después de tanto tiempo que ha pasado, te parecerá mentira, pero no me acostumbro

El hombre hizo coro, casi en un susurro, a la vieja balada que la chica de la barra había colocado para entretener a su único cliente.

La soledad del pequeño bar parecía irrelevante para el hombre que, en silencio desde su llegada, bebía su cerveza. No buscaba celebrar ni ahogarse en alcohol, solo recordar. Pero la melodía que sonaba en el local rasgó una fibra sensible en su interior, distrayéndole de sus pensamientos.

- Otra cerveza por favor, y sirve una para ti, acompáñame a brindar.

- Hola, si estás aquí. Te hacía en la luna o más allá. Lo siento, no bebo con los clientes.

- Vamos mujer, sírvete un vaso con agua si quieres pero colabórame. Hay cosas que no debemos hacer solos… entre ellas brindar.

La chica inició un ademán para negarse pero algo en los ojos del hombre, y en la canción que escuchaban, la detuvo:

"…Cada vez se me hace más difícil, cada vez. Y es que, sin ti, Todo se quedó por la mitad."

Con gestos rápidos, la chica colocó dos vasos en la barra y rebuscó en la barra hasta encontrar una botella medio vacía.

Esta me la dejó mi padre. Si vamos a hacerlo, hagámoslo bien – dijo, mientras vertía el licor en ambos vasos. – Bien, ¿cuál es la ocasión?

El hombre miró a la chica en silencio. Necesitaría más que una tarde de miércoles para explicarle lo de aquel 28 de Febrero, seis años atrás. El día en que, de alguna manera, su mundo comenzó a hacerse más pequeño al vivirlo entre dos. De ninguna manera le bastaría la tarde para hablarle de aquellos trece meses en que el “yo” se volvió “ella” y el “mío” se transformó en “nuestro”. Eso, siendo muy minimalista, era lo que celebraba esa tarde. Seis años de haber demediado su vida colocando color a su mundo. 

– ¿Y Bien? – Le apremió la chica – ¿Bebemos?

Sip, Por los 28 de Febrero. Los que traen a nuestra vida magia y color aunque no lo sepamos hasta que sea tarde… ¡Salud!

O.k, pues, por los 28 de Febrero será, ¡Salud!

Ambos apuraron de un trago el contenido del vaso y finalizaron el ritual colocándolo boca abajo sobre la barra.

– Es hora de irme a casa – Dijo el hombre, mirando su reloj – Gracias por el brindis.

De nada, siempre hay apoyo aquí para los clientes deprimidos. Cuando quieras, regresa. 

Con tranquilidad el hombre siguió hacia la calle mientras, extrañamente, el mismo tema aun sonaba en los altavoces del local:

Siempre pensé: La vida debe de continuar. Pero, sin ti, Todo se quedó por la mitad

Ya en la calle camino a casa, pensó que esa canción habría bastado para explicar su vida a aquella chica en el bar. Después de aquel 28 de febrero, su vida parecía haber quedado por la mitad. En estos seis años, todo lo que hacía le parecía “a medio vivir, a medio sentir”, como en aquella canción. 

Sin embargo, dando un mirada atrás recordando el gesto de la chica,  pensó que aquel "regresa" tenia un tinte bastante especial y que, tal vez, este 28 de febrero también había traído algo bueno… y se prometió volver al día siguiente.


Tema de Fondo
A MEDIO VIVIR
(Franco de Vita F. Gianmarco)
Autor: Franco de Vita





13 febrero, 2024

Los dos Juanes

Juan se encontraba en el centro del patio al aire libre, presa de la ansiedad. Sus dedos tamborileaban incesantemente sobre sus piernas en un vano intento por controlar su nerviosismo. Con movimientos rápidos y furtivos, sus ojos escaneaban a los demás miembros del grupo, buscando un ápice de apoyo en la similar incomodidad que intuía en ellos. Sin atreverse a mirar atrás, podía sentir en sus vecinos la misma angustia que le atenazaba la garganta y lo mantenía atado, como si estuviera encadenado, a aquella incómoda silla de alquiler.

Observó a los hombres uniformados frente y a los lados del grupo. Su actitud pasiva, casi somnolienta, le quitó toda esperanza de que la espera terminara pronto. Evitando las demás miradas, reflejo condicionado de años de mantener un bajo perfil, fijó su vista en las rodillas y se dejó llevar por los pensamientos y recuerdos.

Lejanos se antojaban sus años mozos en la lejana Suramérica, cuando el mundo entero parecía postrarse a sus pies. En aquella época, Juan era el orgullo de su familia y un personaje entrañable para vecinos y conocidos. Todos los que le trataban lo describían con un rosario de virtudes: trabajador, amoroso, responsable, solidario, respetuoso... Su madre, a quien Dios tenga en su Gloria, lo llamaba simplemente "El Bueno de Juan", el que "se comería el mundo".

Sonriendo, Juan pensó que aquella fama era más mediática que otra cosa. Consideraba que su mayor virtud era la simpleza de su actuar: hacer lo correcto y perseguir el éxito únicamente a través del trabajo duro y la dedicación. 

Un murmullo detrás de él le sacó momentáneamente de sus cavilaciones y le obligó a mirar hacia atrás. Agobiada por la angustia y el calor, una mujer algo mayor que él yacía tendida en el suelo, siendo atendida por dos uniformados. En cuestión de segundos, dos paramédicos irrumpieron con una camilla y se llevaron a la mujer, dejando al grupo con un nudo en la garganta.

Intentando olvidar el incidente, Juan se sumergió nuevamente  en sus pensamientos. A pesar de sus esfuerzos, la economía general de su país fue un obstáculo insuperable para alcanzar el éxito que anhelaba y que su madre vaticinaba. Uno a uno, amigos y familiares fueron tomando otros rumbos para continuar con sus vidas lejos del desastre, seco de oportunidades, en el que se había convertido su patria. 

Sus habilidades le permitieron al "bueno de Juan" sobrevivir un poco más tiempo y cuidar de su madre sin necesidad de abandonar su hogar. Sin embargo, con su muerte, ya no tuvo más anclas ni opciones y sus pies emprendieron el camino que muchos de sus compatriotas habían recorrido antes que él.

Deliberadamente, eligió no recordar la travesía. Los peligros de la selva, las interminables jornadas, los mosquitos y el hambre eran fantasmas que no deseaba revivir. Flaco de cuerpo y  ánimo, pisó tierra extranjera con más resignación que emoción, buscando dar vida a las profecías de su madre. Lo que jamás imaginó, ni le habían advertido, era que encontraría un lugar donde no era bienvenido.

El “Bueno de Juan” se vio convertido de la noche a la mañana en un inmigrante no invitado, blanco fácil del odio de unos pocos y objeto de desconfianza para los demás. Juan perdió de un solo golpe la individualidad que le había valido, en su Patria, aquel apodo cariñoso. Se vio forzado a compartir el estigma de "Malo" con el que algunos trataban de agrupar a quienes, como él, solo buscaban vivir su vida en paz.

El apodo de "El bueno", que Juan había ganado con esfuerzo, se convirtió en uno de los remoquetes de los dos Juanes en que el exilio había demediado su vida. Juan “El bueno”, vivía en los recuerdos e historias de quienes compartieron su vieja vida y Juan “El Malo”, era el protagonista de las historias imaginarias malintencionadas y desinformadas que se contaban en su nuevo hogar.

Un murmullo generalizado le hizo levantar la cabeza y fijarse en el pequeño grupo de personas que subía a la tarima donde un atrio y algunas sillas les esperaban. El corazón pareció querer salirse de su pecho al reconocer a quienes llegaban. Era por fin el momento tan esperado. 

Un recién llegado habló, pero sus palabras no llegaron al cerebro de Juan. Una oleada de nostalgia lo embargó. Con anhelo, recorrió el patio buscando algo. A lo lejos, detrás de una banda azul que oficiaba de cerca, reconoció a una mujer y una pareja de jóvenes adolescentes abrazados. Sosegado, Juan sonrió y la calma inundó su espíritu. Allí estaba su nueva vida. La vida de Juan… ni el “Bueno” ni el “Malo”, solo Juan. Un hombre que había realizado el extremo sacrificio para construir un hogar y forjarse una vida según los deseos de su madre.

A pesar de la distancia, esbozó una sonrisa hacia su familia, sin la certeza de que pudieran verlo. De inmediato, su atención regresó al escenario. Se había perdido el discurso, pero justo a tiempo, se unió al grupo colocando su mano derecha sobre el corazón y recitando el juramento que, con tanta esperanza, había memorizado años atrás:

“I pledge allegiance to the flag of the…”

Pronunció las palabras con fe, anhelando que obraran como el conjuro que unificaría sus mitades "buena" y "mala" para volver a ser simplemente "Juan"... o "Jhon", como le llamaban sus ahora, oficialmente, nuevos paisanos.









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palabras Clave: inmigrante migracion xenofobia naturalizacion