ll


lunes, 26 de mayo de 2025

Una batalla numérica..

La batalla comenzó al caer la tarde. Los ejercicios de matemáticas, desplegados como tropas enemigas sobre el cuaderno, esperaban en formación, listos para el combate. Del otro lado, una combatiente solitaria, armada con un lápiz medio mordido y una calculadora veterana de mil batallas, con botones gastados y cicatrices de guerra, se preparaba para la contienda.

Las raíces cuadradas fueron las primeras en atacar, enfilando sus baterías con precisión matemática. ¡Boom! Cada radical explotaba en una nube de confusión algebraica. Los paréntesis, traicioneros como trampas ocultas, se cerraban con astucia, atrapando signos y variables como si fueran enemigos desprevenidos.

Justo cuando parecía haber un respiro, ¡zas!, los números negativos surgieron de las sombras como ninjas invisibles, torciendo ecuaciones y apuñalando signos positivos sin piedad. Las fracciones volaban como flechas, veloces y mortales, con denominadores imposibles que se duplicaban en pleno aire. Una matriz colosal se alzó como castillo inexpugnable, protegida por determinantes que rugían y se multiplicaban con cada intento de acercarse. 

Pero la mente de la guerrera —despeinada, con ojeras de guerra y alimentada solo por café y obstinación— no se rendía. Reunió fuerzas, afiló su razonamiento, y en una maniobra maestra factorizó como quien desarma una bomba. Sacó corchetes como escudos, lanzó teoremas como lanzas, y en un giro dramático, simplificó una expresión que parecía escrita por los antiguos dioses del caos.

Silencio.

Un último trazo del lápiz… y allí estaba. El resultado exacto. Brillaba sobre el papel como una espada recién forjada: "42" o "5" o lo que sea… pero CORRECTO.

Las raíces cuadradas se retiraron, los negativos se esfumaron entre líneas, y el cuaderno quedó lleno de marcas de victoria… y algunas lágrimas secas.

La batalla había terminado.

El ejercicio enemigo jamás imaginó que sería derrotado… por la estratega matemática de los hermosos ojos de noche.

domingo, 25 de mayo de 2025

El Condenado (Microrrelato)

La celda era angosta, sus muros húmedos y agrietados exhalaban un aire denso, cargado de óxido y encierro, de humanidad extinguida. Una única bombilla amarilla parpadeaba débilmente, proyectando sombras que danzaban como espectros en el silencio, apenas roto por el goteo constante de una tubería lejana: un reloj de agua que marcaba el tiempo con implacable crueldad.

Sentado en el filo del catre, el hombre sentía el uniforme naranja adherirse a su piel. Sin embargo, no era el calor lo que lo agobiaba. Era el peso de la espera, una bestia invisible y sofocante. Espera que al principio fue dolor; y que, ahora, solo era un vacío incrustado en cada fibra de su ser.

Estaba tranquilo. El miedo del principio había mutado. Ya no era un monstruo acechando desde la esquina, sino una presencia muda, sentada a su lado día tras día, recordándole lo inevitable. A veces se decía que estaba resignado. Otras, comprendía que aquella resignación era otra forma de quebrarse.

Esperar era una tortura sin látigos. Cada minuto se estiraba como una soga. Cada latido sonaba ajeno, como si su cuerpo aún ignorara la condena. No había futuro, solo un presente interminable que oprimía el pecho, obligándolo a respirar con cuidado, como si gastar aire fuera pecado.

Entonces, los oyó.

Pasos. Lentos. Decididos. Acercándose. No miró la puerta. Supo que era el final.

Por primera vez en toda esa eternidad inmóvil, deseó que llegaran rápido.

Porque lo insoportable ya no era morir. Era seguir esperando la muerte.











¿Quieres Aprender sobre Liderazgo
y otros temas?

sábado, 24 de mayo de 2025

Encuentros

Como si, en su vastedad, el tiempo dejara migas de luz para guiar lo imposible. Como si en los pliegues del azar respirara un propósito oculto. Hay coincidencias que quiebran la lógica, desobedecen las reglas del cálculo y parecen gestos deliberados de un orden secreto, una conspiración silenciosa que, en su capricho más bello, nos acerca con una precisión imposible.  

A veces, la existencia nos ofrece destellos de ese diseño oculto, tejiendo caminos invisibles que conducen los sueños hasta la orilla de lo real. En esos instantes, el azar deja de ser un accidente y se inclina con elegancia hacia un propósito, plegando el caos en formas que nos conducen, sin aviso, al milagro del reconocimiento.  

Era improbable nuestro encuentro, casi absurdo en la vasta lógica del cosmos. Como dos astros condenados a trayectorias opuestas, como sombras que jamás deberían tocarse, como dos notas de una melodía que el tiempo nunca quiso hacer coincidir. Éramos líneas dibujadas en mapas distintos, costas separadas por océanos de distancia y azares que nunca se doblegan ante los deseos.  

Pero algo, en uno de sus raros gestos de belleza, pareció desafiarse a sí mismo. Algún engranaje invisible se alteró, algún cálculo imposible quebró su ecuación perfecta, y de pronto, en el pliegue más insospechado de la realidad, allí estaba ella, en el único cruce improbable que jamás debió existir, en la grieta exacta donde el azar permitió la maravilla de conocernos.  

Los astros titubearon en su marcha errante, inclinándose con un gesto imperceptible hacia la promesa de nuestro encuentro. Las mareas, en su danza antigua, tejieron un acuerdo silencioso con el viento, que en su aliento errático supo llevar los ecos de lo inevitable.  

Todo cedió un poco, el pulso del tiempo se desvió en su mínima fracción, la luz de una estrella agonizante iluminó justo el instante en que nuestros caminos debieron cruzarse. Entre la arquitectura secreta del caos, la casualidad doblegó sus propias leyes, torciendo la vastedad en un instante exacto, en el milagro preciso de hallarla.  

Planeado o casualidad, celebro la maravilla de nuestro encuentro, el instante donde todo cedió. Las órbitas, los vientos, los caminos que nunca debieron tocarse. Como si una fuerza antigua decidiera revelarnos la verdad que escondía.  

Como quien agradece la luz después de la sombra, honro el equilibrio secreto que nos permitió encontrarnos, la precisión oculta que torció el caos hasta dar forma a este milagro. No importa si fue destino o error, si fue cálculo o capricho; lo único que sé es que en este cruce, en esta coincidencia dorada, la inmensidad se dejó comprender por un instante... Y nos miramos. 

Todo debió alinearse. Las estrellas que callan, los senderos que doblan en esquinas invisibles, los pulsos secretos del azar que vibraron justo en el instante preciso. Fue como si el orden oculto del cosmos, en un arrebato de generosidad, ajustara cada variable para que nuestras miradas se cruzaran en el único momento posible.  

Y aquí estamos, con la certeza luminosa de que lo improbable no solo es posible, sino que, cuando ocurre, es la belleza más pura que la realidad puede ofrecer. Como si el destino mismo hubiese escrito su voluntad en las órbitas celestes, sería casi una afrenta ignorarla, sería casi un pecado no quererla.  

Después de todo, si el mundo entero se dispuso a traerla hasta mí, ¿qué otra opción podría quedarme sino rendirme ante su milagro?  







¿Quieres Aprender sobre Liderazgo
y otros temas?

viernes, 16 de mayo de 2025

El Fulgor

En algún punto invisible de la mañana, el mundo dejó de girar para mí. Fue como si el aire mismo me hubiese tomado por los hombros y susurrado: ¡Mí­rala!

No hubo voluntad, no hubo decisión; solo la certeza súbita de que todo lo demás podía esperar. Allí estaba ella, leve y real, suspendida en su quietud como una nota olvidada en medio de una melodía. Y yo, obediente a ese antiguo hechizo que siempre me domina cuando se trata de ella, abandoné todo fingimiento y, disimuladamente, me rendí a su misterio. Cada gesto suyo era un murmullo, una constelación que mi mirada seguía como si en ello se me fuera el alma.

La contemplé con los ojos del amor, esos que no saben mirar sin asombro. Me extravié en la visión de aquel cuerpo pequeño, como quien admira el lujoso empaque con que la vida guarda las cosas que le generan especial ternura. Sin embargo, ella no era algo que se exhibiera, era un tesoro que se custodiaba. 

No eran solo sus formas lo que en aquel momento me atraía, sino lo que irradiaba más allá de ella: un resplandor que no se veía, sino que se sentía más que en la piel en el espíritu. Un halo sutil y poderoso que cruzó el espacio entre nosotros sin permiso, envolviéndome con una dulzura antigua, provocando en mí un temblor apenas perceptible, como si el deseo de tocarla bastara para quebrar mi mundo.

Por más que la mirara, no lograba entender cómo tanta luz podía habitar en algo tan frágil. Su pequeñez desmentía la vastedad de lo que en ella vibraba. ¿Cómo podía una estrella tan breve sostener un cielo entero? ¿Cómo lograba esa criatura menuda contener la fuerza de encender mis sombras, de doblegarme sin emitir un solo sonido? Me sentí atrapado, rendido ante una energía que no alzaba la voz, pero que todo lo movía. Y la añoré con la intensidad con que se ansían los milagros: esos que se rozan una vez, pero que ya no se olvidan. Quizá el amor sea eso: un sitio al que nunca se llega, pero donde, sin saber cómo, uno permanece.

Alguien llegó entonces, rompiendo el instante como se rompe el agua con una piedra. El hechizo se dispersó, pero ya era tarde. Ella, sin saberlo, me habitaba. Había encendido una llama que no pide permiso, que se queda en silencio a arder. Y aunque sus ojos jamás se volvieron a los míos, los míos ya la llevaban dentro, brillando con el reflejo de su luz, como si todavía la miraran.



Escúchala en el Podcast
Escúchala en Spotify
Escúchala en Ivoox




¿Quieres Aprender sobre Liderazgo
y otros temas?

martes, 13 de mayo de 2025

Instantes...

Hoy la presentí antes que verla.

Su aroma llegó primero, como un susurro antiguo que acarició mi conciencia antes de que su figura se hiciera carne. El mundo, por un instante, respiró distinto.

No hizo falta buscarla con la vista: ya estaba en mí, en la piel erizada, en el pecho vibrante. Esa presencia etérea que influye en todo lo que toca se volvió tangible en una danza floral girando en espiral, dándole vida nueva a todo lo que nos rodeaba.

Era ella, usando aquel perfume como heraldo, proclamando al mundo su presencia, ofreciéndole la oportunidad de prepararse para recibir a su reina.

Y entonces, irrumpió con la extraña fusión de un mazo y una brisa marina. Desbordándome, provocando un cúmulo de sensaciones que mi mente, rendida, dejó pasar sin intentar comprenderlas ni contenerlas.

Solo la sentí. Solo me dejé envolver por esa calidez sin nombre que abrazó mi cuerpo como un recuerdo imposible.

Era ella.

O quizá, la eternidad que venía a mí disfrazada de instante.






¿Quieres Aprender sobre Liderazgo
y otros temas?

sábado, 3 de mayo de 2025

Donde Habita lo Divino.

No sé qué tiene…
pero algo en ella me desarma,
me quiebra con la dulzura de una mirada
y me reconstruye en el mismo instante.

Tal vez sea su andar, tan leve,
como si flotara apenas sobre la tierra,
dejando tras de sí una estela invisible de paz.
O quizá su risa,
que se posa sobre el alma como una brisa delicada,
moviendo lo profundo sin perturbar la superficie.

Su cabellera rizada, larga, viva,
parece tejida por el viento y la nostalgia.
Danzando cuando se mueve,
con sus rizos guardando el eco de una canción olvidada.

Y sus ojos...
ay, sus ojos oscuros.
Son portales nocturnos que llevan,
No a cualquier rincón,
sino al centro mismo del universo.
Contemplarlos es como asomarse
al origen de todas las cosas:
al dolor primigenio,
al amor sin nombre,
al misterio que aún no hemos podido descifrar.

Hay en ella una dulzura serena,
una educación antigua,
una forma de estar en el mundo
que transforma cada gesto en plegaria,
cada palabra en acto sagrado.

Y sin quererlo,
convierte cada deseo en mandato,
sin levantar la voz,
sin siquiera pedirlo.

Su voz…
su voz es un río suave,
una melodía clara que da forma a los nombres
y los vuelve encantamientos.
¡Qué hermoso habría sido oír el mío,
pronunciado por sus labios!

Algo tiene, sí…
algo que no entiendo,
pero que reconozco como inevitable.
Una fuerza que aprisiona sin asfixiar,
que encadena sin hierro ni llave,
que transforma mis sueños
en un reino donde ella es reina y oráculo.

A veces pienso que no es de este mundo,
que es uno de los ángeles del Padre,
un vestigio del cielo caminando entre nosotros
como prueba de que lo divino
puede, de vez en cuando,
vestirse de carne.

Algo tiene…
algo que me busca,
me llama,
me atrapa y me somete.
Y no quiero escapar.

Ese lazo invisible que me une a ella,
sin nudos, sin presión, sin promesas,
es vínculo que no deseo romper.
Aunque no me tenga,
me tiene todo.


martes, 29 de abril de 2025

Una Carta sin Enviar

Para ti, que sigues siendo mi gran amiga... aunque ya no lo parezca.

Te escribo porque el silencio pesa. Porque cada palabra no dicha se  me queda entre el pecho y la garganta, reclamando un lugar donde hacerse verdad.

Te respeto y te quiero, más de lo que imaginas, por todo lo que haces creyendo sinceramente que es lo mejor para mí. Te alejas para protegerme, guardas silencio como quien ofrece refugio, levantas muros suaves e invisibles pensando que ahí, detrás, estoy a salvo. Pero no sabes, no alcanzas a ver, que esa distancia tuya me duele más que cualquier herida directa. Que tu ausencia me hiere justo donde más te guardo.

Y yo, desde este lado, me retiro también. Me callo, me escondo, creyendo que eso es lo que tú deseas y necesitas. Que desaparecer es un acto de consideración. Que no estar es otra forma de quererte. Así seguimos girando en este círculo sin salida. Tú cuidándome a tu manera, yo alejándome a la mía. Nos protegemos tanto que terminamos por herirnos. Nos queremos tanto, que olvidamos cómo permanecer sin rompernos.

Entre los dos seguimos apagando la magia. Día tras día, palabra tras palabra no dicha. Poco a poco, sin misericordia, estamos matando ese lazo que alguna vez fue luz, ese vínculo poderoso que nos permitía cruzar abismos, construir oportunidades, inventar belleza en medio del caos. Somos nosotros, no el tiempo o las circunstancias, quienes estamos dejando que la oscuridad devore lo que alguna vez nos unió.

Sin embargo, cuando pienso en ti. Cuando viene a mi mente esa mujer con los ojos color de la noche, tan hermosos como lejanos, algo en mí aún arde. Como si la amistad, incluso herida, incluso ahora, no quisiera rendirse. Como si esperara, todavía, que alguno de los dos recuerde cómo volver.

No te escribo para pedirte nada. Solo para que sepas que, aunque todo esto esté pasando, sigo aquí. Que lo que fuimos no ha muerto en mí. Y que si alguna vez decides mirar hacia adentro o hacia atrás, vas a encontrarme en el mismo lugar: firme, sincero, sin reproches… con la ternura intacta.

Con afecto,

Yo

martes, 8 de abril de 2025

Demonios

Recostado en su cama, envuelto por una oscuridad que parecía devorar el espacio, el hombre mantenía la mirada fija en un punto inexistente sobre su cabeza. Con sus sentidos agudizados por el miedo, percibía cómo el aire a su alrededor se tornaba denso, envolviéndolo en una especie de sudario invisible que comenzaba a robarle el aliento. 

Con desesperación, se atrevió a mirar a su alrededor tratando de observar el lugar en el que se encontraba, buscando la razón de su desasosiego. Su corazón golpeó sus costillas con furia al observar solo una oscuridad viscosa y opresiva, que rechazaba incluso el más mínimo destello de luz. Ni un pequeño brillo, ni el más mínimo resquicio luminoso parecían atravesar aquella improbable negrura que le rodeaba.

Con gran esfuerzo, movió sus manos, hasta ahora crispadas sobre su pecho, y se aferró con fuerza a lo que parecía ser una sábana que le cubría, buscando un ancla que le permitiera asegurarse al mundo físico, una conexión tangible con la realidad que detuviera la deriva de su cuerpo en lo que le parecía una pesadilla.

Cerró los ojos con fuerza, como si quisiera contener alguna amenaza interior, y se concentró en su respiración. Contó mentalmente hasta cuatro mientras inhalaba, sintiendo el leve ascenso de su pecho, y luego exhaló lentamente, contando hasta seis, tratando de expulsar la opresión que lo asfixiaba. Repitió el ciclo un par de veces, como un mantra silencioso en la negrura, sintiendo como, con cada exhalación su corazón se calmaba y el aire fluía mas fácilmente en sus pulmones.

Más calmado, aguzó el oído, intentando identificar el murmullo habitual de una casa, una calle, algo que revelase un mundo físico a su alrededor. Intentó al menos percibir el leve movimiento del aire sobre su piel, la sutil diferencia de temperatura en distintas zonas de la habitación. Nada. Era como si el espacio a su alrededor se hubiera vuelto estático, inmóvil, como si el propio aire hubiera contenido la respiración.

De pronto, algo cambió. No fue un sonido, ni un movimiento visible en la negrura absoluta. Fue una sensación, una punzada fría que se clavó en la base de su nuca y se extendió por toda su espina dorsal. Sintió que el aire a su alrededor se condensaba, como si una presencia invisible hubiera llegado, desplazando la quietud con su existencia. La certeza lo invadió como una ola helada: ya no estaba solo. 

Una presión sutil se posó sobre su pecho, no el peso conocido de la ansiedad ya controlada, sino algo externo, malévolo, que se había acomodado a horcajadas sobre él. Un escalofrío recorrió su cuerpo, un terror primitivo, instintivo, que le gritaba peligro. Intentó moverse, pero sus músculos estaban agarrotados, paralizados por un miedo que trascendía lo racional. Era como si una fuerza invisible lo mantuviera inmovilizado, disfrutando de su creciente angustia. 

Sintió un ligero cambio en la temperatura cerca de su rostro, un aliento helado que no era el suyo. Un hedor sutil, casi imperceptible, rancio y antiguo, envolvió sus fosas nasales.  Sintió como aquel ser invisible se inclinaba sobre él, y en lo más profundo de su mente, escuchó estas palabras:

"Soy la carta escrita que nunca se envió,
el suspiro escondido que nadie adivinó.
Soy mirada anhelante que no encuentra eco,
el puente invisible al huidizo afecto.
Soy ofrenda silente en un altar vacío,
el canto sin aire en un silencioso nido.
Soy la espera constante de la mirada ajena,
la flor solitaria que a nadie serena.

 .- ¿Quién soy? Falla, y cada noche vendré a devorar lo poco que queda de ti… acierta y serás libre.

Con las garras de la ansiedad intentando asfixiarlo una vez más, una claridad inesperada floreció en el interior del hombre. El acertijo de aquel demonio invisible, en vez de enigma desalentador, resonó en su mente con una tonalidad diferente, despojado de su veneno.

Es que, en aquel momento, el hombre recordó. Recordó al viejo enemigo que, noche tras noche, sin falta acudió a torturarle en sus pesadillas, a recordarle lo que había perdido, a destruir lo poco que quedaba de su espíritu tratando de atarlo definitivamente en aquella oscuridad y evitando su reconstrucción. Noche tras noche había venido. Y, noche tras noche, aquel demonio había ganado.

Pero aquella noche sería diferente.

Con voz firme, nacida de la profunda e inconsciente cicatriz de incontables noches de ansiedad, el hombre respondió. Las palabras, meditadas en secreto durante breves respiros de vigilia, se alzaron firmes en la negrura de su pesadilla: 

- ¡Te llamas desamor... y ya no tienes poder sobre mí!

Al pronunciar la última sílaba, una cálida oleada de energía recorrió su cuerpo, liberándolo de la opresión en su pecho y la rigidez que hasta ahora habían atenazado sus músculos. Las sombras a su alrededor se replegaron, perdiendo su forma amenazante. Sintió cómo los lazos invisibles que lo ataban se rompían, liberándolo de su yugo… aquel demonio invisible, ya no estaba.

Abrió los ojos. La oscuridad había desaparecido y reconoció nuevamente su habitación. Una luz suave se filtraba a través de las cortinas y el brillo de  un nuevo amanecer inundaba el espacio, tiñendo las paredes de tonos rosados y naranjas. Una promesa vibrante de un nuevo comienzo.

Por la puerta de su balcón, los primeros rayos del sol dibujaban un horizonte de esperanza, anunciando un nuevo día… un nuevo comienzo libre de cargas. Ahora, era libre. 







¿Quieres Aprender sobre Liderazgo
y otros temas?

domingo, 2 de marzo de 2025

La papelera (Microrrelato)

La papelera, abarrotada, negó refugio al papel arrugado que voló hacia ella, dejándolo caer al suelo junto a media docena más de hojas maltratadas. Las hojas caídas, junto a las que colmaban aquel depósito de fracasos, daban mudo testimonio de la sequía creativa que consumía al hombre sentado frente al escritorio.

El desastroso estado de su cabello y barba, así como la camisa desabotonada y arrugada, combinaban con los vasos de café vacíos y los platos sucios que lo rodeaban. Juntos, componían un cuadro que proclamaba con elocuencia las largas horas que había consagrado a aquel arduo menester. 

Con la cabeza entre las manos, el hombre escrutaba su cerebro buscando entre sus recuerdos un destello de la musa que le devolviera las palabras perdidas. Pero solo encontró el vacío. 

Había ofrendado cada ápice de su ser, alma y corazón, construyendo un universo de devoción para aquella mujer que había sido su todo. Y aquel universo, aquel mundo mágico, se desmoronaba por la falta de atención, ignorado por aquellos hermosos ojos del color de la noche que lo alimentaban. 

Con el dolor en los ojos, leyó la única línea en el papel sobre la mesa: 

Yo la amaba

Con desesperación arrugó el papel y lo arrojó al cementerio de tristezas en la papelera al fondo… y escribió en una nueva hoja

Ella eligió. Yo no supe hacer que me amara

y colocando nuevamente la cabeza entre sus manos, escrutó su cerebro, tratando de encontrar la musa que había perdido…










¿Quieres Aprender sobre Liderazgo
y otros temas?

martes, 4 de febrero de 2025

El Baúl: Una historia de Piratas

Sentado en el piso de su camarote, apoyando la espalda en la pared, el hombre estudiaba atentamente la herida en su pierna. Con cautela derramó sobre la carne lacerada de su pantorrilla media botella del horrible destilado que, a falta de otro recurso, había utilizado hasta ahora como antiséptico.

No sintió dolor alguno. Con aprensión, oprimió los bordes de la herida. Un líquido oscuro y fétido brotó a la superficie, revelando trazos de sangre coagulada. Un olor nauseabundo invadió sus fosas nasales, confirmando lo que ya era evidente: la infección se había extendido.

Sin preocuparse demasiado, el hombre envolvió la pierna herida con un trapo limpio, asegurando el rustico vendaje con un nudo apretado. Para finalizar la cura, después de darle un largo trago, empapó la tela con el aguardiente restante. 

Poniéndose de pie sin dificultad, pensó para sí:

Al menos ya no duele, y aun responde.

Ja –. Rió, mientras le daba a su pierna herida un par de golpes cariñosos con la palma de su mano

Ahora si me convertiré en un verdadero Pirata a la antigua, con pata de palo y todo.

Un Golpe fuerte y seco en el exterior le sacó de sus cavilaciones. Cauteloso, el hombre se pegó a una pared del camarote y, sin pensarlo, echó mano de una pistola hasta ahora oculta en su cintura apuntando con mano firme hacia la puerta.

Ya lárguense,  o nos vamos a morir todos –. Gritó hacia el exterior.

No moriremos todos, Capitán –. Obtuvo como respuesta. 

Solo usted, y tal vez uno o dos de nosotros nada más. Pero, si entrega lo nuestro, viviremos todos

No tenía esperanzas de entendimiento con sus enemigos. Sabía exactamente quienes eran, los había comandado durante casi veinte años. Juntos se habían ganado el nombre de “Piratas” estableciendo su régimen de terror en todo lugar donde su barco pudiera llegar.

Un régimen del que nadie escapa, ni siquiera el Capitán Pirata, el más temido de los mares. Él, que había desafiado a la muerte tantas veces, también se vio atrapado. Sabía que no había escapatoria, pero aun así, lo había intentado.

Trató de comprar su retiro con las riquezas que había resguardado en aquella isla desierta. Sacos de oro y joyas, producto de la rapiña, y que sus compañeros se repartieron vorazmente impulsados por la codicia. Pero no fue suficiente. Sabían que su capitán se había guardaba algo para sí, tan valioso que había entregado todo lo demás solo para conservarlo. 

No lo permitirían; si osaba abandonarlos, no se llevaría nada.

Tuvo que huir hacia su barco, cargando consigo aquel baúl que sus antiguos compañeros codiciaban, seguros de que su valor superaría todas las riquezas en la isla. Se había atrincherado en su camarote escudándose tras el miedo que sabía  infundía, un miedo alimentado por su leyenda. Pero la tregua había terminado. Sus enemigos, decididos, lo cercaban, listos para acabar con él.

Un golpe brutal reventó la puerta del camarote, astillándola en mil pedazos. Sus enemigos irrumpieron disparando a ciegas, desatando un infierno de humo y balas que resonó durante minutos hasta que el silencio volvió a reinar en el ambiente.

Tres atacantes quedaron en medio de la habitación y, contra la pared, con una sonrisa congelada en el rostro, yacía el Capitán Pirata que quiso comprar su destino. Los sobrevivientes, ajenos al horror a su alrededor, rodeaban al baúl con el rostro descompuesto por la codicia. 

Con mano temblorosa, un marinero, corpulento y tosco, empuñó su pistola y golpeo la cerradura varias veces hasta hacerla saltar. Un sutil clic, imperceptible por los emocionados observadores, surgió del baúl en el instante en que la tapa se abría, exponiendo el ansiado contenido.

Con el rostro demudado por el pánico, los hombres se apartaron bruscamente del baúl al identificar su contenido: un conjunto de pequeños cilindros cubiertos de un polvo grisáceo. Aquello era inconfundible, el último vestigio de los explosivos que utilizaban para atacar y saquear navíos. En cantidad suficiente para enviar a pique diez barcos como aquel en el que se encontraban, y un mecanismo de relojería cuyo conteo regresivo estaba a punto de culminar.

Con cara resignada el marinero corpulento miró a los demás y, casi jocosamente, expresó la verdad que acababa de comprender:

El puto capitán nos jodió al final  

Un clic y un chispazo en el baúl, se llevó al otro mundo la respuesta de sus compañeros.

En la Isla, unos ojos hermosos, color de noche, parpadearon ante la gigantesca explosión que hizo volar en pedazos aquel barco pirata. Un par de lágrimas se deslizaron por la mejilla de la mujer que observaba el final de aquella historia, revelando la tristeza que le atenazaba el corazón. Sin querer ver más, con esfuerzo, obligó a su menudo cuerpo a descender por el risco escarpado y rápidamente se dirigió a la playa donde un pequeño bote le esperaba. Con una fuerza impensable para su baja estatura, la chica empujo la embarcación hacia el agua, extendiendo la vela con habilidad y adentrándose en el mar con destino desconocido. 

Sin mirar atrás, sus pensamientos se centraron agradecidos en los momentos vivídos con aquel hombre que había sido su mundo. El hombre que había hecho el sacrificio supremo por su seguridad. El hombre que, hasta el último aliento, la había llamado “Su Tesoro” y gracias al cual, ahora era libre.






Aporte para el reto
del Mes Febrero de 2025 en


¿Quieres Aprender sobre Liderazgo
y otros temas?

domingo, 19 de enero de 2025

La Cornisa

Como si de mil agujas de hielo se tratara, el viento flageló el rostro cansado del hombre cuya espalda, ajena al suplicio, permanecía pegada a la abrupta pared de roca. El tiempo se había desdibujado desde su caída por el precipicio que, en la mañana, había atraído su mirada con irresistible curiosidad. Sin embargo, el sol, en su lento declive, le confirmaba una estancia de más de diez horas bajo la brisa marina y el implacable frío.

La estrecha cornisa que, milagrosamente, le había ofrecido un respiro en su caída al vacío, poco a poco redujo su eficacia a medida que el cansancio se apoderaba de su cuerpo reduciéndose a un exiguo lecho de piedra bajo sus pies entumecidos. Desde aquel instante en que quedó suspendido entre el cielo y el mar, la inmovilidad se había transformado en una tortura silenciosa de calambres, recuerdos y pensamientos fatalistas, mientras el aliento helado del océano le empapaba y le envolvía en una soledad implacable.

Es que la euforia y la adrenalina iniciales, que le permitieron aferrarse a la cornisa, se habían disipado poco a poco, dando paso a una profunda impotencia y a la sombría certeza de un final ineludible. Sabía que sus piernas, exhaustas, pronto cederían bajo el peso de su cuerpo, y la negrura abisal que se abría metros abajo lo engulliría para siempre.

Sin embargo, a pesar de todo, el hombre plantaba cara desafiante al viento resistiendo su embestida con terquedad. Solo el reflejo involuntario de sus párpados le impedía abrir los ojos y mirar de frente la furia que lo azotaba. Pero su postura, tensa aunque inmóvil, revelaba una entereza inquebrantable. La inmovilidad forzada no había mermado su espíritu; en su mente, refugio inviolable durante las últimas horas, cada etapa de su vida había sido minuciosamente revisada. Cada decisión, cada triunfo y cada derrota fueron sopesados bajo el rugido constante del océano… y, en la balanza final, su vida se le había revelado provechosa.

Estaba listo para partir y por más que gritara y rugiera, ni siquiera el océano, con todo y su furia le vería derrotado.

Solo había algo. Algo que, de cierta forma, se convertía en el cabo suelto que su vida reclamaba y que, llegada lo que consideraba su la hora, le hacía aferrarse con obstinación a aquella cornisa. Y, cosa extraña, aquel algo tenia hermosos ojos y un precioso cabello oscuro que reflejaba físicamente la rebeldía e indomabilidad que alimentaba el espíritu de su dueña.

Y es que aquel ángel con ojos de noche se había convertido para el hombre en un desafío mucho mayor que esa cornisa que, por el momento, se había convertido en su incomoda aliada. Se había prendado de su dulzura, de ese candor elemental que la hacía mirar al mundo en colores aun cuando el mundo se empeñaba en mostrarle a veces sus peores grises y ocres.  Había unido su corazón al de ella con tal fuerza que, por instantes, parecía latir exclusivamente al compás del suyo..

Una ráfaga de viento, más intensa que las precedentes, desprendió esquirlas de roca que, al impactar sobre su cabeza, lo arrancaron de sus cavilaciones. Maldiciendo en silencio, intentó apoyarse en una sola pierna, mientras movía la otra en un vano intento de aliviar el dolor punzante que le atenazaba las pantorrillas. Si el mar reclamaba su vida, tendría que arrebatársela con violencia. Él resistiría hasta el último aliento… 

¡Que cosas! –. Pensó, intentando esbozar una sonrisa. Aquella chica le había infundido ánimos y renovadas esperanzas cuando se tambaleaba al borde de los abismos metafóricos de su vida. Ahora, frente a este abismo real, oscuro y amenazante, solo su recuerdo ejercía el mismo poder. Apenas la evocación de aquellos ojos hermosos, mirándolo con cariño, bastaba para insuflar aliento a su espíritu exhausto.

Volviendo a afirmarse con ambos pies en la cornisa y aferrándose con los dedos a la áspera pared que lo respaldaba, se sumergió de nuevo en los recuerdos de la muchacha. Si su destino era caer, lo afrontaría abrazado a la belleza de esos pensamientos, no atrapado por los ecos del miedo y el dolor.

Se había prendado de aquella chica, había hecho todo por ella convirtiéndola en el centro de su vida…pero nunca se había atrevido a intentar llegar con ella a algo más que una “Sincera Amistad”. No por miedo a un rechazo, había tenido suficientes en la vida como para aprender también  a valorarlos. Su temor más grande con aquella chica, algo nuevo para él, era el no ser suficiente para ella. No ser digno de esa maravilla que el padre había puesto a su alcance y no tener lo necesario para ayudarla a crecer a su lado. Condición esta última,  esencial para merecer siquiera rozar su mano.

Apabullado por ese gran temor, tuvo que sufrir el verla sonreír a otros con amor, consentir sus pasos a su lado y prodigarles el brillo de esos ojos de noche que tanto amaba. Tuvo que presenciar cómo otros velaban por ella, mientras él se consumía en el anhelo de abrirle el mundo y conducirla de la mano para que se proclamase su dueña.

Y ahora, al final, ese gran temor se le antojaba el último reclamo que se le haría en el juicio póstumo de su vida. Nunca sabría si el miedo le evitó la decisión de su vida o, lo que es peor, de la vida de aquel ángel hermoso. Tenía muchas cosas que enseñar, mucho que dar y de alguna manera aquel miedo pudo haberlo evitado. 

Un dolor súbito y agudo en la pantorrilla derecha, mucho más fuerte que los anteriores, le arrancó un grito de dolor. Apoyándose con dificultad en el pie izquierdo, intentó aliviar la presión sobre la pierna dolorida, buscando inútilmente un respiro, aunque fuese fugaz. Esta vez el intenso dolor persistió. Enderezándose con esfuerzo, abrió los ojos al horizonte oscuro, dominado por el rugido ensordecedor de las olas… El final se acercaba; sus fuerzas no resistirían mucho más.

Con determinación, elevó los brazos rectos, trazando con ellos el contorno de la pared hasta adoptar la forma de una cruz, en un gesto que evocaba la fe de sus padres. Decidido a que el miedo y la desesperación no marcaran su final, invocó en sus pensamientos las más hermosas imágenes de su ángel de los ojos de noche, invocando la paz y belleza de espíritu que siempre hacían aflorar en su alma. Como última elección, cruzaría al otro lado en las alas del amor. Era su derecho.

Encomendándose a la divinidad,  desbalanceó su cuerpo inclinándose hacia el vacío… iniciando el camino a la eternidad. 

Un impacto brutal lo estrelló contra la cornisa, deteniendo su caída en el último instante. Apenas consciente, sintió una presión sorda, de algo grande y pesado, que lo aplastaba contra la pared rocosa, mientras un clamor confuso y luces cegadoras descendían desde la cima del acantilado, el mismo punto desde donde se había precipitado.

Desorientado, notó el súbito tirón de una cuerda que se apretaba alrededor de su torso, y una voz, desgarrándose la garganta, resonó cerca de su oído, luchando contra el estruendo del oleaje:

¡Calma! ¡Estamos aquí! ¡Te pondremos a salvo! ¡Vamos a subirte!

Casi sin enterarse, el hombre fue izado lentamente hasta alcanzar terreno seguro. Un equipo de rescatistas, después de horas de tensa labor, había urdido y ejecutado un arriesgado plan para rescatarlo. El estruendo incesante de las olas le había ocultado su presencia desde su precaria atalaya, metros más abajo, pero la arriesgada maniobra había culminado, afortunadamente, con éxito.

Dentro de una ambulancia, con ropa seca y arropado con una cobija térmica, el agotado hombre no podía dejar de ver el teléfono con el que la chica que había curado sus pies pasaba el reporte médico a sus superiores. Aun no comprendía completamente lo que había ocurrido y aquella situación le parecía irreal. Aun esperaba, en cualquier momento, sentir el agua del abismo en la cara y seguir su camino al otro lado.

Sin embargo, solo había una manera de convencerse de que aquello era real… 

¿Me lo prestas? –. Dijo a la chica, señalando el teléfono que acababa de dejar.

Ya con el Móvil en la mano, lo observó por un rato hasta que, decidiéndose, marcó rápidamente un número y se lo llevó al oído. Su cara de preocupación se ilumino al escuchar que alguien contestaba.

Hola, soy yo. ¿Cómo estás?. – Más calmado al escuchar aquella voz, se sentó en la orilla de la camilla y siguió la conversación. – Pues la verdad, si estuvo interesante el paseo, observé las olas muy de cerca

Mientras conversaba, pensó que se le había dado una segunda oportunidad y que no podía desaprovecharla. Así que, sin pensarlo dos veces, se lanzó 

Oye, te invito a cenar, necesitamos hablar…. Pues para comenzar, que dejes al novio ese que tienes y te vengas conmigo. Tengo mucho que compartir contigo… ¿Qué cosas?, Pues, por ejemplo, el mundo si lo quieres..

Y así, aquella cornisa, aquel borde en el acantilado, se erigió en una metáfora divisoria de su vida, trazando una línea nítida entre el antes y el después de la aceptación de su destino.


jueves, 9 de enero de 2025

Bhekisizwe (Microrrelato)

Bajo la sombra de aquel baobab, el anciano Bhekisizwe, sentado abrazando sus rodillas, contemplaba a su aldea extendiéndose a sus pies. Con tristeza, evocó sus años de ingane, cuando comenzó su leyenda al vencer chacales que lo superaban en número, tamaño y fuerza. Aún se contaban las historias del niño guerrero que, al hacerse hombre, había traído honor y gloria a su gente.

Pero todo aquello era ahora distante. Su tiempo parecía agotarse, y nadie reclamaba ya su ayuda o consejo. Una vida de victorias parecía reclamarle ahora su rendición y aparente inutilidad.

Un movimiento repentino lo distrajo de su introspección. Un grupo numeroso emergía de su aldea avanzando hacia él. Con el corazón palpitante reconoció a su hijo mayor, el actual induna, y al consejo de ancianos liderado por su propio padre. Seguidos por el resto de los aldeanos entonando un cántico jubiloso.

El grupo guardó silencio ante Bhekisizwe, quien, consciente de la importancia de la comitiva, se puso en pie. Su hijo y su padre, majestuosos y orgullosos, extendieron sus manos proclamando:

— Bhekisizwe Ndlovu, te invitamos a ocupar tu lugar en el consejo de ancianos. ¡Por los ancestros!

Con el pecho henchido de orgullo, respondió:

¡Por los ancestros! Acepto mi lugar en el consejo.

Así, entre aclamaciones, la aldea entera lo acompañó hasta su merecido puesto entre ellos.

Sin detenerse, el anciano dirigió una última mirada al viejo baobab dejando allí sus dudas. Seguro y fortalecido, siguió luego el camino de un nuevo capítulo en su extraordinaria vida.






Aporte para el reto
del Mes Enero de 2025 en
(Un micro de máximo 250 palabras en torno a la vejez y sus desafíos)