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lunes, 18 de agosto de 2025

Donde late Distinto

A veces el corazón se queda fijo,
mirando largo rato hacia el mismo lugar,
como quien espera que algo se revele entre la niebla.

Pero allí, donde insiste la mirada,
no hay nada.
Ni un destello mínimo,
ni una sombra que sugiera movimiento.
Solo bruma, quietud,
y una puerta tras la que se esconde un espacio hueco.

Tanto tiempo golpeando,
esperando que el eco se vuelva voz,
que olvidó mirar el marco:
sin huellas, sin calor, sin historia.
Como un farol encendido frente a un campo desierto,
gastando su luz en una dirección sin respuesta.

Cansado de tanto insistir,
el corazón se escucha a sí mismo:
“ya basta de mirar allí,
ya basta de esperar donde nada nace”.
Porque incluso la niebla, cuando se contempla demasiado,
empieza a parecer promesa.
Y no lo es.

Entonces llega el momento en que el silencio ya no es pausa,
sino respuesta.
Y el vacío ya no es misterio,
sino frontera.

Sin dramatismo, sin estrépito,
el corazón se gira.
No hacia el olvido,
sino hacia lo que sí respira:
una hoja que cae con intención,
una brisa que roza sin urgencia,
una presencia que no reclama ser vista.

Allí, en lo que no se esperaba,
algo comienza a encenderse suave,
como un calor que sostiene desde dentro.
No es lo que buscaba,
pero es lo que lo sostiene.

miércoles, 13 de agosto de 2025

De Molinos y Quimeras: La Verdadera Desgracia de Don Quijote

"La desgracia de Don Quijote no fue su fantasía, sino Sancho Panza"
(Franz Kafka)

En la llanura polvorienta, bajo el sol implacable de La Mancha, un hombre cabalgaba. Don Quijote, lanza en ristre y armadura oxidada, perseguía gigantes que solo él podía ver. Su mente, laberinto de libros de caballería, era un reino propio donde lo ordinario se volvía épico: cada molino, un gigante de brazos amenazantes; cada venta, una fortaleza; cada humilde campesina, la princesa del Toboso. En esa locura ardía su libertad, una llama tan intensa que el mundo real palidecía ante su brillo.

Pero su tragedia no fue soñar, sino escuchar siempre el eco áspero de la realidad, un peso de carne y hueso que lo anclaba a la tierra. Ese eco tenía nombre: Sancho Panza, compañero inseparable, pragmático y hambriento, que veía posadas donde su señor veía castillos, fatiga donde él encontraba aventuras, y labradoras donde él soñaba doncellas.

Sin embargo, Sancho no era solo la cadena: era el testigo. Reflejaba la verdad que Quijote intentaba ignorar y, sin darse cuenta, se contagiaba de su locura, elevándose por encima de su hambre para convertirse en cronista de lo imposible. Gracias a él, la fantasía se inscribió en el mundo y dejó huella.

Es que toda leyenda necesita un narrador. Necesita a alguien que, aun sin comprender del todo, camine a su lado. Así, la fantasía de Don Quijote no fue solitaria: fue una aventura compartida, cuyo eco persiste en quienes, alguna vez, han sabido ver gigantes donde otros solo vieron molinos.

La desgracia de Quijote fue Sancho, sí… pero también su mayor fortuna.

lunes, 11 de agosto de 2025

Al abrigo del Padre, permanecemos.

Hay días en que el mundo parece inclinarse, como si el suelo perdiera por un instante su firmeza. El viento cambia de rostro, los caminos se desdibujan y el tiempo se vuelve un espejo borroso. En ese vaivén incierto, una voz suave late en el fondo del pecho y nos recuerda el rumbo.

Y caminamos.

A veces con pasos firmes, otras con temblores en las rodillas, pero siempre hacia adelante. Sembramos con manos limpias, con intención clara. Y aunque la lluvia tarde o el sol se esconda, confiamos en que la cosecha llegará: no por azar, sino por justicia.

Los cambios se ciernen como tormentas que parecen quebrarnos; los vientos contrarios nos retienen y nos hacen dudar de la estabilidad del terreno. Sin embargo, prevalecemos. No por fuerza propia, sino por la luz que nos habita. Somos guerreros del espíritu, los que enarbolan las banderas del Padre, los que avanzan no por lo que ven, sino por lo que creen.

El Padre nos inspira, nos impulsa, nos fortalece. Nos da la resiliencia para transformar las circunstancias y surgir victoriosos desde los escombros de viejos contextos, con una fe que no se rinde y una esperanza que no se apaga.

Nuestra esperanza no nace del optimismo vacío, sino de una certeza profunda: el Padre nos sostiene. Él ve más allá de lo que entendemos, no se confunde con apariencias ni se limita por calendarios. Es la fuente de todo bienestar, el refugio que no falla, el origen de cada promesa que florece en su tiempo.

Por eso no dependemos de títulos ni de puestos, ni de lo que una situación específica nos provoque. Nuestro éxito no se mide en ascensos ni en aplausos, sino en la paz que sentimos al hacer lo correcto, en la quietud que nos envuelve cuando hemos sido fieles a lo que Él nos pidió.

Los cambios no nos quiebran: nos enseñan, nos afinan, nos revelan más de lo que somos.

Y si alguna vez dudamos, que sea solo para recordar que la esperanza no es ingenua: es valiente. Que la fe no es ciega: es sabia, como quien avanza en la noche guiado por la forma invisible del amanecer. Que la resiliencia no es dureza: es ternura que se niega a rendirse.

Todo saldrá bien. Porque el Padre es fiel. Porque su voluntad es buena. Y nosotros permanecemos: con fe, con certeza, con una esperanza que no se apaga.

sábado, 9 de agosto de 2025

Hoy Elijo Quedarme

La he pensado en silencio, como quien escucha una melodía que no necesita descifrar.

En su forma de querer: como si caminara descalza entre fragmentos de luz, sin ruido, sin prisa, sin promesas. En sus silencios, que no son ausencia, sino un manto que la abriga, una coraza que la custodia.

No sé qué sombras la llevaron a construir sus muros: quizá inviernos largos, quizá manos que apretaron sin sostener. Tal vez solo el oficio de resguardarse sin desvanecerse. Aprendió a protegerse, y en esa protección hay una belleza callada, no distante, tejida con cuidado. Un refugio para lo que aún tiembla.

A veces no supe leerla. Buscaba antorchas, palabras o acciones que dijeran “te veo”. Cuando no llegaron, me dolió. Me dolió como un silencio que espera un murmullo y solo halla eco. Entonces me fui, varias veces. No por falta de amor, sino por falta de mapa. Porque soy hombre de senderos claros, de certezas que se nombran.

Pero ella, sin saberlo, me enseñó que el amor también encuentra su rumbo en la penumbra; que a veces hay que quedarse aún sin brújula, sin eco, sin garantía. Ella danza en la penumbra donde yo busco luz, y en esa danza he aprendido a amar lo que no se nombra.

Hoy lo entiendo. Y desde esa comprensión nace mi promesa: no quiero cambiarla ni que se acerque a mi manera. Quiero ofrecerle un lugar donde sus pausas no pidan disculpas,
donde su independencia no sea fría, donde su tiempo no despierte dudas.

Quiero ser un refugio que no encierra, una raíz que sostiene sin invadir, una presencia que abraza sin exigir. No quiero derribar sus muros: quiero permanecer como fortaleza en la que su corazón repose . Seguro y sin demandas.

Hoy elijo quedarme: ser luz que no reclama llegada, ofrecerle mi abrigo sin deuda. Ser apoyo que no ahoga la flor, cimiento que acompaña en silencio, mirada que no teme su vuelo.

Puede que no me ame como yo a ella. Aun así, ella merece ser amada. Y yo merezco amar a alguien como ella: alguien que me obliga a ser más paciente, más hondo, más verdadero. Aunque nunca me elija como puerto.

Y si algún día también decide quedarse, aunque sea solo por un tiempo, aunque tiemble al llegar, yo estaré aquí: firme, sereno, listo para sostenerla sin ruido y amarla sin medida.

Y si no, pues seguiré andando,
con el amor como guía y la certeza de que la vida guarda auroras que aún no he visto.

jueves, 7 de agosto de 2025

Confía en Él, la Fuente

Cuando todo tiembla, el suelo bajo tus pies, el corazón en su latir incierto, y el mundo parece deshacerse en sus propias dudas, hay una voz que permanece. No se quiebra, no se apaga. Es la voz del Padre.

No grita ni exige; susurra con firmeza, como un río que murmura entre piedras pulidas, fresco y claro, arrullando el silencio, constante, eterno, aunque nadie lo contemple. Es esa voz la que sostiene el alma cuando las fuerzas se agotan, cuando las respuestas no llegan y las puertas parecen cerrarse.

Y es entonces, cuando el peso de la incertidumbre amenaza con hundirte, que más necesario se hace confiar.

Confía. No porque el camino sea claro a tus ojos, sino porque Él lo ha trazado con un propósito que trasciende tu mirada. No porque el día sea fácil. Cada hora descansa en sus manos, manos que nunca tiemblan, que no conocen el cansancio.

En su mirada no hay sombra de incertidumbre, y en su voluntad no hay error. Él es la fuente, no el reflejo. El origen, no la consecuencia.

Todo lo que sana, eleva y es bueno brota de Él, como la luz que no pide permiso para amanecer, sino que irrumpe, dorada y tibia, sobre los campos dormidos.

No hay bienestar que no encuentre su raíz en su amor, ni paz que no florezca desde su misericordia, como un refugio abierto a todo corazón que busca.

Por eso camina, aunque la niebla cubra tus pasos. Descansa, incluso si las respuestas se esconden en el silencio. Porque confiar en el Padre no es cerrar los ojos, es abrir el alma.

Es saber que si Él es la fuente, nunca faltará el agua. Jamás escaseará el pan. Siempre habrá consuelo.

Y si alguna vez dudas, recuerda: no es tu fuerza la que te sostiene, sino la suya, un amor que no se agota.

En Él, todo es posible. Porque Él no solo da vida… Él es la vida: el latido eterno que respira en ti, y en todo lo que respira.

martes, 5 de agosto de 2025

El Universo Susurra en una Mirada... ¡Entrada 100!

Cien entradas después, no hay fanfarria. Solo una certeza suave: que lo más profundo ocurre en silencio. Esta es una celebración sin ruido, un homenaje a lo invisible, a lo que se revela cuando estamos atentos. Hoy, el universo no gritó. Solo susurró. Y lo hizo en una mirada.

El día despertó sin alardes, como si supiera que lo extraordinario no necesita anunciarse. No hubo señales visibles, solo una brisa que rozó distinto, una luz que se demoró en la esquina de mi ventana, el canto suave de las aves que parecían susurrar algo sagrado. Lo sentí antes de entenderlo: una vibración leve, como si el cosmos respirara más cerca de mí.

Guiado por esa certeza sutil, comencé el día con una chispa de esperanza. Estaba envuelto en la rutina, sí, pero con el alma abierta. Había en mí una búsqueda callada, una necesidad profunda de encontrar algo que estuviera a la altura de este número: cien. Quería una verdad que tocara fondo. Anhelaba una belleza que no necesitara explicación. Buscaba una grieta en esa rutina que me hablara sin voz. Algo que celebrara... sin ruido.

Y entonces, sin aviso, ocurrió.

En un segundo, el mundo exterior se desvaneció, dejando solo el eco de mi alma. El tiempo pareció inclinarse, como si el día girara hacia un centro secreto. El aire se volvió más denso, hecho de memorias antiguas. Las sombras adoptaron forma de deseo, y la luz comenzó a brotar desde adentro.

Todo era distinto.

Mis pensamientos se volvieron espejos, reflejando paisajes que siempre llevé dentro. El corazón, ese animal que a veces duerme, despertó con un temblor suave, como si alguien lo hubiera llamado por su verdadero nombre.

Fue un instante suspendido, como si el reloj se hubiera detenido para dejar paso a la eternidad. Una caída sin vértigo. Una revelación sin palabras. Una epifanía que lo abarcó todo. Una mirada.

En esa mirada, todo se alineó.

Y entonces lo supe. Justo hoy, cuando buscaba algo que honrara este umbral, el infinito me lo entregó sin ceremonia: me regaló el momento de mirarme en esos ojos negros, ojos que parecen guardar galaxias, con pestañas que tiemblan como alas de un pájaro nocturno.

Esos ojos fueron mi respuesta, mi refugio, mi verdad. En ellos encontré todo lo que no sabía que buscaba: la profundidad, el misterio, la celebración.

Y también una promesa.

Una promesa sutil pero luminosa: que la vida, incluso en su forma más silenciosa, guarda instantes capaces de despertarnos por completo. Que basta estar presentes, atentos, con el alma dispuesta, para que el milagro ocurra. Que en medio del paso de los días, existen encuentros capaces de devolvernos a nosotros mismos, como si por fin recordáramos lo que siempre supimos.

Porque hay miradas que no solo ven: también revelan. Y en esa revelación suave, sin estruendo, entendí que el verdadero regalo no fue ver esos ojos, sino reconocerme en ellos.

Y así, sin ruido, comprendí que el universo también celebra, a su manera.

viernes, 1 de agosto de 2025

El Nombre y su Canto

Recuerda aquella primera vez en que alguien pronunció tu nombre con cuidado, como si sostuviera algo frágil y vivo. No fue solo un sonido: fue un gesto, una vibración que tocó tu centro. Un nombre guarda un misterio sagrado. No son sus letras ni su ritmo, sino el eco que agita el pecho cuando lo escuchas desde el alma.

Más que una etiqueta, es un canto que invoca tu esencia. El mundo te llama con él; tu alma responde con su verdad. Cuando alguien lo dice con amor, no solo te nombra: te reconoce. Toca lo más profundo, reavivando eso que a veces has olvidado.

Pero ese canto no comienza en el mundo. Nace antes, en el umbral entre lo invisible y lo tangible. Allí, las almas no nacidas se detienen un instante, contemplando la vastedad de su destino. En el silencio que respira estrellas, escuchan un susurro: no es solo una palabra, es un destello de su verdad.

Ese susurro te sumerge en el nombre otorgado, y lleva consigo un propósito, una herida, una luz. Es vibración que resonará a lo largo de tu existencia. 

Y con ese susurro, el alma desciende al mundo, lista para encontrar su voz.

A veces, según se cuenta en ciertas tierras, el alma se desliza al oído de quien será madre o padre, no como mandato, sino como un sueño sembrado. Asi, el nombre llega a los padres en intuiciones que no se explican, como un eco anticipado. Así, se teje el primer puente entre lo invisible y lo real.

Envuelto en ese manto, tu nombre se convierte entonces en un tesoro que durante siglos algunas culturas protegen con reverencia. Lo guardan como un secreto sagrado, porque pronunciarlo es tocar la esencia del otro. Es conjuro, es destino, un llamado constante a recordar quién eres, incluso cuando tu mismo lo olvidas.

Pero más allá de los rituales, es cierto que tu nombre cobra vida al ser compartido. Entregarlo es un acto íntimo, como ofrecer una llave. Cuando es recibido con amor, se vuelve hogar, reflejo de lo que eres. 

Pero no todos lo entienden. No todos comprenden lo que entregas cuando revelas tu nombre: a veces lo pisan sin mirar, lo pronuncian sin alma, lo olvidan sin culpa.

Duele, no por la palabra olvidada, sino por la confianza rota, como si la flor que ofreciste fuera aplastada por descuido. Hiere, cuando no es recibido con la suavidad que el sol arropa la flor. Cuando se pronuncia sin cuidado, sin alma, sin amor, no duele el sonido, sino el vínculo no establecido.

Pero también hay quienes curan al nombrarte. Pronuncian tu nombre con ternura, despiertan memorias dormidas, sanan como bálsamos antiguos. Incluso aquellos nombres que fueron dados desde la ausencia o el dolor pueden transformarse en esas voces. Como el barro que se hace vasija, también puede renacer, moldeado por la verdad interior que lo sostiene.

Y en ese silencio de curación, se moldea el nombre que tú mismo te das. No impuesto, no prestado, sino hallado en lo profundo, cuando renaces desde lo que descubriste en ti.

Esa melodía interior sigue viva, incluso cuando nadie la pronuncia. Vibras en el silencio, como canto que no se apaga. Y un día, sin buscarlo, alguien lo dirá con la verdad de quien ha visto tu alma. Entonces florecerá, como si siempre hubiera estado esperándolo.

Mientras lo honres, seguirá siendo raíz que te ancla y vuelo que te libera. Será herida que te marca y promesa que te guía. Porque su verdadero poder no está solo en ser dicho, sino en cómo lo acoges. No se trata solo de que te llamen, sino de que tú sepas responder desde lo que eres.

Eres eco, alma nombrada, un canto que resuena desde el umbral donde todo comenzó.

Y aún en el más profundo silencio, tu nombre canta dentro de ti:

porque siempre has sido tú.

martes, 29 de julio de 2025

Amor Sin receta (o cuando el amor se cocina sin miedo)

Ernesto, Napoleón y el arte de pasear con dignidad

Ernesto Ramírez  lucía una barriga respetable, un corazón inquieto, y un chihuahua llamado Napoleón que sufría de complejo de rottweiler. El pequeño perro ladraba con furia a camiones, motocicletas y hojas secas que se movían sospechosamente. Caminaba con la dignidad de un emperador exiliado, y Ernesto lo seguía como si fuera su guardaespaldas personal.

Jubilado del banco, Ernesto vivía en una casa decorada con tapetes que parecían mapas de países imaginarios y cuadros torcidos que él juraba que estaban "en estilo diagonal expresionista", fuera lo que fuera eso. Su rutina era simple: despertar tarde, leer el periódico como si fuera una novela de suspenso, y pasear a Napoleón por el barrio.

Pero cada mañana, había una parada obligatoria: la biblioteca. No por los libros, claro, sino por Carmen.

Carmen era la bibliotecaria. Pelo plateado recogido en un moño impecable, gafas de marco rojo, y una voz que hacía que hasta los manuales de impuestos sonaran poéticos. Ernesto la miraba como quien contempla una obra de arte que no se atreve a tocar. Ella, por su parte, lo saludaba con cortesía... y cero interés romántico.

Ernesto había intentado impresionarla con frases como:

¿Sabías que los libros también suspiran cuando los cierras?

Napoleón y yo creemos que la poesía está subestimada.

¿Te gustan los hombres que saben distinguir entre Borges y el menú del día?

Nada funcionaba. Carmen sonreía, pero seguía siendo un misterio.

Un martes cualquiera, Ernesto entró a la biblioteca con Napoleón en brazos, porque el perro había decidido que ese día no caminaría si no era sobre mármol. Mientras fingía leer la contratapa de un libro sobre jardinería japonesa, escuchó a Carmen conversando con una amiga entre los estantes.

A mí me fascinan los hombres que saben cocinar —decía Carmen con esa voz que hacía que hasta los diccionarios sonaran como poesía.

¿Cocinar? —respondía la amiga.

Sí. Hay algo en el aroma de una buena salsa que me derrite. Me parece íntimo, generoso... y muy sexy.

Ernesto sintió que el universo lo empujaba por la espalda. Su corazón latía como si estuviera en una carrera de relevos sin equipo. Se escondió detrás de una estantería, fingiendo buscar libros de horticultura, mientras su mente se llenaba de pensamientos contradictorios: ¿Cocinar? ¿Yo? ¿Sexy? ¿Dónde queda la salsa en el supermercado?

Napoleón lo miraba con esa expresión que solo los chihuahuas con complejo de rottweiler pueden tener: una mezcla de juicio, incredulidad y “no lo hagas, humano”.

Pero Ernesto ya estaba en trance. Se acercó a Carmen con una sonrisa nerviosa y una valentía que parecía prestada.

Carmen — empezó, con voz temblorosa — he estado pensando... bueno, no pensando exactamente, más bien sintiendo... y me preguntaba si... este sábado... te gustaría venir a cenar a mi casa. Yo... cocinaré para ti.

Carmen lo miró con sorpresa. No se rió. No se burló. Lo observó como quien encuentra una nota escrita a mano en medio de un libro olvidado.

— ¿Tú cocinas? — preguntó, con una mezcla de curiosidad y cautela.

— Sí... bueno, no profesionalmente. Pero tengo mis momentos. Algunos involucran fuego. Otros, vino. Pero todos con intención.

Carmen sonrió, no por la propuesta, sino por la forma en que Ernesto la decía. Había algo en su torpeza que le resultaba entrañable. Algo que no había visto en los hombres que hablaban de recetas como si fueran tratados de guerra.

Está bien — dijo finalmente —. Acepto. Pero solo si Napoleón aprueba el menú.

Ernesto se rió, aliviado. Napoleón estornudó.

Eso cuenta como aprobación, ¿no?

Salieron de la biblioteca. Ernesto flotaba. Napoleón lo seguía con cara de “¿Qué hiciste, humano?”. Ernesto murmuraba:

¿Qué he hecho? ¿Qué he hecho?

Supervivencia romántica y queso en cantidades sospechosas

Desde que Carmen dijo “acepto”, Ernesto entró en modo supervivencia romántica. Sabía que no podía improvisar con pan y queso. Esta vez, tenía que cocinar de verdad. O al menos fingirlo con convicción.

Su primera parada fue YouTube. Buscó “cómo cocinar para impresionar sin morir en el intento”. Los resultados eran variados:

  • Un chef argentino que gritaba más de lo que cocinaba.
  • Una señora mexicana rodeada de cinco hijos y dos gallinas.
  • Un joven italiano que hablaba de pasta como si se tratara de filosofía existencial.

Ernesto intentó hacer lasaña. Confundió el horno con el microondas y terminó con queso fundido en la lámpara. Napoleón ladró como si hubiese presenciado un crimen.

Intentó arroz. El video decía “fácil y rápido”, pero Ernesto logró una pasta gris de consistencia cerámica. Lo usó para tapar una grieta en la pared.

Compró tres libros de cocina: uno francés, uno vegetariano, y otro que parecía escrito por un poeta en ayuno. Subrayó frases como “sofrito con carácter” y “textura emocional del puré”, sin entender nada. Napoleón se comió una esquina del libro vegetariano como protesta.

Desesperado, comenzó a visitar los puestos de comida del barrio. Don Lucho, el arepero de la esquina, le enseñó a voltear una arepa sin perder la dignidad. Maritza, la reina del pastelito, le dijo:  

Mijo, si no sabes cocinar, hazlo con cariño. Y si no tienes cariño, échale queso.

Ernesto tomó nota. Compró queso. Mucho queso.

El pollo existencial y la cena que casi fue incendio

El sábado amaneció soleado, como si el universo quisiera darle a Ernesto una falsa sensación de esperanza. Se levantó temprano, se afeitó con esmero, se puso su mejor camisa (la que no tenía manchas de café) y su delantal favorito: el que decía “Chef por accidente”.

Napoleón lo observaba desde su cojín, con esa mirada de rottweiler filosófico que decía: “Hoy es el día. Hoy se quema la casa”.

Ernesto intentaría preparar Coq au vin. Sonaba sofisticado. Los ingredientes estaban listos:

  • Pollo (entero y confuso).
  • Vino tinto (una botella para la receta, otra para los nervios).
  • Champiñones, cebolla, ajo, zanahorias.
  • Hierbas aromáticas que olían a jardín recién regado.

La receta decía “marinar el pollo en vino durante dos horas”. Ernesto pensó: “¿Y si lo marino en cariño y me tomo el vino?

A la tercera copa, hablaba con el pollo:

Tú y yo, amigo, tenemos una misión. Tal vez no salgas crujiente, pero saldrás con dignidad.

La cocina olía a vino, humo y desesperación. Ernesto cantaba boleros con una cuchara de madera. El sartén protestaba. El horno emitía sonidos sospechosos.

El pollo terminó en la licuadora. Las zanahorias aparecieron en el baño. Nadie sabe cómo.

Faltaban veinte minutos para que Carmen llegara. Ernesto miró el desastre:

  • El pollo parecía una escultura abstracta.
  • La salsa tenía la consistencia de una novela experimental.
  • El vino… se había ido.
  • Él… estaba ligeramente mareado, pero emocionalmente comprometido.

Sopa emocional, vino sobreviviente y un perro que sabía más que todos

Carmen entró con una sonrisa que no era cortesía, sino curiosidad genuina. Llevaba un vestido azul con estampado de libros abiertos. Napoleón, que normalmente ladraba a todo lo que respiraba, la olfateó, se acostó a su lado y pareció decir: “Esta sí. Esta es buena gente”.

Ernesto, nervioso pero decidido, la condujo al comedor. Había puesto la mesa con esmero: mantel sin manchas, copas que no combinaban pero brillaban, y una vela que olía raro, pero lucía romántica.

¿Qué preparaste? — preguntó Carmen.  

Una reinterpretación libre de Coq au vin — dijo Ernesto —. Muy libre. Tan libre que podría ser otra cosa.

La sopa (porque todo se convirtió en sopa) tenía pollo, zanahorias rebeldes y una salsa con emociones propias. Carmen la probó, cerró los ojos y sonrió.

Está… inesperada.  

¿Eso es bueno?  

Es como leer un poema que no rima, pero te hace sentir cosas.

El vino sobreviviente fue servido. Napoleón se sentó entre ellos, como mediador diplomático. Hablaron de libros, de viajes no hechos, de canciones que dolían sin saber por qué.

Carmen habló de su juventud en Mérida, de un amor que se fue sin despedirse, de cómo los libros la salvaron. Ernesto confesó que lloraba con comerciales de café y que escribió una carta de amor a una planta que murió en invierno.

¿Y qué decía la carta? — preguntó Carmen.  

— “Querida Hortensia: si alguna vez decides volver, prometo regarte con poesía y no con agua del grifo.

Carmen rió con esa risa que no se finge. Ernesto no necesitaba impresionar. Solo estar.

El postre inesperado y la confesión que no estaba en el menú

Ernesto, con el sudor de quien ha enfrentado batallas con sartenes y recetas contradictorias, presentó el postre: una gelatina que parecía haber sobrevivido a una guerra de frutas. Algunas rodajas de kiwi flotaban como náufragos. Las fresas, dramáticas, miraban al horizonte.

Carmen arqueó una ceja.  

¿Esto también es reinterpretación libre?  

Es una metáfora de mi vida: dulce, confusa y con trozos que no sé cómo llegaron ahí.

Ella probó la gelatina. Hizo una pausa. Lo miró con una sonrisa traviesa.  

Ernesto… dime la verdad.  

¿Sí?  

No sabes cocinar, ¿verdad?

Justo entonces, Napoleón, que hasta ese momento había estado tumbado, se incorporó. Lo miró fijamente, solidario pero inquisitivo. Parecía decir: “Y ahora, humano... ¿qué harás?”

Ernesto sintió que el alma se le encogía como espagueti mal cocido. El silencio se volvió espeso. Carmen lo observaba con una mezcla de ternura y picardía que desarma cualquier defensa. Napoleón, firme, parecía el jurado emocional de la escena.

¿Qué te hace pensar eso? —intentó Ernesto.  

La sopa tenía emociones. El pollo parecía haber pasado por terapia. Y esta gelatina… esta gelatina está en crisis existencial.

Ernesto bajó la mirada. Napoleón se acercó lentamente, se sentó junto a él y apoyó la cabeza en su pierna. Como diciendo: “Confiesa. No estás solo.

No sé cocinar — dijo al fin —. Lo más elaborado que he hecho antes de esto fue calentar arepas en la tostadora. Y una vez… quemé el cereal.

Napoleón parpadeó. No juzgó. Solo lo miró como quien ha visto cosas peores en el parque.  

¿Quemaste el cereal? —preguntó Carmen.  

Sí. No preguntes cómo. Fue un momento muy oscuro.

Silencio. Ernesto sentía que hasta los cubiertos lo juzgaban. Pero entonces, Carmen se rió. No una risa burlona, sino una carcajada luminosa, como abrir una ventana en medio de una tormenta.

¿Y entonces por qué hiciste todo esto?  

Porque quería que esta noche fuera especial. Porque tú me gustas. Porque pensé que si lograba que el pollo no se rebelara, tal vez tú verías que lo intenté.

Napoleón lo miró con respeto renovado. Caminó hacia Carmen y le lamió la mano. Como si dijera: “Este humano es torpe, pero tiene buen corazón.

¿Sabes qué es lo más especial de esta cena? — dijo Carmen —. Que es la primera vez que alguien cocina para mí sin saber hacerlo, solo para complacerme, a pesar del temor. Eso… eso vale más que cualquier receta francesa.

Ernesto sintió cómo el pánico se derretía como queso sobre arepa caliente. No había sido perfecto. Pero había sido real.

Napoleón se acomodó entre ellos, como quien sabe que el amor, aunque torpe, ha triunfado.  

¿Entonces… me das otra oportunidad? —preguntó Ernesto.  

Claro. Pero la próxima vez, cocinamos juntos.  

¿Y si quemamos el cereal?  

Nos comemos el vino.

Rieron. Ernesto respiró. Carmen lo miró con complicidad. Y Napoleón, satisfecho, se tumbó a sus pies, como quien sabe que el caos emocional también puede tener final feliz.

Epílogo: El arte de limpiar el desastre y dejar huellas

La cena había terminado, pero la cocina parecía el escenario de una batalla entre ingredientes con voluntad propia. Restos de cebolla llorada, cucharones abandonados como soldados caídos, y una sartén que claramente había visto cosas que prefería no recordar.

Ernesto contemplaba el caos con la expresión de quien ha sobrevivido a una guerra sin saber si ganó. Carmen, a su lado, observaba todo con una mezcla de asombro y risa contenida.

¿Esto lo hiciste tú solo? —preguntó, levantando una cuchara que parecía un pincel de arte abstracto.  

Sí. Y parte de mí no sabe cómo sigo vivo.

Napoleón se asomó desde el pasillo, olfateó el aire y retrocedió con dignidad. “Esto no es para mí”, parecía decir.

Bueno — dijo Carmen, arremangándose —. Dijimos que cocinaríamos juntos. Pero creo que hoy toca sobrevivir juntos.

Y así comenzó la segunda parte de la velada: la limpieza. Entre risas, bromas sobre utensilios con traumas y una esponja que parecía rendirse cada cinco minutos, restauraron el orden.

Ernesto lavaba mientras Carmen secaba. Cada plato era una excusa para una nueva anécdota. La cocina, poco a poco, dejó de parecer un campo de batalla y se convirtió en un espacio compartido. Un lugar donde el desastre no era vergüenza, sino historia.

¿Sabes? — dijo Carmen mientras guardaba los vasos—. Esta ha sido una de las noches más especiales que he tenido en mucho tiempo.  

Ernesto se detuvo, con las manos aún mojadas.  

¿Por la gelatina existencial?  

Por ti. Por lo que hiciste. Por cómo lo hiciste. Por no esconderte detrás de nada.

Napoleón, desde su rincón, levantó la cabeza. Atento. Silencioso.

Hace mucho que un hombre no me impresiona — continuó Carmen —. Y tú lo hiciste. No por lo que cocinaste, sino por atreverte a hacerlo.

Se acercó a Ernesto, lo miró con ternura y le dio un beso en la frente.  

Buen principio —susurró.

Ernesto no respondió. Tenía el corazón lleno y las palabras ocupadas en no estorbar.

Carmen tomó su bolso, acarició a Napoleón, que la miró con respeto, y salió por la puerta con una sonrisa que se quedó flotando en el aire.

El silencio volvió. Ernesto miró la cocina limpia como si fuera un símbolo de algo más profundo.

Entonces, Napoleón se acercó. Lo miró fijamente y ladró. Una sola vez. Firme. Claro. Como diciendo: “Bravo, humano. Lo lograste.

Ernesto sonrió.  

Gracias, compañero.

Napoleón se tumbó a sus pies. Y en ese instante, Ernesto supo que no había terminado nada. Apenas comenzaba.

Porque a veces, el amor no entra por la puerta con flores ni frases perfectas. A veces llega disfrazado de desastre, de sopa emocional y de gelatina en crisis. Y si uno se atreve a mostrarse torpe, honesto y dispuesto a aprender, entonces algo cambia.

No todo se arregla en una noche. Pero hay noches que abren ventanas. Que limpian rincones. Que enseñan que el valor no está en saber hacerlo todo bien, sino en atreverse a hacerlo con el corazón en la mano.

Y esa noche, entre platos lavados y un perro sabio, Ernesto descubrió que el principio más valioso… es el que se construye con esperanza.


miércoles, 23 de julio de 2025

Bonitos son los gatitos..

Escribimos.
No por entretenimiento.
No por halagos.

Escribimos porque hay algo dentro que no nos deja dormir.

Porque las palabras laten bajo la piel.
Y sacarlas es la única forma de respirar.

Porque hay personas que nos desordenan el alma,
que nos rompen la mirada,
que nos obligan a ver el mundo con otros ojos.
Y escribir es la única forma de sostener ese caos sin rompernos.

Escribimos porque hay memorias que arañan la espalda,
emociones que no caben en el cuerpo,
silencios que gritan.

Porque a veces, lo que sentimos no tiene forma
hasta que lo convertimos en texto.

Y entonces, lo compartimos.
Lo ofrecemos como quien se abre el pecho.
Con miedo.
Con esperanza.
Con el alma al descubierto.

Y llega alguien.
Lee.
Y con una palabra,
“bonito”,
desarma el pedazo de alma que ofrecimos.

Bonito.
Como un garabato en la esquina de una libreta.
Como si no hubiera sangre entre las líneas.
Como si escribir no nos arrancara el aliento.

Bonito.
La palabra que se usa cuando no se quiere mirar más allá.
Cuando lo incómodo se maquilla.
Cuando lo profundo se reduce a una superficie amable.

Pero lo que escribimos no es bonito.
Es crudo.
Es urgente.
Es real.

Es el eco de una noche que no quiso dormirse.
El temblor de una emoción que gotea entre las costillas.
El intento desesperado de entender lo que nos quiebra.
Es el regalo de un mundo que solo existe
porque alguien nos hizo sentirlo.

Y si todo eso se reduce a un
“está bonito”,
no entendiste nada.

Duele más que cualquier crítica.
Porque no es indiferencia:
es convertir lo visceral en un adorno.

Bonitos son los gatitos.
Pero esto que sangra en palabras no es ternura.
Es un grito.
Un abismo.
Una verdad que quema.

Y si no puedes verla,
al menos no la disfraces.

Manual para sobrevivir al visto (sin perder la dignidad ni el WiFi)

Última actualización: justo después de que me dejaran en visto por quinta vez esta semana.

Estado emocional: Estable, pero con tendencia a dramatizar.

Nivel de batería: 17%. Como mi fe en la humanidad.

Manual en mano, dignidad encendida y WiFi intermitente... pero seguimos vivos.

Dicen que el universo está lleno de misterios: agujeros negros, dimensiones paralelas y mujeres que te dejan en "visto" sin culpa alguna. El “visto” es un fenómeno moderno con tintes paranormales, un regalo cruel de la tecnología que nos da marquitas azules para recordarnos que la conexión humana no siempre sigue el ritmo del WiFi.

Ocurre rápido, te deja en sombra, y nadie te explica por qué. Tú escribes algo con cariño, con chispa, con intención. Ellas lo leen. Y luego… silencio. Ni un emoji. Ni un “jajaja”. Ni siquiera un “ok”. Solo esas dos marquitas azules que brillan como ojos de gato en la oscuridad. Y tú ahí, como un náufrago digital, esperando respuesta en una isla llamada “esperanza”.

Pero no todos los vistos son iguales. Para sobrevivirlos, primero hay que conocer sus formas. Uno, que ya ha desarrollado cierta sensibilidad para detectar microdesprecios, empieza a reconocer patrones. Hay tipos de visto. Estilos. Escuelas. Técnicas refinadas de ignorar con clase. Aquí los más comunes:

1. Visto glacial: Leído a las 10:03 a. m., ignorado hasta el fin de los tiempos. Como aquella vez que le escribí a Ana un poema improvisado, vi las marquitas azules, y aún estoy esperando su respuesta… desde 2023.

Efecto: congelamiento emocional, dudas existenciales y revisión compulsiva de ortografía.

2. Visto explosivo: Leído, ignorado… y tres días después ella te manda un sticker de un gato bailando.

Efecto: confusión, risa nerviosa y la tentación de googlear “¿cómo interpretar un sticker de gato bailando?”

3. Visto zen: Leído, ignorado, pero ella te manda un meme en otra conversación.

Efecto: iluminación súbita sobre tu lugar en la jerarquía afectiva.

4. Visto búmeran: Leído, ignorado… pero días después ella responde como si nada, retomando la conversación sin mencionar el abandono.

Efecto: confusión existencial. ¿Finges que no esperaste? ¿Respondes con naturalidad o con sarcasmo?

5. Visto espejo: Leído, ignorado… y luego ella publica una frase en su estado tipo: “A veces el silencio dice más que mil palabras.

Efecto: indignación y autoanálisis. ¿Es indirecta? ¿Es poesía? ¿Es sadismo?

6. Visto con presencia: Leído, ignorado… y ella sigue en línea, chateando con otros (en realidad, tu piensas en singular), mientras tu mensaje flota en el limbo digital.

Efecto: sensación de ser ignorado en tiempo real, con conexión estable y elegancia pasiva.

7. Visto holograma: Leído, ignorado... y días después ella responde como si hubieran estado conversando por telepatía todo este tiempo.

Efecto: choque temporal, dudas metafísicas y necesidad de consultar con tu terapeuta.

Después de este desfile de indiferencias creativas, es imposible salir ileso. Pero no todo está perdido. Existen formas de resistir sin perder la elegancia (ni los datos móviles). He probado varias. Algunas funcionan. Aquí las más efectivas:

1. Date un respiro:
 
Aceptar que, para ella, tu mensaje no fue prioridad. Preguntarte si ella merece espacio en tu mundo.

Efecto: claridad mental.

Advertencia: no hiperventilar frente a la pantalla.

2. No reenviar el mensaje: El silencio ya habló. Repetirlo solo debilita tu dignidad.

Efecto: preservas tu elegancia emocional.

Advertencia: resistir la tentación de escribir “¿hola?” tres veces.

3. Evitar el “¿me leíste?”: Ella lo leyó. Tú lo sabes.

Efecto: orgullo intacto.

Advertencia: la urgencia pasará. Como todo.

4. Componer una balada épica: Escribir una canción sobre el visto y cantarla en la ducha hasta recuperar la autoestima.

Efecto: liberación emocional.

Advertencia: no uses Autotune. Al menos no todavía.

5. Moverte: Bailar un merengue, lavar los platos, hacer origami. Escribir en tu blog (¡Hola!)... O simplemente salir a respirar aire de verdad.

Efecto: distracción saludable.

Advertencia: no bailes frente al celular esperando que ella responda. Eso ya lo hiciste.

6. Reformular el silencio: Ella tiene el alma en modo avión, aunque el WiFi funcione. No recibe ni envía afecto, atención o palabras… al menos de ti. Señal emocional: fuera de cobertura.

Efecto: cambio de perspectiva.

Advertencia: no creerse demasiado el propio discurso, aunque funcione.

7. Practicar el visto inverso: Leído, ignorado… ahora por ti. No por venganza, sino por equilibrio cósmico.

Efecto: poder momentáneo, leve culpa, paz interior.

Advertencia: usar solo con reincidentes.

Con estas herramientas en mano, el “visto” deja de ser un abismo y se convierte en un desafío superable. Respira. Porque al final, no deberías hacer tanto drama. Si ella no responde, puede que simplemente no quiera. Tal vez no eres para ella lo que crees que eres, o lo que quisieras ser. O quizás sí lo eres, pero justo en ese momento estaba ocupada, se distrajo, o se le cruzó una mosca existencial.

En cualquier caso, no puedes hacer nada. Y eso, aunque duela, también es liberador.

Mejor dedícate a quien sí quiera hablar contigo en el momento. O lee un libro. O duerme. O escribe en tu blog (¡ejem!). A la larga, si ella quiere, te escribirá. Y si no… te evitarás mucho sufrimiento innecesario.

El “visto” no te borra, te redirecciona.

Alrededor de esta fogata digital, por ejemplo, seguimos contando historias, incluso cuando el “visto” intenta apagar las brasas. Yo, para consolarme, a veces imagino que existe un servidor celestial donde se almacenan los mensajes ignorados. Un espacio digital, medio místico, donde los “hola” sin respuesta flotan como cometas, y los “¿cómo estás?” orbitan sin destino.

En ese servidor celestial, en ese mismo lugar donde se acumulan las palabras que nadie escuchó (véase mi otra entrada: Manual para no ser escuchado), estoy seguro de que también hay un rincón reservado para los textos leídos y abandonados. 

Y aunque nadie los recoja, aunque nadie los responda, yo sigo escribiendo. Porque si existe ese lugar, entonces cada palabra que lanzo al vacío no desaparece: flota como una linterna encendida en una noche sin respuestas. Y eso basta.

Hablar, incluso sin eco, sigue siendo mi forma de habitar el mundo.

Y si alguna vez llega una respuesta, yo tendré intactas mis ganas, mi presencia, mi humanidad… para quien quiera compartirla en un mensajito.

Y si no…

que al menos me manden un ponquecito... Sin pasas.

Ya saben por qué (Si no, vean mi otra entrada).

martes, 22 de julio de 2025

Ruido de fondo (3:17 a.m.)

Siempre he necesitado dormir con el televisor encendido. No por entretenimiento. Ni por insomnio. Es el murmullo. Ese zumbido constante, apenas perceptible, que llenaba el vacío de la noche. Aquel ruido de fondo alejaba el silencio que me obligaba a pensar demasiado, como si algo acechara en su quietud, esperando que bajara la guardia.

Cada noche, antes de cerrar los ojos, elegía un canal al azar: una película gastada, un noticiero monótono, incluso un infomercial de cuchillos que nadie compraría. No importaba. Lo único esencial era que la pantalla siguiera encendida, poblando la habitación con voces que no eran mías.

Durante años, eso bastó. Hasta que algo cambió. Comencé a despertar en medio de la noche. Siempre a la misma hora: 3:17 a.m.

Al principio, lo atribuí al azar. Pero noche tras noche, sin excepción, mis ojos se abrían con una punzada, como si un susurro me arrancara del sueño. El aire se volvía denso, cargado, como si la habitación contuviera el aliento.

Y cada vez que despertaba, el televisor seguía encendido. Pero no en el canal que había dejado.

Siempre en el mismo: El canal 88.

El canal 88 no existía. Según la guía, no estaba asignado a ninguna señal. No tenía programación. Pero allí estaba en el televisor. Solo mostraba una imagen fija, en blanco y negro, de una sala que parecía un reflejo torcido de la mía: paredes desnudas, una silla que no encajaba, una ventana que daba a un vacío negro. Sin sonido. Sin movimiento. Como si una cámara olvidada transmitiera desde un lugar que no debía ser visto.

Pensé en interferencias. En una señal pirata. Algo técnico.

Me obsesioné.

Busqué en foros. Hablé con técnicos. Escaneé frecuencias. Incluso abrí el televisor, un modelo antiguo que no recordaba haber comprado, buscando algo. Cualquier cosa.

Nada. El canal 88 no tenía fuente. No tenía explicación. No debía existir.

Y luego la vi.

Al principio, era solo un borrón en la esquina de la pantalla. Una silueta difusa, apenas humana, inmóvil, con la cabeza ladeada como si intentara descifrarme. No tenía rostro. Solo una oscuridad densa donde deberían estar los ojos. Pero yo sabía que, desde aquella oscuridad, me observaba.

Noche tras noche, la entidad fue definiéndose más. Primero, un leve giro de la cabeza, como si notara mi presencia. Luego, un paso lento hacia el centro de la imagen. Cada vez más cerca. Cada vez más consciente.

Y, con ella, mi habitación, la real, también empezó a cambiar.

Las paredes parecían más estrechas, como si se inclinaran hacia mí. Los objetos, un vaso, un libro, una lámpara, aparecían fuera de lugar al despertar, como si alguien los hubiera movido mientras dormía. El aire se volvía más pesado, casi líquido. Y un zumbido bajo, apenas audible, se instaló en mis oídos incluso durante el día.

Mi reflejo ya no era del todo mío. Los bordes de mi rostro se difuminaban, como si algo lo estuviera erosionando desde dentro.

Una noche, incapaz de soportarlo más, intenté detenerlo. Desenchufé el televisor. Lo arrastré hasta el contenedor de basura en la calle, bajo la lluvia. Me dije que había terminado.

Pero al volver a mi apartamento, ahí estaba. En su lugar. Encendido. En el Canal 88.

La entidad estaba más cerca que nunca. Su contorno temblaba, retorciéndose como si la carne hubiera olvidado su forma.

El miedo ya no era solo miedo. Era una humedad que se filtraba en mi mente, lenta, invasiva. Mi cuerpo se tensaba antes de abrir los ojos, sabiendo que ella estaría allí.

Y una noche, vencido por la obsesión, me acerqué a la pantalla. Quería tocar el cristal. Comprobar que era solo una imagen. Que no había nada más allá.

Estiré la mano. Y ella también.

Con un terror que me arrancó el aliento, vi cómo su contorno se alargaba, tembloroso, como un eco de carne ausente, extendiéndose hacia mí desde el otro lado. El cristal estaba helado. Pero no era un frío superficial: era un helor que trepaba por los huesos, que entumecía la sangre, como si algo antiguo y muerto intentara reclamarme.

Retrocedí. Tropecé con la alfombra. Caí de espaldas. Mi respiración era un jadeo imposible. Como si el aire se hubiera vuelto piedra.

La entidad había vuelto a su posición inicial. Pero yo sabía que me había sentido. Que me había tocado. Que me había reconocido.

Desde entonces, su presencia cambió. Ya no era una sombra distante. Era algo que me buscaba. Que me había marcado.

Ya no duermo. No realmente. No porque no quiera, sino porque no puedo. Cada vez que cierro los ojos, siento que ella se mueve. Que se acerca. Que cruza el umbral entre la pantalla y mi mundo.

El sueño se ha vuelto territorio enemigo. Un lugar donde ella tiene poder. Donde puede alcanzarme. El televisor es lo único que la contiene. Si lo apago… si me atrevo a dormir sin su zumbido… algo terrible ocurrirá.

Lo intenté una vez. Solo una. Apagué el televisor. Me obligué a cerrar los ojos. Desperté gritando. Con marcas en los brazos que no estaban allí antes... Y el televisor estaba encendido. En el canal 88. Con ella en el centro de la pantalla, más cerca que nunca.

Desde entonces, vivo en un estado intermedio. Entre la vigilia y el delirio. La habitación se ha vuelto un lugar extraño. Las paredes susurran. Los muebles están siempre fuera de lugar. Y el zumbido en mis oídos no cesa.

A veces, me miro al espejo… y juro que ella está detrás de mí, aunque la pantalla esté a mi espalda.

No sé si esto terminará alguna vez.

Cada noche, a las 3:17, la sala aparece de nuevo. Una sala que es mía, pero no lo es. Una sala donde ella espera.

Y a veces, solo a veces, cuando el televisor parpadea, me pregunto si ya está aquí. En esta habitación. Esperando que apague la luz.

Si alguna noche despiertas a esa hora, con el televisor encendido en un canal que no debería existir, con una sala que parece la tuya pero está rota... no mires demasiado.

No te acerques.

Podrías sentir que algo, al otro lado, ya te ha visto.