Ernesto, Napoleón y el arte de pasear con dignidad
Ernesto Ramírez lucía una barriga respetable, un corazón inquieto, y un chihuahua llamado Napoleón que sufría de complejo de rottweiler. El pequeño perro ladraba con furia a camiones, motocicletas y hojas secas que se movían sospechosamente. Caminaba con la dignidad de un emperador exiliado, y Ernesto lo seguía como si fuera su guardaespaldas personal.
Jubilado del banco, Ernesto vivía en una casa decorada con tapetes que parecían mapas de países imaginarios y cuadros torcidos que él juraba que estaban "en estilo diagonal expresionista", fuera lo que fuera eso. Su rutina era simple: despertar tarde, leer el periódico como si fuera una novela de suspenso, y pasear a Napoleón por el barrio.
Pero cada mañana, había una parada obligatoria: la biblioteca. No por los libros, claro, sino por Carmen.
Carmen era la bibliotecaria. Pelo plateado recogido en un moño impecable, gafas de marco rojo, y una voz que hacía que hasta los manuales de impuestos sonaran poéticos. Ernesto la miraba como quien contempla una obra de arte que no se atreve a tocar. Ella, por su parte, lo saludaba con cortesía... y cero interés romántico.
Ernesto había intentado impresionarla con frases como:
—¿Sabías que los libros también suspiran cuando los cierras?
—Napoleón y yo creemos que la poesía está subestimada.
—¿Te gustan los hombres que saben distinguir entre Borges y el menú del día?
Nada funcionaba. Carmen sonreía, pero seguía siendo un misterio.
Un martes cualquiera, Ernesto entró a la biblioteca con Napoleón en brazos, porque el perro había decidido que ese día no caminaría si no era sobre mármol. Mientras fingía leer la contratapa de un libro sobre jardinería japonesa, escuchó a Carmen conversando con una amiga entre los estantes.
—A mí me fascinan los hombres que saben cocinar —decía Carmen con esa voz que hacía que hasta los diccionarios sonaran como poesía.
—¿Cocinar? —respondía la amiga.
—Sí. Hay algo en el aroma de una buena salsa que me derrite. Me parece íntimo, generoso... y muy sexy.
Ernesto sintió que el universo lo empujaba por la espalda. Su corazón latía como si estuviera en una carrera de relevos sin equipo. Se escondió detrás de una estantería, fingiendo buscar libros de horticultura, mientras su mente se llenaba de pensamientos contradictorios: ¿Cocinar? ¿Yo? ¿Sexy? ¿Dónde queda la salsa en el supermercado?
Napoleón lo miraba con esa expresión que solo los chihuahuas con complejo de rottweiler pueden tener: una mezcla de juicio, incredulidad y “no lo hagas, humano”.
Pero Ernesto ya estaba en trance. Se acercó a Carmen con una sonrisa nerviosa y una valentía que parecía prestada.
—Carmen — empezó, con voz temblorosa — he estado pensando... bueno, no pensando exactamente, más bien sintiendo... y me preguntaba si... este sábado... te gustaría venir a cenar a mi casa. Yo... cocinaré para ti.
Carmen lo miró con sorpresa. No se rió. No se burló. Lo observó como quien encuentra una nota escrita a mano en medio de un libro olvidado.
— ¿Tú cocinas? — preguntó, con una mezcla de curiosidad y cautela.
— Sí... bueno, no profesionalmente. Pero tengo mis momentos. Algunos involucran fuego. Otros, vino. Pero todos con intención.
Carmen sonrió, no por la propuesta, sino por la forma en que Ernesto la decía. Había algo en su torpeza que le resultaba entrañable. Algo que no había visto en los hombres que hablaban de recetas como si fueran tratados de guerra.
— Está bien — dijo finalmente —. Acepto. Pero solo si Napoleón aprueba el menú.
Ernesto se rió, aliviado. Napoleón estornudó.
— Eso cuenta como aprobación, ¿no?
Salieron de la biblioteca. Ernesto flotaba. Napoleón lo seguía con cara de “¿Qué hiciste, humano?”. Ernesto murmuraba:
—¿Qué he hecho? ¿Qué he hecho?
Supervivencia romántica y queso en cantidades sospechosas
Desde que Carmen dijo “acepto”, Ernesto entró en modo supervivencia romántica. Sabía que no podía improvisar con pan y queso. Esta vez, tenía que cocinar de verdad. O al menos fingirlo con convicción.
Su primera parada fue YouTube. Buscó “cómo cocinar para impresionar sin morir en el intento”. Los resultados eran variados:
- Un chef argentino que gritaba más de lo que cocinaba.
- Una señora mexicana rodeada de cinco hijos y dos gallinas.
- Un joven italiano que hablaba de pasta como si se tratara de filosofía existencial.
Ernesto intentó hacer lasaña. Confundió el horno con el microondas y terminó con queso fundido en la lámpara. Napoleón ladró como si hubiese presenciado un crimen.
Intentó arroz. El video decía “fácil y rápido”, pero Ernesto logró una pasta gris de consistencia cerámica. Lo usó para tapar una grieta en la pared.
Compró tres libros de cocina: uno francés, uno vegetariano, y otro que parecía escrito por un poeta en ayuno. Subrayó frases como “sofrito con carácter” y “textura emocional del puré”, sin entender nada. Napoleón se comió una esquina del libro vegetariano como protesta.
Desesperado, comenzó a visitar los puestos de comida del barrio. Don Lucho, el arepero de la esquina, le enseñó a voltear una arepa sin perder la dignidad. Maritza, la reina del pastelito, le dijo:
— Mijo, si no sabes cocinar, hazlo con cariño. Y si no tienes cariño, échale queso.
Ernesto tomó nota. Compró queso. Mucho queso.
El pollo existencial y la cena que casi fue incendio
El sábado amaneció soleado, como si el universo quisiera darle a Ernesto una falsa sensación de esperanza. Se levantó temprano, se afeitó con esmero, se puso su mejor camisa (la que no tenía manchas de café) y su delantal favorito: el que decía “Chef por accidente”.
Napoleón lo observaba desde su cojín, con esa mirada de rottweiler filosófico que decía: “Hoy es el día. Hoy se quema la casa”.
Ernesto intentaría preparar Coq au vin. Sonaba sofisticado. Los ingredientes estaban listos:
- Pollo (entero y confuso).
- Vino tinto (una botella para la receta, otra para los nervios).
- Champiñones, cebolla, ajo, zanahorias.
- Hierbas aromáticas que olían a jardín recién regado.
La receta decía “marinar el pollo en vino durante dos horas”. Ernesto pensó: “¿Y si lo marino en cariño y me tomo el vino?”
A la tercera copa, hablaba con el pollo:
— Tú y yo, amigo, tenemos una misión. Tal vez no salgas crujiente, pero saldrás con dignidad.
La cocina olía a vino, humo y desesperación. Ernesto cantaba boleros con una cuchara de madera. El sartén protestaba. El horno emitía sonidos sospechosos.
El pollo terminó en la licuadora. Las zanahorias aparecieron en el baño. Nadie sabe cómo.
Faltaban veinte minutos para que Carmen llegara. Ernesto miró el desastre:
- El pollo parecía una escultura abstracta.
- La salsa tenía la consistencia de una novela experimental.
- El vino… se había ido.
- Él… estaba ligeramente mareado, pero emocionalmente comprometido.
Sopa emocional, vino sobreviviente y un perro que sabía más que todos
Carmen entró con una sonrisa que no era cortesía, sino curiosidad genuina. Llevaba un vestido azul con estampado de libros abiertos. Napoleón, que normalmente ladraba a todo lo que respiraba, la olfateó, se acostó a su lado y pareció decir: “Esta sí. Esta es buena gente”.
Ernesto, nervioso pero decidido, la condujo al comedor. Había puesto la mesa con esmero: mantel sin manchas, copas que no combinaban pero brillaban, y una vela que olía raro, pero lucía romántica.
— ¿Qué preparaste? — preguntó Carmen.
— Una reinterpretación libre de Coq au vin — dijo Ernesto —. Muy libre. Tan libre que podría ser otra cosa.
La sopa (porque todo se convirtió en sopa) tenía pollo, zanahorias rebeldes y una salsa con emociones propias. Carmen la probó, cerró los ojos y sonrió.
— Está… inesperada.
— ¿Eso es bueno?
— Es como leer un poema que no rima, pero te hace sentir cosas.
El vino sobreviviente fue servido. Napoleón se sentó entre ellos, como mediador diplomático. Hablaron de libros, de viajes no hechos, de canciones que dolían sin saber por qué.
Carmen habló de su juventud en Mérida, de un amor que se fue sin despedirse, de cómo los libros la salvaron. Ernesto confesó que lloraba con comerciales de café y que escribió una carta de amor a una planta que murió en invierno.
—¿Y qué decía la carta? — preguntó Carmen.
— “Querida Hortensia: si alguna vez decides volver, prometo regarte con poesía y no con agua del grifo.”
Carmen rió con esa risa que no se finge. Ernesto no necesitaba impresionar. Solo estar.
El postre inesperado y la confesión que no estaba en el menú
Ernesto, con el sudor de quien ha enfrentado batallas con sartenes y recetas contradictorias, presentó el postre: una gelatina que parecía haber sobrevivido a una guerra de frutas. Algunas rodajas de kiwi flotaban como náufragos. Las fresas, dramáticas, miraban al horizonte.
Carmen arqueó una ceja.
— ¿Esto también es reinterpretación libre?
— Es una metáfora de mi vida: dulce, confusa y con trozos que no sé cómo llegaron ahí.
Ella probó la gelatina. Hizo una pausa. Lo miró con una sonrisa traviesa.
— Ernesto… dime la verdad.
— ¿Sí?
— No sabes cocinar, ¿verdad?
Justo entonces, Napoleón, que hasta ese momento había estado tumbado, se incorporó. Lo miró fijamente, solidario pero inquisitivo. Parecía decir: “Y ahora, humano... ¿qué harás?”
Ernesto sintió que el alma se le encogía como espagueti mal cocido. El silencio se volvió espeso. Carmen lo observaba con una mezcla de ternura y picardía que desarma cualquier defensa. Napoleón, firme, parecía el jurado emocional de la escena.
— ¿Qué te hace pensar eso? —intentó Ernesto.
— La sopa tenía emociones. El pollo parecía haber pasado por terapia. Y esta gelatina… esta gelatina está en crisis existencial.
Ernesto bajó la mirada. Napoleón se acercó lentamente, se sentó junto a él y apoyó la cabeza en su pierna. Como diciendo: “Confiesa. No estás solo.”
—No sé cocinar — dijo al fin —. Lo más elaborado que he hecho antes de esto fue calentar arepas en la tostadora. Y una vez… quemé el cereal.
Napoleón parpadeó. No juzgó. Solo lo miró como quien ha visto cosas peores en el parque.
—¿Quemaste el cereal? —preguntó Carmen.
—Sí. No preguntes cómo. Fue un momento muy oscuro.
Silencio. Ernesto sentía que hasta los cubiertos lo juzgaban. Pero entonces, Carmen se rió. No una risa burlona, sino una carcajada luminosa, como abrir una ventana en medio de una tormenta.
— ¿Y entonces por qué hiciste todo esto?
— Porque quería que esta noche fuera especial. Porque tú me gustas. Porque pensé que si lograba que el pollo no se rebelara, tal vez tú verías que lo intenté.
Napoleón lo miró con respeto renovado. Caminó hacia Carmen y le lamió la mano. Como si dijera: “Este humano es torpe, pero tiene buen corazón.”
— ¿Sabes qué es lo más especial de esta cena? — dijo Carmen —. Que es la primera vez que alguien cocina para mí sin saber hacerlo, solo para complacerme, a pesar del temor. Eso… eso vale más que cualquier receta francesa.
Ernesto sintió cómo el pánico se derretía como queso sobre arepa caliente. No había sido perfecto. Pero había sido real.
Napoleón se acomodó entre ellos, como quien sabe que el amor, aunque torpe, ha triunfado.
—¿Entonces… me das otra oportunidad? —preguntó Ernesto.
—Claro. Pero la próxima vez, cocinamos juntos.
—¿Y si quemamos el cereal?
—Nos comemos el vino.
Rieron. Ernesto respiró. Carmen lo miró con complicidad. Y Napoleón, satisfecho, se tumbó a sus pies, como quien sabe que el caos emocional también puede tener final feliz.
Epílogo: El arte de limpiar el desastre y dejar huellas
La cena había terminado, pero la cocina parecía el escenario de una batalla entre ingredientes con voluntad propia. Restos de cebolla llorada, cucharones abandonados como soldados caídos, y una sartén que claramente había visto cosas que prefería no recordar.
Ernesto contemplaba el caos con la expresión de quien ha sobrevivido a una guerra sin saber si ganó. Carmen, a su lado, observaba todo con una mezcla de asombro y risa contenida.
—¿Esto lo hiciste tú solo? —preguntó, levantando una cuchara que parecía un pincel de arte abstracto.
—Sí. Y parte de mí no sabe cómo sigo vivo.
Napoleón se asomó desde el pasillo, olfateó el aire y retrocedió con dignidad. “Esto no es para mí”, parecía decir.
—Bueno — dijo Carmen, arremangándose —. Dijimos que cocinaríamos juntos. Pero creo que hoy toca sobrevivir juntos.
Y así comenzó la segunda parte de la velada: la limpieza. Entre risas, bromas sobre utensilios con traumas y una esponja que parecía rendirse cada cinco minutos, restauraron el orden.
Ernesto lavaba mientras Carmen secaba. Cada plato era una excusa para una nueva anécdota. La cocina, poco a poco, dejó de parecer un campo de batalla y se convirtió en un espacio compartido. Un lugar donde el desastre no era vergüenza, sino historia.
—¿Sabes? — dijo Carmen mientras guardaba los vasos—. Esta ha sido una de las noches más especiales que he tenido en mucho tiempo.
Ernesto se detuvo, con las manos aún mojadas.
— ¿Por la gelatina existencial?
— Por ti. Por lo que hiciste. Por cómo lo hiciste. Por no esconderte detrás de nada.
Napoleón, desde su rincón, levantó la cabeza. Atento. Silencioso.
— Hace mucho que un hombre no me impresiona — continuó Carmen —. Y tú lo hiciste. No por lo que cocinaste, sino por atreverte a hacerlo.
Se acercó a Ernesto, lo miró con ternura y le dio un beso en la frente.
— Buen principio —susurró.
Ernesto no respondió. Tenía el corazón lleno y las palabras ocupadas en no estorbar.
Carmen tomó su bolso, acarició a Napoleón, que la miró con respeto, y salió por la puerta con una sonrisa que se quedó flotando en el aire.
El silencio volvió. Ernesto miró la cocina limpia como si fuera un símbolo de algo más profundo.
Entonces, Napoleón se acercó. Lo miró fijamente y ladró. Una sola vez. Firme. Claro. Como diciendo: “Bravo, humano. Lo lograste.”
Ernesto sonrió.
—Gracias, compañero.
Napoleón se tumbó a sus pies. Y en ese instante, Ernesto supo que no había terminado nada. Apenas comenzaba.
Porque a veces, el amor no entra por la puerta con flores ni frases perfectas. A veces llega disfrazado de desastre, de sopa emocional y de gelatina en crisis. Y si uno se atreve a mostrarse torpe, honesto y dispuesto a aprender, entonces algo cambia.
No todo se arregla en una noche. Pero hay noches que abren ventanas. Que limpian rincones. Que enseñan que el valor no está en saber hacerlo todo bien, sino en atreverse a hacerlo con el corazón en la mano.
Y esa noche, entre platos lavados y un perro sabio, Ernesto descubrió que el principio más valioso… es el que se construye con esperanza.