El sol abrasador castigaba la tierra reseca de aquel camino rural, convirtiendo el aire en un horno. Con un suspiro de cansancio, el hombre colocó cuidadosamente en el suelo el pesado saco de patatas, sintiendo cómo sus hombros agradecían el descanso. La gorra de béisbol que usaba, sudada y polvorienta, le ofrecía una sombra tenue mientras se esforzaba para alcanzar su zurrón de cuero. Extrajo una botella de agua tibia cuyo contenido, a pesar de la temperatura, le pareció helada y refrescante. El líquido, al deslizarse por su garganta, de alguna manera le recordó el sabor de la vida y agradeció profundamente contar con aquella bendición en esos momentos de necesidad.Mientras descansaba de su carga, echó una mirada al camino recorrido y, con aprensión, al que le quedaba. Intentaba animarse, convenciéndose de que lo peor había pasado. Bastante transitado cuando comenzó, ahora se veía sumamente solitario y solo algunas aves picoteaban aquí y allá. Todos los demás seres vivientes parecían escapar al calor de la hora… menos él y su carga, la que necesitaba llevar a su destino.
No le gustaba la soledad. Pero la prefería antes que lidiar con la deslealtad y la falta de agradecimiento de las personas. No podía evitarlo. Aun contradiciendo lo que su padre y todos sus amigos metafísicos le habían enseñado, o habían tratado de enseñarle. Aquello de que “las cosas que se hacen por los demás tiene su respuesta en el cielo”… o en la otra vida, o en el nirvana… o en cualquier otro lado menos aquí.Sonriendo para sí, y ya descansado, inclinó su cuerpo sobre el saco de tubérculos y con un fuerte empujón lo llevó nuevamente hacia su hombro para seguir camino. No necesitaba estar parado para seguir pensando tonterías y no era cosa de que se le fuera todo el día en el camino.
Al reanudar su marcha, vio más adelante la única señal de vida humana a todo lo largo de la carretera visible. Una chica de unos veinte años apareció de repente por el camino de una granja más adelante, montando una destartalada bicicleta. El hombre la reconoció enseguida. La chica era Sandra, hija de un conocido granjero de la zona. No los conocía bien aunque, a veces, les había brindado algún aventón cuando su camioneta no estaba en el taller.
Desde la distancia, la chica pareció reconocer al viajero y levantó su mano en un amistoso saludo. Luego, levantándose sobre los pedales de su bicicleta, con un fuerte empujón, aceleró por el camino tomando la misma dirección en que el hombre viajaba dándole la espalda.
– Bueno, pues. No me esperó y me hubiera gustado preguntar por su padre. – Dijo para sí, mientras acomodada mejor su carga sobre el hombro y sin, aparentemente, extrañarse para nada de la aparente huida de la chica. Es que, cuando comenzó su travesía aquella mañana, había mucha más gente en el camino. Todos vecinos o conocidos y, la mayor parte de ellos, beneficiarios de alguna manera de aquellas cosas que, según su padre, “había que hacer por los demás”.
Sin embargo, su carga pareció tener el mágico poder de recordar a todos sus congéneres alguna imperiosa necesidad de llegar rápidamente a una cita olvidada. Seguramente en donde no existían sacos de patatas ni nadie que cargara con ellos y que pudiera necesitar un poco de ayuda. Sin excepción, independientemente de lo que hicieran en el momento, todos saludaron presurosos y salieron disparados en dirección contraria a la del hombre y su carga.
Extraña cosa esto de la mente humana y sus lagunas que disfrazan las propias necesidades urgentes como aparentes actos de deslealtad. Y más extraña cosa todavía pensar que, en realidad, él en ningún momento solicitaba a los demás ayuda con su carga. O, por lo menos, la ayuda que ellos pensaban.
A diferencia de su padre, comprendía la importancia de corresponder a los actos de generosidad. Había aprendido que el agradecimiento es fundamental y que dar sin esperar nada a cambio solo fomentaba la pasividad. Estaba convencido de que el dar y recibir formaban un ciclo vital en el que ambas partes eran esenciales. Mientras su padre no veía la necesidad de reciprocidad, él creía firmemente en el equilibrio de dar y recibir. Había interiorizado que el agradecimiento era el engranaje que hacía funcionar este ciclo vital. Dar sin esperar nada, pensaba, solo interrumpía el flujo natural de este intercambio esencial.
Ese día, por ejemplo, un simple gesto de solidaridad habría bastado para aliviarle: una mano secando el sudor, unos minutos de charla amena, una pregunta sincera sobre el peso de su carga. Cualquier mínima cosa, palabra o gesto que denotara que sus actos habían sido valiosos y que estaban agradecidos habría sido suficiente. Pero ninguno de sus vecinos, incluso, se interesó siquiera por la razón de que cargara con un saco de patatas, a pesar de tener un generalmente confiable auto del que muchos de ellos se habían servido alguna vez. Nadie se atrevió, no fuera que al final terminasen compartiendo tan pesada y sucia carga.
Deslealtad clara y absoluta. Y, si la alternativa son los desleales, mejor la soledad de aquel camino. Mejor cargar su saco de patatas en silencio y cumplir su labor sin esperar nada de los demás. Se deprimiría menos y obtendría lo mismo… nada.
Sumergido en sus pensamientos, el hombre había avanzado bastante en su camino. Un movimiento mas adelante, bastante lejos aún, le llamó la atención. Aparentemente alguien venía así que decidió darse otro descanso y, con un poco de dificultad esta vez, colocó nuevamente el saco en el suelo.
A pesar de sus gruñidos internos y de todo el refunfuñar de la última hora, la perspectiva de conversar con alguna persona se le hacía de alguna manera esperanzadora. Aun cuando no lo reconociera y se dijera que solo quería descansar. Así que esperó, vigilando con expectativa el punto que se acercaba.
Pronto, vio como le alcanzaban dos figuras que avanzaban muy juntas por el medio del camino en sendas bicicletas. Con cierta alegría, el hombre reconoció nuevamente a la chica que le había saludado unos kilómetros atrás y a su padre. Un hombre mayor que, a pesar de su edad, venia pedaleando enérgicamente una bicicleta tan vieja y destartalada como la que montaba su hija. Cada bicicleta arrastraba una pequeña carreta de dos ruedas que, de seguro, habían vivido mejores tiempos por lo usadas que se veían.
– Don Miguel, le hice señas de que me esperara. Por suerte encontré a Papá y pudimos traer las dos carretas. Ni de chiste hubiera podido con su carga y con usted. Si está como rechonchito –, dijo la chica, con una hermosa sonrisa, mientras le alcanzaba al hombre una cantimplora con agua fresca.
– ¿Qué hubo Miguel? ¿Qué pasó con la camioneta? ¿Otra vez en el taller? – Saludó el hombre en la bicicleta. – Que suerte que “Mija” corrió como los diablos a buscarme, un poco más y no me encuentra.
Sin saber que decir, el hombre solo atinó a tomar la cantimplora y beber un largo trago de agua. Mientras tanto el anciano, con una energía no cónsona con su edad, tomaba el saco del suelo y lo colaba con cuidado en el carretón.
– Échese en el carretón don Miguel, pa’ que descanse. Ahí le mandó mi “Ma” unos pastelones de merengue pa’ que los pruebe. Y que no se le ocurra venirse sin pasar por la casa – Dijo la chica, casi empujando al aun sorprendido hombre hacia su propio carretón.
– Graaciasss, no sé qué decir –. Las palabras salieron atropelladas de su boca.
– Pues no diga nada hombre, échese un rato y mire pa´l cielo comiendo pastelones que lo que había que hacer ya usted lo hizo. Mire que cargarse solo ese saco. Solamente a usted se le ocurre.
La extraña comitiva partió rápidamente con su carga. El hombre, recostado en su carretón y mirando al cielo, pensaba en las extrañas vueltas de la vida. Estaba seguro de que su padre le miraba desde algún lado muerto de la risa y diciéndole.. “¿Ves, como las cosas a veces no son como creemos?”.Sonriendo, extendió una mano machada de merengue hacia el cielo y pensó – Acepto la lección – y en voz alta agradeció a quienes le auxiliaron:
– Gracias amigos, me salvaron en más de una forma.
– No, de nada don Miguel, que ahí estamos para ayudarnos. Pero, al fin y al cabo, ¿para donde lleva usted ese saco de Patatas?
El hombre sonrió recordando la batalla mental que traía consigo, y en toda la mala vibra que las acciones ajenas le habían causado. Era como si cada patata en aquel saco fuera un mal pensamiento o un pesar tonto que habida decidido cargar y el que, con ayuda de sus amigos, había podido quitarse de encima.
En realidad, tanto su padre como él tenían razón. La respuesta a nuestras buenas acciones si llega de alguna manera antes de viajar al otro lado. Solo que, la mayor parte de las veces, no viene de donde esperamos. Es como si todo el bien que hacemos fuera a un solo paquete del que también sale, al azar, el bien que recibimos. El secreto está en lograr que la mayor cantidad de gente posible haga su aporte a ese paquete. Así, de esta manera, tendremos más oportunidades de obtener nuestra modesta recompensa. Lección de vida esta.
Con alivio y sinceridad respondió la pregunta de la chica
– Pues ya no Importa. Ya no es mi carga. Por ahí lo dejaremos para que alguien haga un buen puré.
Y se recostó en su transporte, pidiendo se le concediera pronto otra oportunidad de ayudar a los demás.