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martes, 29 de julio de 2025

Amor Sin receta (o cuando el amor se cocina sin miedo)

Ernesto, Napoleón y el arte de pasear con dignidad

Ernesto Ramírez  lucía una barriga respetable, un corazón inquieto, y un chihuahua llamado Napoleón que sufría de complejo de rottweiler. El pequeño perro ladraba con furia a camiones, motocicletas y hojas secas que se movían sospechosamente. Caminaba con la dignidad de un emperador exiliado, y Ernesto lo seguía como si fuera su guardaespaldas personal.

Jubilado del banco, Ernesto vivía en una casa decorada con tapetes que parecían mapas de países imaginarios y cuadros torcidos que él juraba que estaban "en estilo diagonal expresionista", fuera lo que fuera eso. Su rutina era simple: despertar tarde, leer el periódico como si fuera una novela de suspenso, y pasear a Napoleón por el barrio.

Pero cada mañana, había una parada obligatoria: la biblioteca. No por los libros, claro, sino por Carmen.

Carmen era la bibliotecaria. Pelo plateado recogido en un moño impecable, gafas de marco rojo, y una voz que hacía que hasta los manuales de impuestos sonaran poéticos. Ernesto la miraba como quien contempla una obra de arte que no se atreve a tocar. Ella, por su parte, lo saludaba con cortesía... y cero interés romántico.

Ernesto había intentado impresionarla con frases como:

¿Sabías que los libros también suspiran cuando los cierras?

Napoleón y yo creemos que la poesía está subestimada.

¿Te gustan los hombres que saben distinguir entre Borges y el menú del día?

Nada funcionaba. Carmen sonreía, pero seguía siendo un misterio.

Un martes cualquiera, Ernesto entró a la biblioteca con Napoleón en brazos, porque el perro había decidido que ese día no caminaría si no era sobre mármol. Mientras fingía leer la contratapa de un libro sobre jardinería japonesa, escuchó a Carmen conversando con una amiga entre los estantes.

A mí me fascinan los hombres que saben cocinar —decía Carmen con esa voz que hacía que hasta los diccionarios sonaran como poesía.

¿Cocinar? —respondía la amiga.

Sí. Hay algo en el aroma de una buena salsa que me derrite. Me parece íntimo, generoso... y muy sexy.

Ernesto sintió que el universo lo empujaba por la espalda. Su corazón latía como si estuviera en una carrera de relevos sin equipo. Se escondió detrás de una estantería, fingiendo buscar libros de horticultura, mientras su mente se llenaba de pensamientos contradictorios: ¿Cocinar? ¿Yo? ¿Sexy? ¿Dónde queda la salsa en el supermercado?

Napoleón lo miraba con esa expresión que solo los chihuahuas con complejo de rottweiler pueden tener: una mezcla de juicio, incredulidad y “no lo hagas, humano”.

Pero Ernesto ya estaba en trance. Se acercó a Carmen con una sonrisa nerviosa y una valentía que parecía prestada.

Carmen — empezó, con voz temblorosa — he estado pensando... bueno, no pensando exactamente, más bien sintiendo... y me preguntaba si... este sábado... te gustaría venir a cenar a mi casa. Yo... cocinaré para ti.

Carmen lo miró con sorpresa. No se rió. No se burló. Lo observó como quien encuentra una nota escrita a mano en medio de un libro olvidado.

— ¿Tú cocinas? — preguntó, con una mezcla de curiosidad y cautela.

— Sí... bueno, no profesionalmente. Pero tengo mis momentos. Algunos involucran fuego. Otros, vino. Pero todos con intención.

Carmen sonrió, no por la propuesta, sino por la forma en que Ernesto la decía. Había algo en su torpeza que le resultaba entrañable. Algo que no había visto en los hombres que hablaban de recetas como si fueran tratados de guerra.

Está bien — dijo finalmente —. Acepto. Pero solo si Napoleón aprueba el menú.

Ernesto se rió, aliviado. Napoleón estornudó.

Eso cuenta como aprobación, ¿no?

Salieron de la biblioteca. Ernesto flotaba. Napoleón lo seguía con cara de “¿Qué hiciste, humano?”. Ernesto murmuraba:

¿Qué he hecho? ¿Qué he hecho?

Supervivencia romántica y queso en cantidades sospechosas

Desde que Carmen dijo “acepto”, Ernesto entró en modo supervivencia romántica. Sabía que no podía improvisar con pan y queso. Esta vez, tenía que cocinar de verdad. O al menos fingirlo con convicción.

Su primera parada fue YouTube. Buscó “cómo cocinar para impresionar sin morir en el intento”. Los resultados eran variados:

  • Un chef argentino que gritaba más de lo que cocinaba.
  • Una señora mexicana rodeada de cinco hijos y dos gallinas.
  • Un joven italiano que hablaba de pasta como si se tratara de filosofía existencial.

Ernesto intentó hacer lasaña. Confundió el horno con el microondas y terminó con queso fundido en la lámpara. Napoleón ladró como si hubiese presenciado un crimen.

Intentó arroz. El video decía “fácil y rápido”, pero Ernesto logró una pasta gris de consistencia cerámica. Lo usó para tapar una grieta en la pared.

Compró tres libros de cocina: uno francés, uno vegetariano, y otro que parecía escrito por un poeta en ayuno. Subrayó frases como “sofrito con carácter” y “textura emocional del puré”, sin entender nada. Napoleón se comió una esquina del libro vegetariano como protesta.

Desesperado, comenzó a visitar los puestos de comida del barrio. Don Lucho, el arepero de la esquina, le enseñó a voltear una arepa sin perder la dignidad. Maritza, la reina del pastelito, le dijo:  

Mijo, si no sabes cocinar, hazlo con cariño. Y si no tienes cariño, échale queso.

Ernesto tomó nota. Compró queso. Mucho queso.

El pollo existencial y la cena que casi fue incendio

El sábado amaneció soleado, como si el universo quisiera darle a Ernesto una falsa sensación de esperanza. Se levantó temprano, se afeitó con esmero, se puso su mejor camisa (la que no tenía manchas de café) y su delantal favorito: el que decía “Chef por accidente”.

Napoleón lo observaba desde su cojín, con esa mirada de rottweiler filosófico que decía: “Hoy es el día. Hoy se quema la casa”.

Ernesto intentaría preparar Coq au vin. Sonaba sofisticado. Los ingredientes estaban listos:

  • Pollo (entero y confuso).
  • Vino tinto (una botella para la receta, otra para los nervios).
  • Champiñones, cebolla, ajo, zanahorias.
  • Hierbas aromáticas que olían a jardín recién regado.

La receta decía “marinar el pollo en vino durante dos horas”. Ernesto pensó: “¿Y si lo marino en cariño y me tomo el vino?

A la tercera copa, hablaba con el pollo:

Tú y yo, amigo, tenemos una misión. Tal vez no salgas crujiente, pero saldrás con dignidad.

La cocina olía a vino, humo y desesperación. Ernesto cantaba boleros con una cuchara de madera. El sartén protestaba. El horno emitía sonidos sospechosos.

El pollo terminó en la licuadora. Las zanahorias aparecieron en el baño. Nadie sabe cómo.

Faltaban veinte minutos para que Carmen llegara. Ernesto miró el desastre:

  • El pollo parecía una escultura abstracta.
  • La salsa tenía la consistencia de una novela experimental.
  • El vino… se había ido.
  • Él… estaba ligeramente mareado, pero emocionalmente comprometido.

Sopa emocional, vino sobreviviente y un perro que sabía más que todos

Carmen entró con una sonrisa que no era cortesía, sino curiosidad genuina. Llevaba un vestido azul con estampado de libros abiertos. Napoleón, que normalmente ladraba a todo lo que respiraba, la olfateó, se acostó a su lado y pareció decir: “Esta sí. Esta es buena gente”.

Ernesto, nervioso pero decidido, la condujo al comedor. Había puesto la mesa con esmero: mantel sin manchas, copas que no combinaban pero brillaban, y una vela que olía raro, pero lucía romántica.

¿Qué preparaste? — preguntó Carmen.  

Una reinterpretación libre de Coq au vin — dijo Ernesto —. Muy libre. Tan libre que podría ser otra cosa.

La sopa (porque todo se convirtió en sopa) tenía pollo, zanahorias rebeldes y una salsa con emociones propias. Carmen la probó, cerró los ojos y sonrió.

Está… inesperada.  

¿Eso es bueno?  

Es como leer un poema que no rima, pero te hace sentir cosas.

El vino sobreviviente fue servido. Napoleón se sentó entre ellos, como mediador diplomático. Hablaron de libros, de viajes no hechos, de canciones que dolían sin saber por qué.

Carmen habló de su juventud en Mérida, de un amor que se fue sin despedirse, de cómo los libros la salvaron. Ernesto confesó que lloraba con comerciales de café y que escribió una carta de amor a una planta que murió en invierno.

¿Y qué decía la carta? — preguntó Carmen.  

— “Querida Hortensia: si alguna vez decides volver, prometo regarte con poesía y no con agua del grifo.

Carmen rió con esa risa que no se finge. Ernesto no necesitaba impresionar. Solo estar.

El postre inesperado y la confesión que no estaba en el menú

Ernesto, con el sudor de quien ha enfrentado batallas con sartenes y recetas contradictorias, presentó el postre: una gelatina que parecía haber sobrevivido a una guerra de frutas. Algunas rodajas de kiwi flotaban como náufragos. Las fresas, dramáticas, miraban al horizonte.

Carmen arqueó una ceja.  

¿Esto también es reinterpretación libre?  

Es una metáfora de mi vida: dulce, confusa y con trozos que no sé cómo llegaron ahí.

Ella probó la gelatina. Hizo una pausa. Lo miró con una sonrisa traviesa.  

Ernesto… dime la verdad.  

¿Sí?  

No sabes cocinar, ¿verdad?

Justo entonces, Napoleón, que hasta ese momento había estado tumbado, se incorporó. Lo miró fijamente, solidario pero inquisitivo. Parecía decir: “Y ahora, humano... ¿qué harás?”

Ernesto sintió que el alma se le encogía como espagueti mal cocido. El silencio se volvió espeso. Carmen lo observaba con una mezcla de ternura y picardía que desarma cualquier defensa. Napoleón, firme, parecía el jurado emocional de la escena.

¿Qué te hace pensar eso? —intentó Ernesto.  

La sopa tenía emociones. El pollo parecía haber pasado por terapia. Y esta gelatina… esta gelatina está en crisis existencial.

Ernesto bajó la mirada. Napoleón se acercó lentamente, se sentó junto a él y apoyó la cabeza en su pierna. Como diciendo: “Confiesa. No estás solo.

No sé cocinar — dijo al fin —. Lo más elaborado que he hecho antes de esto fue calentar arepas en la tostadora. Y una vez… quemé el cereal.

Napoleón parpadeó. No juzgó. Solo lo miró como quien ha visto cosas peores en el parque.  

¿Quemaste el cereal? —preguntó Carmen.  

Sí. No preguntes cómo. Fue un momento muy oscuro.

Silencio. Ernesto sentía que hasta los cubiertos lo juzgaban. Pero entonces, Carmen se rió. No una risa burlona, sino una carcajada luminosa, como abrir una ventana en medio de una tormenta.

¿Y entonces por qué hiciste todo esto?  

Porque quería que esta noche fuera especial. Porque tú me gustas. Porque pensé que si lograba que el pollo no se rebelara, tal vez tú verías que lo intenté.

Napoleón lo miró con respeto renovado. Caminó hacia Carmen y le lamió la mano. Como si dijera: “Este humano es torpe, pero tiene buen corazón.

¿Sabes qué es lo más especial de esta cena? — dijo Carmen —. Que es la primera vez que alguien cocina para mí sin saber hacerlo, solo para complacerme, a pesar del temor. Eso… eso vale más que cualquier receta francesa.

Ernesto sintió cómo el pánico se derretía como queso sobre arepa caliente. No había sido perfecto. Pero había sido real.

Napoleón se acomodó entre ellos, como quien sabe que el amor, aunque torpe, ha triunfado.  

¿Entonces… me das otra oportunidad? —preguntó Ernesto.  

Claro. Pero la próxima vez, cocinamos juntos.  

¿Y si quemamos el cereal?  

Nos comemos el vino.

Rieron. Ernesto respiró. Carmen lo miró con complicidad. Y Napoleón, satisfecho, se tumbó a sus pies, como quien sabe que el caos emocional también puede tener final feliz.

Epílogo: El arte de limpiar el desastre y dejar huellas

La cena había terminado, pero la cocina parecía el escenario de una batalla entre ingredientes con voluntad propia. Restos de cebolla llorada, cucharones abandonados como soldados caídos, y una sartén que claramente había visto cosas que prefería no recordar.

Ernesto contemplaba el caos con la expresión de quien ha sobrevivido a una guerra sin saber si ganó. Carmen, a su lado, observaba todo con una mezcla de asombro y risa contenida.

¿Esto lo hiciste tú solo? —preguntó, levantando una cuchara que parecía un pincel de arte abstracto.  

Sí. Y parte de mí no sabe cómo sigo vivo.

Napoleón se asomó desde el pasillo, olfateó el aire y retrocedió con dignidad. “Esto no es para mí”, parecía decir.

Bueno — dijo Carmen, arremangándose —. Dijimos que cocinaríamos juntos. Pero creo que hoy toca sobrevivir juntos.

Y así comenzó la segunda parte de la velada: la limpieza. Entre risas, bromas sobre utensilios con traumas y una esponja que parecía rendirse cada cinco minutos, restauraron el orden.

Ernesto lavaba mientras Carmen secaba. Cada plato era una excusa para una nueva anécdota. La cocina, poco a poco, dejó de parecer un campo de batalla y se convirtió en un espacio compartido. Un lugar donde el desastre no era vergüenza, sino historia.

¿Sabes? — dijo Carmen mientras guardaba los vasos—. Esta ha sido una de las noches más especiales que he tenido en mucho tiempo.  

Ernesto se detuvo, con las manos aún mojadas.  

¿Por la gelatina existencial?  

Por ti. Por lo que hiciste. Por cómo lo hiciste. Por no esconderte detrás de nada.

Napoleón, desde su rincón, levantó la cabeza. Atento. Silencioso.

Hace mucho que un hombre no me impresiona — continuó Carmen —. Y tú lo hiciste. No por lo que cocinaste, sino por atreverte a hacerlo.

Se acercó a Ernesto, lo miró con ternura y le dio un beso en la frente.  

Buen principio —susurró.

Ernesto no respondió. Tenía el corazón lleno y las palabras ocupadas en no estorbar.

Carmen tomó su bolso, acarició a Napoleón, que la miró con respeto, y salió por la puerta con una sonrisa que se quedó flotando en el aire.

El silencio volvió. Ernesto miró la cocina limpia como si fuera un símbolo de algo más profundo.

Entonces, Napoleón se acercó. Lo miró fijamente y ladró. Una sola vez. Firme. Claro. Como diciendo: “Bravo, humano. Lo lograste.

Ernesto sonrió.  

Gracias, compañero.

Napoleón se tumbó a sus pies. Y en ese instante, Ernesto supo que no había terminado nada. Apenas comenzaba.

Porque a veces, el amor no entra por la puerta con flores ni frases perfectas. A veces llega disfrazado de desastre, de sopa emocional y de gelatina en crisis. Y si uno se atreve a mostrarse torpe, honesto y dispuesto a aprender, entonces algo cambia.

No todo se arregla en una noche. Pero hay noches que abren ventanas. Que limpian rincones. Que enseñan que el valor no está en saber hacerlo todo bien, sino en atreverse a hacerlo con el corazón en la mano.

Y esa noche, entre platos lavados y un perro sabio, Ernesto descubrió que el principio más valioso… es el que se construye con esperanza.


miércoles, 23 de julio de 2025

Bonitos son los gatitos..

Escribimos.
No por entretenimiento.
No por halagos.

Escribimos porque hay algo dentro que no nos deja dormir.

Porque las palabras laten bajo la piel.
Y sacarlas es la única forma de respirar.

Porque hay personas que nos desordenan el alma,
que nos rompen la mirada,
que nos obligan a ver el mundo con otros ojos.
Y escribir es la única forma de sostener ese caos sin rompernos.

Escribimos porque hay memorias que arañan la espalda,
emociones que no caben en el cuerpo,
silencios que gritan.

Porque a veces, lo que sentimos no tiene forma
hasta que lo convertimos en texto.

Y entonces, lo compartimos.
Lo ofrecemos como quien se abre el pecho.
Con miedo.
Con esperanza.
Con el alma al descubierto.

Y llega alguien.
Lee.
Y con una palabra,
“bonito”,
desarma el pedazo de alma que ofrecimos.

Bonito.
Como un garabato en la esquina de una libreta.
Como si no hubiera sangre entre las líneas.
Como si escribir no nos arrancara el aliento.

Bonito.
La palabra que se usa cuando no se quiere mirar más allá.
Cuando lo incómodo se maquilla.
Cuando lo profundo se reduce a una superficie amable.

Pero lo que escribimos no es bonito.
Es crudo.
Es urgente.
Es real.

Es el eco de una noche que no quiso dormirse.
El temblor de una emoción que gotea entre las costillas.
El intento desesperado de entender lo que nos quiebra.
Es el regalo de un mundo que solo existe
porque alguien nos hizo sentirlo.

Y si todo eso se reduce a un
“está bonito”,
no entendiste nada.

Duele más que cualquier crítica.
Porque no es indiferencia:
es convertir lo visceral en un adorno.

Bonitos son los gatitos.
Pero esto que sangra en palabras no es ternura.
Es un grito.
Un abismo.
Una verdad que quema.

Y si no puedes verla,
al menos no la disfraces.

Manual para sobrevivir al visto (sin perder la dignidad ni el WiFi)

Última actualización: justo después de que me dejaran en visto por quinta vez esta semana.

Estado emocional: Estable, pero con tendencia a dramatizar.

Nivel de batería: 17%. Como mi fe en la humanidad.

Manual en mano, dignidad encendida y WiFi intermitente... pero seguimos vivos.

Dicen que el universo está lleno de misterios: agujeros negros, dimensiones paralelas y mujeres que te dejan en "visto" sin culpa alguna. El “visto” es un fenómeno moderno con tintes paranormales, un regalo cruel de la tecnología que nos da marquitas azules para recordarnos que la conexión humana no siempre sigue el ritmo del WiFi.

Ocurre rápido, te deja en sombra, y nadie te explica por qué. Tú escribes algo con cariño, con chispa, con intención. Ellas lo leen. Y luego… silencio. Ni un emoji. Ni un “jajaja”. Ni siquiera un “ok”. Solo esas dos marquitas azules que brillan como ojos de gato en la oscuridad. Y tú ahí, como un náufrago digital, esperando respuesta en una isla llamada “esperanza”.

Pero no todos los vistos son iguales. Para sobrevivirlos, primero hay que conocer sus formas. Uno, que ya ha desarrollado cierta sensibilidad para detectar microdesprecios, empieza a reconocer patrones. Hay tipos de visto. Estilos. Escuelas. Técnicas refinadas de ignorar con clase. Aquí los más comunes:

1. Visto glacial: Leído a las 10:03 a. m., ignorado hasta el fin de los tiempos. Como aquella vez que le escribí a Ana un poema improvisado, vi las marquitas azules, y aún estoy esperando su respuesta… desde 2023.

Efecto: congelamiento emocional, dudas existenciales y revisión compulsiva de ortografía.

2. Visto explosivo: Leído, ignorado… y tres días después ella te manda un sticker de un gato bailando.

Efecto: confusión, risa nerviosa y la tentación de googlear “¿cómo interpretar un sticker de gato bailando?”

3. Visto zen: Leído, ignorado, pero ella te manda un meme en otra conversación.

Efecto: iluminación súbita sobre tu lugar en la jerarquía afectiva.

4. Visto búmeran: Leído, ignorado… pero días después ella responde como si nada, retomando la conversación sin mencionar el abandono.

Efecto: confusión existencial. ¿Finges que no esperaste? ¿Respondes con naturalidad o con sarcasmo?

5. Visto espejo: Leído, ignorado… y luego ella publica una frase en su estado tipo: “A veces el silencio dice más que mil palabras.

Efecto: indignación y autoanálisis. ¿Es indirecta? ¿Es poesía? ¿Es sadismo?

6. Visto con presencia: Leído, ignorado… y ella sigue en línea, chateando con otros (en realidad, tu piensas en singular), mientras tu mensaje flota en el limbo digital.

Efecto: sensación de ser ignorado en tiempo real, con conexión estable y elegancia pasiva.

7. Visto holograma: Leído, ignorado... y días después ella responde como si hubieran estado conversando por telepatía todo este tiempo.

Efecto: choque temporal, dudas metafísicas y necesidad de consultar con tu terapeuta.

Después de este desfile de indiferencias creativas, es imposible salir ileso. Pero no todo está perdido. Existen formas de resistir sin perder la elegancia (ni los datos móviles). He probado varias. Algunas funcionan. Aquí las más efectivas:

1. Date un respiro:
 
Aceptar que, para ella, tu mensaje no fue prioridad. Preguntarte si ella merece espacio en tu mundo.

Efecto: claridad mental.

Advertencia: no hiperventilar frente a la pantalla.

2. No reenviar el mensaje: El silencio ya habló. Repetirlo solo debilita tu dignidad.

Efecto: preservas tu elegancia emocional.

Advertencia: resistir la tentación de escribir “¿hola?” tres veces.

3. Evitar el “¿me leíste?”: Ella lo leyó. Tú lo sabes.

Efecto: orgullo intacto.

Advertencia: la urgencia pasará. Como todo.

4. Componer una balada épica: Escribir una canción sobre el visto y cantarla en la ducha hasta recuperar la autoestima.

Efecto: liberación emocional.

Advertencia: no uses Autotune. Al menos no todavía.

5. Moverte: Bailar un merengue, lavar los platos, hacer origami. Escribir en tu blog (¡Hola!)... O simplemente salir a respirar aire de verdad.

Efecto: distracción saludable.

Advertencia: no bailes frente al celular esperando que ella responda. Eso ya lo hiciste.

6. Reformular el silencio: Ella tiene el alma en modo avión, aunque el WiFi funcione. No recibe ni envía afecto, atención o palabras… al menos de ti. Señal emocional: fuera de cobertura.

Efecto: cambio de perspectiva.

Advertencia: no creerse demasiado el propio discurso, aunque funcione.

7. Practicar el visto inverso: Leído, ignorado… ahora por ti. No por venganza, sino por equilibrio cósmico.

Efecto: poder momentáneo, leve culpa, paz interior.

Advertencia: usar solo con reincidentes.

Con estas herramientas en mano, el “visto” deja de ser un abismo y se convierte en un desafío superable. Respira. Porque al final, no deberías hacer tanto drama. Si ella no responde, puede que simplemente no quiera. Tal vez no eres para ella lo que crees que eres, o lo que quisieras ser. O quizás sí lo eres, pero justo en ese momento estaba ocupada, se distrajo, o se le cruzó una mosca existencial.

En cualquier caso, no puedes hacer nada. Y eso, aunque duela, también es liberador.

Mejor dedícate a quien sí quiera hablar contigo en el momento. O lee un libro. O duerme. O escribe en tu blog (¡ejem!). A la larga, si ella quiere, te escribirá. Y si no… te evitarás mucho sufrimiento innecesario.

El “visto” no te borra, te redirecciona.

Alrededor de esta fogata digital, por ejemplo, seguimos contando historias, incluso cuando el “visto” intenta apagar las brasas. Yo, para consolarme, a veces imagino que existe un servidor celestial donde se almacenan los mensajes ignorados. Un espacio digital, medio místico, donde los “hola” sin respuesta flotan como cometas, y los “¿cómo estás?” orbitan sin destino.

En ese servidor celestial, en ese mismo lugar donde se acumulan las palabras que nadie escuchó (véase mi otra entrada: Manual para no ser escuchado), estoy seguro de que también hay un rincón reservado para los textos leídos y abandonados. 

Y aunque nadie los recoja, aunque nadie los responda, yo sigo escribiendo. Porque si existe ese lugar, entonces cada palabra que lanzo al vacío no desaparece: flota como una linterna encendida en una noche sin respuestas. Y eso basta.

Hablar, incluso sin eco, sigue siendo mi forma de habitar el mundo.

Y si alguna vez llega una respuesta, yo tendré intactas mis ganas, mi presencia, mi humanidad… para quien quiera compartirla en un mensajito.

Y si no…

que al menos me manden un ponquecito... Sin pasas.

Ya saben por qué (Si no, vean mi otra entrada).

martes, 22 de julio de 2025

Ruido de fondo (3:17 a.m.)

Siempre he necesitado dormir con el televisor encendido. No por entretenimiento. Ni por insomnio. Es el murmullo. Ese zumbido constante, apenas perceptible, que llenaba el vacío de la noche. Aquel ruido de fondo alejaba el silencio que me obligaba a pensar demasiado, como si algo acechara en su quietud, esperando que bajara la guardia.

Cada noche, antes de cerrar los ojos, elegía un canal al azar: una película gastada, un noticiero monótono, incluso un infomercial de cuchillos que nadie compraría. No importaba. Lo único esencial era que la pantalla siguiera encendida, poblando la habitación con voces que no eran mías.

Durante años, eso bastó. Hasta que algo cambió. Comencé a despertar en medio de la noche. Siempre a la misma hora: 3:17 a.m.

Al principio, lo atribuí al azar. Pero noche tras noche, sin excepción, mis ojos se abrían con una punzada, como si un susurro me arrancara del sueño. El aire se volvía denso, cargado, como si la habitación contuviera el aliento.

Y cada vez que despertaba, el televisor seguía encendido. Pero no en el canal que había dejado.

Siempre en el mismo: El canal 88.

El canal 88 no existía. Según la guía, no estaba asignado a ninguna señal. No tenía programación. Pero allí estaba en el televisor. Solo mostraba una imagen fija, en blanco y negro, de una sala que parecía un reflejo torcido de la mía: paredes desnudas, una silla que no encajaba, una ventana que daba a un vacío negro. Sin sonido. Sin movimiento. Como si una cámara olvidada transmitiera desde un lugar que no debía ser visto.

Pensé en interferencias. En una señal pirata. Algo técnico.

Me obsesioné.

Busqué en foros. Hablé con técnicos. Escaneé frecuencias. Incluso abrí el televisor, un modelo antiguo que no recordaba haber comprado, buscando algo. Cualquier cosa.

Nada. El canal 88 no tenía fuente. No tenía explicación. No debía existir.

Y luego la vi.

Al principio, era solo un borrón en la esquina de la pantalla. Una silueta difusa, apenas humana, inmóvil, con la cabeza ladeada como si intentara descifrarme. No tenía rostro. Solo una oscuridad densa donde deberían estar los ojos. Pero yo sabía que, desde aquella oscuridad, me observaba.

Noche tras noche, la entidad fue definiéndose más. Primero, un leve giro de la cabeza, como si notara mi presencia. Luego, un paso lento hacia el centro de la imagen. Cada vez más cerca. Cada vez más consciente.

Y, con ella, mi habitación, la real, también empezó a cambiar.

Las paredes parecían más estrechas, como si se inclinaran hacia mí. Los objetos, un vaso, un libro, una lámpara, aparecían fuera de lugar al despertar, como si alguien los hubiera movido mientras dormía. El aire se volvía más pesado, casi líquido. Y un zumbido bajo, apenas audible, se instaló en mis oídos incluso durante el día.

Mi reflejo ya no era del todo mío. Los bordes de mi rostro se difuminaban, como si algo lo estuviera erosionando desde dentro.

Una noche, incapaz de soportarlo más, intenté detenerlo. Desenchufé el televisor. Lo arrastré hasta el contenedor de basura en la calle, bajo la lluvia. Me dije que había terminado.

Pero al volver a mi apartamento, ahí estaba. En su lugar. Encendido. En el Canal 88.

La entidad estaba más cerca que nunca. Su contorno temblaba, retorciéndose como si la carne hubiera olvidado su forma.

El miedo ya no era solo miedo. Era una humedad que se filtraba en mi mente, lenta, invasiva. Mi cuerpo se tensaba antes de abrir los ojos, sabiendo que ella estaría allí.

Y una noche, vencido por la obsesión, me acerqué a la pantalla. Quería tocar el cristal. Comprobar que era solo una imagen. Que no había nada más allá.

Estiré la mano. Y ella también.

Con un terror que me arrancó el aliento, vi cómo su contorno se alargaba, tembloroso, como un eco de carne ausente, extendiéndose hacia mí desde el otro lado. El cristal estaba helado. Pero no era un frío superficial: era un helor que trepaba por los huesos, que entumecía la sangre, como si algo antiguo y muerto intentara reclamarme.

Retrocedí. Tropecé con la alfombra. Caí de espaldas. Mi respiración era un jadeo imposible. Como si el aire se hubiera vuelto piedra.

La entidad había vuelto a su posición inicial. Pero yo sabía que me había sentido. Que me había tocado. Que me había reconocido.

Desde entonces, su presencia cambió. Ya no era una sombra distante. Era algo que me buscaba. Que me había marcado.

Ya no duermo. No realmente. No porque no quiera, sino porque no puedo. Cada vez que cierro los ojos, siento que ella se mueve. Que se acerca. Que cruza el umbral entre la pantalla y mi mundo.

El sueño se ha vuelto territorio enemigo. Un lugar donde ella tiene poder. Donde puede alcanzarme. El televisor es lo único que la contiene. Si lo apago… si me atrevo a dormir sin su zumbido… algo terrible ocurrirá.

Lo intenté una vez. Solo una. Apagué el televisor. Me obligué a cerrar los ojos. Desperté gritando. Con marcas en los brazos que no estaban allí antes... Y el televisor estaba encendido. En el canal 88. Con ella en el centro de la pantalla, más cerca que nunca.

Desde entonces, vivo en un estado intermedio. Entre la vigilia y el delirio. La habitación se ha vuelto un lugar extraño. Las paredes susurran. Los muebles están siempre fuera de lugar. Y el zumbido en mis oídos no cesa.

A veces, me miro al espejo… y juro que ella está detrás de mí, aunque la pantalla esté a mi espalda.

No sé si esto terminará alguna vez.

Cada noche, a las 3:17, la sala aparece de nuevo. Una sala que es mía, pero no lo es. Una sala donde ella espera.

Y a veces, solo a veces, cuando el televisor parpadea, me pregunto si ya está aquí. En esta habitación. Esperando que apague la luz.

Si alguna noche despiertas a esa hora, con el televisor encendido en un canal que no debería existir, con una sala que parece la tuya pero está rota... no mires demasiado.

No te acerques.

Podrías sentir que algo, al otro lado, ya te ha visto.

lunes, 21 de julio de 2025

El universo en su mejilla..

Hay una ternura que me atraviesa cuando ella está cerca. No tiene nombre, pero se revela en el impulso que me guía hacia su mejilla. Me gusta rozar su suavidad: un susurro silente que se desliza entre mis dedos como el aire tibio antes de la tormenta.

A veces, sin previo aviso, me descubro habitando la curva de su rostro, esa llanura serena donde el tiempo se desvanece. Me recuerda a un pétalo que tiembla al alba. Frágil, sí, pero cargado de promesas. O al tulipán que se abre sin temor a ser herido.

Su esencia es un jardín que florece al roce, una caricia que transforma la quietud en ritual, en idioma secreto. Cada contacto es un pacto invisible, un temblor que se aprende de memoria.

Mientras trazo en su piel la huella de lo que somos, me pregunto: ¿acaso la belleza más intensa habita en lo apenas tocado?

Y entonces, en un instante, su roce me eleva más allá del tiempo. No hay relojes, ni ruido, solo un latir que me disuelve. Me deslizo hacia el universo que es ella, donde los pulsos son constelaciones y los suspiros, cometas fugaces que iluminan mi tránsito.

Es un cosmos íntimo: diminuto, un secreto entre dos almas; pero a la vez infinito, un deseo que no cabe en palabras. Allí soy luz que no cansa, eco sin retorno, viajero sin mapa.

Y cuando regreso, nunca del todo, aún llevo su universo adherido a mi tacto, como el aroma que queda tras la tormenta, como la ternura que vuelve a rozar su mejilla.

viernes, 18 de julio de 2025

Yo soy..

 

Yo soy el que escribe desde el umbral


No escribo por costumbre.
Escribo porque algo en mí arde.
Porque a veces el silencio pesa más que el grito,
y encuentro en las palabras un modo
de respirar hacia adentro.

Desde mi fogata,
cuento historias que no siempre buscan respuestas,
pero sí refugio.
Historias donde la sombra tiene nombre,
y la culpa camina a la par del amor.

No me interesa narrar lo evidente.
en ese espacio entre lo que se dice
y lo que se calla.
Ahí, en lo incierto, en lo no resuelto,
me reconozco.
Me detengo en los márgenes,

Llevo en los dedos el temblor
Observo lo que otros pasan por alto.
Escribo de lo invisible,
de lo que se intuye más que se ve.
De lo que duele sin estallar.
de quienes sienten demasiado.

Mis cuentos no siempre ofrecen salidas,
Mis poemas, a veces, solo acarician el borde
de lo que no puedo decir.
pero sí un lugar donde quedarse un momento.

Soy un narrador del umbral.
para comprender lo que aún no entiende,
y para dejar encendida, aunque sea leve, 
una llama que invite a otros
a sentarse, mirar hacia adentro,
y seguir.
Un hombre que escribe para no olvidarse,

jueves, 17 de julio de 2025

Desde este lado

Hay fronteras que no llegan de golpe. Nacen despacio, como líneas que se dibujan en tu presencia sin que lo notes al principio. No las construye uno, pero ahí están: firmes, silenciosas, como una costura de sombra en la niebla, trazadas sin consulta, sin voz propia.

Uno no elige enfrentarlas, pero un día se da cuenta de que ya vive dentro de ellas.

Y entonces toca aprender a quedarse. No por elección, sino por esa forma de obediencia que brota del respeto, o del miedo, o de algo más profundo y que ninguna de esas palabras alcanza a nombrar.

Lo difícil no es el muro. Es el esfuerzo que te exige sostenerte del lado que no se cruza. Porque cruzar sería un gesto breve, una llama que no pregunta. Pero quedarse… quedarse es otra cosa.

Quedarse es apagar el fuego sin perder el calor, contener el cuerpo cuando todo en él arde, resistir sin testigos ni aplausos.

Y cuando se tiene una naturaleza que arde, que reacciona, que lucha, permanecer se vuelve una batalla silenciosa. Decirse “quédate” cuando cada célula grita “salta” es nadar contra un río que nace en tu propia sangre. No es quietud, es guerra interna. Cada día, cada instante, el cuerpo suplica: moverse, romper, decir su verdad.

Pero tú te sostienes. No por debilidad, sino por una fuerza que se parece demasiado al sacrificio.

Hay días en que el deseo se vuelve físico. No una idea, no una nostalgia, sino una urgencia que recorre la piel, que se instala en el pecho como un animal que late y empuja desde dentro. Entonces recuerdas el muro. 

Y no, no duele. Lo que hiere es fingir que no lo ves, que no lo sientes, que no lo sueñas. Porque cada fibra quiere saltarlo. No para huir, sino para tocar, para sumar, para estar.

Y sin embargo, uno se obliga a permanecer. A sostenerse en la quietud, a respetar el límite que no pidió. Y esa obligación no es noble, ni heroica. Es pesada. Es amarga. Es una forma de fidelidad que parece encubrir una vulgar renuncia.

Desde aquí, a veces, veo caer la lluvia del otro lado. No es tormenta, pero arrastra esa tristeza que se reconoce sin tocarla. Y sé , con esa certeza que no necesita pruebas, que podría sumar sin desbordar, enriquecer sin alterar, ser sin invadir, proteger sin agobiar.

Pero permanezco. No por calma. No por conformidad. Sino porque hay límites que, aunque ajenos, se vuelven mandato. Y aun cuando las sombras breves del otro lado también ensombrecen mi corazón, sigo aquí. Sosteniéndome donde no se me llama, frente a lo que no elegí, como quien guarda el fuego para no incendiar la quietud.

Y así permanezco, en la penumbra del deseo, esperando, quizás, que un día caigan algunos ladrillos, y pueda cruzar sin herir, y lograr que la lluvia, al fin, se detenga.

miércoles, 16 de julio de 2025

El silente: Cuando la culpa persigue.

I. Antes del Silencio

A veces, justo antes de que algo se rompiera en su vida, el aire se espesaba. Como si el mundo, por un instante, contuviera la respiración. Mateo lo sentía llegar en el espíritu mucho antes de ver ninguna manifestación física.

Primero era la opresión en el pecho, luego el silencio: no el natural, sino uno que ahogaba los sonidos, como si alguien hubiera bajado el volumen del mundo. Y después, sin falta, el dolor. Una pérdida. Un accidente. Una despedida que no debía ocurrir.

Tardó un poco en establecer la relación, pero el patrón era claro: cada vez que la alegría lo rozaba, el Silente aparecía.

No tenía rostro, solo una superficie lisa como piedra mojada, donde la luz se negaba a entrar. No tenía voz, pero su presencia era un grito mudo. No caminaba. No llegaba. Solo estaba. Como si la felicidad de Mateo fuera una afrenta que debía corregirse.

Al principio, solo fue una sensación, una idea... una grieta apenas perceptible en su realidad. 

La primera vez que lo intuyó, fue el día en que su madre murió.

Mateo había regresado a casa tras años de distancia, con la esperanza de coser las grietas viejas. Cocinaron juntos. Rieron. El aroma de las especias llenaba la cocina. Ella le enseñó de nuevo a doblar las empanadas, como cuando era niño, sus manos temblorosas guiando las suyas.

Esa noche, mientras ella dormía, Mateo sintió el aire detenerse. En la penumbra del pasillo, entre el vaivén de la cortina, algo pareció moverse. Tal vez fue un reflejo. Tal vez no.

Al amanecer, su madre no despertó.

Los recuerdos de esa noche lo perseguían, pero no tanto como lo que sintió antes de que ocurriera. Como lo que vendría después.

II. Toda Luz Tiene su Precio

La segunda vez fue cuando se enamoró.

¡Que hermosa era Amalia! Su risa limpiaba el aire. Enredaba un mechón de cabello cuando estaba nerviosa. Sus ojos lo hacían sentir menos roto. Durante algunos meses, Mateo pensó que la tristeza lo había olvidado, que su condena había caducado.

Una noche, al final, caminaban por la orilla del río. Amalia frunció el ceño: “El aire... pesa, ¿no lo sientes?”, murmuró. Luego, entre risas, le dijo que lo amaba.

Y el mundo calló. Como si alguien hubiera apagado su latido.

En el reflejo del agua, Mateo vio algo. Un contorno borroso, inmóvil, contra la corriente. No dijo nada.

Al día siguiente, un accidente de transito se llevó a Amalia y, con ella, toda esperanza de una vida feliz.

Mateo no lloró. No por que no sintiera dolor. Sino porque comenzaba a reconocer que cada lágrima parecía convocar al Silente.

Intentó comenzar de nuevo. Otra ciudad, otro nombre, un trabajo sin vínculos. Por un tiempo, funcionó.

Hasta que Javier, un compañero que siempre traía café para todos, lo invitó a cenar. Hablaron de sus ciudades natales. Javier le mostró una foto de su hijo, un niño de ojos brillantes que soñaba con ser astronauta. Mateo rió. Sintió algo tibio en el pecho, como un sol que ya no recordaba.

Esa noche, un frío repentino atravesó la habitación. En la ventana, contra la luna, el Silente lo observaba.

Horas después, Javier recibió una llamada: su hijo había muerto en un incendio.

No había lógica. No había escapatoria.

Solo una certeza: cada vez que Mateo se acercaba a la luz, el Silente venía a apagarla.

Huyó. Cambió de ciudad más veces de las que podía contar. Evitó amistades, amores, incluso sonrisas. Aprendió a vivir en la penumbra, en una neutralidad emocional que lo protegía. Porque el Silente no buscaba su cuerpo. Buscaba el brillo en sus ojos, el calor de sus risas, todo lo que lo hacía humano.

III. El Día que Calló

La culpa no nació del dolor. Nació del silencio.

Simón había sido su amigo de infancia. Compartían tardes en la vieja biblioteca del pueblo. Leían juntos poesía en voz alta, con una emoción que hacía temblar las palabras. Se entendían sin hablar. Simón era frágil, valiente en lo que importaba. Mateo lo admiraba en secreto, sintiéndose indigno de su luz.

El día que Simón murió, Mateo estaba allí.

No lo empujó. No lo golpeó. Pero lo vio. Vio cómo un grupo de chicos lo rodeaba, lo insultaba, lo empujaba. Dio un paso. Solo uno. Luego bajó la vista. Cuando la levantó, Simón ya caía. Su cabeza golpeó la piedra. Su cuerpo quedó inmóvil.

Y Mateo eligió callar. Dijo que llegó tarde. Que lo encontró inconsciente. Nadie dudó. Nadie preguntó demasiado.

El “creador”, su maestro, su padre adoptivo, lo abrazó. Lloró con él.

Te protegeré siempre —le prometió.

Mateo intentó seguir. Durante años, cambió de ciudad, de nombre, de vida. Alguna vez escribió una carta anónima contando la verdad, pero la rompió. Temía al juicio ajeno y al suyo propio. Escapó de su vida y apostó su redención al tiempo, al olvido.

Pero el Silente no lo había olvidado.

Ni a él.

Ni a los otros.

Con el tiempo, supo qué les ocurrió a los chicos que atacaron a Simón. No todos al mismo tiempo. No de forma evidente. Pero uno por uno, sus vidas se deshicieron.

Uno murió solo, en un accidente absurdo.

Otro se quitó la vida tras años de adicción.

Otro fue encontrado en la calle, sin nombre, sin memoria.

El Silente no sabía de redención. Solo cumplía el mandato que lo había despertado: castigar al culpable, acompañarlo hasta vaciarlo.

Mateo lo comprendió no por pruebas, sino por presencia. Porque cada vez que el silente llegaba a él o los otros, lo sentía en el alma como una sombra que marca sin tocar. Porque él no solo fue testigo. Fue quien dejó que la verdad muriera con Simón.

Y por eso, el Silente no lo destruyó. Lo acompañó y le mostró lo que hacia a cada uno de los otros.

IV. La Promesa que Rompió al Mundo

Mateo solía caminar solo. No por gusto, sino por necesidad. Evitaba el contacto con las personas como quien esquiva un espejo: no por miedo a lo que ve, sino por temor a lo que refleja. Sus caminatas eran una forma de silenciar el ruido del mundo, y a veces, si la carga en su espíritu era demasiado grande, podían durar horas.

Una de esas caminatas se prolongó más de lo debido. El sol ya no estaba, y los árboles comenzaban a parecerse entre sí. Fue entonces, sin saber cómo, que se encontró en un lugar que le parecía vagamente conocido.

El lugar le parecía vagamente conocido porque lo era: la casa del creador. Pero no como él la recordaba. El abandono de años la había transformado. Donde antes había orden, ahora había polvo. Donde antes había luz, ahora había sombra. Aunque La casa seguía en pie, era más un recuerdo que una estructura. Las paredes, cubiertas de polvo; los muebles, envueltos en ese silencio que no proviene del abandono, sino del tiempo detenido. Mateo no había vuelto desde su muerte. Y ahora, cada paso parecía una profanación íntima, un retorno a algo que no estaba preparado para perdonar.

Subió las escaleras con lentitud, como si cada peldaño le exigiera una confesión. En su mente apareció la imagen del creador con la llave al cuello, esa que nunca explicó, esa que parecía pesar más que el metal. Al final del pasillo, detrás de una puerta que siempre había estado cerrada y que ahora pendía de un solo gozne, encontró el cuarto.

Aquel cuarto no era un estudio. Ni siquiera una simple habitación. Era un santuario del dolor. El aire, espeso, se aferraba a las cosas como si protegiera lo que quedaba. En el centro, una mesa cubierta de papeles: notas con tinta corrida, frases tachadas con furia, dibujos de símbolos antiguos. Un amuleto roto. Un círculo de madera grabado con signos que el creador había descrito cuidadosamente en sus apuntes como protecciones contra el mal, partido en dos.

Y, al centro, una hoja más reciente, colocada con una delicadeza que contrastaba con el resto. Reconoció la letra enseguida. La había visto en libros, en cuadernos de recetas, en cartas escritas para él cuando era niño.

“Te protegeré siempre.”

La promesa estaba ahí. La misma que había escuchado en los momentos de consuelo, de miedo, de pérdida. Debajo, una línea escrita con una caligrafía temblorosa, como si el dolor hubiera guiado la mano:

Y si no puedo protegerte, que el dolor encuentre al culpable. Que lo acompañe. Que lo vacíe.

Una frase tachada más abajo:

“Si el culpable no es uno, que el dolor los encuentre a todos.”

Mateo sintió una punzada que no era miedo, ni siquiera culpa. Era comprensión. Comprendió que el creador, que siempre había sido un hombre de lógica, de manos firmes y corazón callado, se quebró cuando perdió a Simón. Y que esa ruptura, esa desesperación, no buscó venganza ni castigo. Buscó sentido. Equilibrio. Una forma de no enloquecer ante la injusticia.

No fue un hechizo. Fue una súplica. Pero el mundo escuchó.

El Silente no fue creado. Fue despertado. No por odio, sino por amor.

V. Lo que no se dijo

La verdad no liberó a Mateo. Lo quebró. Porque, en ese quiebre, el Silente encontró su momento.

Permaneció de pie, sin lágrimas ni temblores. Sólo su cuerpo suspendido en una quietud que no era paz, sino rendición. Por un instante, lo odió. No al Silente. A sí mismo. A su silencio. A cada instante en que pudo hablar y no lo hizo. Gritó, con la garganta rasgada por años de contención:

¡No lo maté! ¡No fui yo!

La casa no respondió. El silencio, sin embargo, cayó como una sentencia inevitable.

Entonces lo sintió.

No escuchó pasos. No vio movimiento. Simplemente supo que el Silente ya estaba allí. No entró por la puerta. No emergió de la sombra. Solo ocupó el espacio, como si siempre hubiera estado esperándolo.

Estaba en el centro del cuarto, justo donde la promesa había sido escrita. Alto, inmóvil, sin rostro. La superficie de su piel parecía absorber la luz. El aire se volvió espeso. Las sombras se estiraron, como si intentaran apartarse de él.

Mateo lo miró. No con desafío, ni con miedo. Lo miró como quien contempla su reflejo por última vez.

Fuiste llamado por quien me amó —dijo, apenas en un susurro—. Y aun así, viniste por mí.

El Silente no respondió. Ni siquiera se movió. Pero el mundo pareció inclinarse hacia él.

Mateo cerró los ojos. No por terror. Por agotamiento. Porque ya no quedaba dentro de él nada que pudiera resistir.

VI. Después del Silencio

La casa está en silencio.

La luz del amanecer entra por la ventana abierta. El polvo flota en el aire, suspendido en los rayos dorados. Todo está quieto. Todo parece esperar.

La mesa sigue en el centro del cuarto. La silla está caída de lado, como si alguien se hubiera levantado con prisa… o desaparecido.
No hay señales de lucha. No hay huellas. No hay voces.

Mateo ya no está.

No se fue caminando. No huyó. No dejó rastro. Simplemente dejó de estar. Como si el Silente lo hubiera recogido sin ruido, sin ceremonia. Como si su presencia hubiera sido necesaria solo hasta ese momento.
No hay testigos. No hay destino. Solo la ausencia.

Y sin embargo, algo permanece. No en los cuerpos, sino en el aire. En los objetos que no se mueven. En los gestos que se repiten sin saber por qué. En los silencios que ahora pesan distinto.

Porque hay silencios que se imponen. Y hay silencios que se eligen.
Mateo eligió el segundo..