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domingo, 15 de junio de 2025

Desde los escombros

Querido yo,

Es hora de dejar atrás esa pared: la ilusión que escalaste con el sudor de tus días, convencido de que al otro lado alguien —o algo— te aguardaba. Cada ladrillo fue un gesto de fe, cada grieta en tus manos, el eco de una esperanza que te empujaba hacia arriba. Pensabas que, al alcanzar la cima, verías florecer un mundo nuevo.

Pero la cima trajo silencio. No había voces ni paisajes soñados. Solo un aire inmóvil donde tus anhelos, tejidos con tanto cuidado, no encontraron reflejo. Comprendiste entonces que aquella pared no era un límite, sino un espejismo. Una promesa sin raíces. Una historia que tú solo contabas.

Y en ese silencio, viste con claridad. No hay cadenas que aten tu sombra. No hay un destino trazado más allá del muro. Solo está lo que eres. Deja que el viento arrastre los escombros de lo que soñaste. No intentes reconstruir con piedras que no sostienen. Porque al otro lado no había otra vida. Solo una imagen proyectada por tus propios anhelos, desvaneciéndose en el aire.

El camino está abierto. Sin muros. Sin ecos. Solo tú. Tú, libre de ilusiones.

No te detengas entre los restos. Reconoce la verdad: el dolor no nació de lo que faltó, sino de lo que tú construiste esperando que otro lo habitara. Sí, duele. Duele ver que eras el único que alimentaba esa llama. Siente esa herida, que también es tuya. No la niegues. Porque en ella late tu fuerza.

Diste sin medida, incluso cuando el eco fue el silencio. Esa entrega, sin máscaras ni condiciones, es un tesoro que nadie puede arrebatarte. No guardes rencor por lo que no fue. Ya ofreciste todo; no ofrezcas más, ni siquiera tu tristeza. Suelta el peso como se suelta un sueño que ya no quiere volver.

Por un instante, quisiste abrazar los restos, dar forma al “pudo ser”. Pero una chispa en ti se negó a apagarse. Ser vulnerable es tu coraje, no tu fragilidad. Si hoy caminas con cautela, que sea por sabiduría, no por miedo. Que el recuerdo no opaque tu luz ni te robe el deseo de confiar otra vez.

Sacúdete el polvo. Alza la mirada. El sendero está limpio. Ya no hay promesas que te cieguen, ni muros que te retengan. Solo instantes que te esperan, paisajes que no prometen nada, pero sanarán tus grietas. Y amaneceres que no deben explicarse, solo vivirse.

No eres un mártir. Eres un viajero que ha aprendido a andar con el corazón despierto. Cada paso que des, sin cargas, será una elección. Y ese horizonte, por fin real, no te exige nada. Solo te espera para que lo llenes con lo que eres.













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El tiempo sin ti... es "empo"

El tiempo sin ti es apenas un “empo”.

Y eso es un problema. Porque nadie sabe qué hacer con un “empo”. Es como un paquete sin remitente, envuelto en papel viejo y pegado con cinta emocional. Lo abres, corazón acelerado, manos torpes, y solo encuentras un manual arrugado. Una sola instrucción: “Buena suerte”.

Ni pistas. Ni respuestas. Solo un vacío con cara de mueble heredado: grande, inútil, y demasiado sentimental para botarlo.

Intentas domarlo. Lees un libro, pero las palabras se resbalan como si estuvieran enjabonadas. Sales a caminar para que el aire te sacuda algo, lo que sea, pero cada paso repite un eco gris, como un disco rayado tocando una canción que nadie pidió.

Miras el celular. Una vez. Otra. Lo bloqueas, lo desbloqueas, lo miras como si en algún momento fuera a vibrar por compasión. Nada. Solo el “empo”, sentado a tu lado, inútil, rascándose la barriga metafórica y bostezando con indiferencia.

Entonces piensas: quizá esto puede tener algún valor. Lo anuncias en un mercado negro de cosas inútiles.

“Vendo ‘empo’. Casi nuevo. Con garantía de ansiedad. Sin rumbo incluido.”

Nadie responde. Ni siquiera los coleccionistas de rarezas emocionales. Ni los bancos de tiempo, con sus vitrinas llenas de promesas vencidas. Uno te responde:

 “Lo siento, mancha el prestigio del escaparate”.

Te ríes. Pero la risa suena hueca, como si alguien hubiera soltado una carcajada en una cueva sin eco. El “empo” bosteza otra vez. Le lanzas una galleta. No la atrapa.

Quizá no es un error, piensas. Quizá el “empo” es una semilla rarísima que necesita cuidado. Lo sacudes. Lo riegas. Le hablas. Lo pones al sol y esperas que florezca como una fruta extraña con forma de posibilidad. Pero nada. El silencio sigue ahí, demasiado puntual.

Intentas domesticarlo. Le das un nombre: “Cronos”, “Nihil”, “Voldetiempo”. Nada funciona. No ladra, no muerde, pero tampoco se va. Es como una planta de plástico: está ahí, pero no crece, ni muere, ni dice nada.

Tiene forma, pero no función. Es un paraguas agujereado. Un post-it sin mensaje pegado a la nevera. Un mapa sin destino. Es la sombra del tiempo cuando el tiempo se olvida de ti.

Y el “empo” empieza a colarse en todo. En el café que se enfría mientras lo miras sin tomarlo. En el silencio incómodo entre canciones. En el reflejo que te devuelve el espejo cuando te miras y no terminas de reconocerte.

Intentas ahogarlo con ruido: maratones de series que no te importan, charlas llenas de palabras huecas, música que retumba sin ritmo. Pero el “empo” es un ninja emocional. Siempre encuentra una grieta. Se esconde en el tic-tac del reloj. En la hoja que cae sin que nadie la mire. En las preguntas que no te atreves a formular: “¿Dónde estás? ¿Porqué no vienes?”

¿Qué se hace con un “empo”?. Puedes ignorarlo, como a ese mensaje que nunca abriste pero nunca borraste. Puedes esconderlo bajo la alfombra, junto a tus otras dudas enmohecidas. Puedes venderlo como artículo de diseño existencial:

“¡Exclusivo! Empo puro, ideal para amantes del vacío con estilo.”

O puedes sentarte con él. Observarlo. Escucharlo. Porque, aunque no lo creas, el “empo” murmura. Dice cosas que el ruido tapa. Cosas como:

“No todo se llena con cosas, ni con personas.”

“A veces, estás buscando tan concentrado, que no ves lo que ya está.”

Y un día cualquiera, sin ceremonia ni efectos especiales, algo cambia. No es un trueno. Es un suspiro. Un murmullo. Una risa que se cuela por la ventana, flotando como si te conociera. Y lo entiendes.

El “empo” no era un castigo. No era una falla. Era un lienzo esperando una mano. Un silencio pidiendo compañía. Una pausa que no exigía respuestas, solo presencia.

El “empo” no se va. Se transforma.

En un café que no se enfría porque alguien te toma de la mano. En una risa que se queda flotando como perfume. En una mirada que no necesita traducción. En promesas torpes pero compartidas.

Y entonces, por fin, el "empo" vuelve a ser tiempo. Respira. Fluye. Se equivoca contigo. Camina contigo. Ya no duele. Ya no pesa. Es.

Y el “empo”, ese bicho raro que te seguía a todas partes, se queda en un rincón. Tranquilo. Casi simpático.

Todavía está ahí. Pero ahora lo puedes cambiar. Por café. Por galletas. O por una historia que te recuerde que incluso este tiempo absurdo, este “empo” testarudo, solo estaba esperando a ser mirado con amor por esos ojos con los colores de la noche.







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sábado, 14 de junio de 2025

Sonara

El rugido de la ciudad ascendía como un coro descompuesto, un lamento moderno de cornetas y pasos que ahogaba el susurro de las hojas. Para Araqiel, aquel ruido era un eco pálido, un reflejo roto de la música de las esferas que antaño lo envolvía.

Cada noche, se sentaba en un banco desgastado de un parque que la ciudad comenzaba a olvidar, un rincón donde los árboles se inclinaban como ancianos exhaustos y las farolas parpadeaban bajo el peso de la noche. Allí, el tiempo parecía hundirse en la tierra húmeda, como un suspiro viejo que aún no se extinguía.

Sus ojos, antaño gemas celestes, devolvían ahora la luz de los neones con la opacidad de los siglos. En ellos dormía una tristeza tan antigua que ya no sangraba: solo pesaba. Alzaba la mirada al cielo tachonado de estrellas, el mismo que un día le perteneció, y lo contemplaba como quien observa un hogar reducido a cenizas.

Aquella palabra, "hogar", se clavó en su pecho, una daga callada que aún palpitaba. No había lágrimas ya, solo memoria.

Araqiel había sido uno de los antiguos, un Vigilante enviado a custodiar la creación desde las alturas. No eran guerreros ni heraldos, sino centinelas en los umbrales del misterio, testigos del amanecer de los hombres. Pero muchos cayeron, seducidos por la carne, por el deseo. Su castigo fue el exilio; su memoria, borrada de los altares.

Pero él no era como Azazel, consumido por una ira que ardía sin fin, ni como Semyazza, ahogado en el orgullo de sus cadenas. Araqiel había aceptado su condena con la dignidad de quien amó sin medida y abrazó las consecuencias como se abraza a un hijo perdido: sin reproche, con una ternura tejida de ceniza.

Su caída no fue por ambición ni lujuria. Fue arrullo. Fue fe. Él amó a Sonara.

Sonara, de ojos como la noche y una curiosidad salvaje, no pedía poder. Solo comprensión. Mientras otros Vigilantes se hundían en placeres fugaces, Araqiel le ofreció saberes como quien entrega la llave de un templo sellado. En un claro bañado por la luna, le enseñó los signos de la tierra: cómo hallar las aguas dormidas bajo la roca, cómo el aliento de la montaña revelaba gemas que latían con luz propia, cómo la tierra respiraba, lenta, viva.

Ella, arrodillada, plantó semillas y cantó a los brotes, con sus manos manchadas de arcilla brillando bajo las estrellas.

¿Y si el saber duele? — preguntó una vez.  — Todo lo verdadero duele un poco  — respondió él.

Araqiel la observaba entonces, y por un instante, el cielo parecia pálido frente a la chispa de su sonrisa.

Pero la humanidad torció ese saber. Lo convirtió en hambre, en guerras, en imperios y ruinas. Sonara, sin embargo, sembró. Cantó. Curó. Guió. Fue raíz. Y ahora, en el silencio de aquel parque, en el mismo lugar donde ella solía descansar, donde sus pasos aún parecían susurrar en la hierba, Araqiel buscaba su eco en la tierra que ella había venerado. 

Pero ella ya no estaba.  Había desaparecido, reclamada por la tierra que tanto amó.

Ese era su castigo. No el exilio. No el silencio de los cielos. Sino haber cambiado la eternidad por el parpadeo humano del amor. Haber conocido la flor perfecta y verla marchitarse ante sus ojos inmortales.

Y aun así, no lo lamentaba.

Porque esa chispa breve le mostró una belleza que el cielo jamás le ofreció. Porque Sonara lo miró con la misma intensidad con que él había amado la creación. Porque, aunque efímera, su historia fue más real que mil eones de gloria.

El cielo seguía ahí, intacto, impasible. Araqiel lo miraba cada noche no para pedir perdón, sino para recordar. Las estrellas no lo reconocían, pero él, en su exilio melancólico, seguía siendo un fragmento de ese cielo. Caído, pero con la dignidad de quien no reniega de su amor, aunque lo haya perdido todo.

Algo en el suelo llamó su atención. Con poco interés, paseó la mirada por el sendero que cruzaba el parque buscando aquello que rompía su monotonía. Entonces, vio la flor.

Blanca. Frágil. Un brote imposible que emergía de una grieta en el adoquín. Como si la tierra recordara. Como si, en aquella flor, Sonara aún respirara. Sus pétalos temblaban bajo una brisa que olía a hierba y asfalto húmedo.

Araqiel la contempló en silencio, el tiempo detenido en el latido de su luz tenue. No pidió nada. Solo dejó que su presencia le rozara el alma, como un eco de Sonara, de sus manos sembrando bajo la luna.

Era algo cercano al perdón. O quizás, más fiel a su condena, un destello de gratitud.

Por un instante robado a la eternidad, el peso de los siglos se aligeró. Alzó la mirada al cielo, y las estrellas, aunque lejanas, no le hirieron. No tanto.

Esos minutos cada noche, mirando al cielo, eran el único alivio que se le había concedido, un reconocimiento del Padre al amor que lo llenaba. Porque, al fin y al cabo, el amor lo era todo, ¿no?

Pero, así como el amor mortal podía ser efímero, aquel momento debía terminar. Una vibración sutil recorrió su piel, y sintió la cadena invisible de su condena tensándose de nuevo. El rugido de la ciudad regresó, un coro de motores y pasos que ahogaba el crujir de las hojas.

La flor permanecía frente a él. Pero ya no cantaba.

Era solo un brote, blanco, solitario, en un mundo que no la veía.

Araqiel bajó la cabeza con tristeza y resignación. Al igual que los otros, había desobedecido. Y al igual que los otros, debía pagar su condena eterna.

Con el paso firme de quien conoce su destino, se alejó del banco. Su sombra se fundió con la noche, un eco de las estrellas que ya no lo reclamaban.

Pero en la grieta del adoquín, la flor persistía.

Improbable. Un susurro contra la eternidad.









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viernes, 13 de junio de 2025

Carne Tibia

Al principio, sueñas. No con volar, ni con caer. Esta vez, no. Estás sentado frente a ella, Luna, hablándole. Pero tu voz se deshace en polvo. Ella te observa como si ya no estuvieras allí, como si tu silueta fuera un dibujo que alguien olvidó terminar. Sus ojos, todavía cálidos, buscan algo en ti que ya no encuentras. Como tantas veces antes, te aferras a su mirada, pero solo queda silencio.

Despiertas con la boca seca, el pecho hundido, como si hubieras dormido enterrado en arena, sin descanso. El sueño se disuelve, pero el silencio queda.

**

Un escalofrío te atraviesa. Es leve, una punzada equivocada en el centro del cuerpo, como si tu sangre hubiera olvidado cómo fluir con calor. Los fluorescentes de la oficina parpadean, como si intentaran decir algo en código. Nadie más lo nota.

Los pasillos se alargan. Los saludos se acortan, murmullos que resbalan por las paredes. Tus pasos suenan más lentos, aunque jures que caminas igual. Tus uñas, antes cortadas con cuidado, crecen disparejas, como si ya no les importara seguirte. Cada sonrisa te cuesta más músculo, pero nadie parece notarlo. Te preguntas si el ascenso que todos esperan será suficiente para devolverte el calor.

**

Una tarde, junto al microondas que zumba como un insecto moribundo, tus dedos tiemblan. No es nerviosismo, sino una quietud que se arrastra desde tus huesos, como si la sangre se hubiera detenido a escuchar. Te pellizcas. La piel apenas responde, cenicienta, como si te hubiera olvidado.

Esa noche no enciendes el televisor. El reflejo en la pantalla apagada te observa con ojos que no parpadean. Es casi tú, pero los contornos se difuminan, como si alguien hubiera intentado dibujarte de memoria.

**

Luego llega el ascenso. Antes, habrías temblado de emoción. Ahora, solo tiembla la mano. El aire de la oficina se siente más denso, como si absorbiera el eco de tu firma. Firmas con una mano que parece prestada, la tinta espesa como sangre coagulada. Sientes un hilo cortarse en tu interior, cayendo al vacío. Un colega te felicita, pero su mirada se detiene en tus manos.

— ¿Estás bien? Pareces… apagado.

Se ríe, nervioso, y se aleja. Desde entonces, dejas de tener olor. No sudas, no hueles. El cansancio es un eco de alguien que ya no eres. El espejo tarda más en reconocerte cada mañana, como si esperara que termines de armarte antes de devolverte una mirada que no es tuya.

**

Tus palabras se ahogan, como pronunciadas bajo agua. La piel se enfría, prestada, como si ya no te perteneciera. Alguien bromea:

Pareces un cadáver con corbata.

No respondes. Ni sonríes. Apenas estás.

Las voces a tu alrededor se distorsionan, palabras que se deshacen antes de llegar a ti. A veces parece que no dicen nada. Y aun así, todos siguen. Como tú. Autómatas disfrazados de lunes.

Una vez ves a la recepcionista caminar descalza por el pasillo. Deja huellas rojas que desaparecen al parpadear. Nadie más las nota. En la esquina, un susurro que no entiendes murmura tu nombre. Giras, pero no hay nadie. Las huellas se desvanecen. Pero desde entonces, cada paso tuyo suena más hueco.

**

Por las noches sueñas que eres tejido. No que lo tocas, no que lo comes. Que tú eres eso: tejido sin dirección, fibras sin propósito. Un cuerpo que ya no tiene quién lo habite.

Recuerdas a Luna. Te arrastró a bailar bajo un farol. Reía, la lluvia empapaba su cabello. Su calor te anclaba, te hacía sentir que todavía eras alguien. Pero ahora su voz llega por el teléfono, suave, todavía humana, temblando:

¿Estás ahí? Dime algo, por favor.

Buscas su nombre entre tus recuerdos, pero no lo encuentras en la garganta. Solo piedra. Intentas hablar, pero tu lengua pesa como plomo. Alcanzas a susurrar un “¿sí?” que se deshace en polvo antes de llegar al teléfono. Ella te mira largo rato a través del silencio, luego cuelga.

**

Tu lengua ya no articula. Tus ojos parpadean por memoria muscular, no por necesidad. Vuelves al café donde solías escribir. Cerrado. El reflejo en la vitrina no te sigue: te observa, inmóvil, desde el otro lado. Caminas de vuelta bajo farolas que titilan, como si intentaran advertirte. Un susurro que no entiendes murmura tu nombre desde la esquina de la calle.

**

Esa noche, al regresar a casa, sientes pasos que no son tuyos. Giras. Hay algo siguiéndote. No tiene rostro, solo una cavidad donde debería habitar la mirada. Te estudia con paciencia. Con certeza.

Ya no hay espera — susurra, con una voz que no viene de ninguna garganta.

Y tú, por fin, lo sabes.

**

Nadie nota la diferencia al día siguiente. Estás en tu lugar, el café humea en tus manos, pero no lo sientes. Das respuestas rápidas, perfectas, mientras el reloj de la oficina sigue tic-tac, indiferente. Ya no hay pulsos. Solo protocolos.

Tu reflejo en la ventana ya no te imita. Sonríe.

Luego, sin moverse

, camina.

Se da vuelta, toma tu maletín del escritorio, y se aleja.

En el cristal, quedas tú: atrapado en la superficie, sin cuerpo, sin voz.

Observando.








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jueves, 12 de junio de 2025

Un Asunto Trágicamente Cómico

Informe para el Comité de Asuntos Trágicamente Cómicos: Caso 743B (Versión Definitiva)

Nombre del sujeto: Yo

Profesión: ayudador espontáneo, soñador sin licencia, redactor de ensayos ajenos y propios olvidables.

Estado mental al inicio: moderadamente ilusionado, sobrio, con un exceso de empatía que no pedí y no supe devolver.

Hay días que empiezan como una broma mal contada. Ese jueves fue uno de ellos.

Olor a café recalentado. Ambiciones que no cabían en mi cuaderno. El aula era un ecosistema de ansiedad productiva: teclados golpeando como corazones nerviosos, mochilas mal cerradas desbordando existencias.

Entonces, ella, protagonista involuntaria de mis microesperanzas, entró como una canción triste en modo aleatorio. Dejó caer la mochila con un suspiro que parecía arrastrar tres semestres de insomnio. Tenía esa forma de parpadear que parecía una disculpa al mundo. Su delineador vencido, sus gestos cansados. Su forma de abrazar el caos me recordaron a mí mismo en los días que intentaba flotar con los bolsillos llenos de piedras.

No puedo entregar el trabajo final — dijo, mirando el suelo como quien espera que la tierra lo absorba —. Mi cactus emocional está en cuidados intensivos… y la realidad me pasa factura.

Dudé. Solo un segundo. Podría haber dicho “ánimo”, o “lo siento”, o simplemente haber seguido escribiendo sobre Rousseau.

Pero activé el protocolo del tonto romántico.

Déjamelo a mí — respondí, con la absurda certeza de que estaba entrando en una historia donde yo sería el héroe. Spoiler: no lo era. Firmaba, sin saberlo, el contrato de extra académico en una comedia ajena.

Durante tres días me transformé en monje laico del sacrificio académico.

Las ojeras crecieron con cada cita en APA. Dormí poco, comí menos, dudé mucho. El teclado ardía como confesionario, y cada fuente citada era un gramo de dignidad que me dejaba atrás.

Pero el ensayo quedó impecable: treinta y seis páginas con tesis elegante, desarrollo sólido y conclusiones que podrían hacer llorar a Kant si tuviera acceso a Google Scholar.

Se lo envié con un GIF de un zorro escribiendo y un emoji de estrella fugaz. No sé por qué. Supongo que uno quiere que algo de lo que hizo brille, aunque sea en un chat.

Esperé su respuesta. Un "Gracias" bastaría, me decía. Algo mínimo que validara las noches sin sueño.

Entonces llegó. Lo abrí con orgullo contenido, como quien al fin cobra sentido.

“¡Gracias mil! Justo me diste tiempo de salir con Elías 😅”

Elías.

El nombre cayó con la gracia de una taza rota en una cocina silenciosa.

Había oído hablar de él. Poeta de pasillo, experto en metáforas de lluvia y caminatas lentas.

Yo no lo conocía, pero ya podía imaginarlo citando a Neruda mientras le abría la puerta de un Uber con destino a alguna puesta de sol que también habría leído en voz alta.

¿Me dolió?

No.

Me reí.

Primero en silencio, como quien entiende el chiste demasiado tarde. Luego con una carcajada honesta, resignada, liberadora.

No era el protagonista trágico. Ni el villano redimido.

Era el técnico que arma el escenario para que los besos ajenos se den bajo buena luz, con normas APA impecables.

Tomé mi taza vacía. El cursor parpadeaba como un testigo impasible.

Y anoté en mi libreta: 

Soy el escritor del prólogo en la historia de amor de otros. El artesano invisible del pie de página. Pero lo hago con estilo. Porque incluso los secundarios merecen su propia épica.

Días después, la vi en el pasillo. Ella reía con Elías. Él le hablaba con las manos, como quien escribe en el aire.

No me miró. Pero no importó.

En mi cabeza ya empezaba algo nuevo. No un ensayo para otro, sino una historia para mí. Pequeña. Incierta. Con olor a café recién hecho.

Y esta vez, el protagonista no era Elías.

Era yo. Con pluma temblorosa. Pero firme.








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miércoles, 11 de junio de 2025

Desde la orilla

Hay amores que no hacen ruido, pero iluminan. No estallan, no arden; simplemente, permanecen encendidos. Son afectos discretos, como un eco suave que no se va del todo, como la brisa de una palabra que quedó flotando en la memoria.

No buscan promesas ni puertas, solo un rincón desde donde ver al otro florecer. No tienen forma de carta ni de casa, ni necesidad de ser nombrados. Son presencias sutiles, constantes, que no esperan nada a cambio. Para comprenderlos, basta imaginar una escena cotidiana, sencilla y luminosa, donde los gestos más mínimos revelan una profundidad callada.

Un chico, con un cuaderno de tapas dobladas bajo el brazo, observa desde lejos a una joven que ríe entre sus amigos en el parque. No se acerca, no habla. La ama desde el margen, donde las palabras no llegan, pero su mirada basta para nombrar el mundo.

Cada tarde, la ve rodeada de risas. Ella aparta un mechón de cabello del rostro, como si quisiera ver el mundo sin obstáculos. Camina con una soltura tranquila. Tan natural, que el sol parece seguirla como un reflejo. Y cuando se sienta en su banco de siempre —ese que parece haber sido puesto allí solo para esperarla—, él permanece a la sombra, ofreciéndole lo único que tiene: una presencia que nadie reclama, una ternura sin destinatario, tejida en silencio.

A veces, el pecho le aprieta, como si el silencio pesara más que todas las palabras que nunca dirá. Pero no se mueve. No se delata. Está ahí, simplemente. Y eso, para él, basta.

Ella lo ha notado. No se puede ignorar una constancia tan callada. Lo ha visto en la plaza, a la misma hora, con los hombros envueltos en una quietud que parece hecha de preguntas sin respuesta. Lo ha sentido detener el paso al verla cruzar, su mirada colgando de su hombro como un suspiro que no se atreve a ser palabra.

Y, aunque no lo diga, a veces lo busca entre la multitud. Como si en medio del bullicio su figura fuera un ancla que la conecta con algo más verdadero. Pero sus mundos no se rozan con naturalidad. Ella habita un entorno donde las conversaciones fluyen, los nombres se pronuncian por costumbre y los gestos parecen coreografiados por la pertenencia. Él es otra forma de estar: más silencio que palabra, más pregunta que certeza.

Ella sigue su curso, pleno, radiante, como un río que no necesita nuevas corrientes para completarse. Y él lo sabe. Él es apenas una brisa que roza su superficie: presente, pero sin alterar su cauce.

Su amor no será nombrado. No cambiará nada. Pero permanece. Porque le gusta verla reír, aunque no sea con él. Porque hay belleza en su forma de estar en el mundo, y él cree —con la fe intacta del que no espera nada a cambio— que esa belleza merece multiplicarse, ser feliz, incluso si él nunca habita su jardín.

Cada día está ahí. No espera milagros. Solo sostiene un faro encendido al borde del camino, sabiendo que nunca lo recorrerán juntos. Ella no notará las sombras que él despeja a su paso, ni sabrá cuántas veces su luz la ha tocado sin anunciarse.

Él no necesita que lo recuerde. Solo quiere que ella siga, que sea. La mira como se contempla un río desde la orilla, sin alterar su corriente. Y en esa orilla construye su refugio. No de resignación, sino de devoción. Una fe secreta que no exige destino.

Porque no todos los amores terminan en abrazo. Algunos solo quieren existir sin dañar, sin interrumpir la belleza que admiran.

La ama. Ella lo sabe,  aunque no lo nombra. Y eso, de algún modo, basta.

Tal vez eso sea lo más puro del amor: no la cercanía, ni el gesto evidente, sino esa entrega que no pide nada. Un amor que camina en silencio, que cuida sin ser visto. Que no necesita ser lámpara, solo faro. Solo fe.









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martes, 10 de junio de 2025

¿Que haría sin ti?

¿Que qué haría sin ti?

La tierra perdería su firmeza bajo mis pies. Todo seguiría ahí, claro: el cielo abierto, las garzas cruzando la distancia, el murmullo del viento entre los pastos. Pero algo esencial se disolvería, como el agua que se pierde en el fango… sin dejar rastro. Sin ti, el mundo existiría, sí, pero como una escena vacía: hermosa y muda.

Al principio, ni lo notaría. Creería que es solo un día más. Que vas a hablar, a reír, a aparecer en cualquier momento. Me diría que tu voz va a llenarlo todo otra vez. Pero luego, en la quietud, me alcanzaría el peso de tu ausencia. La brisa ya no me tocaría igual. La luz, aunque dorada, no calentaría. Todo seguiría siendo lo mismo, menos yo.

Sin darme cuenta, ya estaría en el tremedal, ese lugar donde el suelo cede y nada sostiene. Buscaría tu risa, tu voz, tu sombra… pero cada paso me hundiría más. Tu recuerdo pesaría más que mi cuerpo. Más que mi voluntad.

Las garzas seguirían volando, ajenas. El viento soplaría como siempre, ciego a mi pena. El mundo seguiría su curso con una serenidad cruel, como si mi tristeza no mereciera ni una pausa. Y aun así, lucharía. Porque aún sin ti, tu sombra seguiría viva en mí, aferrada a los recuerdos que construimos.

Me debatiría contra el barro, tratando de sostener tu figura, aunque solo fuera una silueta en la niebla. Pero el tremedal no suelta fácil a los que temen perderlo todo. Solo espera, inmóvil, a que acepte lo inevitable.

Y puede que lo hiciera. Que bajara la cabeza y dejara que el silencio me envolviera. Puede que, por un instante, dejara de luchar. Porque sin ti, no sabría hacia dónde avanzar.

Pero entonces… algo pasaría. La luz titilaría, como si el mundo contuviera el aliento. Un roce de aire, leve, como tu aliento en mi mejilla. Y un murmullo, apenas un susurro como esos que dejas en mis pensamientos, encendería un fuego olvidado en mi pecho.

Volvería la vista, con el corazón detenido, suspendido. Me preguntaría si eres tú, o si mi deseo esta dibujándote con la desesperación de quien no quiere olvidar. Pero ahí estarás. No una sombra, no un recuerdo… tú. Real. Tangible.

El tremedal desaparecería, no porque nunca existiera, sino porque la ausencia que temía aún no había llegado. De pronto, la tierra firme volvería a sostener mis pasos. La luz, dorada, recobraría su calor. Y tu voz, viva y clara, volvería a llenar el espacio, borrando un vacío que, tal vez, nunca fue real del todo.

Entonces sonreiría, con el alma aligerada.

Porque tú estás.

Porque siempre has estado, aún desde antes de conocernos.











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lunes, 9 de junio de 2025

El último crepúsculo

El aire huele a tierra seca y ceniza, delatando a un mundo que retiene su último aliento antes de sucumbir. El viento se desplaza en ráfagas inconsistentes, levantando espirales de polvo que se disuelven apenas unos metros adelante. La ciudad yace en un silencio muerto, con sus edificios inclinados, como si estuvieran demasiado agotados para seguir de pie.

El paisaje es un cadáver de piedra y asfalto, inmóvil bajo el cielo en llamas. Es un lugar al que aquel hombre ha regresado demasiadas veces. Un campo de batalla en ruinas, donde el día agoniza antes de entregar su luz a la noche.

Y en ese yermo desolado, él espera.

Su piel curtida lleva las marcas de un tiempo que nadie más recuerda. Ha cruzado tierras devastadas, mares que dejaron de cantar, ciudades que se derrumbaron bajo su mirada. Su espada descansa contra su espalda, esperando el contacto de una mano que ha blandido el acero más veces de las que quisiera contar. Antes, la empuñaba con convicción. Ahora, con hábito.

Ha peleado demasiadas veces. Ha sentido la furia y el fuego, la euforia y el dolor. Ha sido testigo de victorias que nunca duraron, de derrotas que nunca importaron. ¿Cuántos años han pasado? ¿Cuántos ciclos más tendrá que repetir? La respuesta no es necesaria. Lo único seguro es que el otro hombre vendrá.

El viento gira. Algo ha cambiado en el aire, como una pausa sutil antes de un movimiento inevitable. No hay sonido que anuncie su llegada, ni el crujir de pasos sobre piedra, ni el silbido de un arma desenfundada. Pero el hombre siente su presencia. Como siempre la ha sentido.

La sombra aparece como si hubiera estado ahí todo el tiempo. El viento la arrastra consigo, enredándola entre las ruinas, dándole forma antes de materializarla por completo. Su andar es pausado, sin prisa, sin titubeo. Sus ropajes oscuros ondean a su alrededor como un eco de las sombras que lo rodean, como si la propia tierra reconociera su presencia y se apartara en reverencia. Hay algo serpentino en su movimiento, un ritmo que no pertenece al mundo de los hombres.

El hombre que espera no reacciona de inmediato. No porque no lo haya visto venir, sino porque cada vez es un recordatorio de lo inevitable. La batalla será como todas las demás, una repetición sin fin. Sin embargo, por un instante, en el umbral de la confrontación, hay algo ceremonial en aquel encuentro. Como si, más allá de la guerra, hubiera algo más profundo que los une. Algo anterior a la historia, al lenguaje o a la razón.

Un suspiro invisible recorre la tierra. El viento se detiene como si el tiempo mismo contuviera el aliento. El sol agoniza un poco más.

El recién llegado avanza.

Su andar es pausado, constante, sin urgencia. No porque desee retrasar el inevitable enfrentamiento, sino porque el tiempo ya no tiene significado para él.

La ciudad en ruinas no le dice nada. No siente nostalgia, ni pesar, ni siquiera reconocimiento. Podría haber sido otra ciudad, otro campo de batalla, otro mundo. Todo se ha desmoronado antes y volverá a hacerlo. Solo los escombros permanecen, solo el polvo gira con el viento, solo la sombra que arrastra consigo sigue siendo real.

No hay odio en su pecho, ni furia. Las emociones le abandonaron hace demasiado tiempo, consumidas por la repetición, por la certeza de lo inevitable. Y si alguna vez hubo algo más—un propósito, una razón, una voluntad—también quedó enterrado en alguna guerra que ya no recuerda.

Pero hay una certeza. Siempre hay una… El enemigo que le espera.

Cuando su mirada encuentra a la del otro hombre, la siente como una corriente helada atravesando su piel. No es sorpresa. No es temor. Es reconocimiento. Una chispa de memoria encendida en la eternidad.

Porque al final, cuando todos los mundos se han extinguido, cuando todas las victorias han sido devoradas por el vacío, cuando cada batalla ha terminado igual que la anterior, él sigue aquí. Y el otro también.

El viento se detiene. La sombra se extiende a su alrededor.

Los dos hombres se miran.

No hay sorpresa en sus rostros. No hay odio. Solo el reconocimiento de lo inevitable.

Uno de ellos inclina la cabeza levemente, un gesto apenas perceptible, pero suficiente. El otro responde del mismo modo. No es un saludo festivo, ni una señal de respeto convencional. Es el acuerdo tácito de dos guerreros que han recorrido este camino demasiadas veces.

Entonces, ambos avanzan.

No es un ataque ciego, ni un estallido de furia repentina. Es una danza ensayada, una coreografía escrita hace milenios. La tierra tiembla bajo sus pasos, el aire se parte con el primer golpe. Acero contra sombras, luz contra caos.

Un hombre se alza con la fuerza de la aurora. Su espada corta el aire con un resplandor ardiente, su movimiento firme, preciso. No lucha por victoria. Lucha porque debe hacerlo. Como lo ha hecho desde el primer amanecer.

El otro hombre se desliza entre los golpes como si el viento lo guiara. Su sombra crece, se retuerce, se adapta. No esquiva por miedo. Esquiva porque ha aprendido que la lucha no es para ganar, sino para continuar. Como lo ha hecho desde el primer susurro del caos.

Cada golpe se encuentra con su opuesto. Ninguno retrocede. Ninguno cede.

El sol se desangra sobre el cielo. Los dioses se abalanzan uno contra el otro. Y la batalla comienza otra vez. 

Así como ha sido durante milenios, Ra, el dios del sol, y Apofis, el dios del caos, siguen su inútil y eterna lucha por la supremacía en una tierra que ya no existe, donde las ciudades han olvidado sus nombres, y el polvo ha comenzado a olvidar también a los dioses que lo habitan.








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domingo, 8 de junio de 2025

Desastre Galante

Sofía no tenía idea de lo que acababa de ocurrir. Ella solo tomaba su café, sin saber que su presencia había activado un terremoto en mi cabeza.

Pero yo, en mi intento por ser encantador, solté la frase con una confianza completamente desubicada:

Debes estar cansada de haber paseado toda la tarde por mis pensamientos.

Error. Error catastrófico. Un accidente de creatividad en plena vía pública.

Porque claro, no solo había lanzado una frase trillada, sino que lo había hecho yo, que me jacto de mi sensibilidad literaria. Alguien que busca la originalidad. Que cree en la fuerza de las metáforas bien construidas.

Y allí estaba: usando una línea que probablemente había sido pronunciada en incontables telenovelas y mensajes de WhatsApp desde 2009.

Sofía frunció el ceño con algo entre confusión y cautela.

¿Qué?

Allí debí haber retrocedido. Fingido que hablaba con otra persona, que citaba una película, cualquier cosa. Pero no. Doblé la apuesta.

Bueno... lo que quiero decir es que has estado en mi cabeza todo el día.

Ella apoyó la taza en la mesa y fingió pensarlo.

Interesante. No recuerdo haber comprado boleto para este viaje. ¿Incluye recorrido guiado o simplemente fui lanzada sin instrucciones?

Y claro, como si no fuera suficiente, mi cerebro optó por agravar el desastre: lanzó una explicación innecesaria.

Bueno, imagina que mi mente es como... como una expedición arqueológica. Llegaste sin previo aviso y, de pronto, te ves rodeada de ruinas de pensamientos inconclusos, trampas de frases mal estructuradas y algún que otro jeroglífico que yo mismo olvidé traducir.

Sofía bebió un sorbo, sin dejar de mirarme con esa mezcla de diversión e intriga.

¿O sea que entré a un templo misterioso?

Exacto.

— ¿Y dónde está la salida?

Eh... eso es lo complicado. No suelo pensar en eso.

Suspiró. Y como quien decide que ya está demasiado metida en el asunto, apoyó un codo en la mesa y dijo:

Bueno. Como guía turística improvisada de tu mente, dime: ¿qué atracciones hay por aquí?

Ahí fue cuando mi cerebro se rindió completamente.

— Bueno, tenemos la sección de "cosas que debí haber dicho pero no dije", la de "planes que nunca ejecuté", y un pequeño rincón donde trato de recordar si me gustan más los perros o los gatos.

Sofía arqueó una ceja.

Dime que al menos hay señalización.

Eh... no exactamente, pero puedes encontrar pistas en las cosas que digo sin contexto.

Soltó una carcajada.

Muy bien, explorador mental. Si ya pasé toda la tarde ahí, al menos dime qué piensas hacer ahora que me tienes en frente.

Y claro, en el momento de brillar, lo único que logué decir fue:

Ehh... 

Ajá.

Sofía se rió abiertamente.

Tu sistema necesita mantenimiento.

Se levantó con su taza, tomó una servilleta, escribió algo y me la dejó en la mesa.

— Aquí tienes un mapa mental. Para la próxima, organízalo mejor.

Cuando la leí, solo decía:

"Primera parada: ordenar otro café y decir algo que no incluya 'ajá'."

Definitivamente, no había impresionado a Sofía... pero al menos había logrado que la conversación terminara en risa, y no en desastre absoluto.

Lo que no esperaba era lo que pasó segundos después.

Cuando fui a recoger mi café, el barista, un tipo con expresión solemne y la actitud de alguien que ha visto demasiado en esa cafetería, me miró fijamente y suspiró.

Hermano... — dijo, con el tono de quien está a punto de anunciar que el barco se hunde —. Lo vi todo.

Sentí un escalofrío.

¿Todo?

Asintió, bajando la mirada como quien ha sido testigo de una tragedia.

Toda la metáfora arqueológica. El templo. La señalización inexistente. La caída libre.

Respiró hondo, como si el dolor ajeno lo afectara personalmente.

No debió ser así.

Yo, aún procesando la situación, intenté salvar lo poco que quedaba de mi dignidad.

Bueno, no fue tan malo. Se rió conmigo y no de mí, así que...

El barista ladeó la cabeza con pesar.

La risa es buena. Pero hermano... un hombre no debería vivir este tipo de humillación en horario de café.

Se acercó un poco, como si fuera a decirme un secreto importante.

Por eso, te regalo este café.

Me entregó un café extra, gratis, pero con la delicadeza de quien ofrece una manta a un náufrago.

Recíbelo con honor.

Yo lo tomé sin saber muy bien qué hacer.

Gracias... supongo.

El barista suspiró otra vez y puso una mano en mi hombro.

Solo sigue adelante.

Y se alejó, probablemente para seguir presenciando otras desgracias sociales de clientes en apuros.

Me quedé parado, sosteniendo dos cafés, una servilleta con instrucciones de Sofía y la certeza absoluta de que mi cerebro necesitaba una remodelación completa.

Tal vez era momento de diseñar mejor mis metáforas.

O tal vez, solo tal vez, era momento de aprender a decir algo que no incluyera "ajá".

O por lo menos, pedir un café que no venga con juicio incluido.







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