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sábado, 20 de diciembre de 2025

Te veo, aún si no te veo

Te veo, aún si no te veo.

Te reconozco en la vibración del aire,
en la huella invisible que dejas al pasar.
Y así te conviertes en la sombra
que se alarga en mi memoria,
en la luz que insiste tras mis párpados cerrados.

Y, sin embargo, aunque la distancia te oculte,
aunque el silencio te disfrace,
aunque el tiempo intente borrarte,
tu presencia arde como un eco
que no se extingue.

Por eso te veo en lo que no miro,
te siento en lo que no toco,
te nombro en lo que no digo.

En cada ausencia
descubro una forma más plena de presencia
y, en esa certeza, aunque invisible,
me sostengo.

Tu ausencia no es vacío:
es semilla que, en lo profundo, florece en mi memoria.




Otra vez Te veo, aún si no te veo. #poesia #canciones #sentimientos ♬ sonido original - Octavio

miércoles, 17 de diciembre de 2025

Catando su presencia

Ella apareció y con ella, el vino tinto, color de historia viva, cobró vida sin necesidad de copa. Lejos del rojo profundo del caldo inexperto, vestía la hondura violeta oscuro del vino maduro: un matiz que se posaba sobre su piel como una esencia antigua y multisensorial, como si hubiera elegido llevar puesto el secreto mejor guardado de un gran Bordeaux, una promesa de calor, aroma y tacto prohibido antes siquiera de acercarse.

Su ropa no era de un color cualquiera. Era fuego lento, ceñido a sus formas con la precisión de un amante que conoce cada curva, resaltando la suavidad de la luz allí donde la sombra se volvía promesa. Así, en ella, el vino tinto dejaba de ser tono para volverse una segunda piel: palpitante, magnética, deseable.

Y se extendía sobre ella como si hubiera encontrado al fin su lugar natural, derramándose con generosidad y cubriéndola en una caricia densa y envolvente. Se volvía tacto puro, aterciopelado y carnoso, calor que late bajo la superficie como la memoria viva de la uva madura recién exprimida, ofreciendo su espesura con la languidez de quien se entrega sin reservas.

Entonces, cuando la cercanía se volvió profunda y los contornos comenzaron a fundirse en un abrazo, el aroma ascendió, embriagador e íntimo: notas de cereza carnosa y pétalos oscuros; un aliento cálido de frutos abiertos al sol que liberan su dulzor prohibido. Ese perfume llenó el espacio cercano, se coló en la respiración e hizo que el pecho se expandiera buscando más, como si el aire mismo se hubiera vuelto mosto denso y deseable.

La mirada no podía sino beberlo todo: el contraste de la claridad rendida al vino intenso, sus hermosos ojos oscuros, color de la noche que guarda los secretos del vino, la forma en que ese tono delineaba y velaba a la vez lo que apenas se ocultaba. Cada movimiento era un sorbo lento; cada pausa, el instante cargado antes de llevar la copa a los labios.

Así, la sensualidad se volvía estado absoluto. No había distancia posible: ella estaba allí como un vino de guarda, vivo, palpitante, invitando a perderse en su hondura. Y quedaba esa certeza callada que no admite palabras: ese color no se lava ni se desvanece. Se queda en la piel, grabando en la memoria su cuerpo, como la mejor cosecha que uno desea volver a probar, una y otra vez, hasta la última gota.

martes, 16 de diciembre de 2025

Efecto Doppler a la moda

Era una hora cualquiera del día, de esas que se desdibujan en la rutina diaria, cuando de pronto todo se detuvo. Ella estaba allí, como siempre, con sus ojos hermosos fijos en cualquier otra cosa que no fuera yo.

Había algo en ella que, como siempre, me robaba la mirada. Un distractor habitual convertido, en ese instante, en una fuerza gravitatoria irresistible. 

Esta vez, sin embargo, no era solo distracción; mi dedicación mutó a la percepción repentina de algo extraordinario.

Mi atención se detuvo en el diseño del patrón que adornaba su pantalon: en la geometría impecable de esas bandas oscuras y claras alternadas. Siempre me ha gustado como luce en ella ese diseño, no puedo explicar por qué. Creo que me gusta cómo la arropa, cómo la abraza y la hace parecer ágil, activa, como una gacela dispuesta a jugar en la estepa abierta. En realidad se ve particularmente hermosa cuando lo usa.

Oculto aún a su mirada, en algún momento comprendí que aquella sensación que me erizaba la piel iba más allá de la mera sensibilidad estética. Era algo más intenso, algo que alcanzaba el rango de ley física. 

Mientras caminaba hacia mi, dudé si esa danza prodigiosa podía llamarse simplemente "caminar". De pronto, la revelación se hizo evidente: ella alteraba, sutilmente, la realidad a su alrededor. 

Es que ella no avanzaba simplemente en el espacio;  su sola presencia generaba una poderosa onda invisible que influenciaba todo a su alrededor. Y esas bandas en su  pantalón, ese patrón lineal que proyectaba sus piernas, parecía ser la expresión visible de su poderosa influencia. Como si aquellas bandas oscuras y luminosas fueran el rastro tangible de una perturbación mística que se propagaba en todas direcciones.

Al acercarse a mi, experimenté una especie de efecto Doppler visual y silencioso: la realidad frente a ella se comprimía, el tiempo parecía acelerarse en una alta frecuencia de lo inevitable, y las líneas del entorno se apilaban en una intensidad fuera de lo común.

Cuando me pasó de largo, el aire no se cerró de inmediato a su espalda, sino que se estiró lentamente, dejando un rastro de vacío que se demoraba en disiparse. El espacio se alargaba en una baja frecuencia grave, una longitud de onda que tardaba en volver a la normalidad. Por un instante, el mundo entero quedó fuera de fase, modulado por aquel andar hermoso, a la vez sublime e inefable.

No fue un simple caminar. Fue la prueba de que, para el observador adecuado, una sola persona puede ajustar la resonancia del universo entero.


NotaEl efecto Doppler es la ilusión de que las ondas, de sonido, de luz o de presencia, modifican su ritmo según se acercan o se alejan. Es el eco del movimiento: un canto agudo al aproximarse, un murmullo grave al partir. 

Así también son sus ojos hermosos: al acercarse se tornan intensos, vibrando en la aguda proximidad; y al alejarse se vuelven graves, dejando un eco suave que se prolonga en la memoria.

sábado, 13 de diciembre de 2025

El Reloj de los Peores Momentos

El hombre permaneció inmóvil, la mirada fija en el pequeño reloj de bolsillo que reposaba sobre la mesa. Lo había hallado pocos días antes en una tienda oscura, oculto entre objetos singulares y muñecos privados de ojos.

El vendedor, un anciano de piel cetrina y rostro surcado, lo observó con sonrisa torva y voz ronca: - Este reloj sólo conduce a los peores momentos… y asegura que desea acompañarte -.

El hombre volvió el rostro, devolviendo una sonrisa tensa. Registró su bolsillo y pagó con las monedas que llevaba. El anciano tomó el dinero, envolvió el reloj y lo despidió con un murmullo que se prolongaba: - Qué afortunado eres… él te ha elegido -.

Aquella noche, en la quietud de su apartamento, el hombre extrajo el reloj. Era un sencillo mecanismo de cuerda, sin nada que lo distinguiera. Sin embargo, acosado por una depresión que lo hostigaba desde semanas atrás, pensó cuán venturoso sería poder recuperar a aquella mujer de ojos oscuros cuya ausencia se había vuelto herida abierta.

Alzó el reloj y susurró a la fría maquinaria: 

- ¿Me llevarás a mis peores momentos? Pues condúceme al más terrible: al día preciso en que le dije que nuestra relación no existía. Prefiero vivir de migajas que perder el eco de su mirada en mis ojos -. 

Con el pensamiento clavado en el pasado, giró la manecilla una sola vez.

El reloj vibró como un corazón mecánico. El hombre parpadeó y el aroma del café recién molido lo envolvió. Se hallaba en la cafetería que tan bien recordaba. ¡Era Aquel día! Se vio con idéntica ropa y el ramo de tulipanes rojos que tanto le costara. Al fondo, ella estaba allí… hermosa. Un impulso lo arrojó hacia adelante, dispuesto a revivir la escena.

Ella lo miró con sorpresa. Aceptó las flores, sonrió apenas y le solicitó un favor: 

- Gracias… ¿podrías ayudarme con estas bolsas? No quiero llegar sola cargada -.

Él consintió con euforia. Tal como lo guardaba la memoria, tomó las bolsas y salió con ella, saboreando la dicha de serle útil. Qué bueno saber que confiaba en él, que lo había mirado. Mas al doblar la esquina, el rugido de una motocicleta le recordó el epílogo de aquella tarde. Esteban aguardaba con el motor encendido. Ella le arrebató las bolsas y, con gesto fluido y natural, se acomodó detrás. Sólo le dedicó un ademán vago: - Gracias, hablamos luego - .

El hombre quedó inmóvil. El reloj vibró en su bolsillo, confirmando su magia. No era la escena buscada, pero funcionaba.

Concentró su mente en el día de la ruptura y volvió a girar la manecilla.

El aire se tornó pesado de familiaridad hiriente. Reconoció el lugar: era la tarde en que ella le había pedido acompañarla a un trámite importante. Él había pasado horas disponiendo todo, consiguiendo transporte, preparando provisiones. Caminaba convencido de que su esfuerzo sería reconocido.

Alzó la vista. Allí estaba ella, acomodando su hermoso trasero en la moto de Esteban. No lo vio. Ni siquiera pensó en avisarle que no iría.

El reloj vibró.

Con el alma deshecha, insistió nuevamente.

Al abrir los ojos la vio frente a él, escuchándolo con aparente atención mientras él hablaba con pasión. Sus palabras fluían, pero se sentía sombra repitiendo una escena grabada a fuego. Sabía lo que vendría. Ella miró hacia la puerta y, sin una palabra, lo dejó a mitad de la frase. Salió de la habitación. Recordó que, luego, la había visto en el patio, radiante de risa, oyendo las anécdotas de Esteban sin recordar que él la esperaba.

Giró de nuevo, varias veces, obstinado en alcanzar la ruptura.

Lo llevó a la tarde en que ella aceptó su poema y lo catalogó apenas de "bonito"; al instante en la plaza donde le ofreció un helado que tomó sin detenerse; al día en que ella recibió un dulce exquisito que guardó sin compartir (al menos con él). Lo arrastró a los momentos en que le confió su historia más íntima, mostrando su vulnerabilidad, y ella simplemente cambió el tema.

Una y otra vez, el reloj le mostró lo mismo: ella acogía lo que él ofrecía, mas nunca ofrecía nada a cambio; su esfuerzo resultaba invisible, sus palabras se perdían en el aire.

Exhausto, el hombre se encontró nuevamente ante el reloj sobre la mesa. El metal frío parecía también observarlo. Había girado la cuerda buscando el día de la ruptura, convencido de que allí residía su peor momento. Pero el reloj nunca lo había llevado hasta allá.

En su lugar, lo había enfrentado a instantes infinitamente más crueles. Comprendió que el verdadero dolor no estaba en la pérdida final, sino en la dignidad perdida que la precedió. El reloj le había revelado que su peor error fue insistir en entregarse a quien, de manera constante, nunca lo aceptó.

Con un suspiro largo y profundo, acarició la superficie metálica. Entendió que el tiempo no podía devolver lo perdido, pues para devolverlo primero hubiera tenido que haberlo poseído. En esa certeza halló un resquicio de libertad: la libertad de dejar de girar la cuerda, de dejar de buscar aquello que nunca existió.

El reloj quedó inmóvil sobre la mesa, y él, por primera vez, avanzó.








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(Un micro inspirado en una constelación)







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miércoles, 10 de diciembre de 2025

La huida

Llegué con el alma limpia, el cuerpo en calma y la certeza de no volver a caer. Creí que todo estaba firme, que ya nada podría torcer el camino.

Y entonces  ella entró.

No fue un gesto cualquiera. Fue una irrupción de luz que recogió el mundo entero y lo encerró en su figura.

Sus ojos , oscuros, color de la noche, se abrieron como abismos. En ellos cabían galaxias extinguidas y constelaciones que aún no tienen nombre.

No tuve defensa. Mi voluntad se deshizo como ceniza bajo aquella mirada que era a la vez absolución y condena. Me pregunté si era ella tan poderosa o si era yo quien se entregaba sin remedio.

Intenté bajar los párpados, volver la cara… Pero ¿cómo negarle la vista al paraíso cuando late a solo un palmo de distancia?

Caí. 

Una sola mirada bastó para ser suyo otra vez. Entero, sin restos. Me quedé allí, inmóvil, perdido en la inmensidad de sus ojos, como quien se abandona al mar sabiendo que ya no tocará tierra nunca más. Hasta que, cuando ya no quedaba nada por rendir, algo se alzó en mí. una última brizna de instinto. 

Entonces huí.

Un movimiento puntual, exacto, casi militar. Una estrategia desesperada para apartarme un instante de su poder antes de desaparecer del todo. Le di la espalda al Edén con el cuerpo todavía temblando, consciente de que solo me escapaba por un tiempo.

Porque sé lo que ella espera. y sigo intentando dárselo, aunque lo que entrego sea apenas la sombra de lo que arde dentro de mí.

Aun así, en esta tregua que yo mismo me impuse, sus ojos me acompañan. Oscuros, heraldos de la noche, arden como faros que nadie enciende. Ya no son solo recuerdo de lo perdido. son la promesa intacta de lo que volverá a suceder.

Y en la pregunta que nunca calla, si es su poder o mi amor desmedido, late ahora una certeza más peligrosa que todas: que regresaré, mañana o pasado, con la voluntad bien firme y la esperanza intacta de su mirada.

Aun sabiendo que esa misma mirada será, otra vez,  mi caída.

jueves, 20 de noviembre de 2025

Lucas (Microrrelato)

El hombre, ahora anciano, volvió a la casa familiar tras tres décadas. Ya de noche, salió solo al corral. Se dejó caer en el banco de piedra donde su padre, y antes el padre de su padre, desgranaron habas. Desde allí, con los párpados cerrados, escuchó crujir el viejo tejado mientras aspiraba con honda nostalgia el aire oloroso a tierra recién llovida y a pino quemado. 

Alzó la mano temblorosa, el Parkinson no perdona, y señaló Alnilam, la estrella del centro del cinturón de Orión.

Mira, Lucas… tu estrella –. susurró, como si el niño aún estuviera encaramado al tejado.

Lucas siempre había sido un loco de las constelaciones. A los cinco años ya las nombraba todas y decía que cuando fuera mayor se iría a vivir entre ellas. Se colgaba de aquel tejado diariamente a ver sus estrellas mientras comía naranjas.

El recuerdo llegó entero: risas, naranjas robadas, rodillas raspadas, la vocecita gritando: "te doy una mañana, papá. Estoy ocupado". Él abajo, fumando, sonriendo.

Una lágrima rodó lenta por la barba gris.

Sacó el teléfono y escribió al número de Lucas:

 – Estoy aquí, guárdame naranjas para mañana

Pulsó enviar, guardó el móvil sin esperar respuesta y alzó la vista. Alnilam parpadeó.

Desde la puerta iluminada, una suave voz femenina lo llamó:

– Papá… ya traen el ataúd.

Se levantó despacio.

Dio un paso hacia la casa. Desde Alnilam, los ojos traviesos de Lucas lo miraban fijamente con amor, como cuando tenía cinco años y nada malo podía pasar.

Entró.







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miércoles, 24 de septiembre de 2025

Ella, el epicentro

 Ese día, él llegó al café con una inquietud leve, como si el tiempo hubiera resbalado un segundo fuera de sitio. No era tristeza ni alegría, sino una incomodidad invisible, como si el mundo tocara una melodía distinta sin pedir permiso. El murmullo de las conversaciones y el aroma del café recién molido parecían normales, demasiado normales, como si la rutina escondiera algo que estaba a punto de romperse.

Y entonces, ella entró sin anunciarse, como siempre. Llevaba esa camisa de mangas largas que usaba contra el sol, y su cabello oscuro suelto, un torbellino que desafiaba peines, pero que él adoraba por su rebeldía. Era pequeña, sí, pero con una presencia que movía el aire. Caminaba como si la ciudad la meciera a su ritmo.

Él la miró. Algo cedió, o tal vez se lo imaginó. El suelo, al parecer, también.

Sintió que su centro se inclinaba hacia ella, como si su cuerpo olvidara las leyes del equilibrio. La cucharilla en su taza tintineó sola. ¿Era su pulso… o era el mundo?
El vaso vibró. La lámpara osciló. Sus rodillas flaquearon. No supo si era amor o falla tectónica.

Ella se acercó al mostrador, pidió un café con un “por favor” tan suave que hizo sonrojar al barista. Sonrió al tomar la taza, y el universo pareció plegarse en torno a su gesto. Las ventanas zumbaron, un cuadro se torció, un cliente dejó caer su teléfono. Él, convencido, pensó: claro, todo cede a su paso magnético.

La mesa se agitó. Una taza rodó. Y aún así él creyó que era su propio pulso, hasta que un grito lo alcanzó desde lejos: “¡temblor!”. Pero apenas lo registró; seguía atrapado en esos ojos que guardaban un secreto del universo.

Ella permaneció quieta. Sostuvo la taza con calma, frunciendo apenas el ceño, como si aquel terremoto fuera un rompecabezas menor. Luego, sin apuro, caminó hacia la puerta. No corría. No temblaba. Solo giró el rostro hacia él, fugazmente, y en ese instante todo volvió a sacudirse dentro de él.

La siguió con la mirada, embobado, arrullándola hasta que cruzó el umbral, suspendido en una nube tibia, con el mundo vibrando como una sinfonía invisible.

Un vaso se quebró a su lado y, por fin, la realidad lo abofeteó. “¡Mierda, está temblando!”, exclamó, recordando de golpe el café, el caos, el peligro. Se lanzó hacia la salida, chocando con una mesa, el corazón aún enredado en ella, pero los pies, al fin, huyendo con los demás.

Corrió calle abajo, sonriendo. Su enamoramiento era una emergencia, digna de una alerta sísmica personal. Con ella como epicentro, su vida se había vuelto una zona de desastre, y él, feliz, el único loco dispuesto a quedarse bajo los escombros.

miércoles, 3 de septiembre de 2025

El retrato .. (Microrrelato)

No puedo apartar la mirada de la figura frente a mí, hermosa de un modo que me desconcierta. Algo me ata a ese rostro sereno, enmarcado por una cabellera negra, indócil, que como sombra viva cubre sus hombros. Sus ojos oscuros, profundos, vastos, me atrapan con una intensidad que me desarma. No necesita decir nada; su presencia basta para que algo en mí despierte, como si el tiempo, por fin, tuviera sentido.

Un calor extraño me ocupa el pecho. Suave, tibio, como la memoria de algo que jamás viví. No es deseo; es asombro. Es la luz en aquella belleza aún sin nombre.

Ella me mira, inmóvil. Me parece estar atado a aquel instante. Me siento suspendido en un tiempo que no me pertenece, pero percibo su candidez con una claridad que quema. Quisiera hablarle, decirle que en sus ojos hay promesas de mundos intactos, que en su mirada siento algo más que contemplación.

Pero no tengo voz, no tengo cuerpo... ¡Soy apenas mirada!

Ella inclina la cabeza. Un mechón rebelde roza su mejilla mientras lee la placa junto a mí. 

Entonces lo recuerdo: soy apenas un retrato en la pared, forjado por un pincel que quiso apresar un alma y solo alcanzó su sombra. Condenado a acompañar a quienes se detienen frente a mí. 

Pero nunca antes alguien me había mirado así.

Ella sonríe, apenas. Y por un instante, la eternidad se vuelve leve, casi respirable. En esa levedad descubro lo imposible: hoy, desde mi lienzo, comienzo a vivir.






Aporte para el reto
del Mes de Septiembre de 2025 en
(Un micro que narre una historia que tenga como protagonista un cuadro, escultura o similar)









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martes, 2 de septiembre de 2025

No estoy roto, estoy desbordado....

No sé si me habita la depresión
o solo un desorden distraído.

A veces me descubro
como quien deja la puerta entreabierta
para que el viento desordene sus papeles.

Mis ojos se extravían.
Me pierdo en los bordes de las cosas:
el temblor de una cortina,
el reflejo en una taza vacía,
el silencio que nadie nombra.

De ese vacío nace una marea antigua,
con el rostro de palabras calladas,
con el peso de esperas sin nombre.

De esa marea se levanta mi sombra:
llega antes que yo,
se sienta en la silla más quieta
y observa cómo me olvido.

No estoy roto.
Estoy desbordado.

Por mis grietas se filtran
memorias que no viví,
promesas que no pedí.

Camino dentro
de una fotografía borrosa,
buscando el instante
donde el dolor se funde en paisaje.

Y allí, en la niebla,
algo germina en secreto.
A veces, una flor crece
sin que nadie la haya sembrado.

Y en medio de ese germinar incierto
confío en alguien
que nunca llega.

Y en su ausencia crece la flor
que yo no sembré.

No la miro,
pero sé que espera.

Aunque el cuerpo pese
como siglos de lluvia,
aunque el alma se pliegue
como una flor sin sol,

escribo para nombrarla.

Todavía estoy aquí,
entre la lluvia y la flor,
como si alguien hubiera dejado
una puerta abierta al milagro.

lunes, 1 de septiembre de 2025

Ella... Ella es Perfecta

Ella... ella es perfecta.
No en el sentido hueco de las palabras gastadas,
sino en cómo respira,
en cómo sus ideas fluyen con claridad serena,
en la manera en que su presencia no irrumpe,
sino que afina el mundo.

Se revela impecable en su modo de construir,
en su mirar sin prisa,
en las palabras que acarician,
en la forma de sostener sin dejar sentir el peso.

Y en su mirada, que se posa sin esfuerzo,
tiene ojos color de la noche:
no por la oscuridad, sino por la hondura sin fin.
Asomarse a ellos es entrar en un cielo callado,
donde cada estrella custodia un secreto.

asdasds
De esa hondura brota también lo íntimo:
una candidez sin máscara,
una ternura que no pide permiso,
una fragilidad que no resta fuerza,
sino que invita a protegerla,
como se guarda lo que da sentido.

Un gesto suyo es cuidado.
Su silencio abre espacio.
Y hasta en una decisión, discreta,
levanta refugio de respeto.
Nada en ella desentona:
ni la risa, ni el andar, ni su manera de habitar el mundo.
Todo parece hecho para acompañar sin peso,
para inspirar sin alzar la voz.

A veces pienso que, si el universo debiera justificar su existencia,
bastaría con mostrarla.
Y mientras ella basta para el universo,
yo sigo buscando razones para justificarme.

Quizá ahí está la grieta.
Porque, sin embargo…
hay un detalle,
apenas un susurro,
pero definitivo.

Ella es perfecta.

Su único defecto:
¡no está conmigo!.

Y el mundo, sin ella, 
se rompe en silencio.

sábado, 30 de agosto de 2025

Sofia

El polvo danzaba en los haces de luz que atravesaban las persianas rotas. Alejandro, frente a un teléfono mudo y un escritorio agrietado, se sentía una cáscara vacía, con venas azules asomando bajo su piel translúcida. Sus dedos no respondían. Sus ojos, hundidos, no veían. Solo un eco sordo resonaba en su pecho.

No sabía cuánto tiempo llevaba allí. Días, semanas, tal vez meses. El tiempo había perdido forma. Solo persistía la sensación de haber sido vaciado.

La pantalla de su teléfono, encendida sin que recordara haberla tocado, parecía responder a ese vacío. En el centro, una imagen: el retrato de una mujer. Cabello oscuro, indócil, sonrisa tenue, mirada que atravesaba lo visible. El nombre del archivo: sofia.jpg.

Un escalofrío le recorrió la espalda.

No sabía quién era. No recordaba haber tomado esa foto. Pero algo en ella lo llamó. Una vibración sutil, como si su nombre resonara en su pecho. Sofía.

Al abrir la carpeta, encontró más: mensajes sin contestar, grabaciones de voz, fragmentos de texto. Todos de ella. Todos dirigidos a él. Con cada clic, algo se abría en su mente. No eran recuerdos exactos, sino imágenes, sensaciones, ecos.

La foto lo arrastró a la primera vez que la vio. Estaba en la cafetería de la universidad, solo, con un cuaderno abierto y una taza de café fría. Afuera llovía, y el agua golpeando los ventanales lo aislaba del mundo.

Entonces la notó.

No fue que entrara: de pronto estaba allí, sentada en una mesa contigua, con la cabeza inclinada y los ojos fijos en él. No en su rostro, sino en algo más hondo: su deseo de ser visto.

Sofía tenía una belleza que se imponía sin violencia: cabello rebelde cayendo en mechones desordenados, ojos oscuros que parecían guardar una luz propia. Cuando sonrió, Alejandro sintió que una puerta en su pecho se desbloqueaba.

Ella se acercó sin decir palabra. Se sentó frente a él, como si fuera lo más natural. Y habló:

Siento que la gente apasionada me da energía.

Él, ingenuo, respondió:

Te daré toda la que necesites.

En ese instante, algo cambió. No en el mundo, sino en él. Como si su voluntad hubiera quedado sellada.

Desde entonces, Sofía aparecía en sus días como una presencia inevitable. Cada conversación lo elevaba, bastaba una frase suya para que las palabras fluyeran como un río desbordado. Luego, venía el agotamiento. Al principio lo atribuyó al esfuerzo. Después, al amor. Ahora comprendía que era otra cosa.

Con el tiempo, aquel sentimiento, aquellas cosas que ella despertaba en él ya no eran  ternura ni deseo. Se convirtieron en un vaciamiento lento y persistente que drenaba su fuerza vital. Cada encuentro lo dejaba encendido por un instante y después exhausto, como si su fuerza se filtrara gota a gota hacia ella. No era solo cansancio: era desinterés por lo que antes le importaba, una disolución de sí mismo acompañada de una inexplicable pérdida de memoria que pudiera distraerlo de todo lo que no fuera ella. Poco a poco, casi sin darse cuenta, Alejandro vio su vida desvanecerse, inmolando ante aquellos ojos hermosos, voluntariamente, todo lo que lo hacía ser él mismo: sus palabras, su pasión, su voluntad.

Una noche, tras una charla intensa, Sofía se despidió con una sonrisa ambigua y dejó su teléfono sobre el escritorio. No dijo nada. Solo lo dejó allí.

Durante horas, el aparato permaneció encendido, silencioso, como si esperara. Alejandro lo miraba sin tocarlo, consciente de que abrirlo sería cruzar un umbral sin retorno.

Finalmente lo tomó. La pantalla se encendió sola. La galería estaba abierta.

La primera imagen lo detuvo: Sofía, de perfil, en una estación de autobús. Junto a ella, un hombre que no era Alejandro. Pero su expresión le resultaba demasiado familiar: admiración, entrega, agotamiento.

La galería estaba llena. Fotos de Sofía con distintas personas, en lugares y épocas imposibles de reunir en un solo teléfono. En todas, ella idéntica.

En una carpeta etiquetada “M. Ortega” halló mensajes, fragmentos de diarios. Todos hablaban de ella. De cómo los inspiraba. De cómo los hacía sentir únicos. De cómo, poco a poco, se quedaban vacíos. El último texto era una frase inconclusa: “Ella no me deja ir. Me...

Junto al teléfono había un libro sin título. Solo un símbolo dorado: un triángulo incompleto con un círculo en el centro. Allí se hablaba de seres que no consumían carne ni sangre, sino algo más profundo.

Desde que la verdad se instaló en su mente, el mundo comenzó a deshilacharse. Hilo por hilo.

Alejandro no recordaba cuándo Sofía recuperó su teléfono ni el libro. La verdad, ni siquiera recordaba cuándo la vio por última vez. Intentó dejar de buscarla. Nunca supo si lo logró. Cada día era una página en blanco. Olvidaba lo que había hecho, sentido, o decidido.

Lo más inquietante era que Sofía ya no necesitaba estar presente para afectarlo. Su influencia se volvió incorpórea, como una niebla que lo envolvía. Alejandro la sentía en los objetos, en los reflejos, en las palabras que escribía sin saber por qué.

Su cuerpo también cambiaba. No era solo cansancio. Era una liviandad extraña, como si algo se evaporara desde dentro. Al pasar frente al espejo, a veces no se veía. Otras, solo una silueta gris, sin contornos.

La casa reflejaba su estado. Las paredes se agrietaban sin razón. Las luces parpadeaban incluso apagadas. El aire olía a metal oxidado.

Y un dia, desde la ventana, la vio por ultima vez en la distancia.

Sofía. Radiante. Su cabello brillaba bajo una luz sin origen. Su sonrisa, que ya no era ternura: era hambre satisfecha.

Ella reía. No con crueldad, sino con plenitud. Su rostro resplandecía con una luz que él sabía que una vez fue suya.

Y Alejandro, por primera vez, no sintió miedo ni rabia ni tristeza. Solo una paz extraña, como si el vacío ya no doliera. Como si, al fin, pudiera descansar.

Se sentó frente al espejo, no para verse, sino para desaparecer con dignidad. Cerró los ojos y se dejó ir. No como quien se rinde, sino como quien comprende que ya no hay nada que sostener.

Epílogo: La promesa

En otra ciudad, bajo la lluvia, Sofía se sienta frente a un joven con sueños en los ojos. Su cabello rebelde brilla, su sonrisa irradia luz.

Ella inclina la cabeza, lo mira con dulzura y gravedad.

Siento que la gente apasionada me da energía.

Él sonríe, como si ya la conociera.

Te daré toda la que necesites.

viernes, 22 de agosto de 2025

Hoy no hay nada

Hoy no hay nada.
Ni frase que sostenga el aire,
ni mensaje que rompa la quietud.
El día se despoja de símbolos,
cuerpo sin necesidad de abrigo.

Sin fuego,
sin forma,
sin fondo.

Solo este silencio,
sin exigencias,
sin promesas,
sin prisas.

En su calma,
algo respira:
una espera sin apuro,
una ternura sin voz,
una luz que brilla sin ser vista.

Hoy no hay nada.
Pero el vacío,
cuando se deja ser,
abre espacio a lo que aún no llega.

En su quietud,
la esperanza se posa,
brisa que no interrumpe,
compañía que no reclama.

Y tú,
sombra que eliges seguir,
habitas esa pausa.
No como peso,
sino como latido,
un pulso que guarda el instante.

Este día sin contornos
no es abandono,
sino umbral.
Una página en blanco,
no por carencia,
sino por espera.

Como si todo este vacío
aguardara por aquella mirada,
Aquel destello capaz de llenar el silencio.

Que venga ella, entonces,
Gritas. 
Como brisa sin preguntas,
Invocando aquella mirada que,
por sí sola, lo colma todo.

La invocas para que
habite el silencio.
Sin ruido,
sin promesas,
sin apuro.

Para que traiga la certeza de sus ojos,
como si el mundo, en su pausa,
recordara que la ternura basta.

Y si no llega hoy,
que la esperanza no titubee.
Que arda,
fuego en calma,
Luz que no guía, pero que sostiene:
guardando en su brillo
la promesa de lo que,
aún sin ser, es.

miércoles, 20 de agosto de 2025

Caminar sin Mapas

Hoy he visto la oscuridad.
No era sombra ni amenaza, sino el rostro del día
que se detiene frente a una puerta que no sé si se abrirá.

Me miró sin disfraz y habló en silencio:
con gestos que no prometen,
con palabras que no llegan,
con la sensación de estar en un lugar
que podría dejar de ser mío.

Me ha mostrado el temblor del futuro,
la fragilidad de lo que parecía firme,
la ausencia de certezas
en un espacio que hasta ayer llamaba refugio,
y me sentí por un instante desconectado de todo.

Al enfrentar esa oscuridad, por momentos me sentí solo.
Levanté la cara y no vi compañía;
miré mi mano y la encontré vacía,
como si todo lo cercano hubiera retrocedido un paso.

Y he sentido también la posibilidad de no ser reflejo,
de no ser parte del paisaje que hasta ahora me sostenía.

Y allí, en la hondura del silencio,
vinieron a mí aquellos dos puntos luminosos,
tan oscuros como la noche,
que hacían de la sombra un umbral,
que enlazaban mi alma con el universo.
Y la certeza de que prevalecerían
fortaleció mi espíritu
ante la amenaza de perderlo todo.

Y esa certeza, a pesar de lo duro del encuentro,
ha impedido que la sombra se lleve todo.
Algo en mí permanece:
no como resistencia ni como escudo,
sino como llama que no exige arder,
pero insiste en no apagarse.

Permanece la fe,
no en lo que es,
sino en lo que aún puede ser.
Permanece la ternura de seguir,
aunque el camino se vuelva niebla.
Permanece la dignidad de no soltar mi abrazo,
aunque el lugar tiemble bajo mis pies.

Tal vez mi misión ha concluido,
o tal vez aún queda un tramo por recorrer.
Si un nuevo destino me espera,
lo asumiré con esperanza.
No por certeza,
sino por fidelidad a aquellos dos puntos luminosos 
que me enseñaron a caminar
sin mapas.

lunes, 18 de agosto de 2025

Donde late Distinto

A veces el corazón se queda fijo,
mirando largo rato hacia el mismo lugar,
como quien espera que algo se revele entre la niebla.

Pero allí, donde insiste la mirada,
no hay nada.
Ni un destello mínimo,
ni una sombra que sugiera movimiento.
Solo bruma, quietud,
y una puerta tras la que se esconde un espacio hueco.

Tanto tiempo golpeando,
esperando que el eco se vuelva voz,
que olvidó mirar el marco:
sin huellas, sin calor, sin historia.
Como un farol encendido frente a un campo desierto,
gastando su luz en una dirección sin respuesta.

Cansado de tanto insistir,
el corazón se escucha a sí mismo:
“ya basta de mirar allí,
ya basta de esperar donde nada nace”.
Porque incluso la niebla, cuando se contempla demasiado,
empieza a parecer promesa.
Y no lo es.

Entonces llega el momento en que el silencio ya no es pausa,
sino respuesta.
Y el vacío ya no es misterio,
sino frontera.

Sin dramatismo, sin estrépito,
el corazón se gira.
No hacia el olvido,
sino hacia lo que sí respira:
una hoja que cae con intención,
una brisa que roza sin urgencia,
una presencia que no reclama ser vista.

Allí, en lo que no se esperaba,
algo comienza a encenderse suave,
como un calor que sostiene desde dentro.
No es lo que buscaba,
pero es lo que lo sostiene.