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jueves, 13 de febrero de 2025

El Tulipán Rojo

Con la delicadeza de un orfebre, el hombre depositó sobre la mesa el pequeño paquete que había custodiado en su bolsillo como un valioso tesoro. Como si descubriera la más frágil de las joyas, retiró el envoltorio de papel que lo protegía  revelando una minúscula flor roja, un hermoso tulipán elaborado en algún tipo de tejido,  engarzado en un material transparente con tonalidades que aparentaban gotas de rocío. Todo el conjunto  tenía la apariencia de un hermoso bouquet de cristal, listo para ser exhibido en las manos de la más hermosa de las hadas.

Sonriendo y con un brillo de emoción en los ojos, el hombre extendió su mano y rozó lentamente y con delicadeza aquella flor que a todas luces era especial para él.  Nadie que hubiera atestiguado aquel momento habría podido interpretar aquel gesto, revelación silente del torbellino de sentimientos que revolucionaban su interior. Es que, para él, ese pequeño tulipán se había convertido en el avatar de un cariño inmenso... En el Icono de un amor inmensurable y de un corazón roto que cicatrizaba poco a poco sin dejarse vencer por la desesperanza.

En cada hilo, en cada puntada, en cada cruce y doblez de aquella flor parecían entretejerse un sin fin de besos que no fueron,  caricias que nunca llegaron y contactos que siempre se evitaron.

Había convertido aquella flor eterna en resguardo permanente de todo aquello que no fue, y tal vez no sería, a pesar de saberse un manantial represado de besos y caricias... a pesar de sentir como su piel, campo fértil listo para florecer, esperaba ansiosa entregarse a la sensación del contacto anhelado.

Aquella flor, minúscula en verdad y ni siquiera real, ahora era símbolo de entrega definitiva. Compendio absoluto de todos los sentimientos acumulados y que, desde un tiempo ya,  habían dejado de ser suyos. Querer y no tener, Desear y no ser… dualidades sobre las que ya no tenía control y que en un gesto único y definitivo entregaría en custodia a quien amaba, ocultas en la forma de aquel pequeño tulipán rojo. 

Respirando profundo, el hombre rebuscó en la gaveta de la mesa hasta encontrar una barra de chocolate que había reservado para la ocasión. Torpemente, hizo un solo paquete con flor y dulce colocándole un pequeño lazo para darle aspecto de presente. No se atrevía a más. A pesar de que su alma rebosaba de deseos de demostrar su cariño de mil formas, no se atrevía a expresar sus sentimientos de manera más evidente. Alguien más ya se había adueñado de ese derecho.

Buscó nuevamente hasta encontrar una pequeña tarjeta y un lápiz. Se aprestó a escribir algún tipo de dedicatoria pero algo lo detuvo. En el último momento no sabía qué escribir ni cómo firmar la dedicatoria de aquella tarjeta. Nunca le habían llamado por su nombre y, la verdad, por el momento aquella pared, aquella barrera de respeto tras la cual había sido lapidado, y que no había logrado escalar por más esfuerzos que realizara, no le ofrecía ninguna alternativa que le inspirara.

Decidido, guardó la tarjeta en blanco y tomó el presente que había preparado, casi con indolencia, dirigiéndose a la salida. Al querer apagar la luz, su mano tropezó con el, bastante rayado ya, calendario en la pared que indicaba los días del mes de febrero. 

"Jueves 13", leyó claramente la fecha de aquel día, y, en un extraño salto, le seguía "Sábado 15". Una gran mancha negra realizada con lápiz indeleble separaba ambas fechas en el lugar donde debería estar el viernes correspondiente. Pero el hombre no pareció prestar atención a este extraño detalle. Simplemente salió por la puerta hacia la calle y, sin detenerse o mirar atrás, siguió su camino decidido a entregar su presente. 

Para el hombre del tulipán aquel mes de febrero, y tal vez muchos de los siguientes, no tendría día 14.


martes, 4 de febrero de 2025

El Baúl: Una historia de Piratas

Sentado en el piso de su camarote, apoyando la espalda en la pared, el hombre estudiaba atentamente la herida en su pierna. Con cautela derramó sobre la carne lacerada de su pantorrilla media botella del horrible destilado que, a falta de otro recurso, había utilizado hasta ahora como antiséptico.

No sintió dolor alguno. Con aprensión, oprimió los bordes de la herida. Un líquido oscuro y fétido brotó a la superficie, revelando trazos de sangre coagulada. Un olor nauseabundo invadió sus fosas nasales, confirmando lo que ya era evidente: la infección se había extendido.

Sin preocuparse demasiado, el hombre envolvió la pierna herida con un trapo limpio, asegurando el rustico vendaje con un nudo apretado. Para finalizar la cura, después de darle un largo trago, empapó la tela con el aguardiente restante. 

Poniéndose de pie sin dificultad, pensó para sí:

Al menos ya no duele, y aun responde.

Ja –. Rió, mientras le daba a su pierna herida un par de golpes cariñosos con la palma de su mano

Ahora si me convertiré en un verdadero Pirata a la antigua, con pata de palo y todo.

Un Golpe fuerte y seco en el exterior le sacó de sus cavilaciones. Cauteloso, el hombre se pegó a una pared del camarote y, sin pensarlo, echó mano de una pistola hasta ahora oculta en su cintura apuntando con mano firme hacia la puerta.

Ya lárguense,  o nos vamos a morir todos –. Gritó hacia el exterior.

No moriremos todos, Capitán –. Obtuvo como respuesta. 

Solo usted, y tal vez uno o dos de nosotros nada más. Pero, si entrega lo nuestro, viviremos todos

No tenía esperanzas de entendimiento con sus enemigos. Sabía exactamente quienes eran, los había comandado durante casi veinte años. Juntos se habían ganado el nombre de “Piratas” estableciendo su régimen de terror en todo lugar donde su barco pudiera llegar.

Un régimen del que nadie escapa, ni siquiera el Capitán Pirata, el más temido de los mares. Él, que había desafiado a la muerte tantas veces, también se vio atrapado. Sabía que no había escapatoria, pero aun así, lo había intentado.

Trató de comprar su retiro con las riquezas que había resguardado en aquella isla desierta. Sacos de oro y joyas, producto de la rapiña, y que sus compañeros se repartieron vorazmente impulsados por la codicia. Pero no fue suficiente. Sabían que su capitán se había guardaba algo para sí, tan valioso que había entregado todo lo demás solo para conservarlo. 

No lo permitirían; si osaba abandonarlos, no se llevaría nada.

Tuvo que huir hacia su barco, cargando consigo aquel baúl que sus antiguos compañeros codiciaban, seguros de que su valor superaría todas las riquezas en la isla. Se había atrincherado en su camarote escudándose tras el miedo que sabía  infundía, un miedo alimentado por su leyenda. Pero la tregua había terminado. Sus enemigos, decididos, lo cercaban, listos para acabar con él.

Un golpe brutal reventó la puerta del camarote, astillándola en mil pedazos. Sus enemigos irrumpieron disparando a ciegas, desatando un infierno de humo y balas que resonó durante minutos hasta que el silencio volvió a reinar en el ambiente.

Tres atacantes quedaron en medio de la habitación y, contra la pared, con una sonrisa congelada en el rostro, yacía el Capitán Pirata que quiso comprar su destino. Los sobrevivientes, ajenos al horror a su alrededor, rodeaban al baúl con el rostro descompuesto por la codicia. 

Con mano temblorosa, un marinero, corpulento y tosco, empuñó su pistola y golpeo la cerradura varias veces hasta hacerla saltar. Un sutil clic, imperceptible por los emocionados observadores, surgió del baúl en el instante en que la tapa se abría, exponiendo el ansiado contenido.

Con el rostro demudado por el pánico, los hombres se apartaron bruscamente del baúl al identificar su contenido: un conjunto de pequeños cilindros cubiertos de un polvo grisáceo. Aquello era inconfundible, el último vestigio de los explosivos que utilizaban para atacar y saquear navíos. En cantidad suficiente para enviar a pique diez barcos como aquel en el que se encontraban, y un mecanismo de relojería cuyo conteo regresivo estaba a punto de culminar.

Con cara resignada el marinero corpulento miró a los demás y, casi jocosamente, expresó la verdad que acababa de comprender:

El puto capitán nos jodió al final  

Un clic y un chispazo en el baúl, se llevó al otro mundo la respuesta de sus compañeros.

En la Isla, unos ojos hermosos, color de noche, parpadearon ante la gigantesca explosión que hizo volar en pedazos aquel barco pirata. Un par de lágrimas se deslizaron por la mejilla de la mujer que observaba el final de aquella historia, revelando la tristeza que le atenazaba el corazón. Sin querer ver más, con esfuerzo, obligó a su menudo cuerpo a descender por el risco escarpado y rápidamente se dirigió a la playa donde un pequeño bote le esperaba. Con una fuerza impensable para su baja estatura, la chica empujo la embarcación hacia el agua, extendiendo la vela con habilidad y adentrándose en el mar con destino desconocido. 

Sin mirar atrás, sus pensamientos se centraron agradecidos en los momentos vivídos con aquel hombre que había sido su mundo. El hombre que había hecho el sacrificio supremo por su seguridad. El hombre que, hasta el último aliento, la había llamado “Su Tesoro” y gracias al cual, ahora era libre.









Aporte para el reto
del Mes Febrero de 2025 en





domingo, 19 de enero de 2025

La Cornisa

Como si de mil agujas de hielo se tratara, el viento flageló el rostro cansado del hombre cuya espalda, ajena al suplicio, permanecía pegada a la abrupta pared de roca. Las horas se habían desdibujado desde su caída por el precipicio que, horas antes, había atraído su mirada con irresistible curiosidad. Sin embargo, el sol, en su lento declive, le confirmaba una estancia de más de diez horas bajo la brisa marina y el implacable frío.

La estrecha cornisa que, milagrosamente, le había ofrecido un respiro en su caída al vacío, poco a poco redujo su eficacia a medida que el cansancio se apoderaba de su cuerpo reduciéndose a un exiguo lecho de piedra bajo sus pies entumecidos. Desde aquel instante en que quedó suspendido entre el cielo y el mar, la inmovilidad se había transformado en una tortura silenciosa de calambres, recuerdos y pensamientos fatalistas, mientras el aliento helado del océano le empapaba y le envolvía en una soledad implacable.

Es que la euforia y la adrenalina iniciales, que le permitieron aferrarse a la cornisa, se habían disipado poco a poco, dando paso a una profunda impotencia y a la sombría certeza de un final ineludible. Sabía que sus piernas, exhaustas, pronto cederían bajo el peso de su cuerpo, y la negrura abisal que se abría metros abajo lo engulliría para siempre.

Sin embargo, a pesar de todo, el hombre plantaba cara desafiante al viento resistiendo su embestida con terquedad. Solo el reflejo involuntario de sus párpados le impedía abrir los ojos y mirar de frente la furia que lo azotaba. Pero su postura, tensa aunque inmóvil, revelaba una entereza inquebrantable. La inmovilidad forzada no había mermado su espíritu; en su mente, refugio inviolable durante las últimas horas, cada etapa de su vida había sido minuciosamente revisada. Cada decisión, cada triunfo y cada derrota fueron sopesados bajo el rugido constante del océano… y, en la balanza final, su vida se le había revelado provechosa.

Estaba listo para partir y por más que gritara y rugiera, ni siquiera el océano, con todo y su furia le vería derrotado.

Solo había algo. Algo que, de cierta forma, se convertía en el cabo suelto que su vida reclamaba y que, llegada lo que consideraba su la hora, le hacía aferrarse con obstinación a aquella cornisa. Y, cosa extraña, aquel algo tenia hermosos ojos y un precioso cabello oscuro que reflejaba físicamente la rebeldía e indomabilidad que alimentaba el espíritu de su dueña.

Y es que aquel ángel con ojos de noche se había convertido para el hombre en un desafío mucho mayor que esa cornisa que, por el momento, se había convertido en su incomoda aliada. Se había prendado de su dulzura, de ese candor elemental que la hacía mirar al mundo en colores aun cuando el mundo se empeñaba en mostrarle a veces sus peores grises y ocres.  Había unido su corazón al de ella con tal fuerza que, por instantes, parecía latir exclusivamente al compás del suyo..

Una ráfaga de viento, más intensa que las precedentes, desprendió esquirlas de roca que, al impactar sobre su cabeza, lo arrancaron de sus cavilaciones. Maldiciendo en silencio, intentó apoyarse en una sola pierna, mientras movía la otra en un vano intento de aliviar el dolor punzante que le atenazaba las pantorrillas. Si el mar reclamaba su vida, tendría que arrebatársela con violencia. Él resistiría hasta el último aliento… 

¡Que cosas! –. Pensó, intentando esbozar una sonrisa. Aquella chica le había infundido ánimos y renovadas esperanzas cuando se tambaleaba al borde de los abismos metafóricos de su vida. Ahora, frente a este abismo real, oscuro y amenazante, solo su recuerdo ejercía el mismo poder. Apenas la evocación de aquellos ojos hermosos, mirándolo con cariño, bastaba para insuflar aliento a su espíritu exhausto.

Volviendo a afirmarse con ambos pies en la cornisa y aferrándose con los dedos a la áspera pared que lo respaldaba, se sumergió de nuevo en los recuerdos de la muchacha. Si su destino era caer, lo afrontaría abrazado a la belleza de esos pensamientos, no atrapado por los ecos del miedo y el dolor.

Se había prendado de aquella chica, había hecho todo por ella convirtiéndola en el centro de su vida…pero nunca se había atrevido a intentar llegar con ella a algo más que una “Sincera Amistad”. No por miedo a un rechazo, había tenido suficientes en la vida como para aprender también  a valorarlos. Su temor más grande con aquella chica, algo nuevo para él, era el no ser suficiente para ella. No ser digno de esa maravilla que el padre había puesto a su alcance y no tener lo necesario para ayudarla a crecer a su lado. Condición esta última,  esencial para merecer siquiera rozar su mano.

Apabullado por ese gran temor, tuvo que sufrir el verla sonreír a otros con amor, consentir sus pasos a su lado y prodigarles el brillo de esos ojos de noche que tanto amaba. Tuvo que presenciar cómo otros velaban por ella, mientras él se consumía en el anhelo de abrirle el mundo y conducirla de la mano para que se proclamase su dueña.

Y ahora, al final, ese gran temor se le antojaba el último reclamo que se le haría en el juicio póstumo de su vida. Nunca sabría si el miedo le evitó la decisión de su vida o, lo que es peor, de la vida de aquel ángel hermoso. Tenía muchas cosas que enseñar, mucho que dar y de alguna manera aquel miedo pudo haberlo evitado. 

Un dolor súbito y agudo en la pantorrilla derecha, mucho más fuerte que los anteriores, le arrancó un grito de dolor. Apoyándose con dificultad en el pie izquierdo, intentó aliviar la presión sobre la pierna dolorida, buscando inútilmente un respiro, aunque fuese fugaz. Esta vez el intenso dolor persistió. Enderezándose con esfuerzo, abrió los ojos al horizonte oscuro, dominado por el rugido ensordecedor de las olas… El final se acercaba; sus fuerzas no resistirían mucho más.

Con determinación, elevó los brazos rectos, trazando con ellos el contorno de la pared hasta adoptar la forma de una cruz, en un gesto que evocaba la fe de sus padres. Decidido a que el miedo y la desesperación no marcaran su final, invocó en sus pensamientos las más hermosas imágenes de su ángel de los ojos de noche, invocando la paz y belleza de espíritu que siempre hacían aflorar en su alma. Como última elección, cruzaría al otro lado en las alas del amor. Era su derecho.

Encomendándose a la divinidad,  desbalanceó su cuerpo inclinándose hacia el vacío… iniciando el camino a la eternidad. 

Un impacto brutal lo estrelló contra la cornisa, deteniendo su caída en el último instante. Apenas consciente, sintió una presión sorda, de algo grande y pesado, que lo aplastaba contra la pared rocosa, mientras un clamor confuso y luces cegadoras descendían desde la cima del acantilado, el mismo punto desde donde se había precipitado.

Desorientado, notó el súbito tirón de una cuerda que se apretaba alrededor de su torso, y una voz, desgarrándose la garganta, resonó cerca de su oído, luchando contra el estruendo del oleaje:

¡Calma! ¡Estamos aquí! ¡Te pondremos a salvo! ¡Vamos a subirte!

Casi sin enterarse, el hombre fue izado lentamente hasta alcanzar terreno seguro. Un equipo de rescatistas, después de horas de tensa labor, había urdido y ejecutado un arriesgado plan para rescatarlo. El estruendo incesante de las olas le había ocultado su presencia desde su precaria atalaya, metros más abajo, pero la arriesgada maniobra había culminado, afortunadamente, con éxito.

Dentro de una ambulancia, con ropa seca y arropado con una cobija térmica, el agotado hombre no podía dejar de ver el teléfono con el que la chica que había curado sus pies pasaba el reporte médico a sus superiores. Aun no comprendía completamente lo que había ocurrido y aquella situación le parecía irreal. Aun esperaba, en cualquier momento, sentir el agua del abismo en la cara y seguir su camino al otro lado.

Sin embargo, solo había una manera de convencerse de que aquello era real… 

¿Me lo prestas? –. Dijo a la chica, señalando el teléfono que acababa de dejar.

Ya con el Móvil en la mano, lo observó por un rato hasta que, decidiéndose, marcó rápidamente un número y se lo llevó al oído. Su cara de preocupación se ilumino al escuchar que alguien contestaba.

Hola, soy yo. ¿Cómo estás?. – Más calmado al escuchar aquella voz, se sentó en la orilla de la camilla y siguió la conversación. – Pues la verdad, si estuvo interesante el paseo, observé las olas muy de cerca

Mientras conversaba, pensó que se le había dado una segunda oportunidad y que no podía desaprovecharla. Así que, sin pensarlo dos veces, se lanzó 

Oye, te invito a cenar, necesitamos hablar…. Pues para comenzar, que dejes al novio ese que tienes y te vengas conmigo. Tengo mucho que compartir contigo… ¿Qué cosas?, Pues, por ejemplo, el mundo si lo quieres..

Y así, aquella cornisa, aquel borde en el acantilado, se erigió en una metáfora divisoria de su vida, trazando una línea nítida entre el antes y el después de la aceptación de su destino.


jueves, 9 de enero de 2025

Bhekisizwe (Microrrelato)

Bajo la sombra de aquel baobab, el anciano Bhekisizwe, sentado abrazando sus rodillas, contemplaba a su aldea extendiéndose a sus pies. Con tristeza, evocó sus años de ingane, cuando comenzó su leyenda al vencer chacales que lo superaban en número, tamaño y fuerza. Aún se contaban las historias del niño guerrero que, al hacerse hombre, había traído honor y gloria a su gente.

Pero todo aquello era ahora distante. Su tiempo parecía agotarse, y nadie reclamaba ya su ayuda o consejo. Una vida de victorias parecía reclamarle ahora su rendición y aparente inutilidad.

Un movimiento repentino lo distrajo de su introspección. Un grupo numeroso emergía de su aldea avanzando hacia él. Con el corazón palpitante reconoció a su hijo mayor, el actual induna, y al consejo de ancianos liderado por su propio padre. Seguidos por el resto de los aldeanos entonando un cántico jubiloso.

El grupo guardó silencio ante Bhekisizwe, quien, consciente de la importancia de la comitiva, se puso en pie. Su hijo y su padre, majestuosos y orgullosos, extendieron sus manos proclamando:

— Bhekisizwe Ndlovu, te invitamos a ocupar tu lugar en el consejo de ancianos. ¡Por los ancestros!

Con el pecho henchido de orgullo, respondió:

¡Por los ancestros! Acepto mi lugar en el consejo.

Así, entre aclamaciones, la aldea entera lo acompañó hasta su merecido puesto entre ellos.

Sin detenerse, el anciano dirigió una última mirada al viejo baobab dejando allí sus dudas. Seguro y fortalecido, siguió luego el camino de un nuevo capítulo en su extraordinaria vida.






Aporte para el reto
del Mes Enero de 2025 en
(Un micro de máximo 250 palabras en torno a la vejez y sus desafíos)



domingo, 5 de enero de 2025

El Despertar

Un furtivo rayo de sol, filtrándose por la ventana, irrumpió espantando la penumbra de aquella habitación. Con precisión casi deliberada, iluminó el rostro del hombre que dormía plácidamente, envuelto hasta el cuello en un manto de cálidas cobijas que lo protegían del frío de la noche que agonizaba.

La luz, implacable, irrumpió en sus párpados cerrados, asaltando inmisericorde su sueño. Instintivamente, el hombre alzó las manos hacia su rostro, buscando refugio contra aquella intrusión. Bajo las cobijas, un lento oleaje de estiramientos y leves temblores delató su despertar a regañadientes, los ojos aún sellados mientras emergía, poco a poco, del abismo de sueños en el que se había sumergido durante la noche.

Tratando de vencer la modorra que lo atenazaba, por fin abrió los ojos, aprovechando que el rayo de luz se había retirado y seguido su camino, liberándolo de su momentáneo dominio. Con la mirada fija en el techo, intentó reactivar sus pensamientos, aún renuentes a regresar al mundo tangible que habitaba. Su cerebro aun parecía estar en aquel otro mundo de sueños y se negaba rotundamente a materializarle en este mundo real. 

¿Real? –, Pensó para sí. 

Extrañamente, entre las brumas del duermevela, la historia de Zhuang-Zhou surgió en su mente como una representación teatral de su propia vida. Al igual que el filósofo, en aquel instante dudó si era un hombre que había soñado ser una mariposa o, por el contrario, era solo una mariposa soñando despertar como hombre.

Es que su cerebro, aún bajo el peso de un sopor somnoliento, se aferraba al sueño vivido en los últimos días, tal vez solo unas horas en aquel "otro" mundo. Un sueño en el que la vorágine de sentimientos que lo inundaba había obliterado toda conciencia y todo contexto que no resonara con sus deseos y necesidades. Un sueño en el que habría renunciado a todo por una improbabilidad inalcanzable.

Aun inmerso en esa intensidad, sabía que el despertar era inevitable. Obligando a su cuerpo a responder, empujó las cobijas y, literalmente, se lanzó fuera del lecho. O al menos lo intentó. Su cuerpo, rebelde, permaneció sentado a la orilla de la cama varios minutos tratando de reunir las fuerzas necesarias para ponerse de pie.

ufff, que duro que pegó ese sueño. Ni en las peores crudas me he sentido así –. Dijo en voz baja, cuestionando su debilidad al permitirse perder tanta energía.

Sonriendo, recriminó mentalmente a cuerpo y espíritu por no aceptar lo inevitable. Haciendo un gran esfuerzo de voluntad, se puso definitivamente de pie dispuesto a ya no dejarse llevar por la modorra y, decidido,  dedicó los siguientes minutos a asearse y recomponerse. 

Ya bien despierto, con una taza de café negro y humeante en la mano, el hombre salió al balcón buscando el tibio abrazo del sol, agradecido por aquel delgado rayo matutino que lo despertó a la vida. Desde allí, contempló en el patio las cenizas, aun humeantes, de la fogata que había mantenido encendida hasta la noche anterior. Aquel fuego, ahora casi extinto, había sido un centro de reunión, un espacio para compartir con amigos y desahogar el alma. Y él, absorto en su sueño, había permitido que se consumiera, quemando madera sin control, usando combustibles inapropiados y olvidando su propósito.

Apurando su café, bajó al patio y buscó con ahínco algo con que alimentar su fogata tratando de revivir su fuego. Algunas tablas recicladas y unos pocos restos de noches de tertulia pasadas permitieron que el fuego se avivase y reviviese la esperanza en el corazón del hombre. Cuidadosamente, cogió el hacha, y recogió y preparó más madera para alimentar el fuego sin dejar que se apagara, estaba agradecido, aun había mucho con que alimentarla.

Exhausto, al caer la noche, preparó un grueso leño, listo para alimentar la hoguera cuando comenzara a languidecer. De vuelta en casa, desde el balcón, escrutó el patio con creciente expectación. Sus esperanzas no tardaron en verse colmadas. Lentamente, un cortejo de sombras fue cercando el fuego, hasta que una multitud silenciosa inundó el espacio. El corazón le latió con fuerza, una sonrisa iluminó su rostro ante aquel espectáculo: cada sombra representaba una historia, un motivo, una chispa que reavivaría su propia llama. Sus amigos habían regresado, o siempre habían estado allí, ¿Quién sabe?… y con ellos, él mismo..

Satisfecho, el hombre se fue de nuevo a la cama sin temor. Esta vez sus sueños serían diferentes. En la mañana se sumaria nuevamente a los que cuentan historias alrededor de su fogata. 


sábado, 4 de enero de 2025

Ojos de Noche

Golpea usted con fuerza, amiga mía. Muy fuerte, aunque estoy seguro de que ya lo sabe. A estas alturas, incontables guerreros deben haberse perdido en la hermosa inmensidad de esos ojos de noche, dos abismos nocturnos capaces de atar almas con hilos de seda y someter corazones con la dulzura de un hechizo.

Es que golpea usted con fuerza, amiga mía. Son esos ojos, ojos de noche. Esas hogueras que arden con una intensidad que ciega. Es ese brillo intenso que parece intentar ser Bandera de peligro ondeando al viento. Un aviso incandescente que parece decir "Acércate, si te atreves, y arde en mis llamas". Solo que ¿Quién, ante tal espectáculo de fuego y misterio, podría reprimir la osadía de acercarse?. Vana advertencia entonces, ya que solo verse  reflejado una solo vez en esos hermosos ojos de noche es condena permanente.

Golpea usted con fuerza, amiga mía. No con la brutalidad de un puño, ni con la frialdad de un arma. Su poder emana de un lugar más recóndito, más profundo: de esa dulce candidez, esa pureza que, como un mandoble de terciopelo, desarma al guerrero más impávido, sometiéndole a la dulce esclavitud de su esencia. Sí, amiga, su fuerza reside en esa hechizante dulzura, un bálsamo que doblega voluntades con la delicadeza de una caricia, y en esa sonrisa, recompensa luminosa que colma cualquier anhelo con la generosidad de un amanecer, conjurando de antemano cualquier posible resistencia a la entrega total.

Golpea usted con fuerza, amiga mía. Con una fuerza que a menudo escapa a nuestra percepción consciente. Es que no hay refugio posible ante la noche estrellada que habita en sus ojos, un abismo sin orillas donde toda elección se desvanece. En el instante en que la mirada se posa en esas bellezas oscuras, usted se convierte en el universo entero, y su sonrisa, en la única estrella que guía. Sumergirse en las aguas profundas de su mirada es renunciar a todo otro aliento que no sea el suyo. Un solo instante reflejado en la noche de sus ojos, ojos de noche, y el mundo entero palidece, tiñéndose únicamente del brillo que emana de ellos.

De verdad que golpea usted con fuerza, amiga mía. Y uno ni siquiera se da cuenta… hasta que ya no se mira en esos ojos de noche. Entonces, el vacío se abre ante nosotros: sentido, voluntad, guía, motivación… todo nuestro universo se queda allí, con usted, en la inmensidad de su mirada. Todo se queda allí con usted y, con nosotros, solo ecos. Ecos de su presencia en cada paso, en cada instante, en cada rincón. Ecos de su candidez, su dulzura, su poder y, desesperación máxima. Vívidas reminiscencias de la noche profunda de sus ojos, pozos de amor dulce que se vuelven nuestro todo.

Es entonces, amiga mía, cuando comprendemos en realidad la magnitud de su impacto, la profunda herida que su ausencia deja… Lo duro que usted golpea.

Qué condena más cruel es esta, la de ya no encontrar mi reflejo en la hermosura de sus ojos, amiga mia. No existe sendero alguno que conduzca a la supervivencia sin dejar atrás, como tributo en un campo de batalla devastado, fragmentos del alma y jirones del corazón. Imposible salir indemne de este encuentro, y seguir siendo el mismo hombre, el mismo guerrero que por primera vez se miró en la profundidad de esos pozos de cariño. No hay escondite, ni distancia, ni rincón del mundo donde perderse sin ser hallado… la huella del dolor sería un camino demasiado fácil de rastrear… y la lejanía solo profundizaría la herida, convirtiéndola en un abismo insondable.

Si, amiga mía. Golpea usted con fuerza. Con mucha fuerza, aunque estoy seguro de que ya lo sabe… allí, desde la distancia que yo mismo impuse, sabe que no tengo salida. Sabe que no puedo luchar contra el hechizo de esos ojos de noche, que haga lo que haga no hay manera de librarse de ellos. Si, amiga mía, usted sabe que no puedo. 

Y también sabe que, la verdad, tampoco quiero. 

No quiero en realidad liberarme, no quiero perder esa dulzura, esa candidez, ese poder detrás de sus ojos de noche. No quiero rechazar esa maravilla que Dios mismo parece haber colocado a mi alcance para, de alguna manera, provocar el renacimiento de mi mejor versión. Confieso, amiga mía, que prefiero el corazón partido en dos estando a su lado que alma y corazón en retazos lejos de usted. 

Quiero mirarme de nuevo en esos ojos de noche, someterme a usted, volver a la tranquila esclavitud de su dulzura y su nobleza. Quiero volver a usted amiga mía, rendido sin condiciones.

Quiero volver a mirarme en esos ojos hermosos, ojos de noche.  Quiero volver a vivir, amiga mía…  Y no me importa como condición tener que llamarla así aun cuando las dos partes en que se ha demediado mi corazón la llamen a gritos de otra forma.

De verdad que golpea usted duro, amiga mía… de verdad que sí. 

martes, 31 de diciembre de 2024

Una Historia de Noche Vieja (Relato Corto)

Aquella celebración había crecido en intensidad con cada hora trascurrida a medida que el último día del año llegaba a su fin. El licor fluía aun generoso, mientras las bandejas de entremeses, dispuestas sobre la mesa, invitaban a prolongar el brindis una y otra vez. 

A esa hora, ya el alcohol hacía estragos entre los asistentes, y la alegría, desbordante, anticipaba un nuevo año cargado de promesas y triunfos. Solo un hombre, ajeno a sus efectos, se unía a cada brindis con la misma vehemencia que los demás, empuñando con firmeza cada vez un vaso de refresco de cola. Sus vítores resonaban con igual fuerza, pero con una claridad y dicción impecables, inmunes a la embriaguez general.

Tras una tarde de inútiles persuasiones, los demás habían desistido de incorporarlo a su juerga. Impertérrito, aquel hombre parecía hallar tanto placer en su suave refresco como ellos en la embriaguez de los múltiples licores que animaban la celebración. Rechazaba con cortesía cada ofrecimiento, con una velada mirada de rencor hacia la bebida, sin dar explicación alguna a sus compañeros. 

Algo sin embargo, bajo aquella máscara de aparente alegría, diferenciaba a aquel hombre del resto de los invitados además de su obstinación abstemia: entre brindis y brindis, se sumía en sus pensamientos, a veces esbozando una sonrisa enigmática, otras con la mirada perdida en la lejanía o simplemente con los ojos cerrados en aparente búsqueda interior.

En realidad, no se consideraba abstemio o particularmente refractario de alguna manera a la bebida. Hasta hace algunos días apenas, se habría comportado exactamente como sus compañeros. De verdad que habría disfrutando de aquella celebración confiando su diversión y la construcción de un ambiente festivo adecuado a las cualidades de un buen licor. 

Sin embargo, aquel día, el licor que siempre había sido sinónimo de celebración y camaradería había alcanzado para él el grado de traidor. Se sentía profundamente desconfiado, y habría de transcurrir mucho tiempo antes de que pudiera reconciliarse con él y permitirse, de nuevo, el placer de un brindis en una ocasión festiva como aquella.

Es que aquel licor, el que siempre había confiado a su temple, lo había traicionado, desbordando sus límites y arrebatándole algo irremplazable. Algo más allá de su honor o cualquier cosa material. Algo por lo que habría dado todo para poder recuperar. Aquel licor que ahora rechazaba y odiaba le había arrebatado lo más importante para él… le había quitado un recuerdo.

No era una gran historia, ciertamente, lo que se había llevado. Ni siquiera un recuerdo con la fuerza de cambiar un destino. Nada que, en el océano de sus días, otros hubieran valorado. Pero para él, era un universo entero. Es que esa sombra en su memoria era un eco de ella… de una de las presencias más hermosas que había conocido. Un instante fugaz, una conversación intrascendente, un mensaje en el espacio, apenas un eco de palabras que sin embargo, para él, lo significaban todo. Y aquel maldito licor, como un ladrón silencioso, se había llevado consigo ese hermoso susurro en una noche de excesos.

Por eso aquel hombre brindaba por el año que se despedía con su refresco de cola, gritando y celebrando como los demás, sin haber probado una gota de alcohol. Por eso, entre brindis y brindis, se ensimismaba. Por eso, su mirada se perdía en la lejanía o simplemente cerraba los ojos… El hombre, aquella noche, solo buscaba en las sombras de su mente los rastros de aquellos mensajes que, un día, el licor le había arrancado. 

Silenciosamente se prometió a si mismo que ni una fracción de segundo más de sus recuerdos de ella se perderían, eran demasiado valiosos e irrepetibles…

Levantándose, llenó su vaso con más refresco de cola y se unió al coro que brindaba… 

¡Por los recuerdos valiosos que nos deja el viejo año y los que nos traerá el nuevo!... 

¡Feliz Año!

 ;-)

sábado, 28 de diciembre de 2024

La Borrachera

La frialdad de la pared bajo sus manos contrastaba con el fuego que ardía en el interior de aquel hombre semidesnudo al contemplar su reflejo. El espejo, implacable, le devolvía la imagen de un hombre consumido por los excesos de los últimos días, una máscara que ni el agua del baño reciente había logrado lavar. 

Al intentar reconocerse, una sombra de extrañeza se posó en su mirada. Sus ojos, sin brillo, reflejaban la hondura de un cansancio físico y emocional que parecía no tener fin. La escarcha temprana había sembrado su barba, y cada arruga narraba una batalla silenciosa, una cicatriz de guerras invisibles. Aquel reflejo era un fantasma de sí mismo, un recuerdo desdibujado de quien había sido apenas unos días atrás

Con un esfuerzo por recobrar la compostura, tomó las tijeras y recortó su barba con esmero, buscando una apariencia más presentable. Rasuró algunos contornos rebeldes y volvió a escrutar su reflejo en el espejo.

Un poco mejor –murmuró con una mueca amarga–. Solo me falta extirparme los ojos y ponerme los de repuesto, esos que guardo para las grandes ocasiones. Así sí que estaría como nuevo. – El sarcasmo resonó en su propia mente.

Se aclaró el rostro con un rápido enjuague, deshaciéndose de los últimos restos de jabón, y salió a la habitación que le había servido de refugio durante el último día. El panorama le golpeó el rostro como un mazo: la cama, revuelta, la ropa esparcida por el suelo como hojas secas, latas de cerveza abandonadas aquí y allá... y un hedor penetrante a whisky barato que le revolvió el estómago. Sintiendo que vomitaba, abrió de golpe la puerta del balcón y se precipitó a la luz del día, buscando con desesperación reconectar con el mundo exterior.

Un súbito golpe de luz lo paralizó, cegándolo y calentando su cuerpo, hasta entonces frío y entumecido. El sol, ya alto en el cielo, parecía avergonzarlo con su presencia; le resultaba imposible levantar el rostro, ni siquiera abrir los ojos. Era como si el astro rey mismo lo reprendiera por su abatimiento. Respiró pausadamente, aún con los ojos cerrados, llenando sus pulmones con el aire limpio del exterior y tratando de expulsar, en cada exhalación, algo de ese sentimiento, de esa sensación de soledad que le carcomía en su interior.

A tientas, encontró una de las sillas del balcón y se desplomó en ella, como quien descarga un fardo insoportable. Y así era. Esta vez, la culpa lo aplastaba con todo su peso. Era suya, solo suya, sin excusas ni atenuantes posibles. Un descuido imperdonable había liberado al demonio que llevaba dentro, desatando una vorágine de acciones vergonzosas, una marea de daños y pérdidas que de seguro serian irreparables. Todo, por su negligencia, por su maldito descuido. Por no cuidar lo que tenía y que sabía valioso.

Ahora no habría queja ni arrepentimiento que valiera, el daño estaba hecho y debía asumir sus consecuencias. 

Levantándose de su asiento, se apoyó nuevamente en el barandal y abrió los ojos al sol. Respirando profundamente una vez más, agradeció sinceramente por el nuevo día dejando que la luz ayudara a iluminarle el espíritu. Luego, entró nuevamente a su cuarto y buscó algo que ponerse sobre su ropa interior. 

Con la esperanza de disipar la atmósfera viciada, abrió de par en par las puertas, intentando exorcizar el hedor acumulado tras horas de desenfreno. Una bolsa de plástico se convirtió en improvisado recipiente para las latas y botellas vacías que encontraba a su paso, mientras una sombra de tristeza comenzaba a extenderse en su interior. Intentó reconstruir las últimas horas, pero su memoria se resistía, dejando lagunas que le impedían recordar con precisión sus acciones y palabras. Un atisbo de pánico le oprimió el pecho al evocar vagamente una llamada o mensajes enviados, sin lograr precisar el destinatario ni el contenido de su comunicación.

Arrebató el teléfono de la mesita de noche y escudriñó con avidez el registro de llamadas y mensajes, buscando con desesperación un eco de lo que vagamente recordaba. Nada. La ausencia era rotunda. Lo que fuera que buscaba, se había esfumado, borrado sin dejar rastro. ¿Un acto alcohólico de piedad consigo mismo? Quizás. 

Incapaz de desentrañar el misterio y abrumado por una marea de pensamientos, abandonó la búsqueda y siguió recogiendo el desorden.

Las labores de limpieza le tomaron toda la mañana. Agotado, volvió al balcón a tomarse un descanso y se sentó en su sillita favorita con una taza de café en la mano, debería pasar mucho tiempo hasta que tocara nuevamente el alcohol, y pensó nuevamente en su situación.

El desorden que un par de días de excesos alcohólicos podía generar era, sin duda, considerable. Sin embargo, palidecía ante el caos que reinaba en su interior. Aquel día había tocado fondo, sin duda. En tres décadas, jamás se había entregado al alcohol por una mujer. Pero tampoco, en esos treinta años, se había topado con un ser semejante. Una mujer hermosa en toda la extensión de la palabra. Profesional, dulce, romántica, con un profundo amor por su familia y una increíble capacidad de amar. Una mujer única e irrepetible, un verdadero ángel que lo había distinguido con su amistad. Y él, con una inexplicable estupidez, se había alejado… y a ella no le había importado.

Que cosas no? Había perdido cosas en su vida, pero esta vez la carga parecía superarle. 

Una vez más, un rayo de sol le golpeó los ojos. Instintivamente, alzó una mano a modo de visera, esforzándose por mantener la mirada fija en el horizonte. Le extrañó que aquel rayo, el último vestigio de una tarde que agonizaba bajo la amenaza de lluvia, pareciera dirigirse directamente hacia él. ¿Acaso era una metáfora? ¿Una señal? O, tal vez, solo un pretexto más para autoengañarse. 

Un corazón necio siempre encuentra la forma de serlo, latiendo con más fuerza en cada tropiezo, pero necio al fin. ¿O era, quizás, un llamado a romper con esa estupidez, a encontrar, como ese rayo que persistía, la salida de la oscuridad que él mismo se había impuesto?

La decisión para él, que nunca había temido reconocer sus errores, era fácil. No lo dudó un segundo.

Entrando nuevamente en su, esta vez reluciente, habitación. Pensó en su futuro. No podía seguir así, tendría que verla y hablarle diariamente y no podía dejar que todo se perdiera. Necesitaba una tregua y esa tregua dependía enteramente de ella. 

Sin dudarlo más, tomó su teléfono y escribió un mensaje: 

Hola, ¿Cuándo podemos hablar? –. 

Y con un “Send” envió al espacio su rendición incondicional.


domingo, 22 de diciembre de 2024

Por favor, No me acuses.

Por favor…
No me acuses de no valorarte,
de no quererte, de no cuidarte.

Se quien eres y lo valiosa que eres. 
Se lo poderosa que eres, lo capaz que eres.
También se lo dedicada que eres,
lo independiente que eres, lo responsable que eres.

Se de tu amor familiar, de tus sufrimientos.
Se de tus preocupaciones, de tus necesidades..

Sobre todo…  sé de esa increíble capacidad de amar.

Por favor…
No me acuses de no valorarte,
de no quererte, de no cuidarte.
Se todas estas cosas, pero no supe ganarte. 

Se lo que pierdo, que quedo vacío, que no hay otra como tú.
Se que, después de ver la entrada al cielo en tus ojos, cualquier otra cosa será solo desierto y rocas.

Se todo eso… 
Se todo eso, así que por favor…
No me acuses de no valorarte,
de no quererte, De no cuidarte.

Cambiaría, sin pensar, tu vida por la mía 
aunque sería impagable la deuda que aun quedaría.
Entraría sin pertrechos en guerra contra el mundo,
si el mundo te declarara la guerra.
Secaría océanos y mares para evitarte una lagrima.
Batallaría con los dioses mismos,
Solo para que te reconocieran como igual.

Así que, por favor
No me acuses de no valorarte,
de no quererte, de no cuidarte.

Es solo que… ya me cansé
De no tener nada que ofrecer,
Nada que cambiar por tu valoración, 
por tu cariño, por tu cuidado.

Por escuchar un "vuelve" cuando me voy,
O un "vamos" cuando te vas,
O un "hola" cuando no estas,
O un "te extraño" cuando no estoy.

La amistad requiere cuidado... de ambos lados.
así que, por favor,
No me acuses de no haberte valorado,
de no haberte querido, de no haberte cuidado.

Por favor, no me acuses de haberme ido,
de haberte dejado... 
nada hiciste, para que me quedara a tu lado.





(texto original de mi autoria musicalizado por I.A.)

jueves, 19 de diciembre de 2024

Escape de Apego (microrrelato)

El "camino de perdición", la "ruta de los espantos" o simplemente “El despeñadero”, eran algunos de los nombres con los que los habitantes de Apego habían llamado a aquella especie de túnel en las montañas, la única salida y entrada posible al caserío. 

El origen del peculiar nombre del caserío era desconocido, pero para el hombre que salía del túnel al valle del río Carira, resultaba asombrosamente adecuado. Sus habitantes, tan apegados a su tierra, experimentaban una notable aceleración del ritmo cardíaco solamente ante la mera posibilidad de abandonarla. 

Y aquel túnel maldito se alzaba como fauces oscuras para los que ansiaban la partida, un abismo que devoraba la esperanza. Nada más adentrarse en él, una opresión en el pecho y un nudo en el estómago anunciaban la tortura que vendría, según testimoniaban los que habían claudicado. Con cada paso, el túnel apretaba su yugo: temblores, tensión muscular, vértigos y dolores de cabeza lacerantes asaltaban a los osados hasta que invariablemente las emociones se desbordaban y, entre lágrimas y sollozos, los derrotados recorrían a rastras el camino de regreso al caserío del nombre extraño, de vuelta en su prisión.

Pero siempre hubo quienes no regresaron, y ellos se convirtieron en la esperanza que impulsaba a otros a intentarlo. Personas como aquel hombre que, victorioso, se sentó en una roca a la salida del túnel para beber de la botella que llevaba consigo.

Frente a la boca oscura del túnel, el hombre reflexionó sobre la relativa facilidad del camino recorrido. A diferencia de otros, él no había experimentado la opresión en el pecho, los temblores ni las cefaleas que atormentaban a quienes lo intentaban. Solo una creciente necesidad de avanzar lo había impulsado hacia el final. No había sentido nada más… en realidad, aun ahora, nada sentía.

Una sonrisa triste afloró en su rostro sin que ningún otro musculo demostrara la existencia de algún sentimiento detrás de ella. El hombre comprendió la razón de su victoria sobre el túnel casi tan rápido como aquel trago de licor bajó por su garganta. Había vencido, simplemente porque el túnel no tuvo armas contra él.

Para que el túnel ejerciera su poder, para que aquellas emociones que ataban a los hombres a  Apego los obligaran a retroceder, era preciso poseer un corazón, un alma que vibrara con la oscuridad que los consumía. Pero el túnel se encontró en él solo el vacío. Nada que desgarrar, nada que asir.

El hombre había dejado todo allá en Apego. Específicamente en unos ojos oscuros y una cabellera morena que nunca supo, o quiso saber, de él ni de sus sentimientos arrullándose al calor de otros brazos. Él nunca supo que estaba comprometida, el único del caserío en no saber parecía. Toda su capacidad de sentir se quedó con ella, mientras su carcasa vacía huía por el túnel hacia cualquier parte. 

El hombre se levantó suspirando, dispuesto a seguir el primer camino que encontrase. Obligó a sus pies a moverse sin que su cerebro marcara ninguna dirección. Solo un pequeño atisbo de esperanza le motivó a moverse hacia adelante. La esperanza de encontrar algo más que comenzara a llenarle… algo que reemplazara todo lo que había quedado allá en Apego, algo que le recuperara el alma…  


martes, 17 de diciembre de 2024

Colores del Alma

Los Colores

Una gélida ráfaga de viento azotó el rostro de aquel hombre, obligándole a retroceder bruscamente de la ventana arrebujándose en su chaqueta. Con los ojos clavados en el paisaje invernal exterior, frotó vigorosamente sus manos entumecidas, buscando desesperadamente calor antes de enfundarlas en los gruesos guantes de cuero que extrajo de su bolsillo.

Tratando de exponerse lo menos posible, recorrió con la mirada el parque abarrotado de gente, ocho pisos más abajo, frente al edificio de diez plantas en el que se encontraba. Desde su posición podía ver claramente la mayor parte del parque, especialmente la rotonda central, que ese día parecía estar lista para algún tipo de evento público. Efectivamente, una gran cantidad de sillas perfectamente alineadas y una pequeña tarima indicaban que algún tipo de acto público se realizaría aquel día. 

El hombre parecía estar menos interesado en los preparativos y más en las personas que paseaban por el parque. Algunas de ellas, bien arropadas, habían ocupado las sillas vacías en la rotonda, mientras que la mayoría caminaba rápidamente hacia un destino indeterminado. Basado en su propia experiencia, el hombre asumió que el ambiente terriblemente frío era la principal causa del rápido alejamiento de los transeúntes y del poco interés en el acto que se preparaba.

Nunca había sabido el cómo ni mucho menos el por qué. Pero desde que tenía memoria, su percepción del mundo había sido singular. Su infancia, aparentemente normal, estuvo marcada por un don peculiar: la capacidad de ver el alma de las personas a través de un aura de colores que revelaba sus emociones más profundas. Este don, que lo maravillaba, también lo sumía en un misterio que nunca terminaría de descifrar. Roja si estaban enojadas o estresadas, naranja en las personas alegres, rosa para las personas enamoradas. Pronto aprendió las ventajas de visualizar el estado de ánimo de las personas en un mundo donde las máscaras eran la norma.

Con el tiempo, aprendió que los colores que veía no solo indicaban estados emocionales momentáneos, sino que también revelaban matices que delataban rasgos de personalidad más profundos. Así, con una sola mirada, podía identificar a las personas extrovertidas, románticas e incluso neuróticas, simplemente evaluando los colores que irradiaban.

Curiosamente, había descubierto que la gente era más simple de lo que parecía. Inspeccionando sus almas, como le gustaba llamarlo, solía encontrar que, con todas sus variaciones, siempre predominaba un color base en cada persona. Así, podía identificar a la gente por su color principal: rosa, verde, gris o rojo, este último siendo el color característico de personas enojadas y permanentemente neuróticas que en alguna ocasión llegó a conocer.

En ese caso, por ejemplo, la plaza se desplegaba como un lienzo monocromático de blanco, azul y gris. Colores que sin duda evocaban la gélida inclemencia del día, lo que parecía ser la principal preocupación de quienes transitaban por allí. Sin embargo, esa sensación momentánea no podía ocultar completamente los matices de la personalidad de cada una de esas personas, que él aún era capaz de reconocer.

Un movimiento inusual en el extremo derecho del parque captó su atención. Algo intensamente brillante y colorido apareció de pronto, acelerando su pulso y trayendo consigo una emoción que creía perdida. Lo identificó de inmediato, pero el reconocimiento no disminuyó la alegría que lo embargó, ni el retorno de una fe que lo había abandonado hacía tiempo.

La Visión

Aquella rareza que había aparecido en la plaza alegró el corazón de aquel hombre y le trajo hermosos recuerdos de un pasado pleno de felicidad. Un aura multicolor, brillante como el reflejo del sol, delató la presencia de una hermosa chica que caminaba por el camino principal hacia la rotonda. Sin ningún apuro, parecía disfrutar de un agradable paseo por la helada plaza tal y como lo hubiera hecho en una cálida mañana de verano. Esto por si solo hubiera ya hubiera sido raro. Sin embargo el hombre no podía apartar la mirada de la hermosa aura arcoíris que irradiaba la chica. 

Brillante, intensa, densa y consistente, su aura parecía impregnar todo a su alrededor. Incluso las personas que se encontraban con ella parecían perder la tonalidad fría que el clima les otorgaba, asumiendo brillos y ribetes coloridos. Aquella chica realmente parecía contagiar de color a los demás.

Ante aquella rareza de visión, el hombre invocó los recuerdos de otra visión similar, rescatando de su memoria tiempos en los cuales el mundo parecía más simple y más manejable. En aquellos días, otra chica con el alma en colores se había convertido en su vida, demediándola en un antes y un después, marcando para siempre su destino.

Aquella chica de su pasado exhibía la misma exuberante aura colorida que él observaba hoy en esa plaza. Una novedad para él, la atracción fue inmediata y una relación profunda surgió entre ambos. Creativa, empática y energética, la positiva personalidad de la chica se grabó en él, y juntos se convirtieron en una fuente de alegría para todos los que los conocían.

Fueron días extraordinarios, pero no duraron. El demonio llegó y se llevó todo lo que él había considerado maravilloso alguna vez.

El demonio

Lo vio una sola vez, coincidiendo con la mejor época de su vida. Caminando solo por aquel mismo parque. Por primera vez vio en aquel joven algo que nunca pensó pudiera existir: un aura densa, negra y de apariencia pastosa, le palpitaba y reptaba alrededor con un aspecto terrorífico. A diferencia de las demás, esta aura era completamente oscura, sin transparencias y extrañamente parecía moverse hacia las personas como si tuviera vida propia, tratando de arroparlas. 

La curiosidad invadió al hombre. Le parecía extraordinario haber encontrado dos variantes de aura tan diferentes después de toda una vida entre manifestaciones monocromáticas de las mismas emociones. Envalentonado por la experiencia multicolor, no dudó en acercarse a aquella nueva alma y estrechar su mano al presentarse. El efecto fue aterrador, un viaje de ida y vuelta al infierno que casi acaba con él. 

Al momento de estrechar aquella delgada mano, sintió como algo pesado y pegajoso le tomó por el brazo y, desde allí, rápidamente le cubrió por completo. Sentimientos de ira, odio, miedo y un sinfín de emociones negativas adicionales surgieron y crecieron en él al mismo tiempo provocando una sensación de ahogo que, por momentos, parecía presionar su pecho con tal intensidad que podría hacerlo estallar. No pudo resistir más y calló desmayado al suelo.

Despertó, días después, en la cama de un hospital con su chica multicolor a su lado. Sin rastros de aquella aura negra en su alma, seguramente por los cuidados recibidos. A partir de entonces, con el corazón y el espíritu fuertemente afectados por la experiencia vivida, las cosas no fueron iguales. Su propia alma, de alguna manera, ya no tenía color y el arcoíris de su compañera parecía no tener la suficiente fuerza para remediarlo.

Trató de seguir su vida, de olvidar aquel encuentro. Pero una obsesión oscura anidó y creció sin medida dentro de él. Persiguió a aquel hombre sin descanso durante años. Sin saber nada de él, siguió cada pista, cada mención, cada detalle oculto que pudiera llevarle a encontrarle. Dedicó su vida a encontrar a aquel demonio, perdiendo en el camino absolutamente todo lo que, hasta aquel contacto, había sido importante para él. Lo entregó todo, incluyendo a su amor multicolor. Hastiada, aquella chica se había escapado para pintar arcoíris en las almas ajenas hacía ya unos años. 

Y ahora, al final de todo lo vivido, de todo aquel sacrificio, el hombre estaba allí mirando oculto desde aquella ventana a una nueva improbabilidad. La fortuna le había traído, en una nueva alma, la visión multicolor perdida años atrás como un recordatorio de que siempre hay esperanza.

El Final

Entretenido en la visión de aquel ángel multicolor, el hombre olvidó prestar atención a lo que ocurría en la rotonda al centro de la plaza. El ruido de un equipo amplificador le sacó violentamente de su abstracción y le obligó a concentrarse nuevamente en el objetivo de su vigilancia. Poco a poco las sillas se habían ocupado casi en su totalidad y aparentemente el acto para el que estaban allí se preparaba para comenzar. 

Un presentador llamó al orden y las personas se acomodaron rápidamente para escuchar a quien estaba en la pequeña tarima. Desde su puesto atrás de la ventana, el hombre pudo observar al detalle los movimientos de todas las personas asistentes. Sin embargo, su interés estaba puesto solo en encontrar algo en particular que parecía escapar a su mirada.

Súbitamente, algo le atrajo desde la entrada norte de la plaza. Su corazón dio un vuelco y comenzó a palpitar desaforadamente al detectar un repentino oscurecimiento del ambiente en el camino que conducía desde allí a la rotonda. Sabía lo que significaba, el momento que tanto había esperado llegaba por fin.

Rápidamente ajustó su chaqueta y dio un empujón a la ventana, abriéndola por completo y afinando su visión, escudándose en la oscuridad de la habitación. Desde la oscuridad pudo ver, claramente esta vez, a un grupo de personas que se aproximaban al centro de la plaza. Con las manos aferradas a la ventana, debió realizar un esfuerzo sobrehumano para aquietar la zozobra que causaba en su corazón la terrible oscuridad que acompañaba a aquellas personas.

Un aplauso generalizado del grupo de personas que esperaban recibió a los recién llegados. Apretones de manos, abrazos y besos se propagaron en aquella bienvenida mientras el hombre observaba, esta vez con terror, cómo el azul exhibido hasta ahora por los presentes se iba oscureciendo con cada saludo y cada contacto con los recién llegados. Conteniéndose, se obligó a sí mismo a esperar a su objetivo; no era el momento de intervenir, debía asegurarse de que todo acabara allí.

Pronto, su paciencia se vio recompensada. El grupo de hombres recién llegados tomó posiciones alrededor de la tarima, sentándose en sillas especialmente colocadas para ellos. Un hombre alto, con un grueso abrigo y sombrero, se dirigió en solitario hacia la tarima y el micrófono colocado en ella. El momento había llegado.

Una extraña paz y tranquilidad invadió al hombre en la ventana. Con una calma impensable hacía apenas unos instantes, se inclinó y recogió del suelo el arma de francotirador que había dejado preparada. Con pasmosa sangre fría, colocó un soporte fabricado exprofeso y, apoyando el arma contra su hombro, buscó a su blanco a través de la mira de largo alcance. No fue difícil encontrarlo y fijarlo; la oscuridad que irradiaba lo hacía resaltar por encima de todos los demás.

Mientras trataba de ajustar el arma a sus palpitaciones y al viento helado que entraba por la ventana, se remontó involuntariamente a aquel día en que hizo contacto con aquel demonio. Por un momento cerró los ojos, reviviendo las sensaciones de aquel día y el impacto que las emociones recibidas habían causado en él. Pero esas emociones no habían venido solas; las acompañaron visiones de un futuro que llegaría con el ascenso al poder del demonio y sus acólitos. Un futuro apocalíptico, de destrucción y sufrimiento para la humanidad. Un futuro que él evitaría, allí y ahora.

Apartando por un segundo la mirada de la mira del arma, se fijó en la oscuridad que había invadido a casi todos los presentes en aquel acto. El demonio se había vuelto extremadamente poderoso y nadie parecía poder, o tal vez querer, resistírsele. Decidido, volvió la vista a la mira, dispuesto a terminar su misión autoimpuesta. Un escalofrío le recorrió la espalda; a través de su mira telescópica, pudo observar desde la plaza cómo aquel demonio había detenido sus arengas y, a pesar de la distancia, le miraba fijamente, con un rictus de odio deformándole el rostro y una actitud desafiante.

¿Cómo era posible? ¿Cómo sabia?... sus preguntas jamás tuvieron respuesta. Un fuerte golpe echo al suelo la puerta de aquella habitación y un grupo de hombres uniformados y armados entraron violentamente.

– ¡Arma! – . Gritó uno de los uniformados. Y cinco disparos acabaron con la vida de aquel hombre que veía el alma en colores y, probablemente, con las esperanzas de la humanidad.

Mientras tanto, abajo en la plaza, el demonio escapaba al futuro, protegido por sus seguidores.

Epilogo

En medio del desconcierto y el miedo, los asistentes a aquella reunión política comentaban entre ellos los extraños acontecimientos recientes. Los disparos que se escucharon en aquel edificio lejano y la repentina huida del candidato fueron el tema de multitud de comentarios desinformados e historias inventadas. El odio y el miedo habían calado tan hondo en aquellas almas que pocos se dieron el tiempo para fijarse en aquella hermosa chica de trenzas negras que vagaba entre ellos, saludándoles, preguntando por los hechos y tratando de calmarles.

Pocos se fijaron en aquella chica, y aún menos se preguntaron cómo su miedo, odio y deseo de venganza se transformaban en calma y sosiego tras su contacto. Pocos le dieron importancia a este encuentro y a la esperanza que significaba. Nadie se dio cuenta del arcoíris que, por aquel día, calmó la tormenta.