Pero su tragedia no fue soñar, sino escuchar siempre el eco áspero de la realidad, un peso de carne y hueso que lo anclaba a la tierra. Ese eco tenía nombre: Sancho Panza, compañero inseparable, pragmático y hambriento, que veía posadas donde su señor veía castillos, fatiga donde él encontraba aventuras, y labradoras donde él soñaba doncellas.
Sin embargo, Sancho no era solo la cadena: era el testigo. Reflejaba la verdad que Quijote intentaba ignorar y, sin darse cuenta, se contagiaba de su locura, elevándose por encima de su hambre para convertirse en cronista de lo imposible. Gracias a él, la fantasía se inscribió en el mundo y dejó huella.
Es que toda leyenda necesita un narrador. Necesita a alguien que, aun sin comprender del todo, camine a su lado. Así, la fantasía de Don Quijote no fue solitaria: fue una aventura compartida, cuyo eco persiste en quienes, alguna vez, han sabido ver gigantes donde otros solo vieron molinos.
La desgracia de Quijote fue Sancho, sí… pero también su mayor fortuna.
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