No hubo voluntad, no hubo decisión; solo la certeza súbita de que todo lo demás podía esperar. Allí estaba ella, leve y real, suspendida en su quietud como una nota olvidada en medio de una melodía. Y yo, obediente a ese antiguo hechizo que siempre me domina cuando se trata de ella, abandoné todo fingimiento y, disimuladamente, me rendí a su misterio. Cada gesto suyo era un murmullo, una constelación que mi mirada seguía como si en ello se me fuera el alma.
La contemplé con los ojos del amor, esos que no saben mirar sin asombro. Me extravié en la visión de aquel cuerpo pequeño, como quien admira el lujoso empaque con que la vida guarda las cosas que le generan especial ternura. Sin embargo, ella no era algo que se exhibiera, era un tesoro que se custodiaba.
No eran solo sus formas lo que en aquel momento me atraía, sino lo que irradiaba más allá de ella: un resplandor que no se veía, sino que se sentía más que en la piel en el espíritu. Un halo sutil y poderoso que cruzó el espacio entre nosotros sin permiso, envolviéndome con una dulzura antigua, provocando en mí un temblor apenas perceptible, como si el deseo de tocarla bastara para quebrar mi mundo.
Por más que la mirara, no lograba entender cómo tanta luz podía habitar en algo tan frágil. Su pequeñez desmentía la vastedad de lo que en ella vibraba. ¿Cómo podía una estrella tan breve sostener un cielo entero? ¿Cómo lograba esa criatura menuda contener la fuerza de encender mis sombras, de doblegarme sin emitir un solo sonido? Me sentí atrapado, rendido ante una energía que no alzaba la voz, pero que todo lo movía. Y la añoré con la intensidad con que se ansían los milagros: esos que se rozan una vez, pero que ya no se olvidan. Quizá el amor sea eso: un sitio al que nunca se llega, pero donde, sin saber cómo, uno permanece.
Alguien llegó entonces, rompiendo el instante como se rompe el agua con una piedra. El hechizo se dispersó, pero ya era tarde. Ella, sin saberlo, me habitaba. Había encendido una llama que no pide permiso, que se queda en silencio a arder. Y aunque sus ojos jamás se volvieron a los míos, los míos ya la llevaban dentro, brillando con el reflejo de su luz, como si todavía la miraran.
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