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03 octubre, 2022

Amílcar (Cuento corto: 1era Parte)

La verdad, no podría decir que fui amigo de Amílcar. No recuerdo haberle visto nunca jugar con otro niño o que coincidiéramos en algunas de esas pocas reuniones que podíamos permitirnos allá en los años en que nuestro caserío era más un casa de vecindad que un centro poblado real.

A pesar de que trato de exprimir mis recuerdos al máximo, solo me ha sido posible llegar hasta  verlo, ya con unos siete años, llevar el almuerzo a su papá religiosamente cada día allá al pequeño y pedregoso terreno donde luchaba por cultivar sus hortalizas. Siempre caminando, en la misma vianda metálica y siempre con esa especie de gorro rastafari de lana tejida cubriéndole la cabeza.

Nadie hablaba de eso, pero todos sabíamos por nuestros padres que Amílcar había nacido afectado por  una rara enfermedad que hacía que su cabeza fuera más grande de lo normal y que siguiera creciendo con los años. Poco sabíamos de estas enfermedades en un campo en el que apenas veíamos otras personas, pero con el tiempo y los estudios asumí que la dolencia del pobre Amílcar era algún tipo de hidrocefalia, condición terrible por lo demás y que aún hoy puede tener en muchos casos un pronóstico poco alentador.

Fuera lo que sintiera o lo difícil que resultara para Amílcar su condición, el hecho es que el chico era un alma bastante solitaria que, cuando no hacia algún encargo para sus padres, vagaba por los campos murmurando por lo bajo lo que pensábamos eran las oraciones que su madre, rezandera de vocación, le habría enseñado y el chico no paraba de recitar para sí, deteniéndose solo cuando pensaba que alguien más le escuchaba. Esa costumbre de murmurar permanentemente y la soledad a la que se sometía voluntariamente nos hacían sospechar que, además de la deformidad física, algo más no andaba bien en su cabeza.

Sin embargo, y a pesar de lo raro, la gente del caserío apreciaba al niño y a sus padres y a nosotros la dura vida del campo nos absorbía la mayor parte de nuestro tiempo por lo que nadie se preocupaba mucho por lo que hacía o deshacía.

Las cosas cambiaron con la llegada de la carretera nacional que conectó la región con la capital y los principales puertos del país. Nuestro caserío pasó de unas cuantas docenas de habitantes a un par de centenares en el primer año y cerca de los dos millares en los años siguientes. La modernidad había llegado a nosotros y, con ella, el infierno para Amílcar.

Para el pobre chico debió ser extraordinariamente difícil ver como diariamente aparecían construcciones y caras nuevas en nuestro normalmente placido caserío, con personas que exhibían extrañas costumbres y desacostumbrados prejuicios en un pueblo en el que tradicionalmente todos éramos casi familia. Los hijos de los nuevos habitantes pronto comenzaron a hacer de Amílcar blanco de burlas con referencias soeces y despectivas sobre su supuesta deformidad y el gorro con el que la ocultaba. Sin embargo, y a pesar de las burlas, Amílcar seguía llevando diariamente la comida a su padre en un religioso acto que sus enemigos aprovechaban para esperarle y montar una especie de show en el que burlarse del “fenómeno” era la consigna.

Una de las últimas veces que vi a Amílcar está fijada en mi memoria como uno de esos hechos que marcan las vidas de las personas y le acompañan para siempre.  Una tarde, los niños “fuereños” le arrinconaron a la salida del caserío con sus clásicas burlas y gritos. Hasta entonces jamás le habían agredido físicamente pero ese día James, un regordete niño “fuereño” de mala actitud, trató de arrebatarle el gorro a la fuerza tirando de él con tanto vigor que Amílcar cayó al suelo de espaldas mientras el agresor seguía halándolo con violencia.

La reacción de Amílcar fue terrible, gritó con un llanto desgarrador como si estuvieran tratando de arrancarle en carne viva una parte de su cuerpo… aferrando desesperadamente su gorro, tiraba y se revolcaba en el piso tratando de liberarse de su agresor mientras los demás niños gritaban y reían por lo que su amigo hacía.

De pronto una piedra golpeo la espalda del niño agresor obligándolo a soltar a Amílcar con un grito de dolor. Sorprendido, vi como por el puente viejo mi prima Elisa y al menos otros seis niños del caserío dejaban su carga en el suelo y corrían hacia el grupo que agredía a Amílcar. En segundos se armó allí una verdadera batalla campal, en la que me temo también me vi involucrado, y de la que los "fuereños" llevaron la peor parte por no ser rivales para un grupo de niños acostumbrados a la rudeza del trabajo de campo.

Terminada la batalla con la huida de los agresores, en el piso aún se encontraba el pobre Amílcar llorando a lágrima tendida y con sus manos aún sosteniendo fuertemente su gorro. Pasó más de una hora antes de que se calmara lo suficiente para incorporarse y permitir que mi prima lo limpiara un poco. Fue curioso darnos cuenta que era la primera vez que estábamos tan cerca de Amílcar y, sin embargo, él parecía reconocernos a todos y confiar lo suficiente para permitirnos sacudirle y tratar de arreglar un poco su ropa… evitando siempre que tocáramos su gorro.

Fue allí donde por primera vez comenzamos a darnos cuenta de la importancia real que aquel gorro tenía para Amílcar. Aquel gorro, aparentemente tejido especialmente para él, contaba con unos pequeños ojales en los bordes de los cuales se extendían unas coloridas cintas tejidas con el mismo hermoso diseño. A través de estos ojales sobresalían delicadas trenzas del cabello del niño cuidadosamente elaboradas con un indudable estilo tribal que revelaba el origen indígena de su familia. Aquellas trenzas tribales se unían a las cintas tejidas del gorro haciendo que el cabello de Amílcar y su gorro, en realidad, fueran una unidad.

- Lo estaban “mechoneando” – me dijo mi prima con los ojos lluviosos por la pena, refiriéndose al daño que aquellos niños le hacían a Amílcar al tratar de quitarle el gorro por la fuerza.

Ya un poco más calmado y limpio Amílcar, nos dispusimos a regresar a nuestras casas a sabiendas del problema que se presentaría allí cuando se supiera lo de la batalla con aquellos niños. Sin embargo, antes de seguir camino, el niño nos regaló una sorpresa que jamás habríamos esperado. Aun cojeando ligeramente, caminó hasta mi prima Elisa y, colocando suavemente las manos sobre sus hombros, inclinó su frente hasta tocar la de ella. Ese contacto, que hasta entonces nos hubiera parecido imposible, se repitió con cada uno de nosotros y nos entusiasmó más que la misma pelea de minutos antes... Amílcar en verdad era uno de nosotros.

Aquel impensable acto, totalmente incompatible con lo que sabíamos de la naturaleza de aquel solitario niño, fue tan impactante que la mayor parte de nosotros olvidó la frase que, en un murmullo, repitió en cada saludo realizado. Solo ahora que escribo estas líneas aquellas palabras vienen a mi mente tan claras como el día que las escuché.

- Gracias por cuidarme… ahora viene el otro Amílcar – 

En aquella época, aquella promesa de cambio del niño me pareció muy apropiada y reflejó de alguna manera lo que todos estábamos sintiendo, apabullados como estábamos con nuestra incipiente adolescencia y las transformaciones que nuestras vidas estaban enfrentando. Ahora que lo pienso, sin embargo, aquellas palabras de Amílcar también fueron premonitorias de las cosas inimaginables que vendrían después.

(La historia de Amílcar necesita de más palabras de las que es justo colocar en una sola entrada, así que necesitaré de al menos dos partes para hacerle justicia. Suscribete a mi blog o regresa en algunos dias para saber cómo termina - Octavio)

3 comentarios:

  1. ¡Hola, Octavio! Excelente primera parte con la que nos hemos enamorado de Amílcar y, con él, nos hemos estremecido con la llegada de los "bárbaros" de la modernidad y todos sus clasismos y prejuicios. El último párrafo nos deja en ascuas y, sin duda, temiendo un giro muy oscuro a lo que vendrá. Un abrazo!

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    1. Hola David, me alegra que te haya gustado.. Un abrazo

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  2. . Hola Octavio, con mucho gusto estaré a la espera de esa segunda parte de la historia, porque es muy bonita, lo que no me gusta es que maltraten al pobre muchacho, te deseo una feliz semana, besos de flor.

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