El polvo danzaba en los haces de luz que atravesaban las persianas rotas. Alejandro, frente a un teléfono mudo y un escritorio agrietado, se sentía una cáscara vacía, con venas azules asomando bajo su piel translúcida. Sus dedos no respondían. Sus ojos, hundidos, no veían. Solo un eco sordo resonaba en su pecho.
No sabía cuánto tiempo llevaba allí. Días, semanas, tal vez meses. El tiempo había perdido forma. Solo persistía la sensación de haber sido vaciado.
La pantalla de su teléfono, encendida sin que recordara haberla tocado, parecía responder a ese vacío. En el centro, una imagen: el retrato de una mujer. Cabello oscuro, indócil, sonrisa tenue, mirada que atravesaba lo visible. El nombre del archivo: sofia.jpg.
Un escalofrío le recorrió la espalda.
No sabía quién era. No recordaba haber tomado esa foto. Pero algo en ella lo llamó. Una vibración sutil, como si su nombre resonara en su pecho. Sofía.
Al abrir la carpeta, encontró más: mensajes sin contestar, grabaciones de voz, fragmentos de texto. Todos de ella. Todos dirigidos a él. Con cada clic, algo se abría en su mente. No eran recuerdos exactos, sino imágenes, sensaciones, ecos.
La foto lo arrastró a la primera vez que la vio. Estaba en la cafetería de la universidad, solo, con un cuaderno abierto y una taza de café fría. Afuera llovía, y el agua golpeando los ventanales lo aislaba del mundo.
Entonces la notó.
No fue que entrara: de pronto estaba allí, sentada en una mesa contigua, con la cabeza inclinada y los ojos fijos en él. No en su rostro, sino en algo más hondo: su deseo de ser visto.
Sofía tenía una belleza que se imponía sin violencia: cabello rebelde cayendo en mechones desordenados, ojos oscuros que parecían guardar una luz propia. Cuando sonrió, Alejandro sintió que una puerta en su pecho se desbloqueaba.
Ella se acercó sin decir palabra. Se sentó frente a él, como si fuera lo más natural. Y habló:
— Siento que la gente apasionada me da energía.
Él, ingenuo, respondió:
— Te daré toda la que necesites.
En ese instante, algo cambió. No en el mundo, sino en él. Como si su voluntad hubiera quedado sellada.
Desde entonces, Sofía aparecía en sus días como una presencia inevitable. Cada conversación lo elevaba, bastaba una frase suya para que las palabras fluyeran como un río desbordado. Luego, venía el agotamiento. Al principio lo atribuyó al esfuerzo. Después, al amor. Ahora comprendía que era otra cosa.
Con el tiempo, aquel sentimiento, aquellas cosas que ella despertaba en él ya no eran ternura ni deseo. Se convirtieron en un vaciamiento lento y persistente que drenaba su fuerza vital. Cada encuentro lo dejaba encendido por un instante y después exhausto, como si su fuerza se filtrara gota a gota hacia ella. No era solo cansancio: era desinterés por lo que antes le importaba, una disolución de sí mismo acompañada de una inexplicable pérdida de memoria que pudiera distraerlo de todo lo que no fuera ella. Poco a poco, casi sin darse cuenta, Alejandro vio su vida desvanecerse, inmolando ante aquellos ojos hermosos, voluntariamente, todo lo que lo hacía ser él mismo: sus palabras, su pasión, su voluntad.
Una noche, tras una charla intensa, Sofía se despidió con una sonrisa ambigua y dejó su teléfono sobre el escritorio. No dijo nada. Solo lo dejó allí.
Durante horas, el aparato permaneció encendido, silencioso, como si esperara. Alejandro lo miraba sin tocarlo, consciente de que abrirlo sería cruzar un umbral sin retorno.
Finalmente lo tomó. La pantalla se encendió sola. La galería estaba abierta.
La primera imagen lo detuvo: Sofía, de perfil, en una estación de autobús. Junto a ella, un hombre que no era Alejandro. Pero su expresión le resultaba demasiado familiar: admiración, entrega, agotamiento.
La galería estaba llena. Fotos de Sofía con distintas personas, en lugares y épocas imposibles de reunir en un solo teléfono. En todas, ella idéntica.
En una carpeta etiquetada “M. Ortega” halló mensajes, fragmentos de diarios. Todos hablaban de ella. De cómo los inspiraba. De cómo los hacía sentir únicos. De cómo, poco a poco, se quedaban vacíos. El último texto era una frase inconclusa: “Ella no me deja ir. Me...”
Junto al teléfono había un libro sin título. Solo un símbolo dorado: un triángulo incompleto con un círculo en el centro. Allí se hablaba de seres que no consumían carne ni sangre, sino algo más profundo.
Desde que la verdad se instaló en su mente, el mundo comenzó a deshilacharse. Hilo por hilo.
Alejandro no recordaba cuándo Sofía recuperó su teléfono ni el libro. La verdad, ni siquiera recordaba cuándo la vio por última vez. Intentó dejar de buscarla. Nunca supo si lo logró. Cada día era una página en blanco. Olvidaba lo que había hecho, sentido, o decidido.
Lo más inquietante era que Sofía ya no necesitaba estar presente para afectarlo. Su influencia se volvió incorpórea, como una niebla que lo envolvía. Alejandro la sentía en los objetos, en los reflejos, en las palabras que escribía sin saber por qué.
Su cuerpo también cambiaba. No era solo cansancio. Era una liviandad extraña, como si algo se evaporara desde dentro. Al pasar frente al espejo, a veces no se veía. Otras, solo una silueta gris, sin contornos.
La casa reflejaba su estado. Las paredes se agrietaban sin razón. Las luces parpadeaban incluso apagadas. El aire olía a metal oxidado.
Y un dia, desde la ventana, la vio por ultima vez en la distancia.
Sofía. Radiante. Su cabello brillaba bajo una luz sin origen. Su sonrisa, que ya no era ternura: era hambre satisfecha.
Ella reía. No con crueldad, sino con plenitud. Su rostro resplandecía con una luz que él sabía que una vez fue suya.
Y Alejandro, por primera vez, no sintió miedo ni rabia ni tristeza. Solo una paz extraña, como si el vacío ya no doliera. Como si, al fin, pudiera descansar.
Se sentó frente al espejo, no para verse, sino para desaparecer con dignidad. Cerró los ojos y se dejó ir. No como quien se rinde, sino como quien comprende que ya no hay nada que sostener.
Epílogo: La promesa
En otra ciudad, bajo la lluvia, Sofía se sienta frente a un joven con sueños en los ojos. Su cabello rebelde brilla, su sonrisa irradia luz.
Ella inclina la cabeza, lo mira con dulzura y gravedad.
—Siento que la gente apasionada me da energía.
Él sonríe, como si ya la conociera.
—Te daré toda la que necesites.
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