La frialdad de la pared bajo sus manos contrastaba con el fuego que ardía en el interior de aquel hombre semidesnudo al contemplar su reflejo. El espejo, implacable, le devolvía la imagen de un hombre consumido por los excesos de los últimos días, una máscara que ni el agua del baño reciente había logrado lavar.
Con un esfuerzo por recobrar la compostura, tomó las tijeras y recortó su barba con esmero, buscando una apariencia más presentable. Rasuró algunos contornos rebeldes y volvió a escrutar su reflejo en el espejo.
–Un poco mejor –murmuró con una mueca amarga–. Solo me falta extirparme los ojos y ponerme los de repuesto, esos que guardo para las grandes ocasiones. Así sí que estaría como nuevo. – El sarcasmo resonó en su propia mente.
Se aclaró el rostro con un rápido enjuague, deshaciéndose de los últimos restos de jabón, y salió a la habitación que le había servido de refugio durante el último día. El panorama le golpeó el rostro como un mazo: la cama, revuelta, la ropa esparcida por el suelo como hojas secas, latas de cerveza abandonadas aquí y allá... y un hedor penetrante a whisky barato que le revolvió el estómago. Sintiendo que vomitaba, abrió de golpe la puerta del balcón y se precipitó a la luz del día, buscando con desesperación reconectar con el mundo exterior.
Un súbito golpe de luz lo paralizó, cegándolo y calentando su cuerpo, hasta entonces frío y entumecido. El sol, ya alto en el cielo, parecía avergonzarlo con su presencia; le resultaba imposible levantar el rostro, ni siquiera abrir los ojos. Era como si el astro rey mismo lo reprendiera por su abatimiento. Respiró pausadamente, aún con los ojos cerrados, llenando sus pulmones con el aire limpio del exterior y tratando de expulsar, en cada exhalación, algo de ese sentimiento, de esa sensación de soledad que le carcomía en su interior.
A tientas, encontró una de las sillas del balcón y se desplomó en ella, como quien descarga un fardo insoportable. Y así era. Esta vez, la culpa lo aplastaba con todo su peso. Era suya, solo suya, sin excusas ni atenuantes posibles. Un descuido imperdonable había liberado al demonio que llevaba dentro, desatando una vorágine de acciones vergonzosas, una marea de daños y pérdidas que de seguro serian irreparables. Todo, por su negligencia, por su maldito descuido. Por no cuidar lo que tenía y que sabía valioso.
Ahora no habría queja ni arrepentimiento que valiera, el daño estaba hecho y debía asumir sus consecuencias.
Levantándose de su asiento, se apoyó nuevamente en el barandal y abrió los ojos al sol. Respirando profundamente una vez más, agradeció sinceramente por el nuevo día dejando que la luz ayudara a iluminarle el espíritu. Luego, entró nuevamente a su cuarto y buscó algo que ponerse sobre su ropa interior.
Con la esperanza de disipar la atmósfera viciada, abrió de par en par las puertas, intentando exorcizar el hedor acumulado tras horas de desenfreno. Una bolsa de plástico se convirtió en improvisado recipiente para las latas y botellas vacías que encontraba a su paso, mientras una sombra de tristeza comenzaba a extenderse en su interior. Intentó reconstruir las últimas horas, pero su memoria se resistía, dejando lagunas que le impedían recordar con precisión sus acciones y palabras. Un atisbo de pánico le oprimió el pecho al evocar vagamente una llamada o mensajes enviados, sin lograr precisar el destinatario ni el contenido de su comunicación.
Arrebató el teléfono de la mesita de noche y escudriñó con avidez el registro de llamadas y mensajes, buscando con desesperación un eco de lo que vagamente recordaba. Nada. La ausencia era rotunda. Lo que fuera que buscaba, se había esfumado, borrado sin dejar rastro. ¿Un acto alcohólico de piedad consigo mismo? Quizás.
Incapaz de desentrañar el misterio y abrumado por una marea de pensamientos, abandonó la búsqueda y siguió recogiendo el desorden.
Las labores de limpieza le tomaron toda la mañana. Agotado, volvió al balcón a tomarse un descanso y se sentó en su sillita favorita con una taza de café en la mano, debería pasar mucho tiempo hasta que tocara nuevamente el alcohol, y pensó nuevamente en su situación.
El desorden que un par de días de excesos alcohólicos podía generar era, sin duda, considerable. Sin embargo, palidecía ante el caos que reinaba en su interior. Aquel día había tocado fondo, sin duda. En tres décadas, jamás se había entregado al alcohol por una mujer. Pero tampoco, en esos treinta años, se había topado con un ser semejante. Una mujer hermosa en toda la extensión de la palabra. Profesional, dulce, romántica, con un profundo amor por su familia y una increíble capacidad de amar. Una mujer única e irrepetible, un verdadero ángel que lo había distinguido con su amistad. Y él, con una inexplicable estupidez, se había alejado… y a ella no le había importado.
Que cosas no? Había perdido cosas en su vida, pero esta vez la carga parecía superarle.
Una vez más, un rayo de sol le golpeó los ojos. Instintivamente, alzó una mano a modo de visera, esforzándose por mantener la mirada fija en el horizonte. Le extrañó que aquel rayo, el último vestigio de una tarde que agonizaba bajo la amenaza de lluvia, pareciera dirigirse directamente hacia él. ¿Acaso era una metáfora? ¿Una señal? O, tal vez, solo un pretexto más para autoengañarse.
Un corazón necio siempre encuentra la forma de serlo, latiendo con más fuerza en cada tropiezo, pero necio al fin. ¿O era, quizás, un llamado a romper con esa estupidez, a encontrar, como ese rayo que persistía, la salida de la oscuridad que él mismo se había impuesto?
La decisión para él, que nunca había temido reconocer sus errores, era fácil. No lo dudó un segundo.
Entrando nuevamente en su, esta vez reluciente, habitación. Pensó en su futuro. No podía seguir así, tendría que verla y hablarle diariamente y no podía dejar que todo se perdiera. Necesitaba una tregua y esa tregua dependía enteramente de ella.
Sin dudarlo más, tomó su teléfono y escribió un mensaje:
– Hola, ¿Cuándo podemos hablar? –.
Y con un “Send” envió al espacio su rendición incondicional.
Nunca es tarde para acudir a AA y empezar a beber Cacaolat.
ResponderEliminarjaja... el Chocolate también puede producir resaca... y trae recuerdos. Y lo peor es que no borra la mente así que a lo mejor no es la opción adecuada para el protagonista en su contexto... :-))
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