
Y entonces, ella entró sin anunciarse, como siempre. Llevaba esa camisa de mangas largas que usaba contra el sol, y su cabello oscuro suelto, un torbellino que desafiaba peines, pero que él adoraba por su rebeldía. Era pequeña, sí, pero con una presencia que movía el aire. Caminaba como si la ciudad la meciera a su ritmo.
Él la miró. Algo cedió, o tal vez se lo imaginó. El suelo, al parecer, también.
Sintió que su centro se inclinaba hacia ella, como si su cuerpo olvidara las leyes del equilibrio. La cucharilla en su taza tintineó sola. ¿Era su pulso… o era el mundo?
El vaso vibró. La lámpara osciló. Sus rodillas flaquearon. No supo si era amor o falla tectónica.
Ella se acercó al mostrador, pidió un café con un “por favor” tan suave que hizo sonrojar al barista. Sonrió al tomar la taza, y el universo pareció plegarse en torno a su gesto. Las ventanas zumbaron, un cuadro se torció, un cliente dejó caer su teléfono. Él, convencido, pensó: claro, todo cede a su paso magnético.
La mesa se agitó. Una taza rodó. Y aún así él creyó que era su propio pulso, hasta que un grito lo alcanzó desde lejos: “¡temblor!”. Pero apenas lo registró; seguía atrapado en esos ojos que guardaban un secreto del universo.
Ella permaneció quieta. Sostuvo la taza con calma, frunciendo apenas el ceño, como si aquel terremoto fuera un rompecabezas menor. Luego, sin apuro, caminó hacia la puerta. No corría. No temblaba. Solo giró el rostro hacia él, fugazmente, y en ese instante todo volvió a sacudirse dentro de él.
La siguió con la mirada, embobado, arrullándola hasta que cruzó el umbral, suspendido en una nube tibia, con el mundo vibrando como una sinfonía invisible.
Un vaso se quebró a su lado y, por fin, la realidad lo abofeteó. “¡Mierda, está temblando!”, exclamó, recordando de golpe el café, el caos, el peligro. Se lanzó hacia la salida, chocando con una mesa, el corazón aún enredado en ella, pero los pies, al fin, huyendo con los demás.
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