Una brisa suave entró por la puerta que daba al balcón. Cálida para las demás personas, para él era tremendamente helada así que hubiera dado lo que fuera por cerrar aquella puerta. Pero eso habría significado tener que abandonar la cama, y al tibio cuerpo que le acompañaba en ella.
Así que, ignorando la inoportuna brisa, buscó el calor de su compañera colocándose de costado, su pecho contra su espalda, y abrazándola suavemente. Entre sueños, la chica atrapó su brazo apretándolo contra su pecho desnudo como buscando a su vez protección y abrigo.
El hombre sonrió para sus adentros, pensando en lo que provocaría en los suyos si se enteraran de ese momento de sensibilidad que estaba mostrando con esta chica. Y es que para ellos, y para él mismo la mayor parte del tiempo, esa chica y su gente eran solo un medio para llegar a un fin.
Un movimiento involuntario en la parte baja de su cuerpo le sacó de sus cavilaciones. Rápidamente, pero con toda la suavidad de la que era capaz, abandonó la cama. Sabía lo que aquel movimiento en su entrepierna significaba, había apostado incontables veces a su poder sobre los hombres para favorecer sus “negocios”, y no estaba seguro de resistir incólume si se dejaba llevar.
Desnudo y en silencio, caminó hacia la mesita del minibar y se sirvió un trago de Ron fijando su vista en un papel que se encontraba sobre la mesa. Solo tenía algunos párrafos escritos a mano y, al final, una firma. Una firma y la huella de un beso... Un beso de aquella mujer cuyo cuerpo también desnudo se empeñaba en devolverle en su reflejo el espejo del minibar.
Tomando el papel en una mano y el trago en la otra, el hombre se dirigió al balcón y se sentó en una amplia silla desde la que podía observarse la “grandiosidad” de la ciudad. Otro intento de sonrisa trató de aflorar en su rostro. Desde aquel penthouse en un piso veinte él no veía grandiosidad por ninguna parte, solo veía un pantano en el que los humanos se agrupan y aparean, gestando pasiones nuevas a partir de pecados antiguos.
No se quejaba, era en ese lodazal donde prosperaban sus negocios. Y, a pesar de la mala fama, muy pocas veces necesitaba recurrir a tretas sucias para lograr sus objetivos. En estos días a la gente ya parecía importarle poco las consecuencias de sus actos. A veces extrañaba los viejos tiempos en los cuales debía exhibir su pericia en el arte del engaño y cada negocio cerrado era una victoria en la que, de verdad, triunfaba el mejor.
Sin embargo, el mundo no dejaba de sorprenderle. Entre el lodazal y la porquería siempre surgían excepciones en la condición humana. Y es allí, con esas excepciones, que en verdad se lucía. Es que sentía una especial satisfacción en atraerlos a “su” mundo y, al final, lograr atraparles en sus redes tal y como a todos los demás.
Y en la cama de aquella habitación estaba una de esas excepciones. Una de esas almas que florecen en el lodazal y que siempre le han ofrecido la oportunidad de demostrar lo fáciles que son de hundir… y en la mano, con aquel papel, tenía la prueba de su victoria sobre ella.
Solo que, por primera vez desde que hacia negocios, no sentía satisfacción por el éxito obtenido. Es que en algún momento comenzó a sentir cosas, no sabía cómo llamarles, y aquella chica llegó a convertirse en una posibilidad real de dar fin a su camino en soledad. Aquella chica, hija de aquel mundo donde hacía sus “negocios”, era a la vez esperanza e incertidumbre de un destino hasta ahora inexorable.
Un ligero resplandor en el horizonte, perceptible solo para ojos acostumbrados a la oscuridad más absoluta, le advirtió de la llegada del amanecer. Se levantó de la silla y entró a la habitación en búsqueda de su ropa. Mientras se vestía, repasó con la vista el hermoso cuerpo sobre la cama. Esa chica que aquel papel decía era suya y a la cual había conocido libre.
Sabía que, al despertar, ella sabría lo que había hecho. Le reconocería y comprendería la magnitud de su propia locura. Y entonces le odiaría, como todos. Sin importar lo que por ella sintiera o lo que el futuro deparara.
Con la suavidad de quien acaricia una rosa, el hombre rozó con su dedo la mejilla de la chica hasta seguir el contorno de sus labios. Luego, tomando nuevamente la hoja de papel, se dirigió al balcón. Ya con vista a la ciudad, levantó su mano observando el papel que aun sostenía. Suspirando, elevó la mano hasta la altura de su cabeza y la sacudió enérgicamente.
- ¡Rescindido! – dijo, y el papel, en medio de una llamarada azul, desapareció en el aire.
Luego, mirando hacia arriba, el hombre amenazó con su puño y dijo por lo bajo
- Ni creas que ganaste nada, ella es irrepetible y lo más probable es que igual sea mía luego… Cada segundo alguien firma un contrato con sus demonios, uno menos no enfriará el infierno.
Dio una última mirada a la ciudad que ya brillaba con la luz del amanecer. Luego, con una sonrisa diabólica y un gesto de furia, dio un salto sobre la baranda del balcón regresando al mundo en búsqueda de nuevos negocios.