Sentado en el piso de su camarote, apoyando la espalda en la pared, el hombre estudiaba atentamente la herida en su pierna. Con cautela derramó sobre la carne lacerada de su pantorrilla media botella del horrible destilado que, a falta de otro recurso, había utilizado hasta ahora como antiséptico.
No sintió dolor alguno. Con aprensión, oprimió los bordes de la herida. Un líquido oscuro y fétido brotó a la superficie, revelando trazos de sangre coagulada. Un olor nauseabundo invadió sus fosas nasales, confirmando lo que ya era evidente: la infección se había extendido.
Sin preocuparse demasiado, el hombre envolvió la pierna herida con un trapo limpio, asegurando el rustico vendaje con un nudo apretado. Para finalizar la cura, después de darle un largo trago, empapó la tela con el aguardiente restante.
Poniéndose de pie sin dificultad, pensó para sí:
– Al menos ya no duele, y aun responde.
– Ja –. Rió, mientras le daba a su pierna herida un par de golpes cariñosos con la palma de su mano
– Ahora si me convertiré en un verdadero Pirata a la antigua, con pata de palo y todo.
Un Golpe fuerte y seco en el exterior le sacó de sus cavilaciones. Cauteloso, el hombre se pegó a una pared del camarote y, sin pensarlo, echó mano de una pistola hasta ahora oculta en su cintura apuntando con mano firme hacia la puerta.
– Ya lárguense, o nos vamos a morir todos –. Gritó hacia el exterior.
– No moriremos todos, Capitán –. Obtuvo como respuesta.
– Solo usted, y tal vez uno o dos de nosotros nada más. Pero, si entrega lo nuestro, viviremos todos.
No tenía esperanzas de entendimiento con sus enemigos. Sabía exactamente quienes eran, los había comandado durante casi veinte años. Juntos se habían ganado el nombre de “Piratas” estableciendo su régimen de terror en todo lugar donde su barco pudiera llegar.
Un régimen del que nadie escapa, ni siquiera el Capitán Pirata, el más temido de los mares. Él, que había desafiado a la muerte tantas veces, también se vio atrapado. Sabía que no había escapatoria, pero aun así, lo había intentado.
Trató de comprar su retiro con las riquezas que había resguardado en aquella isla desierta. Sacos de oro y joyas, producto de la rapiña, y que sus compañeros se repartieron vorazmente impulsados por la codicia. Pero no fue suficiente. Sabían que su capitán se había guardaba algo para sí, tan valioso que había entregado todo lo demás solo para conservarlo.
No lo permitirían; si osaba abandonarlos, no se llevaría nada.
Tuvo que huir hacia su barco, cargando consigo aquel baúl que sus antiguos compañeros codiciaban, seguros de que su valor superaría todas las riquezas en la isla. Se había atrincherado en su camarote escudándose tras el miedo que infundía a sus antiguos compañeros, un miedo alimentado por su leyenda. Pero la tregua había terminado. Sus enemigos, decididos, lo cercaban, listos para acabar con él.
Un golpe brutal reventó la puerta del camarote, astillándola en mil pedazos. Sus enemigos irrumpieron disparando a ciegas, desatando un infierno de humo y balas que resonó durante minutos hasta que el silencio volvió a reinar en el ambiente.
Tres atacantes quedaron en medio de la habitación y, contra la pared, con una sonrisa congelada en el rostro, yacía el Capitán Pirata que quiso comprar su destino. Los sobrevivientes, ajenos al horror a su alrededor, rodeaban al baúl con el rostro descompuesto por la codicia.
Con mano temblorosa, un marinero, corpulento y tosco, empuñó su pistola y golpeo la cerradura varias veces hasta hacerla saltar. Un sutil clic, imperceptible por los emocionados observadores, surgió del baúl en el instante en que la tapa se abría, exponiendo el ansiado contenido.
Con el rostro demudado por el pánico, los hombres se apartaron bruscamente del baúl al identificar su contenido: un conjunto de pequeños cilindros cubiertos de un polvo grisáceo. Aquello era inconfundible, el último vestigio de los explosivos que utilizaban para atacar y saquear navíos. En cantidad suficiente para enviar a pique diez barcos como aquel en el que se encontraban, y un mecanismo de relojería cuyo conteo regresivo estaba a punto de culminar.
Con cara resignada el marinero corpulento miró a los demás y, casi jocosamente, expresó la verdad que acababa de comprender:
– El puto capitán nos jodió al final
Un clic y un chispazo en el baúl, se llevó al otro mundo la respuesta de sus compañeros.
En la Isla, unos ojos hermosos, color de noche, parpadearon ante la gigantesca explosión que hizo volar en pedazos aquel barco pirata. Un par de lágrimas se deslizaron por la mejilla de la mujer que observaba el final de aquella historia, revelando la tristeza que le atenazaba el corazón. Sin querer ver más, con esfuerzo, obligó a su menudo cuerpo a descender por el risco escarpado y rápidamente se dirigió a la playa donde un pequeño bote le esperaba. Con una fuerza impensable para su baja estatura, la chica empujo la embarcación hacia el agua, extendiendo la vela con habilidad y adentrándose en el mar con destino desconocido.
Sin mirar atrás, sus pensamientos se centraron agradecidos en los momentos vivídos con aquel hombre que había sido su mundo. El hombre que había hecho el sacrificio supremo por su seguridad. El hombre que, hasta el último aliento, la había llamado “Su Tesoro” y gracias al cual, ahora era libre.