El hombre, ahora anciano, volvió a la casa familiar tras tres décadas. Ya de noche, salió solo al corral. Se dejó caer en el banco de piedra donde su padre, y antes el padre de su padre, desgranaron habas. Desde allí, con los párpados cerrados, escuchó crujir el viejo tejado mientras aspiraba con honda nostalgia el aire oloroso a tierra recién llovida y a pino quemado.
Alzó la mano temblorosa, el Parkinson no perdona, y señaló Alnilam, la estrella del centro del cinturón de Orión.
– Mira, Lucas… tu estrella –. susurró, como si el niño aún estuviera encaramado al tejado.
Lucas siempre había sido un loco de las constelaciones. A los cinco años ya las nombraba todas y decía que cuando fuera mayor se iría a vivir entre ellas. Se colgaba de aquel tejado diariamente a ver sus estrellas mientras comía naranjas.
El recuerdo llegó entero: risas, naranjas robadas, rodillas raspadas, la vocecita gritando: "te doy una mañana, papá. Estoy ocupado". Él abajo, fumando, sonriendo.
Una lágrima rodó lenta por la barba gris.
Sacó el teléfono y escribió al número de Lucas:
– Estoy aquí, guárdame naranjas para mañana
Pulsó enviar, guardó el móvil sin esperar respuesta y alzó la vista. Alnilam parpadeó.
Desde la puerta iluminada, una suave voz femenina lo llamó:
– Papá… ya traen el ataúd.
Se levantó despacio.
Dio un paso hacia la casa. Desde Alnilam, los ojos traviesos de Lucas lo miraban fijamente con amor, como cuando tenía cinco años y nada malo podía pasar.
Entró.
y otros temas?



