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13 octubre, 2024

La Cerca

Siempre me había sentido más conectado con la tierra que con las personas. A pesar de los esfuerzos de mi familia y de los demás granjeros por hacerme más sociable, mi única pasión siempre había sido la agricultura. Mis semillas, mis cultivos y mis animales eran mi mundo. Las interacciones sociales, aunque necesarias para sobrevivir en esta comunidad, eran para mí un mero trámite que toleraba lo justo y necesario
.

Por eso, durante mucho tiempo ignoré casi todo de los demás habitantes del valle del Carirá. Sus nombres, sus historias, sus familias eran para mí un misterio que no deseaba develar. Los veía cada semana pasar frente a mis tierras camino al mercado, rostros familiares que se perdían en la multitud, fantasmas sin color ni forma que se desdibujaban esparcidos por la rutina. Mis relaciones sociales se limitaban a esas fugaces apariciones semanales. Aun ahora prefiero la soledad, el silencio que me brinda mi sombrero clavado en los ojos, evitando cualquier conato de saludo que favorezca alguna interacción que rompa mis pensamientos.

Esto no presentó ninguna dificultad mientras vivían la tía Carmen y su marido, Carlos. Ellos se encargaban de las negociaciones en el mercado y de sentarse en la cerca a perder el tiempo conversando con todos los que pasaban frente a nuestra granja. Yo solo clavaba mi sombrero sobre los ojos y me volvía una planta más, sin voz y sin entendimiento. Por suerte, todos lo sabían y, a pesar de algunos graciosos, pocos trataban de hablarme.

Pero la tía Carmen ya falleció y su marido pronto encontró con quien seguir compartiendo su vida  en otras tierras. Así que, pues, me quedé solo por fin encargándome de todas las labores de la granja… y todo lo que venía con ellas. 

Solo entonces pude darme cuenta y entender. Es que tanto tiempo ver a la gente caminar por aquel camino y nunca supuse que no todos los que pasaban eran lo que parecían. 

No sé si esta capacidad que tengo, me niego a llamarlo don, es algo familiar o tiene que ver algo con la tierra que trabajo… pero el hecho es que, pues… ¡Lo diré de una!.. ¡VEO FANTASMAS!

No esos fantasmas misteriosos, o terroríficos o vengativos de los que la tía Carmen hablaba cuando yo era un crío. Los míos son diferentes, la mayoría de las veces ni siquiera están interesados en mi o en lo que hago. Tienen un comportamiento, digamos, definido y generalmente relacionado con otras personas.

Les repito, soy un solitario. Y tal vez estoy mal de la cabeza, no lo sé. Antes de quedarme solo tras la muerte de mi tía Carmen, no tenía suficiente interacción social como para saber si mi forma de relacionarme era normal o no. 

Era tan desconectado de los demás que podría haber confundido a un maniquí con una persona real. De hecho, probablemente lo habría saludado para evitar los regaños de mi tía. Así que, perdónenme si les parece una locura que no me diera cuenta que veía gente… que no era gente.

Solo cuando me vi obligado a ir más seguido al caserío, y a conocer un poco más a los vecinos, las cosas comenzaron a ponerse raras para mí. 

Recuerdo que la primera señal de que algo no estaba bien la recibí un día de mercado, negociando unas semillas. Es que, mientras negociaba, la gente se acercaba al vendedor expresándoles su condolencia por el fallecimiento de su única hija. Al parecer, tratando de cruzar el río en su última creciente, el agua arrastró a la pequeña niña y aun no la encontraban. El hombre estaba allí vendiendo sus reservas de semillas para poder seguir con la búsqueda.

Les digo, piensen lo que quieran, pero lo que me llamó la atención aquella vez no fue el sufrimiento del vendedor. Es que, como ya les dije, las personas que van al caserío pasan necesariamente por el frente de mi granja y juraría que el día anterior, como todas las semanas, había visto llegar a aquel hombre… seguido por una hermosa niña vestida de fiesta que habría jurado era su hija.

No preste más atención al hecho aquel día. Me interesaban demasiado poco las demás personas como para que el haber confundido una viva con una fallecida me quitara el sueño. Solo que a la semana siguiente el vendedor, que había prometido traer algunas herramientas en buen estado, no apareció. Según parece, unos días antes, al encontrar por fin el cuerpo de su hija, el hombre no resistió el dolor y decidió acompañar a la niña por la eternidad usando un certero escopetazo. 

Cosa extraña en realidad, ya que habría jurado que en mi visión de la semana anterior, la niña que vi parecía hacer señas negativas al hombre con el dedo, como instándolo a no ser algo como eso… raro, o al menos así me pareció entonces. 

Desde aquel día, comencé a prestar más atención a las personas en el exterior de la cerca. Eran más de los que recordaba y muchas veces llevaban consigo a su acompañante.  

Con el paso del tiempo, al familiarizarme con los viajeros de aquel camino, pude constatar la profunda tristeza con la que a menudo cargaban. 

Extrañamente, noté un patrón en ellos. Espíritus que seguían a seres queridos a punto de fallecer. Tal y como aquella niña que, como presagiando la partida de su padre, lo acompañaba paso a paso. Este desgarrador desfile se repitió en innumerables ocasiones frente a mi granja. 

Sin embargo, los deudos, sumidos en sus pensamientos, avanzaban indiferentes a la presencia de aquellos seres etéreos que los seguían a corta distancia. En sus rostros, a veces, se entreveían expresiones alegría, de resignación, de dolor o incluso de una extraña esperanza. Gestos sutiles, miradas furtivas, como si intentaran comunicarse a través de una barrera invisible.

La imagen recurrente de personas al final de sus días me conmovía profundamente. Reflexionaba sobre la fragilidad de la vida y la inevitabilidad de la muerte. Mis propios miedos y mi soledad se agudizaron ante esta realidad. Aislado y resentido, me preguntaba una y otra vez: ¿Quién vendría a buscarme cuando llegara mi hora? ¿Habría alguien que lamentara mi partida?. 

La imagen de aquella niña, desesperada por comunicarse con su padre, se me había grabado a fuego. Me imaginaba a los otros espíritus, igual de solitarios, anhelando reconectar con sus seres queridos. La angustia de no poder comunicarse debía consumirlos. Con el tiempo, comprendí que no podía ser ajeno a su sufrimiento. 

Así, con un nudo en la garganta y el corazón encogido, decidí convertirme en su voz. A un lado de aquella cerca, día tras día, aguardaba a aquellos que llevaban consigo la presencia de sus acompañantes espirituales. No podían hablar, pero yo sí. Y así, por el resto de mi vida, me dediqué a tender puentes entre ambos mundos.

Durante medio siglo, he sido testigo de un sinfín de emociones humanas: desde las más profundas alegrías hasta las más hondas penas. En ese tiempo, casi no hubo semana en la que no me parara en esa cerca a conversar con alguien nuevo, a escuchar sus historias y compartir mis propias experiencias. Es como si esa cerca fuera un puente que conectaba a las personas, un lugar donde los corazones se abrían. Y sí, sé que suena extraño, pero les aseguro que cada conversación era única y especial. Ustedes pensaran que eso es casi un milagro pero ¿Qué quieren que les diga?, veo fantasmas.. ¿Tan raro les parece lo demás?

Esa constante interacción, ese privilegio de ser confidente, cambió mi corazón y mi alma llevándome por un camino de transformación profunda. He evolucionado hacia un oyente empático, un alma que ha aprendido a abrazar la diversidad de las experiencias humanas. Cada historia compartida ha sido una lección, un regalo que ha enriquecido mi vida de una manera inimaginable.

Sin embargo, hasta hoy, la misma preocupación me acompaño durante años. Invariablemente, los caminantes y sus acompañantes espirituales que he conocido siempre compartían un amor profundo, tanto en vida como en la muerte. 

A diferencia de ellos, yo nunca he experimentado ese amor. No recuerdo a mis padres, y mi tía, pues cumplió con alimentarme y vestirme dándome siempre lo que necesitaba, pero eso del amor, no era en realidad lo suyo. Por eso, mi mayor temor es partir solo, sin nadie que me acompañe en el camino y, la verdad, de esa manera no se adonde me llevará ese camino… ese es mi más grande temor.

Y, ese temor no ha hecho más que crecer. Siento que el fin se acerca, y es por eso que dejo por escrito estas palabras. Para que, en algún momento, el que pase por aquí sepa por qué esta casa está abandonada y qué fue de la vida de “El loco de la cerca”. Del cual ya habrá algún tiempo que no saben nada y seguramente estará esparcido por su campo sin que nadie se haya enterado. 

Dejaré este papel donde lo encuentren fácilmente, junto con las demás cosas de mi propiedad, para que el que las necesite pueda aprovecharlas.  Ya no tengo fuerzas para pararme en la cerca, así que me sentaré a la orilla de mi campo y esperaré… esperaré hasta que llegue el momento y luego, supongo que tendré fuerzas para seguir el camino.

El anciano, con la fatiga grabada en sus facciones, estampó su firma al final de la carta y la guardó en su sobre con esmero. Lo dejó sobre la cama y se dirigió a la puerta, donde la luz del sol, recién despierta, le invitaba a salir.

¡Un día radiante nos espera! – exclamó con una sonrisa.

Descendió los escalones de su hogar y se encaminó hacia el campo. Allí, junto a la cerca, lo aguardaba su rincón favorito: un sillón de madera bajo una sombrilla. Se acomodó y, con la mirada perdida en el horizonte, dejó que los recuerdos lo envolvieran.

Con los ojos entrecerrados, revivió cada encuentro tras la cerca, sumergiéndose en la misma emoción intensa de siempre. Su mente remontó el vuelo hasta aquella primera visión, el instante en que todo cobró sentido. Recordó al espíritu de la niña que le llevó a entender y, de pronto, se sintió invadido por un profundo pesar al entender que no la había ayudado. No solo por su ignorancia de aquel entonces, sino porque tuvo la certeza de que, aun conociendo la verdad, quizás no habría actuado de manera diferente. Era otro hombre entonces.

Sus ojos se llenaron de lágrimas por aquella niña y su padre. Con el corazón agobiado por la pena, intensamente pidió perdón al universo por aquel primer gran error, el cual parecía ahora venir a torturarle al final de su vida.

Un movimiento brusco lo sacudió de sus cavilaciones. Una sombra cruzó frente a él. Destellos de luz lo cegaron momentáneamente al abrir los ojos y tardó unos instantes en enfocar la vista. Allí, recostada en la cerca, estaba ella. La niña de los ojos grises, la misma que había necesitado su ayuda en el pasado. Su corazón se aceleró con fuerza al reconocerla. Le sonreía, y en esa sonrisa, él vio la luz del sol reflejada en un alma pura

Movido por la pena, el hombre solo pudo recordar lo que consideraba su deuda y con apenas un suspiro solo pudo exclamar.

¡Perdóname!.. No pude ayudarte. Y ya se terminó mi tiempo. – Dijo, mientras La sonrisa de la niña parecía hacerse más hermosa.

– Es hora de seguir el camino, y nadie me acompañará. No supe hacer que me amaran.

La niña parecía divertirse con lo que escuchaba. Extendió una mano al anciano mientras su rostro se suavizaba en una amorosa mirada que, de alguna manera, alivió las dudas y calmó las penas. Con una mano extendida hacia él, con la otra señaló a cada lado de la cerca llamando la atención del anciano.

De pronto, una multitud se materializó a lo largo de la cerca, sorprendiendo al hombre. Cada individuo, sin excepción, lo miraba con afecto y extendía una mano hacia él. En ese instante, el anciano comprendió que aquellos rostros eran los de todas las personas que había conocido a lo largo de su vida y a las que había facilitado la comunicación con sus acompañantes. Todos ellos formaban parte de lo que él llamaba "la gente de la cerca".

Entonces comprendió. Los acompañantes no eran solo quienes lo amaban, sino aquellos a quienes amó con tal intensidad que forjó un lazo indisoluble. Eran las personas por las cuales se entregó desinteresadamente, buscando siempre su bienestar. Al amarlos profundamente, liberó su propia alma y creó una conexión tan íntima que los hizo uno consigo mismo.

Mira tu, como son las cosas. Pensé que nadie me quería –. Dijo el anciano, feliz, sonriendo como un chico. 

Y tomando la mano que le extendía la niña, salió al camino uniéndose a aquella multitud que le recibió en luces y armonías. 

Jamás en el mundo, les garantizo, hubo en un solo lugar mayor muestra de amor.