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martes, 22 de octubre de 2024

El Saco de Patatas

El sol abrasador castigaba la tierra reseca de aquel camino rural, convirtiendo el aire en un horno. Con un suspiro de cansancio, el hombre colocó cuidadosamente en el suelo el pesado saco de patatas, sintiendo cómo sus hombros agradecían el descanso. La gorra de béisbol que usaba, sudada y polvorienta, le ofrecía una sombra tenue mientras se esforzaba para alcanzar su zurrón de cuero. Extrajo una botella de agua tibia cuyo contenido, a pesar de la temperatura, le pareció helada y refrescante. El líquido, al deslizarse por su garganta, de alguna manera le recordó el sabor de la vida y agradeció profundamente contar con aquella bendición en esos momentos de necesidad.

Mientras descansaba de su carga, echó una mirada al camino recorrido y, con aprensión, al que le quedaba. Intentaba animarse, convenciéndose de que lo peor había pasado. Bastante transitado cuando comenzó, ahora se veía sumamente solitario y solo algunas aves picoteaban aquí y allá. Todos los demás seres vivientes parecían escapar al calor de la hora… menos él y su carga, la que necesitaba llevar a su destino.

No le gustaba la soledad. Pero la prefería antes que lidiar con la deslealtad y la falta de agradecimiento de las personas. No podía evitarlo. Aun contradiciendo lo que su padre y todos sus amigos metafísicos le habían enseñado, o habían tratado de enseñarle. Aquello de que “las cosas que se hacen por los demás tiene su respuesta en el cielo”… o en la otra vida, o en el nirvana… o en cualquier otro lado menos aquí.

Sonriendo para sí, y ya descansado, inclinó su cuerpo sobre el saco de tubérculos y con un fuerte empujón lo llevó nuevamente hacia su hombro para seguir camino. No necesitaba estar parado para seguir pensando tonterías y no era cosa de que se le fuera todo el día en el camino.

Al reanudar su marcha, vio más adelante la única señal de vida humana a todo lo largo de la carretera visible. Una chica de unos veinte años apareció de repente por el camino de una granja más adelante, montando una destartalada bicicleta. El hombre la reconoció enseguida. La chica era Sandra, hija de un conocido granjero de la zona. No los conocía bien aunque, a veces, les había brindado algún aventón cuando su camioneta no estaba en el taller. 

Desde la distancia, la chica pareció reconocer al viajero y levantó su mano en un amistoso saludo. Luego, levantándose sobre los pedales de su bicicleta, con un fuerte empujón, aceleró por el camino tomando la misma dirección en que el hombre viajaba dándole la espalda.

Bueno, pues. No me esperó y me hubiera gustado preguntar por su padre. – Dijo para sí, mientras acomodada mejor su carga sobre el hombro y sin, aparentemente, extrañarse para nada de la aparente huida de la chica. 

Es que, cuando comenzó su travesía aquella mañana, había mucha más gente en el camino. Todos vecinos o conocidos y, la mayor parte de ellos, beneficiarios de alguna manera de aquellas cosas que, según su padre,  “había que hacer por los demás”.

Sin embargo, su carga pareció tener el mágico poder de recordar a todos sus congéneres alguna imperiosa necesidad de llegar rápidamente a una cita olvidada. Seguramente en donde no existían sacos de patatas ni nadie que cargara con ellos y que pudiera necesitar un poco de ayuda. Sin excepción, independientemente de lo que hicieran en el momento, todos saludaron presurosos y salieron disparados en dirección contraria a la del hombre y su carga. 

Extraña cosa esto de la mente humana y sus lagunas que disfrazan las propias necesidades urgentes como aparentes actos de deslealtad. Y más extraña cosa todavía pensar que, en realidad, él en ningún momento solicitaba a los demás ayuda con su carga. O, por lo menos, la ayuda que ellos pensaban.

A diferencia de su padre, comprendía la importancia de corresponder a los actos de generosidad. Había aprendido que el agradecimiento es fundamental y que dar sin esperar nada a cambio solo fomentaba la pasividad. Estaba convencido de que el dar y recibir formaban un ciclo vital en el que ambas partes eran esenciales. Mientras su padre no veía la necesidad de reciprocidad, él creía firmemente en el equilibrio de dar y recibir. Había interiorizado que el agradecimiento era el engranaje que hacía funcionar este ciclo vital. Dar sin esperar nada, pensaba, solo interrumpía el flujo natural de este intercambio esencial.

Ese día, por ejemplo, un simple gesto de solidaridad habría bastado para aliviarle: una mano secando el sudor, unos minutos de charla amena, una pregunta sincera sobre el peso de su carga. Cualquier mínima cosa, palabra o gesto que denotara que sus actos habían sido valiosos y que estaban agradecidos habría sido suficiente. 

Pero ninguno de sus vecinos, incluso, se interesó siquiera por la razón de que cargara con un saco de patatas, a pesar de tener un generalmente confiable auto del que muchos de ellos se habían servido alguna vez. Nadie se atrevió, no fuera que al final terminasen compartiendo tan pesada y sucia carga. 

Deslealtad clara y absoluta. Y, si la alternativa son los desleales, mejor la soledad de aquel camino. Mejor cargar su saco de patatas en silencio y cumplir su labor sin esperar nada de los demás. Se deprimiría menos y obtendría lo mismo… nada.

Sumergido en sus pensamientos, el hombre había avanzado bastante en su camino. Un movimiento mas adelante, bastante lejos aún, le llamó la atención. Aparentemente alguien venía así que decidió darse otro descanso y, con un poco de dificultad esta vez, colocó nuevamente el saco en el suelo.

A pesar de sus gruñidos internos y de todo el refunfuñar de la última hora, la perspectiva de conversar con alguna persona se le hacía de alguna manera esperanzadora. Aun cuando no lo reconociera y se dijera que solo quería descansar. Así que esperó, vigilando con expectativa el punto que se acercaba.

Pronto, vio como le alcanzaban dos figuras que avanzaban muy juntas por el medio del camino en sendas bicicletas. Con cierta alegría, el hombre reconoció nuevamente a la chica que le había saludado unos kilómetros atrás y a su padre. Un hombre mayor que, a pesar de su edad, venia pedaleando enérgicamente una bicicleta tan vieja y destartalada como la que montaba su hija. Cada bicicleta arrastraba una pequeña carreta de dos ruedas que, de seguro, habían vivido mejores tiempos por lo usadas que se veían.

Don Miguel, le hice señas de que me esperara. Por suerte encontré a Papá y pudimos traer las dos carretas. Ni de chiste hubiera podido con su carga y con usted. Si está como rechonchito –, dijo la chica, con una hermosa sonrisa, mientras le alcanzaba al hombre una cantimplora con agua fresca.

¿Qué hubo Miguel? ¿Qué pasó con la camioneta? ¿Otra vez en el taller? – Saludó el hombre en la bicicleta. – Que suerte que “Mija” corrió como los diablos a buscarme, un poco más y no me encuentra.

Sin saber que decir, el hombre solo atinó a tomar la cantimplora y beber un largo trago de agua. Mientras tanto el anciano, con una energía no cónsona con su edad, tomaba el saco del suelo y lo colaba con cuidado en el carretón.

Échese en el carretón don Miguel, pa’ que descanse. Ahí le mandó mi “Ma”  unos pastelones de merengue pa’ que los pruebe. Y que no se le ocurra venirse sin pasar por la casa – Dijo la chica, casi empujando al aun sorprendido hombre hacia su propio carretón.

Graaciasss, no sé qué decir –. Las palabras salieron atropelladas de su boca. 

Pues no diga nada hombre, échese un rato y mire pa´l cielo comiendo pastelones que lo que había que hacer ya usted lo hizo. Mire que cargarse solo ese saco. Solamente a usted se le ocurre.

La extraña comitiva partió rápidamente con su carga. El hombre, recostado en su carretón y mirando al cielo, pensaba en las extrañas vueltas de la vida. Estaba seguro de que su padre le miraba desde algún lado muerto de la risa y diciéndole.. “¿Ves, como las cosas a veces no son como creemos?”.

Sonriendo, extendió una mano machada de merengue hacia el cielo y pensó – Acepto la lección – y en voz alta agradeció a quienes le auxiliaron:

Gracias amigos, me salvaron en más de una forma. 

No, de nada don Miguel, que ahí estamos para ayudarnos. Pero, al fin y al cabo, ¿para donde lleva usted ese saco de Patatas?

El hombre sonrió recordando la batalla mental que traía consigo, y en toda la mala vibra que las acciones ajenas le habían causado. Era como si cada patata en aquel saco fuera un mal pensamiento o un pesar tonto que habida decidido cargar y el que, con ayuda de sus amigos, había podido quitarse de encima.

En realidad, tanto su padre como él tenían razón. La respuesta a nuestras buenas acciones si llega de alguna manera antes de viajar al otro lado. Solo que, la mayor parte de las veces, no viene de donde esperamos. Es como si todo el bien que hacemos fuera a un solo paquete del que también sale, al azar, el bien que recibimos. El secreto está en lograr que la mayor cantidad de gente posible haga su aporte a ese paquete. Así, de esta manera, tendremos más oportunidades de obtener nuestra modesta recompensa. Lección de vida esta.

Con alivio y sinceridad respondió la pregunta de la chica

Pues ya no Importa. Ya no es mi carga. Por ahí lo dejaremos para que alguien haga un buen puré.

Y se recostó en su transporte, pidiendo se le concediera pronto otra oportunidad de ayudar a los demás.

domingo, 13 de octubre de 2024

La Cerca

Siempre me había sentido más conectado con la tierra que con las personas. A pesar de los esfuerzos de mi familia y de los demás granjeros por hacerme más sociable, mi única pasión siempre había sido la agricultura. Mis semillas, mis cultivos y mis animales eran mi mundo. Las interacciones sociales, aunque necesarias para sobrevivir en esta comunidad, eran para mí un mero trámite que toleraba lo justo y necesario
.

Por eso, durante mucho tiempo ignoré casi todo de los demás habitantes del valle del Carirá. Sus nombres, sus historias, sus familias eran para mí un misterio que no deseaba develar. Los veía cada semana pasar frente a mis tierras camino al mercado, rostros familiares que se perdían en la multitud, fantasmas sin color ni forma que se desdibujaban esparcidos por la rutina. Mis relaciones sociales se limitaban a esas fugaces apariciones semanales. Aun ahora prefiero la soledad, el silencio que me brinda mi sombrero clavado en los ojos, evitando cualquier conato de saludo que favorezca alguna interacción que rompa mis pensamientos.

Esto no presentó ninguna dificultad mientras vivían la tía Carmen y su marido, Carlos. Ellos se encargaban de las negociaciones en el mercado y de sentarse en la cerca a perder el tiempo conversando con todos los que pasaban frente a nuestra granja. Yo solo clavaba mi sombrero sobre los ojos y me volvía una planta más, sin voz y sin entendimiento. Por suerte, todos lo sabían y, a pesar de algunos graciosos, pocos trataban de hablarme.

Pero la tía Carmen ya falleció y su marido pronto encontró con quien seguir compartiendo su vida  en otras tierras. Así que, pues, me quedé solo por fin encargándome de todas las labores de la granja… y todo lo que venía con ellas. 

Solo entonces pude darme cuenta y entender. Es que tanto tiempo ver a la gente caminar por aquel camino y nunca supuse que no todos los que pasaban eran lo que parecían. 

No sé si esta capacidad que tengo, me niego a llamarlo don, es algo familiar o tiene que ver algo con la tierra que trabajo… pero el hecho es que, pues… ¡Lo diré de una!.. ¡VEO FANTASMAS!

No esos fantasmas misteriosos, o terroríficos o vengativos de los que la tía Carmen hablaba cuando yo era un crío. Los míos son diferentes, la mayoría de las veces ni siquiera están interesados en mi o en lo que hago. Tienen un comportamiento, digamos, definido y generalmente relacionado con otras personas.

Les repito, soy un solitario. Y tal vez estoy mal de la cabeza, no lo sé. Antes de quedarme solo tras la muerte de mi tía Carmen, no tenía suficiente interacción social como para saber si mi forma de relacionarme era normal o no. 

Era tan desconectado de los demás que podría haber confundido a un maniquí con una persona real. De hecho, probablemente lo habría saludado para evitar los regaños de mi tía. Así que, perdónenme si les parece una locura que no me diera cuenta que veía gente… que no era gente.

Solo cuando me vi obligado a ir más seguido al caserío, y a conocer un poco más a los vecinos, las cosas comenzaron a ponerse raras para mí. 

Recuerdo que la primera señal de que algo no estaba bien la recibí un día de mercado, negociando unas semillas. Es que, mientras negociaba, la gente se acercaba al vendedor expresándoles su condolencia por el fallecimiento de su única hija. Al parecer, tratando de cruzar el río en su última creciente, el agua arrastró a la pequeña niña y aun no la encontraban. El hombre estaba allí vendiendo sus reservas de semillas para poder seguir con la búsqueda.

Les digo, piensen lo que quieran, pero lo que me llamó la atención aquella vez no fue el sufrimiento del vendedor. Es que, como ya les dije, las personas que van al caserío pasan necesariamente por el frente de mi granja y juraría que el día anterior, como todas las semanas, había visto llegar a aquel hombre… seguido por una hermosa niña vestida de fiesta que habría jurado era su hija.

No preste más atención al hecho aquel día. Me interesaban demasiado poco las demás personas como para que el haber confundido una viva con una fallecida me quitara el sueño. Solo que a la semana siguiente el vendedor, que había prometido traer algunas herramientas en buen estado, no apareció. Según parece, unos días antes, al encontrar por fin el cuerpo de su hija, el hombre no resistió el dolor y decidió acompañar a la niña por la eternidad usando un certero escopetazo. 

Cosa extraña en realidad. Estaba seguro de que, en mi visión de la semana anterior, la niña que vi parecía hacer señas negativas al hombre con el dedo, como instándolo a no ser algo como eso… raro, o al menos así me pareció entonces. 

Desde aquel día, comencé a prestar más atención a las personas en el exterior de la cerca. Eran más de los que recordaba y muchas veces llevaban consigo a su acompañante.  

Con el paso del tiempo, al familiarizarme con los viajeros de aquel camino, pude constatar la profunda tristeza con la que a menudo cargaban. 

Extrañamente, noté un patrón en ellos. Espíritus que seguían a seres queridos a punto de fallecer. Tal y como aquella niña que, como presagiando la partida de su padre, lo acompañaba paso a paso. Este desgarrador desfile se repitió en innumerables ocasiones frente a mi granja. 

Sin embargo, los deudos, sumidos en sus pensamientos, avanzaban indiferentes a la presencia de aquellos seres etéreos que los seguían a corta distancia. En sus rostros, a veces, se entreveían expresiones alegría, de resignación, de dolor o incluso de una extraña esperanza. Gestos sutiles, miradas furtivas, como si intentaran comunicarse a través de una barrera invisible.

La imagen recurrente de personas al final de sus días me conmovía profundamente. Reflexionaba sobre la fragilidad de la vida y la inevitabilidad de la muerte. Mis propios miedos y mi soledad se agudizaron ante esta realidad. Aislado y resentido, me preguntaba una y otra vez: ¿Quién vendría a buscarme cuando llegara mi hora? ¿Habría alguien que lamentara mi partida?. 

La imagen de aquella niña, desesperada por comunicarse con su padre, se me había grabado a fuego. Me imaginaba a los otros espíritus, igual de solitarios, anhelando reconectar con sus seres queridos. La angustia de no poder comunicarse debía consumirlos. Con el tiempo, comprendí que no podía ser ajeno a su sufrimiento. 

Así, con un nudo en la garganta y el corazón encogido, decidí convertirme en su voz. A un lado de aquella cerca, día tras día, aguardaba a aquellos que llevaban consigo la presencia de sus acompañantes espirituales. No podían hablar, pero yo sí. Y así, por el resto de mi vida, me dediqué a tender puentes entre ambos mundos.

Durante medio siglo, he sido testigo de un sinfín de emociones humanas: desde las más profundas alegrías hasta las más hondas penas. En ese tiempo, casi no hubo semana en la que no me parara en esa cerca a conversar con alguien nuevo, a escuchar sus historias y compartir mis propias experiencias. Es como si esa cerca fuera un puente que conectaba a las personas, un lugar donde los corazones se abrían. Y sí, sé que suena extraño, pero les aseguro que cada conversación era única y especial. Ustedes pensaran que eso es casi un milagro pero ¿Qué quieren que les diga?, veo fantasmas.. ¿Tan raro les parece lo demás?

Esa constante interacción, ese privilegio de ser confidente, cambió mi corazón y mi alma llevándome por un camino de transformación profunda. He evolucionado hacia un oyente empático, un alma que ha aprendido a abrazar la diversidad de las experiencias humanas. Cada historia compartida ha sido una lección, un regalo que ha enriquecido mi vida de una manera inimaginable.

Sin embargo, hasta hoy, la misma preocupación me acompaño durante años. Invariablemente, los caminantes y sus acompañantes espirituales que he conocido siempre compartían un amor profundo, tanto en vida como en la muerte. 

A diferencia de ellos, yo nunca he experimentado ese amor. No recuerdo a mis padres, y mi tía, pues cumplió con alimentarme y vestirme dándome siempre lo que necesitaba, pero eso del amor, no era en realidad lo suyo. Por eso, mi mayor temor es partir solo, sin nadie que me acompañe en el camino y, la verdad, de esa manera no se adonde me llevará ese camino… ese es mi más grande temor.

Y, ese temor no ha hecho más que crecer. Siento que el fin se acerca, y es por eso que dejo por escrito estas palabras. Para que, en algún momento, el que pase por aquí sepa por qué esta casa está abandonada y qué fue de la vida de “El loco de la cerca”. Del cual ya habrá algún tiempo que no saben nada y seguramente estará esparcido por su campo sin que nadie se haya enterado. 

Dejaré este papel donde lo encuentren fácilmente, junto con las demás cosas de mi propiedad, para que el que las necesite pueda aprovecharlas.  Ya no tengo fuerzas para pararme en la cerca, así que me sentaré a la orilla de mi campo y esperaré… esperaré hasta que llegue el momento y luego, supongo que tendré fuerzas para seguir el camino.

El anciano, con la fatiga grabada en sus facciones, estampó su firma al final de la carta y la guardó en su sobre con esmero. Lo dejó sobre la cama y se dirigió a la puerta, donde la luz del sol, recién despierta, le invitaba a salir.

¡Un día radiante nos espera! – exclamó con una sonrisa.

Descendió los escalones de su hogar y se encaminó hacia el campo. Allí, junto a la cerca, lo aguardaba su rincón favorito: un sillón de madera bajo una sombrilla. Se acomodó y, con la mirada perdida en el horizonte, dejó que los recuerdos lo envolvieran.

Con los ojos entrecerrados, revivió cada encuentro tras la cerca, sumergiéndose en la misma emoción intensa de siempre. Su mente remontó el vuelo hasta aquella primera visión, el instante en que todo cobró sentido. Recordó al espíritu de la niña que le llevó a entender y, de pronto, se sintió invadido por un profundo pesar al entender que no la había ayudado. No solo por su ignorancia de aquel entonces, sino porque tuvo la certeza de que, aun conociendo la verdad, quizás no habría actuado de manera diferente. Era otro hombre entonces.

Sus ojos se llenaron de lágrimas por aquella niña y su padre. Con el corazón agobiado por la pena, intensamente pidió perdón al universo por aquel primer gran error, el cual parecía ahora venir a torturarle al final de su vida.

Un movimiento brusco lo sacudió de sus cavilaciones. Una sombra cruzó frente a él. Destellos de luz lo cegaron momentáneamente al abrir los ojos y tardó unos instantes en enfocar la vista. Allí, recostada en la cerca, estaba ella. La niña de los ojos grises, la misma que había necesitado su ayuda en el pasado. Su corazón se aceleró con fuerza al reconocerla. Le sonreía, y en esa sonrisa, él vio la luz del sol reflejada en un alma pura

Movido por la pena, el hombre solo pudo recordar lo que consideraba su deuda y con apenas un suspiro solo pudo exclamar.

¡Perdóname!.. No pude ayudarte. Y ya se terminó mi tiempo. – Dijo, mientras La sonrisa de la niña parecía hacerse más hermosa.

– Es hora de seguir el camino, y nadie me acompañará. No supe hacer que me amaran.

La niña parecía divertirse con lo que escuchaba. Extendió una mano al anciano mientras su rostro se suavizaba en una amorosa mirada que, de alguna manera, alivió las dudas y calmó las penas. Con una mano extendida hacia él, con la otra señaló a cada lado de la cerca llamando la atención del anciano.

De pronto, una multitud se materializó a lo largo de la cerca, sorprendiendo al hombre. Cada individuo, sin excepción, lo miraba con afecto y extendía una mano hacia él. En ese instante, el anciano reconoció en aquellos rostros a las personas que había conocido a lo largo de su vida y a las que había facilitado la comunicación con sus acompañantes. Todos ellos formaban parte de lo que él llamaba "la gente de la cerca".

Entonces comprendió. Los acompañantes no eran solo quienes lo amaban, sino aquellos a quienes amó con tal intensidad que forjó un lazo indisoluble. Eran las personas por las cuales se entregó desinteresadamente, buscando siempre su bienestar. Al amarlos profundamente, liberó su propia alma y creó una conexión tan íntima que los hizo uno consigo mismo.

Mira tu, como son las cosas. Pensé que nadie me quería –. Dijo el anciano, feliz, sonriendo como un chico. 

Y tomando la mano que le extendía la niña, salió al camino uniéndose a aquella multitud que le recibió en luces y armonías. 

Jamás en el mundo, les garantizo, hubo en un solo lugar mayor muestra de amor.